Madame Bovary (15 page)

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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

—¿Cuánto cuestan?

—Una miseria —respondió él—, una miseria; pero ya me pagará, sin prisa; cuando usted quiera; ¡no somos judíos!

Ella reflexionó unos instantes y acabó dando las gracias al señor Lheureux, quien replicó sin inmutarse:

—Bueno, nos entenderemos más adelante; con las señoras siempre me he entendido, siempre, menos con la mía.

Emma sonrió.

—Quiero decir —continuó en tono campechano después de su broma—, que no es el dinero lo que me preocupa. Yo le daría a usted si le hiciera falta.

Ella hizo un gesto de sorpresa.

—¡Ah! —dijo él vivamente y en voz baja—, no tendría que ir lejos para encontrarlo; puede estar segura. Y comenzó a pedirle noticias del tío Tellier, el dueño del «Café Francés», a quién por aquel entonces cuidaba el señor Bovary.

—¿Qué es lo que tiene el tío Tellier?… ¡Tose tanto que sacude toda la casa y me temo mucho que pronto necesite más bien un gabán de abeto que una camisola de franela! ¡Corrió tantas juergas de joven! Esa gente, señora, no tenía el menor orden, se ha quemado con el aguardiente. ¡Pero, a pesar de todo, es triste ver marcharse a un conocido!

Y, mientras que cerraba su caja, hablaba de este modo sobre la clientela del médico.

—Sin duda, es el tiempo —dijo mirando los cristales con una cara de mal humor— la causa de estas enfermedades. Tampoco yo me encuentro bien del todo; tendré que venir un día de estos a consultar al señor por un dolor que tengo en la espalda. ¡Bueno, hasta la vista, Madame Bovary; a su disposición; su más humilde servidor!

Y volvió a cerrar la puerta despacio.

Emma mandó que le sirvieran la cena en su habitación, junto al fuego, en una bandeja; comió despacio; todo le pareció bueno.

—¡Qué prudente he sido! —se decía pensando en los echarpes. Oyó pasos en la escalera; era León. Se levantó y tomó de encima de la cómoda, de entre los paños de dobladillo, el primero de la pila. Parecía muy ocupada cuando él entró.

La conversación fue lánguida; Madame Bovary la dejaba a cada minuto, mientras que él mismo permanecía como totalmente cohibido. Sentado en una silla baja, al lado de la chimenea, daba vueltas entre los dedos al estuche de marfil; Emma clavaba su aguja, o, de vez en cuando, con su uña, fruncía los pliegues de la tela. Ella no hablaba; él se callaba, cautivado por su silencio, como si lo hubiese estado por sus palabras.

—¡Pobre chico! —pensaba ella.

—¿En qué la habré disgustado? —se preguntaba él.

León, sin embargo, acabó por decir que uno de aquellos días tenía que ir a Rouen para un asunto de su despacho.

—Su suscripción de música ha terminado, ¿he de renovarla?

—No —le contestó ella.

—¿Por qué?

—Porque…

Y, apretando los labios, tiró lentamente de una larga hebra de hilo gris. Esta labor irritaba a León. Los dedos de Emma parecían desollarse por la punta; se le ocurrió una frase galante, pero no se arriesgó.

—¿Es que la abandona? —repuso él.

—¿Qué? —contestó ella vivamente—; ¿la música? ¡Ah, Dios mío, sí!, tengo una casa que gobernar, marido que atender, y mil cosas más, ¡muchas otras obligaciones que están antes!

Miró el reloj. Carlos se retrasaba. Entonces se hizo la preocupada. Dos o tres veces incluso repitió:

—¡Es tan bueno!

El pasante le tenía afecto al señor Bovary, pero aquella ternura por él le sorprendió de una forma desagradable; no obstante, continuó su elogio, un elogio que oía hacer a todo el mundo, y sobre todo al farmacéutico.

—¡Ah, es una buena persona! —repuso Emma.

—Ciertamente —dijo el pasante.

Y comenzó a hablar de la señora Homais, cuya indumentaria, muy descuidada, les movía a risa ordinariamente.

—¿Qué importa eso? —interrumpió Emma. Una buena madre de familia no se preocupa por su atavío.

Después volvió a quedarse en silencio.

Ocurrió lo mismo los días siguientes; sus discursos, sus maneras, todo cambió. Se la vio como tomar a pecho el cuidado de su casa, volver a la iglesia regularmente y mostrarse más severa con su criada.

Sacó a Berta de la nodriza. Felicidad se la traía cuando había visitas, y Madame Bovary la desnudaba para enseñarles sus miembros. Decía que adoraba a los niños; era su consuelo, su alegría, su locura, y acompañaba sus caricias con expansiones líricas, que a los que no fueran de Yonville les habría recordado a la Sachette
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de Nuestra Señora de París.

Cuando Carlos regresaba, encontraba sus zapatillas calentándose cerca del rescoldo. No les faltaba el forro a sus chalecos ni los botones a sus camisas, a incluso daba gusto ver en el armario todos sus gorros de algodón colocados en pilas iguales. Emma no refunfuñaba, como antes, por ir a pasear por el jardín; lo que él proponía era siempre aceptado, aunque ella no adivinase sus deseos, a los que se sometía sin decir palabra; y cuando León le vela al lado del fuego, después de cenar, con las dos manos sobre el vientre, los dos pies sobre los morillos de la chimenea, las mejillas rosadas por la digestión, los ojos húmedos de felicidad, con la niña que se arrastraba sobre la alfombra, y aquella mujer de fina cintura que por encima del respaldo del sillón venia a besarle en la frente, se decía:

—¡Qué locura!, y ¿cómo llegar hasta ella?

Le pareció, pues, así tan virtuosa a inaccesible, que abandonó hasta la más remota esperanza.

Pero con esta renuncia la colocaba en condiciones extraordinarias. Para él, Emma se desprendió de sus atractivos carnales de los cuales él nada podía conseguir; y en su corazón fue subiendo más y más despegándose a la manera magnífica de una apoteosis que alza su vuelo. Era uno de esos sentimientos puros que no estorban el ejercicio de la vida, que se cultivan porque son raros y cuya pérdida afligiría más de lo que alegraría su posesión.

Emma adelgazó, sus mejillas palidecieron, su cara se alargó. Con sus bandós negros, sus grandes ojos, su nariz recta, su andar de pájaro, y siempre silenciosa ahora, ¿no parecía atravesar la existencia, apenas sin rozarla, y llevar en la frente la señal de alguna predestinación sublime? Estaba tan triste y tan tranquila, tan dulce y a la vez tan reservada, que uno se sentía a su lado prendido por un encanto glacial, como se tiembla en las iglesias bajo el perfume de las flores mezclado al frío de los mármoles. Tampoco los demás escapaban a esta seducción. El farmacéutico decía:

—Es una mujer de grandes recursos y no desentonaría en una subprefectura.

Las señoras del pueblo admiraban su economía, los clientes su cortesía, los pobres su caridad. Pero ella estaba llena de concupiscencia, de rabia, de odio. Aquel vestido de pliegues rectos escondía un corazón agitado, y aquellos labios tan púdicos no contaban su tormenta. Estaba enamorada de León, y buscaba la soledad, a fin de poder deleitarse más a gusto en su imagen. La presencia de su persona turbaba la voluptuosidad de aquella meditación. Emma palpitaba al ruido de sus pasos; después, en su presencia la emoción decaía, y luego no le quedaba más que un inmenso estupor que terminaba en tristeza.

León no sabía, cuando salía desesperado de casa de Emma, que ella se levantaba detrás de él para verle en la calle. Se preocupaba por sus idas y venidas; espiaba su rostro; inventó toda una historia a fin de encontrar un pretexto para visitar su habitación. La mujer del farmacéutico le parecía muy feliz por dormir bajo el mismo techo; y sus pensamientos iban a abatirse continuamente en aquella casa, como las palomas del «León de Oro» que iban a mojar allí, en los canalones, sus patas rosadas y sus alas blancas. Pero Emma, cuanto más se daba cuenta de su amor, más lo reprimía, para que no se notara y para disminuirlo. Hubiera querido que León lo sospechara; a imaginaba casualidades catástrofes que lo hubiesen facilitado. Lo que la retenía, sin duda, era la pereza o el miedo, y el pudor también. Pensaba que lo había alejado demasiado, que ya no había tiempo, que todo estaba perdido. Después el orgullo, la satisfacción de decirse a sí misma: «Soy virtuosa» y de mirarse al espejo adoptando posturas resignadas la consolaba un poco del sacrificio que creía hacer.

Entonces, los apetitos de la carne, las codicias del dinero y las melancolías de la pasión, todo se confundía en un mismo sufrimiento; y, en vez de desviar su pensamiento, lo fijaba más, excitándose al dolor y buscando para ello todas las ocasiones. Se irritaba por un plato mal servido o por una puerta entreabierta, se lamentaba del terciopelo que no tenía, de la felicidad que le faltaba, de sus sueños demasiado elevados, de su casa demasiado pequeña.

Lo que la desesperaba era que Carlos no parecía ni sospechar su suplicio. La convicción que tenía el marido de que la hacía feliz le parecía un insulto imbécil, y su seguridad al respecto, ingratitud. Pues ¿para quién era ella formal?

¿No era él el obstáculo a toda felicidad, la causa de toda miseria, y como el hebijón puntiagudo de aquel complejo cinturón que la ataba por todas partes?

Así pues, cargó totalmente sobre él el enorme odio que resultaba de sus aburrimientos, y cada esfuerzo para disminuirlo no servía más que para aumentarlo, pues aquel empeño inútil se añadía a los otros motivos de desesperación y contribuía más al alejamiento. Hasta su propia dulzura de carácter le rebelaba. La mediocridad doméstica la impulsaba a fantasías lujosas, la ternura matrimonial, a deseos adúlteros. Hubiera querido que Carlos le pegase, para poder detestarlo con más razón, vengarse de él. A veces se extrañaba de las conjeturas atroces que le venían al pensamiento; y tenía que seguir sonriendo, oír cómo repetían que era feliz, fingir serlo, dejarlo creer.

Sin embargo, estaba asqueada de esta hipocresía. Le daban tentaciones de escapar con León a alguna parte, muy lejos, para probar una nueva vida; pero inmediatamente se abría en su alma un abismo vago lleno de oscuridad.

—Además, no me quiere —pensaba ella—; ¿qué va a ser de mí?, ¿qué ayuda esperar, qué consuelo, qué alivio?

Se quedaba destrozada, jadeante, inerte, sollozando en voz baja y bañada en lágrimas.

—¿Por qué no se lo dice al señor? —le preguntó la muchacha, cuando la encontraba en esta crisis.

—Son los nervios —respondía Emma—; no le digas nada, le alarmarías.

—¡Ah!, sí —replicaba Felicidad—, usted es igual que la Guérine, la hija del señor Guérin, el pescador del Pollet, que conocí en Dieppe antes de venir a casa de los señores. Estaba tan triste, tan triste, que viéndola de pie a la puerta de su casa, hacía el efecto de un paño fúnebre extendido delante de la puerta. Su enfermedad, según parece, era una especie de bruma que tenía en la cabeza, y los médicos no podían hacer nada, ni el cura tampoco. Cuando le daba muy fuerte, se iba completamente sola a la orilla del mar, de manera que el oficial de la aduana, al hacer la ronda, la encontraba a menudo tendida boca abajo y llorando sobre las piedras. Dicen que, después de casarse, se le pasó.

—Pero a mí —replicaba Emma— es después del casamiento cuando me ha venido.

Capítulo VI

Una tarde en que sentada junto a la ventana abierta acababa de ver a Lestiboudis, el sacristán, que estaba podando el boj, oyó de pronto tocar al Ángelus.

Era a principios de abril, cuando abren las primaveras; un aire tibio circulaba sobre los bancales labrados, y los jardines, como mujeres, parecían componerse para las fiestas de verano. Por los barrotes del cenador y más allá todo alrededor se veía el río en la pradera dibujando sobre la hierba sinuosidades vagabundas. El vapor de la tarde pasaba entre los álamos sin hojas, difuminando sus contornos con un tueste violeta, más pálido y más transparente que una gasa sutil, prendida de sus ramas. A lo lejos, caminaban unas reses, no se oían ni sus pasos, ni sus mugidos; y la campana, que seguía sonando, propagaba por los aires su lamento pacífico.

Ante aquel tañido repetido, el pensamiento de la joven se perdía en sus viejos recuerdos de juventud y de internado. Recordó los grandes candelabros que se destacaban en el altar sobre los jarrones llenos de flores, y el sagrario de columnitas. Hubiera querido, como antaño, confundirse en la larga fila de velos blancos, que marcaban de negro acá y allá las tocas rígidas de las hermanitas inclinadas en sus reclinatorios; los domingos, en la misa, cuando levantaba la cabeza, percibía el dulce rostro de la Virgen entre los remolinos azulados del incienso que subía. Entonces la sobrecogió un sentimiento de ternura; se sintió languidecer y completamente abandonada, como una pluma de ave que gira en la tormenta; a instintivamente se encaminó hacia la iglesia, dispuesta a cualquier devoción, con tal de entregarse a ella con toda el alma y de olvidarse por completo de su existencia.

Encontró en la plaza a Lestiboudis que volvía de la iglesia, pues, para no perder el tiempo, prefería interrumpir su tarea, después continuarla, de modo que tocaba al Ángelus cuando le convenía. Además, adelantando el toque, recordaba a los chiquillos la hora del catecismo.

Algunos que ya habían llegado jugaban a las bolas sobre las losas del cementerio. Otros, a caballo sobre la tapia, movían sus piernas, segando con sus zuecos las grandes ortigas que crecían entre el pequeño recinto y las últimas tumbas. Era el único lugar verde; todo lo demás no era más que piedras, y estaba siempre cubierto de un polvo fino, a pesar de la escoba de la sacristía.

Los niños en zapatillas corrían allí como sobre un entarimado hecho para ellos, y se oían sus gritos a través del resonar de las campanas. Su eco disminuía con las oscilaciones de la gruesa cuerda que, cayendo de las alturas del campanario, arrastraba su punta por el suelo. Pasaban unas golondrinas dando pequeños gritos, cortando el aire con su vuelo, y volvían raudas a sus nidos amarillos bajo las tejas del alero. En el fondo de la iglesia ardía una lámpara, es decir, una mecha de mariposa en un vaso colgado. Su luz, de lejos, parecía una mancha blanquecina que temblaba en el aceite. Un largo rayo de sol atravesaba toda la nave y oscurecía más las naves laterales y los rincones.

—¿Dónde está el cura? —preguntó Madame Bovary a un chiquillo que se entretenía en sacudir el torniquete de la puerta en su agujero demasiado holgado.

—Vendrá enseguida —respondió.

En efecto, la puerta de la casa rectoral rechinó, apareció el padre Bournisien, los niños escaparon en pelotón a la iglesia.

—¡Esos granujas! —murmuró el eclesiástico—, siempre igual.

Y recogiendo un catecismo todo hecho trizas que acababa de pisar:

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