En las esquinas estaban dispuestas botellas de aguardiente
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. La sidra dulce embotellada rebosaba su espuma espesa alrededor de los tapones y todos los vasos estaban ya llenos de vino hasta el borde. Grandes fuentes de natillas amarillas, que se movían solas al menor choque de la mesa, presentaban, dibujadas sobre su superficie lisa, las iniciales de los nuevos esposos en arabescos de finos rasgos. Habían ido a buscar un pastelero a Yvetot para las tortadas y los guirlaches. Como debutaba en el país, se esmeró en hacer bien las cosas; y, a los postres, él mismo presentó en la mesa una pieza montada que causó sensación.
Primeramente, en la base, había un cuadrado de cartón azul que figuraba un templo con pórticos, columnatas y estatuillas de estuco todo alrededor, en hornacinas consteladas de estrellas de papel dorado; después, en el segundo piso, se erguía un torreón en bizcocho de Saboya, rodeado de pequeñas fortificaciones de angélica, almendras, uvas pasas, cuarterones de naranjas; y, finalmente, en la plataforma superior, que era una pradera verde donde había rocas con lagos de confituras y barcos de cáscaras de avellanas, se veía un Amorcillo balanceándose en un columpio de chocolate, cuyos dos postes terminaban en dos capullos naturales, a modo de bolas, en la punta. Estuvieron comiendo hasta la noche.
Cuando se cansaban de estar sentados se paseaban por los patios o iban a jugar un partido de chito al granero, después volvían a la mesa. Algunos, hacia el final, se quedaron dormidos y roncaron. Pero a la hora del café todo se reanimó; empezaron a cantar, probaron su fuerza, transportaban pesos, hacían con los pulgares
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gestos de un gusto dudoso, intentaban levantar las carretas sobre sus hombros, se contaban chistes picantes, abrazaban a las señoras. De noche, a la hora de marcharse, los caballos, hartos de avena hasta las narices, tuvieron dificultades para entrar en los varales; daban coces, se encabritaban, los arreos se rompían, sus amos blasfemaban o reían; y toda la noche, a la luz de la luna, por los caminos del país pasaron carricoches desbocados que corrían a galope tendido, dando botes en las zanjas, saltando por encima de la grava, rozando con los taludes, con mujeres que se asomaban por la portezuela para coger las riendas.
Los que quedaron en Les Bertaux pasaron la noche bebiendo en la cocina. Los niños se habían quedado dormidos debajo de los bancos. La novia había suplicado a su padre que le evitasen las bromas de costumbre.
Sin embargo, un primo suyo, pescadero (que incluso había traído como regalo de bodas un par de lenguados), empezaba a soplar agua con su boca por el agujero de la cerradura, cuando llegó el señor Rouault en el preciso momento para impedirlo, y le explicó que la posición seria de su yerno no permitía tales inconveniencias. El primo, a pesar de todo, cedió difícilmente ante estas razones. En su interior acusó al señor Rouault de estar muy orgulloso y fue a reunirse a un rincón con cuatro o cinco invitados que, habiéndoles tocado por casualidad varias veces seguidas los peores trozos de las carnes, murmuraban en voz baja del anfitrión y deseaban su ruina con medias palabras. La señora Bovary madre no había despegado los labios en todo el día. No le habían consultado ni sobre el atuendo de la nuera ni sobre los preparativos del festín; se retiró temprano. Su esposo, en vez de acompañarla, marchó a buscar cigarros a Saint Víctor y fumó hasta que se hizo de día, sin dejar de beber grogs
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de kirsch, mezcla desconocida para aquella gente, y que fue para él como un motivo de que le tuviesen una consideración todavía mayor.
Carlos no era de carácter bromista, no se había lucido en la boda. Respondió mediocremente a las bromas, retruécanos, palabras de doble sentido, parabienes y palabras picantes que tuvieron a bien soltarle desde la sopa. Al día siguiente, por el contrario, parecía otro hombre… Era más bien él a quien se hubiera tomado por la virgen de la víspera, mientras que la recién casada no dejaba traslucir nada que permitiese sospechar lo más mínimo. Los más maliciosos sabían qué decir, y cuando pasaba cerca de ellos la miraban con una atención desmesurada.
Pero Carlos no disimulaba nada, le llamaba «mi mujer», la tuteaba, preguntaba por ella a todos, la buscaba por todas partes y muchas veces se la llevaba a los patios donde de lejos le veían, entre los árboles, estrechándole la cintura y caminando medio inclinado sobre ella, arrugándole con la cabeza el bordado del corpiño. Dos días después de la boda los esposos se fueron: Carlos no podía ausentarse por más tiempo a causa de sus enfermos. El tío Rouault mandó que los llevaran en su carricoche y él mismo los acompañó hasta Vassonville. Allí besó a su hija por última vez, se apeó y volvió a tomar su camino.
Cuando llevaba andados cien pasos aproximadamente, se paró, y, viendo alejarse el carricoche, cuyas ruedas giraban en el polvo, lanzó un gran suspiro. Después se acordó de su boda, de sus tiempos de antaño del primer embarazo de su mujer; estaba muy contento también él el día en que la había trasladado de la casa de sus padres a la suya, cuando la llevaba a la grupa trotando sobre la nieve, pues era alrededor de Navidad y el campo estaba todo blanco; ella se agarraba a él por un brazo mientras que del otro colgaba su cesto; el viento agitaba los largos encajes de su tocado del País de Caux, que le pasaban a veces por encima de la boca, y, cuando él volvía la cabeza, veía cerca, sobre su hombro, su carita sonrosada que sonreía silenciosamente bajo la chapa de oro de su gorro. Para recalentarse los dedos, se los metía de vez en cuando en el pecho. ¡Qué viejo era todo esto! ¡Su hijo tendría ahora treinta años! Entonces miró atrás, no vio nada en el camino. Se sintió triste como una casa sin muebles; y mezclando los tiernos recuerdos a los negros pensamientos en su cerebro nublado por los vapores de la fiesta, le dieron muchas ganas de ir un momento a dar una vuelta cerca de la iglesia.
Como, a pesar de todo, temió que esto le pusiese más triste todavía, se volvió directamente a casa. El señor y la señora Bovary llegaron a Tostes hacia las seis. Los vecinos se asomaron a las ventanas para ver a la nueva mujer del médico. La vieja criada se presentó, la saludó, pidió disculpas por no tener preparada la cena a invitó a la señora, entretanto, a conocer la casa.
La fachada de ladrillos se alineaba justo con la calle, o más bien con la carretera. Detrás de la puerta estaban colgados un abrigo de esclavina, unas bridas de caballo, una gorra de visera de cuero negro y en un rincón, en el suelo, un par de polainas todavía cubiertas de barro seco. A la derecha estaba la sala, es decir, la pieza que servía de comedor y de sala de estar.
Un papel amarillo canario, orlado en la parte superior por una guirnalda de flores pálidas, temblaba todo él sobre la tela poco tensa; unas cortinas de calicó blanco, ribeteadas de una trencilla roja, se entrecruzaban a lo largo de las ventanas, y sobre la estrecha repisa de la chimenea resplandecía un reloj con la cabeza de Hipócrates entre dos candelabros chapados de plata bajo unos fanales de forma ovalada. Al otro lado del pasillo estaba el consultorio de Carlos. Pequeña habitación de unos seis pasos de ancho, con una mesa, tres sillas y un sillón de despacho. Los tomos del Diccionario de Ciencias Médicas, sin abrir, pero cuya encuadernación en rústica había sufrido en todas las ventas sucesivas por las que había pasado, llenaban casi ellos solos los seis estantes de una biblioteca de madera de abeto.
El olor de las salsas penetraba a través de la pared durante las consultas, lo mismo que se oía desde la cocina toser a los enfermos en el despacho y contar toda su historia.
Venía después, abierta directamente al patio, donde se encontraba la caballeriza, una gran nave deteriorada que tenía un horno, y que ahora servía de leñera, de bodega, de almacén, llena de chatarras, de toneles vacíos, de aperos de labranza fuera de uso, con cantidad de otras cosas llenas de polvo cuya utilidad era imposible adivinar.
La huerta, más larga que ancha, llegaba, entre dos paredes de adobe cubiertas de albaricoqueros en espaldera, hasta un seto de espinos que la separaba de los campos. Había en el centro un cuadrante solar de pizarra sobre un pedestal de mampostería; cuatro macizos de enclenques escaramujos rodeaban simétricamente el cuadro más útil de las plantaciones serias. Al fondo de todo, bajo las piceas, una figura de cura, de escayola, leía su breviario. Emma subió a las habitaciones. La primera no estaba amueblada; pero la segunda, que era la habitación de matrimonio, tenía una cama de caoba en una alcoba con colgaduras rojas.
Una caja de conchas adornaba la cómoda y, sobre el escritorio, al lado de la ventana, había en una botella un ramo de azahar atado con cintas de raso blanco. Era un ramo de novia; ¡el ramo de la otra! Ella lo miró. Carlos se dio cuenta de ello, lo cogió y fue a llevarlo al desván, mientras que, sentada en una butaca (estaban colocando sus cosas alrededor de ella).
Emma pensaba adónde iría a parar su ramo de novia, que estaba embalado en una caja de cartón, si por casualidad ella llegase a morir. Los primeros días se dedicó a pensar en los cambios que iba a hacer en su casa. Retiró los globos de los candelabros, mandó empapelar de nuevo, pintar la escalera y poner bancos en el jardín, alrededor del reloj de sol; incluso preguntó qué había que hacer para tener un estanque con surtidor de agua y peces.
Finalmente, sabiendo su marido que a ella le gustaba pasearse en coche, encontró uno de ocasión, que, una vez puestas linternas nuevas y guardabarros de cuero picado, quedó casi como un tílburi. Carlos estaba, pues, feliz y sin preocupación alguna. Una comida los dos solos, un paseo por la tarde por la carretera principal, acariciarle su pelo, contemplar su sombrero de paja, colgado en la falleba de una ventana, y muchas otras cosas más en las que Carlos jamás había sospechado encontrar placer alguno, constituían ahora su felicidad ininterrumpida.
En cama por la mañana, juntos sobre la almohada, él veía pasar la luz del sol por entre el vello de sus mejillas rubias medio tapadas por las orejeras subidas de su gorro. Vistos tan de cerca, sus ojos le parecían más grandes, sobre todo cuando abría varias veces sus párpados al despertarse; negros en la sombra y de un azul oscuro en plena luz, tenían como capas de colores sucesivos, que, siendo más oscuros en el fondo, iban tomándose claros hacia la superficie del esmalte. La mirada de Carlos se perdía en estas profundidades, y se veía en pequeño hasta los hombros con el pañuelo, que le cubría la cabeza y el cuello de la camisa entreabierto.
Él se levantaba, ella se asomaba a la ventana para verle salir; y se apoyaba de codos en el antepecho entre dos macetas de geranios, vestida con un salto de cama que le venía muy holgado. Carlos, en la calle, sujetaba sus espuelas sobre el mojón y ella seguía hablándole desde arriba, mientras arrancaba con su boca una brizna de flor o de verde que soplaba hacia él, y que revoloteando, planeando, haciendo en el aire semicírculos como un pájaro, iba antes de caer a agarrarse a las crines mal peinadas de la vieja yegua blanca, inmóvil en la puerta. Carlos, a caballo, le enviaba un beso; ella respondía con un gesto y volvía a cerrar la ventana.
Él partía, y entonces, en la carretera que extendía sin terminar su larga cinta de polvo, por los caminos hondos donde los árboles se curvaban en bóveda, en los senderos cuyos trigos le llegaban hasta las rodillas, con el sol sobre sus hombros y el aire matinal en las aletas de la nariz, el corazón lleno de las delicias de la noche, el ánimo tranquilo, la carne satisfecha, iba rumiando su felicidad, como los que siguen saboreando, después de la comida, el gusto de las trufas que digieren. Hasta el momento, ¿qué había tenido de bueno su vida? ¿Su época de colegio, donde permanecía encerrado entre aquellas altas paredes solo en medio de sus compañeros más ricos o más adelantados que él en sus clases, a quienes hacía reír con su acento, que se burlaban de su atuendo, y cuyas mamás venían al locutorio con pasteles en sus manguitos?
Después, cuando estudiaba medicina y mamá no tenía bastante dinero para pagar la contradanza a alguna obrerita que llegase a ser su amante. Más tarde había vivido catorce meses con la viuda, que en la cama tenía los pies fríos como témpanos. Pero ahora poseía de por vida a esta linda mujer a la que adoraba. El Universo para él no sobrepasaba el contorno sedoso de su falda; y se acusaba de no amarla, tenía ganas de volver a verla; regresaba pronto a casa, subía la escalera con el corazón palpitante.
Emma estaba arreglándose en su habitación; él llegaba sin hacer el mínimo ruido, la besaba en la espalda, ella lanzaba un grito. Él no podía aguantarse sin tocar continuamente su peine, sus sortijas, su pañoleta; algunas veces le daba en las mejillas grandes besos con toda la boca, o bien besitos en fila a todo lo largo de su brazo desnudo, desde la punta de los dedos hasta el hombro; y ella le rechazaba entre sonriente y enfadada, como se hace a un niño que se te cuelga encima. Antes de casarse, ella había creído estar enamorada, pero como la felicidad resultante de este amor no había llegado, debía de haberse equivocado, pensaba, y Emma trataba de saber lo que significaban justamente en la vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan hermosas le habían parecido en los libros.
Emma había leído Pablo y Virginia
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y había soñado con la casita de bambúes, con el negro Domingo con el perro Fiel, pero sobre todo con la dulce amistad de algún hermanito, que subiera a buscar para ella frutas rojas a los grandes árboles, más altos que campanarios, o que corriera descalzo por la arena llevándole un nido de pájaros.
Cuando cumplió trece años, su padre la llevó él mismo a la ciudad para ponerla en un internado. Se alojaron en una fonda del barrio San Gervasio, donde les sirvieron la cena en unos platos pintados, que representaban la historia de la señorita de la Valliere
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. Las leyendas explicativas, cortadas aquí y allí por los rasguños de los cuchillos, glorificaban todas ellas la religión, las delicadezas del corazón y las pompas de la Corte.
Lejos de aburrirse en el convento los primeros tiempos, se encontró a gusto en compañía de las buenas hermanas, que, para entretenerla, la llevaban a la capilla, adonde se entraba desde el refectorio por un largo corredor. Jugaba muy poco en los recreos, entendía bien el catecismo, y era ella quien contestaba siempre al señor vicario en las preguntas difíciles. Viviendo, pues, sin salir nunca de la tibia atmósfera de las clases y en medio de estas mujeres de cutis blanco que llevaban rosarios con cruces de cobre, se fue adormeciendo en la languidez mística que se desprende del incienso, de la frescura de las pilas de agua bendita y del resplandor de las velas.