Madame Bovary (13 page)

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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Dio a luz un domingo, hacia las seis, al salir el sol.

—¡Es una niña! —dijo Carlos.

Emma volvió la cabeza y se desmayó.

Casi al instante, la señora Homais acudió a besarla, así como la señora Lefrançois del « Lion d'Or». El farmacéutico, como hombre discreto, se limitó a dirigirle algunas felicitaciones provisionales por la puerta entreabierta. Quiso ver a la niña, y la encontró bien conformada.

Durante su convalecencia Emma estuvo muy preocupada buscando un nombre para su hija. Primeramente, pasó revista a todos aquellos que tenían terminaciones italianas, tales como Clara, Luisa, Amanda, Atalía; le gustaba mucho Galsuinda, más aún Ysolda o Leocadia. Carlos quería llamarla como su madre; Emma se oponía. Recorrieron el calendario de una punta a otra y consultaron a los extraños.

—El señor León —decía el farmacéutico—, con quien hablaba yo el otro día, se extraña de que no elijáis Magdalena que ahora está muy de moda.

Pero la madre de Carlos rechazó enérgicamente este nombre de pecadora. El señor Humais, por su parte, sentía predilección por todos los que recordaban a un gran hombre, un hecho ilustre o una idea generosa, y de acuerdo con esto, había bautizado a sus cuatro hijos. Así, Napoleón representaba la gloria y Franklin la libertad; Irma, quizás, era una concesión al romanticismo; pero Atalía
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, un homenaje a la más inmortal obra maestra de la escena francesa. Como sus convicciones filosóficas no impedían sus admiraciones artísticas, el pensador que llevaba dentro no ahogaba al hombre, sensible; sabía establecer diferencias, distinguir entre imaginación y fanatismo. De tal tragedia, por ejemplo, censuraba las ideas, pero admiraba el estilo; maldecía la concepción, pero aplaudía todos los detalles, y se desesperaba contra los personajes, entusiasmándose con sus discursos. Cuando leía los grandes parlamentos, se sentía transportado; pero cuando pensaba que los curas sacaban partido de aquello, se sentía contrariado, y en esta confusión de sentimientos en que se debatía, hubiera querido a la vez poder coronar a Racine con sus dos manos y discutir con él durante un buen cuarto de hora.

Por fin, Emma recordó que en el castillo de la Vaubyessard había oído a la marquesa llamar Berta a una joven; desde entonces éste fue el nombre elegido, y como el tío Rouault no podía venir, pidieron al señor Homais que fuese padrino. Los regalos fueron únicamente productos de su establecimiento, a saber: seis botes de azufaifas, un bocal entero de sémola árabe, tres colodras de melcocha, y, además, seis barras de azúcar cande que había encontrado en una alacena. La noche de la ceremonia hubo una gran cena; allí estaba el cura; se calentaron. El señor Homais, en el momento de los licores, entonó el Dieu des bonnet gens. El señor León cantó una barcarola, y la abuela, que era la madrina, una romanza del tiempo del Imperio; por fin el abuelo exigió que trajesen a la niña, y se puso a bautizarla con una copa de champán sobre la cabeza. Esta burla del primero de los sacramentos indignó al abate Bournisien; el señor Bovary padre contestó con una cita de la Guerra de los dioses, el cura quiso marcharse; las señoras suplicaban; Homais se interpuso; y consiguieron que se volviese a sentar el eclesiástico, quien siguió tomando tranquilamente, en su platillo, su media taza de café a medio beber.

El señor Bovary padre se quedó un mes en Yonville, a cuyos habitantes deslumbró con una soberbia gorra de policía, con galones de plata, que llevaba por la mañana, para fumar su pipa en la plaza. Como también tenía costumbre de beber mucho aguardiente, frecuentemente mandaba a la criada al «Lión d'Or» a comprar una botella, que anotaban en la cuenta de su hijo; y, para perfumar sus pañuelos, gastó toda la provisión de agua de Colonia que tenía su nuera.

Esta no se encontraba a disgusto en su compañía. Era un hombre que había recorrido el mundo; hablaba de Berlín, de Viena, de Estrasburgo, de su época de oficial, de las amantes que había tenido, de las grandes comidas que había hecho; además, se mostraba amable, a incluso a veces, en la escalera o en el jardín, la cogía por la cintura exclamando:

—¡Carlos, ten cuidado!

La señora Bovary madre llegó a asustarse por la felicidad de su hijo, y, temiendo que su esposo, a la larga, tuviese una influencia moral sobre las ideas de la joven, se apresuró a preparar la marcha. Quizás tenía preocupaciones más serias. El señor Bovary era hombre que no respetaba nada.

Un día, Emma sintió de pronto el deseo de ver a su niñita, que habían dado a criar a la mujer del carpintero; y, sin mirar en el almanaque si habían pasado las seis semanas de la Virgen
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, se encaminó hacia la casa de Rolet, que se encontraba al extremo del pueblo, bajando la cuesta, entre la carretera principal y las praderas.

Son las seis semanas que van desde Navidad hasta la Purificación (2 de febrero). Se consideraba que la mujer que había dado a luz debía abstenerse de trabajos físicos durante un periodo análogo al final del cual se celebraban, y aún se celebran, en algunas regiones ceremonias religiosas de purificación.

Era mediodía; las casas tenían cerrados los postigos, y los tejados de pizarras, que relucían bajo la áspera luz del cielo azul, parecían echar chispas en la cresta de sus hastiales. Soplaba un viento pesado, Emma se sentía débil al caminar; los guijarros de la acera la herían; vaciló entre volverse a su casa o entrar en algún sitio a descansar.

En aquel momento, el señor León salió de un portal cercano con un legajo de papeles bajo el brazo. Se acercó a saludarle y se puso a la sombra delante de la tienda de Lheureux, bajo el toldo gris que sobresalía.

Madame Bovary dijo que iba a ver a su niña, pero que ya empezaba a estar cansada.

—Si… —replicó el señor León, sin atreverse a proseguir.

—¿Tiene que hacer algo en alguna parte? —le preguntó Emma.

Y a la respuesta del pasante, le pidió que la acompañara. Aquella misma noche se supo en Yonville, y la señora Tuvache, la mujer del alcalde, comentó delante de su criada que «Madame Bovary se comprometía».

Para llegar a casa de la nodriza había que girar a la izquierda, después de la calle, como para ir al cementerio, y seguir entre casitas y corrales un pequeño sendero, bordeado de alheñas. Estaban en flor lo mismo que las verónicas y los agavanzos, las ortigas y las zarzas que sobresalían de los matorrales. Por el hueco de los setos se percibían en las casuchas algún cochino en un estercolero, algunas vacas atadas frotando sus cuernos contra el tronco de los árboles. Los dos caminaban juntos, despacio, ella apoyándose en él y conteniéndole el paso que él acompasaba al de ella; por delante, un enjambre de moscas revoloteaba zumbando en el aire cálido.

Reconocieron la casa por un viejo nogal que le daba sombra. Baja y cubierta de tejas oscuras, tenía fuera, bajo el tragaluz del desván, colgada una ristra de cebollas. Haces de leña menuda, de pie, contra el cercado de espinos, rodeaban un bancal de lechugas, algunas matas de espliego y guisantes en flor sostenidos por rodrigones. Corría un agua sucia que se esparcía por la hierba, y había todo alrededor varios harapos que no se distinguían, medias de punto, una blusa estampada roja y una gran sábana de gruesa tela tendida a lo largo del seto. Al ruido de la barrera, apareció la nodriza, que llevaba en brazos un niño que mamaba. Con la otra mano tiraba de un pobre crío enclenque con la cara cubierta de escrófula, hijo de un tendero de Rouen y al que sus padres, demasiado ocupados con su negocio, dejaban en el campo.

—Pasen —les dijo—; su hija está durmiendo.

La habitación, en la planta baja, la única de la vivienda, tenía al fondo contra la pared una ancha cama sin cortinas, mientras que la artesa ocupaba el lado de la ventana, uno de cuyos cristales estaba remendado con una flor de papel azul. En la esquina, detrás de la puerta, unos borceguíes de clavos relucientes estaban colocados sobre la piedra del lavadero, cerca de una botella llena de aceite que llevaba una pluma en su gollete; había un Mathieu Laensberg
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tirado en la chimenea polvorienta, entre pedernales, cabos de vela y pedazos de yesca. Por fin, el último lujo de aquella casa era una Fama soplando en unas trompetas, imagen recortada, sin duda a propósito, directamente de algún prospecto de perfumería, y clavada en la pared con seis clavos de zuecos.

La hija de Emma dormía en el suelo, en una cuna de mimbre. Ella la cogió con la manta que la envolvía, y se puso a cantarle suavemente meciéndola.

León se paseaba por la habitación; le parecía extraño ver a aquella bella dama, con vestido de nankín, en medio de aquella miseria. Madame Bovary enrojeció; él se apartó, creyendo que sus ojos quizás habían sido algo impertinentes. Después Emma volvió a acostar a la niña, que acababa de vomitar sobre su babero. La nodriza fue inmediatamente a limpiarla asegurando que no se notaría.

—¡Me lo hace mucha veces —decía la nodriza—, y no hago más que limpiarla continuamente! ¡Si tuviera la amabilidad de encargar a Camus, el tendero, que me deje sacar un poco de jabón cuando lo necesito!, sería incluso más cómodo para usted; así no la molestaría.

—¡Bueno, bueno! —dijo Emma—. ¡Hasta luego, tía Rolet!

Y salió, limpiándose los pies en el umbral de la puerta.

La buena señora la acompañó hasta el fondo del corral, mientras que le hablaba de lo que le costaba levantarse de noche.

A veces estoy tan rendida que me quedo dormida en la silla; por esto, debería usted al menos darme una librita de café molido que me duraría un mes y que tomaría por la mañana con leche.

Después de haber aguantado sus expresiones de agradecimiento, Madame Bovary se fue; y ya había caminado un poco por el sendero cuando un ruido de zuecos le hizo volver la cabeza: ¡era la nodriza!

—¿Qué pasa?

Entonces la campesina, llevándola aparte, detrás de un olmo, empezó a hablarle de su marido, que, con su oficio y seis francos al año que el capitán…

—Termine pronto —dijo Emma.

—Bueno —repuso la nodriza arrancando suspiros entre cada palabra—, temo que se ponga triste viéndome tomar café sola, ya comprende, los hombres…

—¡Pues lo tendrá —repetía Emma—, se lo daré!…¡Me está cansando!

—¡Ay!, señora, a causa de sus heridas, tiene unos dolores terribles en el pecho. Incluso dice que la sidra le debilita.

—¡Pero acabe de una vez, tía Rolet!

—Pues mire —replicó haciéndole una reverencia—, cuando quiera —y le dirigía una mirada suplicante— un jarrito de aguardiente —dijo finalmente—, y le daré friegas a los pies de su niña, que los tiene tiernecitos como la lengua.

Ya libre de la nodriza, Emma volvió a tomar el brazo del señor León. Caminó deprisa durante algún tiempo; después acortó el paso, y su mirada, que dirigía hacia adelante, encontró el hombro del joven cuya levita tenía un cuello de terciopelo negro. Su pelo castaño le caía encima, lacio y bien peinado. Observó sus uñas, que eran más largas de las que se llevaban en Yonville. Una de las grandes ocupaciones del pasante era cuidarlas; y para este menester tenía un cortaplumas muy especial en su escritorio.

Regresaron a Yonville siguiendo la orilla del río. En la estación cálida, la ribera, más ensanchada, dejaba descubiertos hasta su base los muros de las huertas, de donde, por unos escalones, se bajaba hasta el río.

El agua discurría mansamente, rápida y aparentemente fría; grandes hierbas delgadas se curvaban juntas encima, siguiendo la corriente que las empujaba, y como verdes cabelleras abandonadas se extendían en su limpidez. A veces, en la punta de los juncos o sobre la hoja de los nenúfares caminaba o se posaba un insecto de patas finas. El sol atravesaba con un rayo las pequeñas pompas azules de las olas que se sucedían rompiéndose; los viejos sauces podados reflejaban en el agua su corteza gris. Más allá, todo alrededor, la pradera parecía vacía.

Era la hora de la comida en las granjas, y la joven y su acompañante no oían al caminar más que la cadencia de sus pasos sobre la tierra del sendero, las palabras que se decían y el roce del vestido de Emma que se propagaba alrededor de ella.

Las tapias de las huertas, rematadas en sus albardillas con trozos de botellas, estaban calientes como el acristalado de un invernadero. En los ladrillos habían crecido unos rabanillos, y con la punta de su sombrilla abierta, Madame Bovary, al pasar, hacía desgranar en polvo amarillo un poco de sus flores marchitas o alguna rama de madreselvas o de clemátide que colgaban hacia afuera y se arrastraban un momento sobre el vestido de seda enredándose en los flecos.

Hablaban de una compañía de bailarines españoles que iba a actuar en breve en el teatro de Rouen.

—¿Irá usted? —le preguntó ella.

—Si puedo —contestó él.

¿No tenían otra cosa qué decirse? Sus ojos, sin embargo, estaban llenos de una conversación más seria; y, mientras se esforzaban en encontrar frases banales, se sentían invadidos por una misma languidez; era como un murmullo del alma, profundo, continuo, que dominaba el de las voces. Sorprendidos por aquella dulzura nueva, no pensaban en contarse esa sensación o en descubrir su causa. Las dichas futuras, como las playas de los trópicos, proyectan sobre la inmensidad que les precede sus suavidades natales, una brisa perfumada, y uno se adormece en aquella embriaguez sin ni siquiera preocuparse del horizonte que no se vislumbra. En algunos sitios la tierra estaba hundida por el paso de los animales; tuvieron que caminar sobre grandes piedras verdes, espaciadas en el barro. Frecuentemente ella se paraba un minuto para mirar dónde poner su botina, y, tambaleándose sobre la piedra que temblaba, con los codos en el aire, el busto inclinado, la mirada indecisa, entonces reía, por miedo a caer en los charcos de agua.

Cuando llegaron ante su huerta, Madame Bovary empujó la pequeña barrera, subió corriendo las escaleras y desapareció.

León regresó a su despacho. El patrón estaba ausente; echó una ojeada a los expedientes, se cortó una pluma, finalmente tomó su sombrero y se marchó.

Se fue a la Pâture, en lo alto de la cuesta de Argueil, a la entrada del bosque; se acostó en el suelo bajo los abetos, y miró el cielo a través de sus dedos.

—¡Qué aburrimiento! —se decía—, ¡qué aburrimiento!

Se consideraba digno de lástima viviendo en aquel pueblo con Homais por amigo y el señor Guillaumin por patrón. Este último, absorbido por sus negocios, con anteojos de montura de oro y patillas pelirrojas sobre corbata blanca, no entendía nada de delicadezas del espíritu, aunque se daba un tono tieso e inglés que había deslumbrado al pasante en los primeros tiempos. En cuanto a la mujer del farmacéutico, era la mejor esposa de Normandía, mansa como un cordero, tierna amante de sus hijos, de su padre, de su madre, de sus primos, compasiva de las desgracias ajenas, despreocupada de sus labores y enemiga de los corsés; pero tan lenta en sus movimientos, tan aburrida de escuchar, de un aspecto tan ordinario y de una conversación tan limitada, que a León nunca se le había ocurrido, aunque ella tenía treinta años y él veinte, aunque dormían puerta con puerta, y le hablaba todos los días, que pudiera ser una mujer para alguien, ni que poseyera de su sexo más que el vestido.

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