Desde los acontecimientos que vamos a contar, nada, en realidad ha cambiado en Yonville. La bandera tricolor de latón sigue girando en lo alto del campanario de la iglesia; la tienda del comerciante de novedades sigue agitando al viento sus dos banderolas de tela estampada; los fetos del farmacéutico, como paquetes de yesca blanca, se pudren cada día más en su alcohol cenagoso, y encima de la puerta principal de la posada el viejo león de oro, desteñido por las lluvias, sigue mostrando a los transeúntes sus rizos de perrito de aguas.
La tarde en que los esposos Bovary debían llegar a Yonville, la señora viuda Lefrançois, la dueña de esta posada, estaba tan atareada que sudaba la gota gorda revolviendo sus cacerolas. Al día siguiente era mercado en el pueblo. Había que cortar de antemano las carnes, destripar los pollos, hacer sopa y café. Además, tenía la comida de sus huéspedes, la del médico, de su mujer y de su muchacha; el billar resonaba de carcajadas; tres molineros en la salita llamaban para que les trajesen aguardiente; ardía la leña, crepitaban las brasas, y sobre la larga mesa de la cocina, entre los cuartos de cordero crudo, se alzaban pilas de platos que temblaban a las sacudidas del tajo donde picaban espinacas. En el corral se oían gritar las aves que la criada perseguía para cortarles el pescuezo.
Un hombre en pantuflas de piel verde, un poco marcado de viruela y tocado con un gorro de terciopelo con borla de oro, se calentaba la espalda contra la chimenea. Su cara no expresaba más que la satisfacción de sí mismo, y parecía tan contento de la vida como el jilguero colgado encima de su cabeza en una jaula de mimbre: era el farmacéutico.
—¡Artemisa! —gritaba la mesonera—, ¡parte leña menuda, llena las botellas, trae aguardiente, date prisa! Si al menos yo supiera qué postre ofrecer a los señores que ustedes esperan. ¡Bondad divina! Ya están otra vez ahí los de la mudanza haciendo su estruendo en el billar. ¡Y han dejado su carro en el portón! « La Golondrina» es capaz de aplastarlo cuando llegue. ¡Llama a Hipólito para que lo coloque en su sitio!… Pensar que, desde esta mañana, señor Homais, puede que hayan jugado quince partidas y bebido ocho jarras de sidra… Pero me van a romper el paño de la mesa de billar —y continuaba mirándolos de lejos con su espumadera en la mano.
—La pérdida no sería grande —respondió el señor Homais—, se compraría otro.
—¡Otro billar! —exclamó la viuda.
—Es que éste ya no aguanta, señora Lefrançois; se lo repito, ¡se equivoca!, ¡está completamente equivocada!, y además los aficionados ahora quieren troneras estrechas y tacos pesados. No se juega ya a carambolas; ¡todo ha cambiado! ¡Hay que ir con los tiempos!, si no, fíjese en Tellier…
La mesonera se puso roja de despecho. El farmacéutico añadió:
—Su billar, por mucho que usted diga, es más bonito que el de usted; y si, por ejemplo, se les ocurre organizar un campeonato patriótico a favor de Polonia o de las inundaciones de Lyon…
—¡No son los pordioseros como él los que nos asustan! —interrumpió la mesonera, alzando sus gruesos hombros—. ¡Vamos!, ¡vamos!, señor Homais, mientras viva el «León de Oro» la gente seguirá viniendo aquí. Nosotros tenemos el riñón bien cubierto. En cambio, cualquier mañana verá usted el «Café Francés» cerrado y con un hermoso cartel sobre la marquesina. Cambiar mi billar —proseguía hablando consigo misma—, con lo cómodo que me es para colocar mi colada, y donde, en la temporada de caza, he dado cama hasta a seis viajeros… ¡Pero ese remolón de Hivert que no acaba de llegar!
—¿Le espera usted para la cena de esos señores? —preguntó el farmacéutico.
—¿Esperarle? ¡Pues y el señor Binet! Al dar las seis ya le verá usted entrar, pues nadie le iguala en el mundo en cuanto a puntualidad. Tiene que tener siempre su sitio en la salita.
—Antes lo matarán que hacerle cenar en otro sitio. ¡Con lo delicado que es!, ¡y tan exigente para la sidra! No es como el señor León, que llega a veces a las siete, incluso a las siete y media; ni siquiera mira lo que come. ¡Qué muchacho más bueno! Jamás dice una palabra más alta que otra.
—Es que hay mucha diferencia, ya se sabe, entre alguien que ha recibido educación y un antiguo carabinero que ahora es recaudador de impuestos.
Dieron las seis. Entró Binet.
Vestía una levita azul que le caía recta por su propio peso, alrededor de su cuerpo flaco, y su gorra de cuero, con orejeras atadas con cordones en la punta de la cabeza, dejaba ver, bajo la visera levantada, una frente calva, deprimida por el use del casco. Llevaba un chaleco de paño negro, un cuello de crin, un pantalón gris, y, en todo tiempo, unas botas bien lustradas que tenían dos abultamientos paralelos debidos a los juanetes. Ni un solo pelo rebasaba la línea de su rubia sotabarba que, contorneando la mandíbula, enmarcaba como el borde de un arriate su larga cara, descolorida, con unos ojos pequeños y una nariz aguileña. Ducho en todos los juegos de cartas, buen cazador y con una hermosa letra, tenía en su casa un torno con el que se entretenía en tornear servilleteros que amontonaba en su casa, con el celo de un artista y el egoísmo de un burgués.
Se dirigió hacia la salita; pero antes hubo que hacer salir a los tres molineros; y durante todo el tiempo que invirtieron en ponerle la mesa, Binet permaneció silencioso en su sitio, cerca de la estufa; después cerró la puerta y se quitó la gorra como de costumbre.
—No son las cortesías las que le gastarían la lengua —dijo el farmacéutico, cuando se quedó a solas con la mesonera.
—Nunca habla más —respondió ella—; la semana pasada vinieron aquí dos viajantes de telas, unos chicos muy simpáticos, que contaban de noche un montón de chistes que me hicieron llorar de risa; bueno, pues él permanecía allí, como un sábalo, sin decir ni palabra.
—Sí —dijo el farmacéutico—, ni pizca de imaginación ni ocurrencias, ¡nada de lo que define al hombre de sociedad!
—Sin embargo, dicen que tiene posibles —objetó la mesonera.
—¿Posibles? —replicó el señor Homais—; ¡él! ¿posibles? Entre los de su clase es probable —añadió, en un tono más tranquilo.
Y prosiguió:
—¡Ah!, que un comerciante que tiene relaciones considerables, que un jurisconsulto, un médico, un farmacéutico estén tan absorbidos, que se vuelvan raros a incluso huraños, lo comprendo; se citan sus ocurrencias en las historias. ¡Pero, al menos, es que piensan en algo! A mí, por ejemplo, cuántas veces me ha ocurrido buscar mi pluma encima de la mesa para escribir una etiqueta y comprobar, por fin, que la tenía sobre la oreja.
Entretanto, la señora Lefrançois fue a la puerta a mirar si llegaba «La Golondrina». Se estremeció. Un hombre vestido de negro entró de pronto en la cocina. Se distinguía, en los últimos resplandores del crepúsculo, que tenía la cara rubicunda y el cuerpo atlético.
—¿En qué puedo servirle, señor cura? —preguntó la mesonera al tiempo que alcanzaba en la chimenea uno de los candeleros de cobre que se encontraban alineados con sus velas—. ¿Quiere tomar algo?, ¿un dedo de casis, un vaso de vino?
El eclesiástico rehusó muy cortésmente. Venía a buscar su paraguas, que había olvidado el otro día en el convento de Ernemont, y, después de haber rogado a la señora Lefrançois que se lo enviase a la casa rectoral por la noche, salió para ir a la iglesia, donde tocaban al Ángelus.
Cuando el farmacéutico dejó de oír en la plaza el ruido de los zapatos del cura, encontró muy inconveniente su conducta de hacía un instante. Ese rechazo a la invitación de un refresco le parecía una hipocresía de las más odiosas; los curas comían y bebían todos con exceso sin que los vieran, y trataban de volver a los tiempos de los diezmos.
La hotelera tomó la defensa de su cura:
—Además, doblegaría a cuatro como usted bajo su rodilla. El año pasado ayudó a nuestra gente a guardar la paja; llevaba hasta seis haces a la vez, de fuerte que es.
—¡Bravo! —dijo el farmacéutico.
—Mandad hijas a confesarse con mocetones de semejante temperamento. Si yo fuera el gobierno, querría que sangrasen a los curas una vez al mes.
—Sí, señora Lefrançois, todos los meses una amplia sangría por el mantenimiento del orden y de las buenas costumbres.
—¡Cállese ya, señor Homais!, ¡es usted un impío!, ¡usted no tiene religión!
El farmacéutico respondió:
—Tengo una religión, mi religión, y tengo más que todos ellos, con sus comedias y sus charlatanerías. Por el contrario, yo adoro a Dios. ¡Creo en el Ser Supremo, un Creador, cualquiera que sea, me importa poco, que nos ha puesto aquí abajo para cumplir aquí nuestros deberes de ciudadanos y de padres de familia; pero no necesito ir a una iglesia a besar bandejas de plata y a engordar con mi bolsillo un montón de farsantes que se alimentan mejor que nosotros! Porque se puede honrarlo lo mismo en un bosque, en un campo, o incluso contemplando la bóveda celeste como los antiguos. Mi Dios, el mío, es el Dios de Sócrates, de Franklin, de Voltaire y de Béranger
[32]
. Yo estoy a favor de la Profesión de fe del vicario saboyano
[33]
y los inmortales principios del ochenta y nueve. Por tanto, no admito un tipo de Dios que se pasea por su jardín bastón en mano, aloja a sus amigos en el vientre de las ballenas, muere lanzando un grito y resucita al cabo de tres días: cosas absurdas en sí mismas y completamente opuestas, además, a todas las leyes de la física; lo que nos demuestra, de paso, que los sacerdotes han estado siempre sumidos en una ignorancia ignominiosa, en la que se esfuerzan por hundir con ellos a los pueblos.
Se calló, buscando con los ojos a un público a su alrededor, pues, en su efervescencia, el farmacéutico se había creído por un momento en pleno consejo municipal. Pero la posadera ya no le escuchaba, prestaba atención a un ruido de ruedas lejano. Se distinguió el rodar de un coche mezclado con un crujido de hierros flojos que daban en el suelo, y por fin «La Golondrina» se paró delante de la puerta.
Era un arcón amarillo sobre dos grandes ruedas que, subiendo a la altura de la baca, impedían a los viajeros ver la carretera y les ensuciaban los hombros. Los pequeños cristales de sus estrechas ventanillas temblaban en sus bastidores cuando el coche estaba cerrado, y conservaban manchas de barro, que ni siquiera las lluvias de tormenta lavaban por completo. El tiro era de tres caballos, de los cuales el del centro iba delante, y cuando bajaban las cuestas el coche rozaba el suelo con el traqueteo.
Algunos habitantes de Yonville llegaron a la plaza; hablaban todos a la vez pidiendo noticias, explicaciones y canastas; Hivert no sabía a cuál atender. Era él quien hacía en la ciudad los encargos del pueblo. Iba a las tiendas, traía rollos de cuero al zapatero, hierro al herrador, un barril de arenques para su ama, gorros de la sombrerería, tupés de la peluquería, y a lo largo del trayecto, a la vuelta, repartía sus paquetes, que tiraba por encima de las tapias, de pie en el pescante y gritando a pleno pulmón, mientras que sus caballos iban completamente solos.
Un incidente le había retrasado: la perrita galga de Madame Bovary se había escapado por el campo. Le habían silbado durante un cuarto de hora largo; incluso Hivert había vuelto una media legua atrás, creyendo verla a cada minuto; pero hubo que continuar el camino. Emma lloró, se enfadó; acusó a Carlos de aquella desgracia. El señor Lheureux, comerciante de telas que viajaba con ella en el coche, intentó consolarla con muchos ejemplos de perros perdidos que reconocieron a su amo al cabo de largos años. Se hablaba de uno que había vuelto de Constantinopla a París. Otro había hecho cincuenta leguas en línea recta y pasado cuatro ríos a nado; y su propio padre había tenido un perro de aguas que, después de doce años de ausencia, le había saltado de pronto en la espalda, en la calle, cuando iba a cenar fuera de casa.
Emma fue la primera en bajar, después Felicidad, el señor Lheureux, una nodriza, y hubo que despertar a Carlos en su rincón, donde se había dormido completamente al llegar la noche.
Homais se presentó; ofreció sus respetos a la señora, sus cortesías al señor, dijo que estaba encantado de haber podido serles útil, y añadió con un aire cordial que se había permitido invitarse a sí mismo, puesto que, además, su mujer estaba ausente.
Madame Bovary, ya dentro de la cocina, se acercó a la chimenea. Con la punta de sus dos dedos cogió su vestido a la altura de la rodilla, y, habiéndolo subido hasta los tobillos, extendió sobre la llama, por encima de la pata de cordero, que daba vueltas en el asador, su pie calzado con una botina negra. El fuego la iluminaba por completo penetrando con su luz cruda la trama de su vestido y los poros iguales de su blanca piel e incluso los párpados de sus ojos que entornaba de vez en cuando. Un gran resplandor rojo pasaba por encima de ella al soplo del viento que venía por la puerta entreabierta.
Al otro lado de la chimenea, un joven de cabellera rubia la miraba silenciosamente.
Como se aburría mucho en Yonville, donde estaba de pasante del notario Guillaumin, a menudo el señor León Dupuis (era el segundo cliente habitual del «León de Oro») retrasaba la hora de cenar esperando que apareciese en la posada algún viajero con quien hablar por la noche. Los días en que había terminado su tarea, sin saber qué hacer, tenía que llegar a la hora exacta, y soportar, desde la sopa hasta el queso, el cara a cara con Binet. Así que aceptó de buena gana la invitación que le hizo la hostelera de cenar en compañía de los recién llegados, y pasaron a la gran sala, donde la señora Lefrançois, como extraordinario, había dispuesto los cuatro cubiertos.
Homais pidió permiso para seguir con su gorro griego por miedo a las corizas.
Después, volviéndose hacia su vecina:
—¿La señora, sin duda, está un poco cansada? ¡Le traquetean a uno tanto en nuestra «Golondrina»!
—Es verdad —respondió Emma—; pero lo desacostumbrado siempre me divierte; me gusta cambiar de lugar.
—¡Es tan aburrido —suspiró el pasante— vivir clavado en los mismos sitios!
—Si ustedes tuvieran como yo —dijo Carlos— que andar siempre a caballo…
—Pero —replicó León dirigiéndose a Madame Bovary—, nada hay más agradable, me parece; cuando se puede —añadió.
—Además —decía el boticario—, el ejercicio de la medicina no es muy penoso en nuestra tierra; porque el estado de nuestras carreteras permite usar el cabriolet, y, generalmente, se paga bastante bien, pues los campesinos son gente acomodada. Según el informe médico, tenemos, aparte los casos ordinarios de enteritis, bronquitis, afecciones biliosas, etc., de vez en cuando algunas fiebres intermitentes en la siega, pero, en resumen, pocas cosas graves, nada especial que notar, a no ser muchas escrófulas, que se deben, sin duda, a las deplorables condiciones higiénicas de nuestra vivienda campesina. ¡Ah!, tendrá que combatir muchos prejuicios, señor Bovary; muchas terquedades de la rutina, con las que se estrellarán cada día todos los esfuerzos de su ciencia; pues todavía se recurre a novenas, a las reliquias, al cura antes que ir naturalmente al médico o al farmacéutico. El clima, sin embargo, no puede decirse que sea malo a incluso contamos en el municipio algunos nonagenarios. El termómetro, yo lo he observado, baja en invierno hasta cuatro grados, y en la estación fuerte llega a veinticinco, treinta grados centígrados a lo sumo, lo que nos da veinticuatro Réaumur al máximo, o de otro modo cincuenta y cuatro Fahrenheit, medida inglesa, ¡no más!, y, en efecto, estamos abrigados de los vientos del Norte por el bosque de Argueil por una parte; de los vientos del Oeste por la cuesta de San Juan, por la otra; y este calor, sin embargo, que a causa del vapor de agua desprendido por el río y la presencia considerable de animales en las praderas, los cuales exhalan, como usted sabe, mucho amoniaco, es decir, nitrógeno, hidrógeno y oxígeno, no, nitrógeno a hidrógeno solamente, y que absorbiendo el humus de la tierra, confundiendo todas estas emanaciones diferentes, reuniéndolas en un manojo, por así decirlo, y combinándose por sí mismas con la electricidad extendida en la atmósfera, cuando la hay, podría a la larga, como en los países tropicales, engendrar miasmas insalubres; este calor, digo, se encuentra precisamente templado del lado de donde viene, o más bien, de donde vendría, es decir, no del lado sur, por los vientos del Sudeste, los cuales, habiéndose refrescado por sí mismos al pasar sobre el Sena, nos llegan a veces de repente como brisas de Rusia.