Madame Bovary (12 page)

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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

—¿Tienen ustedes al menos paseos interesantes por los alrededores? —continuaba Madame Bovary hablando al joven pasante.

—¡Oh!, muy pocos —contestó él—. Hay un sitio que se llama la Pâture, en lo alto de la cuesta, en la linde del bosque. Algunas veces, los domingos voy allí y me quedo con un libro contemplando la puesta del sol.

—No encuentro nada tan admirable —replicó ella— como las puestas de sol; pero, sobre todo, a la orilla del mar.

—¡Oh!, yo soy un enamorado del mar.

—Y además, ¿no le parece —replicó Madame Bovary— que el espíritu boga más libremente sobre esa extensión ilimitada, cuya contemplación eleva el alma y sugiere ideas de infinito, de ideal?

—Pasa lo mismo con los paisajes de montañas —repuso León—. Tengo un primo que viajó por Suiza el año pasado, y me decía que uno no puede figurarse la poesía de los lagos, el encanto de las cascadas, el efecto gigantesco de los glaciares. Se ven pinos de un tamaño increíble atravesados en los torrentes, chozas colgadas sobre precipicios, y, a mil pies por debajo de uno, valles enteros cuando se entreabren las nubes. ¡Estos espectáculos deben entusiasmar, predisponer a la oración, al éxtasis! Por eso ya no me extraña de aquel músico célebre que, para excitar mejor su imaginación, acostumbraba a ir a tocar el piano delante de algún paraje grandioso.

—¿Toca usted algún instrumento? —preguntó ella.

—No, pero me gusta mucho la música —respondió él.

—¡Ah!, no le haga caso, Madame Bovary —interrumpió Homais, inclinándose sobre su plato, es pura modestia.

—Cómo, querido. ¡Eh!, el otro día, en su habitación, usted estaba cantando L'ange gardien, de maravilla. Yo le escuchaba desde el laboratorio; modulaba aquello como un actor.

En efecto, León vivía en casa del farmacéutico, donde tenía una pequeña habitación en el segundo piso, sobre la plaza. Se ruborizó ante el elogio de su casero, quien ya se había vuelto hacia el médico y le estaba enumerando uno detrás de otro los principales habitantes de Yonville. Contaba anécdotas, daba información; no se conocía con exactitud la fortuna del notario y «estaba también la casa Tuvache» que eran muy pedantes.

Emma replicó:

—¿Y qué música prefiere usted?

—¡Oh!, la música alemana, la que invita a soñar.

—¿Conoce usted a los italianos?

—Todavía no; pero los veré el año próximo, cuando vaya a vivir a París para acabar mi carrera de Derecho.

—Es lo que tenía el honor —dijo el farmacéutico— de explicar a su marido, a propósito de ese pobre Yanoda que se ha fugado; usted se encontrará disfrutando, gracias a las locuras que él hizo, de una de las casas más confortables de Yonville. Lo más cómodo que tiene para un médico es una puerta que da a la «Avenida» y que permite entrar y salir sin ser visto. Además, está dotada de todo lo que resulta agradable a una familia: lavadero, cocina con despensa, salón familiar, cuarto para la fruta, etc. Era un mozo que no reparaba en gastos. Mandó construir, al fondo del jardín, a orilla del agua, un cenador exclusivamente para beber cerveza en verano, y si a la señora le gusta la jardinería, podrá…

—Mi mujer apenas se ocupa de eso —dijo Carlos; aunque le recomiendan el ejercicio, prefiere quedarse en su habitación leyendo.

—Es como yo —replicó León; qué mejor cosa, en efecto, que estar por la noche al lado del fuego con un libro, mientras el viento bate los cristales y arde la lámpara.

—¿Verdad que sí? —dijo ella, fijando en él sus grandes ojos negros bien abiertos.

—No se piensa en nada —proseguía él, las horas pasan. Uno se pasea inmóvil por países que cree ver, y su pensamiento, enlazándose a la ficción, se recrea en los detalles o sigue el hilo de las aventuras. Se identifica con los personajes; parece que somos nosotros mismos los que palpitamos bajo sus trajes.

—¡Es verdad! —decía ella—; ¡es verdad!

—¿Le ha ocurrido alguna vez —replicó León— encontrar en un libro una idea vaga que se ha tenido, alguna imagen oscura que vuelve de lejos, y como la exposición completa de su sentimiento más sutil?

—¡Sí, me ha sucedido! —respondió ella.

—Por eso —dijo él— me gustan sobre todo los poetas. Encuentro que los versos son más tiernos que la prosa, y que consiguen mucho mejor hacer llorar.

—Sin embargo, cansan a la larga —replicó Emma; y ahora, al contrario, me gustan las historias que se siguen de un tirón, donde hay miedo. Detesto los héroes vulgares y los sentimientos moderados, como los que se encuentran en la realidad.

—En efecto —observó el pasante de notario—, esas obras que no llegan al corazón, se apartan, me parece, del verdadero fin del arte. Es tan agradable entre los desengaños de la vida poder transportarse con el pensamiento a un mundo de nobles caracteres, afectos puros y cuadros de felicidad. Para mí, que vivo aquí, lejos del mundo, es mi única distracción. ¡Yonville ofrece tan pocos alicientes!

—Como Tostes, sin duda —replicó Emma—; por eso estaba suscrita a un círculo de lectores.

—Si la señora quiere honrarme usándola —dijo el farmacéutico, que acababa de oír estas últimas palabras—, yo mismo tengo a su disposición una biblioteca compuesta de los mejores autores: Voltaire, Rousseau, Delille, Walter Scott, L'Echo des Feuilletons, etc., y recibo, además, diferentes periódicos, entre ellos el Fanal de Rouen, diariamente, con la ventaja de ser su corresponsal para las circunscripciones de Buchy, Forges, Neufchátel, Yonville y los alrededores.

Hacía dos horas y media que estaban sentados a la mesa, pues la sirvienta Artemisa, que arrastraba indolentemente sus zapatillas de paño por el suelo, traía los platos uno a uno, olvidaba todo, no entendía de nada y continuamente dejaba entreabierta la puerta del billar, que batía contra la pared con la punta de su pestillo.

Sin darse cuenta, mientras hablaba, León había puesto el pie sobre uno de los barrotes de la silla en que estaba sentada Madame Bovary. Llevaba ésta una corbatita de seda azul, que mantenía recto como una gorguera un cuello de batista encañonado; y según los movimientos de cabeza que hacía, la parte inferior de su cara se hundía en el vestido o emergía de él suavemente. Fue así como, uno cerca del otro, mientras que Carlos y el farmacéutico platicaban, entraron en una de esas vagas conversaciones en que el azar de las frases lleva siempre al centro fijo de una simpatía común. Espectáculos de París, títulos de novelas, bailes nuevos, y el mundo que no conocían, Tostes, donde ella había vivido, Yonville, donde estaban, examinaron todo, hablaron de todo hasta el final de la cena.

Una vez servido el café, Felicidad se fue a preparar la habitación en la nueva casa y los invitados se marcharon.

La señora Lefrançois dormía al calor del rescollo, mientras que el mozo de cuadra, con una linterna en la mano, esperaba al señor y a la señora Bovary para llevarlos a su casa. Su cabellera roja estaba entremezclada de briznas de paja y cojeaba de la pierna izquierda. Cogió con su otra mano el paraguas del señor cura y se pusieron en marcha.

El pueblo estaba dormido. Los pilares del mercado proyectaban unas sombras largas. La tierra estaba toda gris, como en una noche de verano.

Pero como la casa del médico se encontraba a cincuenta metros de la posada, tuvieron que despedirse pronto, y la compañía se dispersó.

Emma, ya desde el vestíbulo, sintió caer sobre sus hombros, como un lienzo húmedo, el frío del yeso. Las paredes eran nuevas y los escalones de madera crujieron. En la habitación, en el primero, una luz blanquecina pasaba a través de las ventanas sin cortinas. Se entreveían copas de árboles, y más lejos, medio envuelta en la bruma, la pradera, que humeaba a la luz de la luna siguiendo el curso del río. En medio del piso, todo revuelto, había cajones de cómoda, botellas, barras de cortinas, varillas doradas, colchones encima de sillas y palanganas en el suelo, pues los dos hombres que habían traído los muebles habían dejado todo allí de cualquier manera.

Era la cuarta vez que Emma dormía en un lugar desconocido. La primera había sido el día de su entrada en el internado, la segunda la de su llegada a Tostes, la tercera en la Vaubyessard, la cuarta era ésta; y cada una había coincidido con el comienzo de una nueva etapa en su vida. No creía que las cosas pudiesen ser iguales en lugares diferentes, y, ya que la parte vivida había sido mala, sin duda lo que quedaba por pasar sería mejor.

Capítulo III

Al día siguiente, al despertarse, vio al pasante en la plaza. Emma estaba en bata de casa. León levantó la cabeza y la saludó. Ella hizo una inclinación rápida y volvió a cerrar la ventana.

León esperó durante todo el día a que llegasen las seis de la tarde; pero, al entrar en la posada, no encontró a nadie más que al señor Binet sentado a la mesa.

Aquella cena de la víspera había sido para él un acontecimiento relevante; nunca hasta entonces había hablado durante dos horas seguidas con una señora. ¿Cómo, pues, había podido exponerle, y en semejante lenguaje, cantidad de cosas que no hubiera dicho antes tan bien?, era habitualmente tímido y guardaba esa reserva que participa a la vez del pudor y del disimulo. La gente de Yonville apreciaba la corrección de sus modales. Escuchaba razonar a la gente madura, y no parecía exaltado en política, cosa rara en un joven. Además, poseía talento, pintaba a la acuarela, sabía leer la clave de sol, y le gustaba dedicarse a la literatura después de la cena, cuando no jugaba a las cartas. El señor Homais le consideraba por su instrucción; la señora Homais le tenía afecto por su amabilidad, pues a menudo acompañaba en el jardín a los pequeños Homais, unos críos, siempre embadurnados, muy mal educados y un poco linfáticos, como su madre. Para cuidarlos tenían, además de la muchacha, a Justino, el mancebo de la botica, un primo segundo del señor Homais que habían tomado en casa por caridad, y que servía al mismo tiempo de criado.

El boticario se portó como el mejor de los vecinos. Informó a Madame Bovary sobre los proveedores, hizo venir expresamente a su proveedor de sidra, probó la bebida él mismo, y vigiló en la bodega para que colocasen bien los toneles; indicó, además, la manera de arreglárselas para proveerse de mantequilla barata, y concluyó un trato con Lestiboudis, el sacristán, quien, además de sus funciones sacerdotales y funerarias, cuidaba los principales jardines de Yonville por hora o al año, a gusto de los dueños. No era solamente la necesidad de ocuparse del prójimo lo que movía al farmacéutico a tanta cordialidad obsequiosa; debajo de aquello había un plan.

Había infringido la ley del 19 ventoso
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, que prohíbe a todo individuo que no posea diploma el ejercicio de la medicina; de modo que, por denuncias oscuras, Homais había sido llamado a Rouen a comparecer ante el fiscal del rey en su despacho particular. El magistrado lo había recibido de pie, con su toga, armiño al hombro y tocado con birrete. Era por la mañana, antes de la audiencia. Se oían en el pasillo las pisadas de las fuertes botas de los gendarmes y como un ruido lejano de grandes cerrojos que se cerraban. Al farmacéutico le zumbaron los oídos hasta el punto que llegó a temer una congestión; entrevió profundos calabozos, su familia llorando, la farmacia vendida, todos los bocales esparcidos; y tuvo que entrar en un café a tomar una copa de ron con agua de Seltz para reponerse.

Poco a poco, el recuerdo de aquella admonición se fue debilitando, y continuaba, como antes, dando consultas anodinas en su rebotica. Pero el alcalde le tenía enfilado. Algunos colegas estaban celosos, había que temerlo todo; ganarse al señor Bovary con cortesías era ganar su gratitud, y evitar que hablase después, si se daba cuenta de algo. Por eso, todas las mañanas Homais le llevaba «el periódico» y frecuentemente, por la tarde, dejaba un momento la farmacia para ir a conversar a casa del «oficial de salud».

Carlos estaba triste: la clientela no llegaba. Permanecía sentado durante largas horas sin hablar, iba a dormir a su consultorio o miraba cómo cosía su mujer. Para distraerse hacía los trabajos pesados de la casa y hasta trató de pintar el desván con un resto de pintura que habían dejado los pintores. Pero los problemas económicos le preocupaban. Había gastado tanto en las reparaciones de Tostes, en los trajes de su mujer y en la mudanza, que toda la dote, más de tres mil escudos, se había ido en dos años. Además, ¡cuántas cosas estropeadas o perdidas en el transporte de Tostes a Yonville, sin contar el cura de yeso, que, al caer del carro, en un traqueteo muy fuerte, se había deshecho en mil pedazos en el pavimento de Quincampoix!

Una preocupación mejor vino a distraerle, el embarazo de su mujer. A medida que se acercaba el final él la mimaba más. Era otro lazo de la carne que se establecía y como el sentimiento continuo de una unión más compleja. Cuando veía de lejos su aire perezoso y su talle cimbreándose suavemente sobre sus caderas sin corsé, cuando frente a frente uno del otro la contemplaba todo contento, y ella, sentada en su sillón, daba muestras de fatiga, entonces su felicidad se desbordaba; se levantaba, la besaba, le pasaba las manos por la cara, le llamaba mamaíta, quería hacerle bailar, y decía, medio de risa, medio llorando, toda clase de bromas cariñosas que se le ocurrían. La idea de haber engendrado le deleitaba. Nada le faltaba ahora. Conocía la existencia humana con todo detalle y se sentaba a la mesa apoyado en los dos codos, lleno de serenidad.

Emma primero sintió una gran extrañeza, después tuvo deseos de verse liberada, para saber lo que era ser madre. Pero no pudiendo gastar lo que quería, tener una cuna en forma de barquilla con cortinas de seda rosa y gorritos bordados, renunció a la canastilla en un acceso de amargura, y lo encargó todo de una vez a una costurera del pueblo, sin escoger ni discutir nada. Así que no se entretuvo en esos preparativos en que la ternura de las madres se engolosina, y su cariño maternal se vio desde el principio un tanto atenuado.

Sin embargo, como Carlos en todas las comidas hablaba del chiquillo, pronto ella acabó por pensar en él de una manera más constante.

Ella deseaba un hijo; sería fuerte y moreno, le llamaría Jorge; y esta idea de tener un hijo varón era como la revancha esperada de todas sus impotencias pasadas. Un hombre, al menos, es libre; puede recorrer las pasiones y los países, atravesar los obstáculos, gustar los placeres más lejanos. Pero a una mujer esto le está continuamente vedado. Fuerte y flexible a la vez, tiene en contra de sí las molicies de la carne con las dependencias de la ley. Su voluntad, como el velo de su sombrero sujeto por un cordón, palpita a todos los vientos; siempre hay algún deseo que arrastra, pero alguna conveniencia social que retiene.

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