El hombre le daba al manubrio, mirando a derecha, a izquierda y hacia las ventanas. De vez en cuando, mientras lanzaba contra el guardacantón un largo escupitajo de saliva oscura, levantaba con la rodilla su instrumento, cuya dura correa le cansaba el hombro; y ya doliente y cansina o alegre y viva, la música de la caja se escapaba zumbando a través de una cortina de tafetán rosa bajo una reja de cobre en arabescos.
Eran canciones que se tocaban, por otra parte, en los teatros, que se cantaban en los salones, que se bailaban bajo arañas encendidas, ecos del mundo que llegaban hasta Emma. Por su cabeza desfilaban zarabandas sin fin, y como una bayadera sobre las flores de una alfombra, su pensamiento brincaba con las notas, meciéndose de sueño en sueño, de tristeza en tristeza. Cuando el hombre había recibido la limosna en su gorra, plegaba una vieja manta de lana azul, cargaba con su instrumento al hombro y se alejaba con aire cansado. Ella lo veía marchar. Pero era sobre todo a las horas de las comidas cuando ya no podía más, en aquella salita de la planta baja, con la estufa que echaba humo, la puerta que chirriaba, las paredes que rezumaban, el pavimento húmedo; toda la amargura de la existencia le parecía servida en su plato, y con los vapores de la sopa subían desde el fondo de su alma como otras tantas bocanadas de hastío.
Carlos comía muy despacio; ella mordisqueaba unas avellanas, o bien, apoyada en el codo, se entretenía con la punta de su cuchillo en hacer rayas sobre el hule. Ahora se despreocupaba totalmente del gobierno de su casa y la señora Bovary madre, cuando fue a pasar a Tostes una parte de la Cuaresma, se extrañó mucho de aquel cambio.
En efecto, Emma, antes tan cuidadosa y delicada, se pasaba ahora días enteros sin vestirse, llevaba medias grises de algodón, se alumbraba con velas. Repetía que había que economizar puesto que no eran ricos, añadiendo que estaba muy contenta, muy feliz, que Tostes le gustaba mucho, y otras cosas nuevas que tapaban la boca a su suegra. Por lo demás, Emma ya no parecía dispuesta a seguir sus consejos; incluso una vez en que la señora Bovary madre se le ocurrió decir que los amos debían vigilar la religión de sus criados, ella le contestó con una mirada tan irritada y con una sonrisa tan fría, que la buena mujer no volvió a insistir.
Emma se volvía difícil, caprichosa. Se encargaba platos para ella que luego no probaba, un día no bebía más que leche pura, y, al día siguiente, tazas de té por docenas. A menudo se empeñaba en no salir, después se sofocaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Reñía duro a su criada, luego le hacía regalos o la mandaba a visitar a las vecinas, lo mismo que echaba a veces a los pobres todas las monedas de plata de su bolso, aunque no era tierna, ni fácilmente accesible a la emoción del prójimo, como la mayor parte de la gente descendiente de campesinos, que conservan siempre en el alma algo de la callosidad de las manos paternas.
Hacia fines de febrero, el señor Rouault, en recuerdo de su curación, llevó él mismo a su yerno un pavo soberbio, y se quedó tres días en Tostes. Como Carlos estaba ocupado con sus enfermos, Emma le hizo compañía. Fumó en la habitación, escupió sobre los morillos de la chimenea, habló de cultivos, terneros, vacas, aves y de los concejales; de tal modo que cuando se marchó el hombre, Emma cerró la puerta con un sentimiento de satisfacción que a ella misma le sorprendió. Por otra parte, ya no ocultaba su desprecio por nada ni por nadie; y a veces se ponía a expresar opiniones singulares, censurando lo que aprobaban, y aprobando cosas perversas o inmorales, lo cual hacía abrir ojos de asombro a su marido.
¿Duraría siempre esta miseria?, ¿no saldría de allí jamás? ¡Sin embargo, Emma valía tanto como todas aquellas que eran felices! Había visto en la Vaubyessard duquesas menos esbeltas y de modales más ordinarios, y abominaba de la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en las paredes para llorar; envidiaba la vida agitada, los bailes de disfraces, los placeres con todos los arrebatos que desconocía y que debían de dar. Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le dio valeriana y baños de alcanfor. Todo lo que probaban parecía irritarle más. Algunos días charlaba con una facundia febril; a estas exaltaciones sucedían de pronto unos entorpecimientos en los que se quedaba sin hablar, sin moverse. Lo que la reanimaba un poco entonces era frotarse los brazos con un frasco de agua de Colonia. Como se estaba continuamente quejando de Tostes, Carlos imaginó que la causa de su enfermedad estaba sin duda en alguna influencia local, y, persistiendo en esta idea, pensó seriamente en ir a establecerse en otro sitio.
Desde entonces, Emma bebió vinagre para adelgazar, contrajo una tosecita seca y perdió por completo el apetito. A Carlos le costaba dejar Tostes después de cuatro años de estancia y en el momento en que empezaba a situarse ahí. Sin embargo, ¡si era preciso! La llevó a Rouen a que la viera su antiguo profesor. Era una enfermedad nerviosa: tenía que cambiar de aires. Después de haber ido de un lado para otro.
Carlos supo que había, en el distrito de Neufchátel, un pueblo grande llamado Yonville l'Abbaye, cuyo médico, que era un refugiado polaco, acababa de marcharse la semana anterior. Entonces escribió al farmacéutico del lugar para saber cuántos habitantes tenía el pueblo, a qué distancia se encontraba el colega más próximo, cuánto ganaba al año su predecesor, etc.; y como las respuestas fueron satisfactorias, resolvió mudarse hacia la primavera si la salud de Emma no mejoraba. Un día en que, preparando su traslado, estaba ordenando un cajón, se pinchó los dedos con algo. Era un alambre de su ramo de novia.
Los capullos de azahar estaban amarillos de polvo, y las cintas de raso, ribeteadas de plata, se deshilachaban por la orilla. Lo echó al fuego. Ardió más pronto que una paja seca. Luego se convirtió en algo así como una zarza roja sobre las cenizas, y se consumía lentamente. Ella lo vio arder. Las pequeñas bayas de cartón estallaban, los hilos de latón se retorcían, la trencilla se derretía, y las corolas de papel apergaminadas, balanceándose a lo largo de la plancha, se echaron a volar por la chimenea. Cuando salieron de Tostes; en el mes de marzo, Madame Bovary estaba encinta.
Yonville l’Abbaye (así llamado por una antigua abadía de capuchinos de la que ni siquiera quedan ruinas) es un pueblo a ocho leguas de Rouen, entre la carretera de Abbeville y la de Beauvais, al fondo de un valle regado por el Rieule, pequeño río que desemboca en el Andelle, después de haber hecho mover tres molinos hacia la desembocadura, y en el que hay algunas truchas que los chicos se divierten en pescar con caña los domingos.
Se deja la carretera principal en la Boissière y se continúa por la llanura hasta lo alto de la cuesta de los Leux, desde donde se descubre el valle. El río que lo atraviesa hace de él como dos regiones de distinta fisonomía: todo lo que queda a la izquierda son pastos, todo lo que queda a la derecha son tierras de cultivo. Los prados se extienden al pie de una cadena de pequeñas colinas para juntarse por detrás con los pastos del País de Bray, mientras que, del lado este, la llanura se va ensanchando en suave pendiente y muestra hasta perderse de vista sus rubios campos de trigo. El agua que corre a orilla de la hierba separa con una raya blanca el color de los prados del de los surcos, y el campo semeja de este modo a un gran manto desplegado que tiene un cuello de terciopelo verde ribeteado de un césped de plata.
En el extremo del horizonte, cuando se llega, nos encontramos delante los robles del bosque de Argueil, y las escarpadas cuestas de San Juan, atravesadas de arriba abajo por anchos regueros rojos, desiguales; son las huellas de las lluvias, y esos tonos de ladrillo, que se destacan en hilitos delgados sobre el color gris de la montaña, proceden de la cantidad de manantiales ferruginosos que corren más allá en el país cercano.
Estamos en los confines de la Normandía, de la Picardía y de la Isla de Francia, comarca bastarda donde el habla no tiene acento, como el paisaje no tiene carácter. Es allí donde se hacen los peores quesos de Neufchâtel
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de todo el distrito, y, por otra parte, el cultivo allí es costoso, porque hace falta mucho estiércol para abonar aquellas tierras que se desmenuzan llenas de arena y de guijarros.
Hasta 1835 no había ninguna carretera transitable para llegar a Yonville; pero hacia esta época se abrió un camino vecinal que une la carretera de Abbeville a la de Amiens, y sirve a veces a los carreteros que van de Rouen a Flandes. Sin embargo, Yonville l'Abbaye se quedó estacionaria a pesar de sus «nuevas salidas». En vez de mejorar los cultivos, siguen obstinados en los pastizales, por depreciados que estén, y el pueblo perezoso, apartándose de la llanura, ha continuado su expansión natural hacia el río. Se le ve desde lejos, extendido a lo largo del río, como un pastor de vacas que echa la siesta a orilla del agua.
Al pie de la cuesta, pasado el puente, comienza una calzada plantada de jóvenes chopos temblones, que lleva directamente hasta las primeras casas del pueblo. Éstas están rodeadas de setos, en medio de patios llenos de edificaciones dispersas, lagares, cabañas para los carros y destilerías diseminadas bajo los árboles frondosos de cuyas ramas cuelgan escaleras, varas y hoces. Los tejados de paja, como gorros de piel que cubren sus ojos, bajan hasta el tercio más o menos de las ventanas bajas, cuyos gruesos cristales abombados están provistos de un nudo en el medio como el fondo de una botella. Sobre la pared de yeso atravesada en diagonal por travesaños de madera negros, se apoya a veces algún flaco peral, y las plantas bajas y las puertas tienen una barrera giratoria para protegerlas de los pollitos, que vienen a picotear en el umbral, migajas de pan moreno mojado en sidra. Luego los patios se estrechan, las edificaciones se aproximan, los setos desaparecen; un haz de helechos se balancea bajo una ventana en la punta de un mango de escoba; hay la forja de un herrador y luego un carpintero de carros con dos o tres ejemplares nuevos fuera invadiendo la carretera. Después, a través de un claro, aparece una casa blanca más allá de un círculo de césped adornado con un Amor con el dedo colocado sobre la boca; en cada lado de la escalinata hay dos jarrones de hierro; en la puerta, unas placas brillantes: es la casa del notario y la más bonita del país.
La iglesia está al otro lado de la calle, veinte pasos más allá, a la entrada de la plaza. El pequeño cementerio que la rodea, cerrado por un muro a la altura del antepecho, está tan lleno de sepulturas que las viejas lápidas a ras del suelo forman un enlosado continuo, donde la hierba ha dibujado espontáneamente bancales verdes regulares. La iglesia fue reconstruida en los últimos años del reinado de Carlos X. La bóveda de madera comienza a pudrirse por arriba, y, a trechos, resaltan agujeros negros sobre un fondo azul. Por encima de la puerta, donde estaría el órgano, se mantiene una galena para los hombres, con una escalera de caracol que resuena bajo los zuecos.
La luz solar, que llega por las vidrieras completamente lisas, ilumina oblicuamente los bancos, alineados perpendicularmente a la pared, tapizada aquí y allá por alguna esterilla clavada, en la que en grandes caracteres se lee «Banco del Señor Fulano». Más allá, donde se estrecha la nave, el confesonario hace juego con una pequeña imagen de la Virgen, vestida con un traje de raso, tocada con un velo de tul sembrado de estrellas de plata, y con los pómulos completamente llenos de púrpura como un ídolo de las islas Sándwich; por último, una copia de la «Sagrada Familia, regalo del ministro del interior», presidiendo el altar mayor entre cuatro candeleros, remata al fondo la perspectiva. Las sillas del coro, en madera, de abeto, quedaron sin pintar.
El mercado, es decir, un cobertizo de tejas soportado por unos veinte postes, ocupa por sí solo casi la mitad de la plaza mayor de Yonville. El ayuntamiento, construido según los pianos de un arquitecto de Paris, es una especie de templo griego que hace esquina con la casa del farmacéutico. Tiene en la planta baja tres columnas jónicas, y en el primer piso, una galería de arcos de medio punto, mientras que el tímpano que lo remata está ocupado totalmente por un gallo galo que apoya una pata sobre la Carta
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y sostiene con la otra la balanza de la justicia.
Pero lo que más llama la atención es, frente a la posada del «León de Oro», la farmacia del señor Homais. De noche, especialmente, cuando está encendido su quinqué y los tarros rojos y verdes que adornan su escaparate proyectan a lo lejos, en el suelo, las dos luces de color, entonces, a través de ellas, como en luces de Bengala, se entrevé la sombra del farmacéutico, de codos sobre su mesa. Su casa, de arriba abajo, está llena de carteles con inscripciones en letra inglesa, en redondilla, en letra de molde: Aguas de Vichy, de Seltz y de Barèges, jarabes depurativos, medicina Raspail, racahout
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, pastillas Darcet, pomada Regnault, vendajes, baños, chocolates de régimen, etc. Y el rótulo, que abarca todo lo ancho de la farmacia, lleva en letras doradas: «Homais, farmacéutico». Después, al fondo de la tienda, detrás de las grandes balanzas precintadas sobre el mostrador, se lee la palabra «laboratorio» por encima de una puerta acristalada que, a media altura, repite todavía una vez más «Homais» en letras doradas sobre fondo negro.
Después, ya no hay nada más que ver en Yonville. La calle única, de un tiro de escopeta de larga, y con algunas tiendas a uno y otro lado, termina bruscamente en el recodo de la carretera. Dejándola a la derecha y bajando la cuesta de San Juan se llega enseguida al cementerio.
Cuando el cólera, para ensancharlo, tiraron una pared y compraron tres acres de terreno al lado; pero toda esta parte nueva está casi deshabitada, pues las tumbas, como antaño, continúan amontonándose hacia la puerta. El guarda, que es al mismo tiempo enterrador y sacristán en la iglesia, sacando así de los cadáveres de la parroquia un doble beneficio, aprovechó el terreno vacío para plantar en él patatas. De año en año, sin embargo, su pequeño campo se reduce, y cuando sobreviene una epidemia no sabe si debe alegrarse de los fallecimientos o lamentarse de las sepulturas.
—¡Usted vive de los muertos, Lestiboudis! —le dijo, por fin, un día el señor cura.
Estas sombrías palabras le hicieron reflexionar; le contuvieron algún tiempo; pero todavía hoy sigue cultivando sus tubérculos, a incluso sostiene con aplomo que crecen de manera espontánea.