Algunas madres, con mirada ceñuda, tocadas de turbantes rojos, permanecían pacíficas en sus asientos. A Emma le palpitó un poco el corazón cuando, enlazada a su caballero por la punta de los dedos, fue a ponerse en fila, y esperó el ataque del violín para comenzar. Pero pronto desapareció la emoción; y balanceándose al ritmo de la orquesta, se deslizaba hacia delante, con ligeros movimientos del cuello.
Una sonrisa le asomaba a los labios al escuchar ciertos primores del violín, que tocaba solo, a veces, cuando se callaban los otros instrumentos; se oía el claro sonido de los luises de oro que se echaban al lado sobre los tapetes de las mesas; después, todo recomenzaba al mismo tiempo, el cornetín lanzaba un trompetazo sonoro, los pies volvían a encontrar el compás, las faldas se ahuecaban, se cogían las manos, se soltaban; los mismos ojos, que se bajaban ante la pareja de baile, volvían a fijarse en ella.
Algunos hombres, unos quince, de veinticinco a cuarenta años, que se movían entre las parejas de baile o charlaban a la entrada de las puertas, se distinguían de la muchedumbre por un aire de familia, cualesquiera que fuesen sus diferencias de edad, de atuendo o de cara. Sus trajes, mejor hechos, parecían de un paño más suave, y sus cabellos peinados en bucles hacia las sienes, abrillantados por pomadas más finas. Tenían la tez de la riqueza, esa tez blanca realzada por la palidez de las porcelanas, los reflejos del raso, el barniz de los bellos muebles, y que se mantiene lozano gracias a un régimen discreto de alimentos exquisitos. Su cuello se movía holgadamente sobre sus corbatas bajas; sus patillas largas caían sobre cuellos vueltos; se limpiaban los labios con pañuelos bordados con una gran inicial y que desprendían un perfume suave.
Los que empezaban a envejecer tenían aspecto juvenil, mientras que un aire de madurez se veía en la cara de los jóvenes. En sus miradas indiferentes flotaba el sosiego de las pasiones diariamente satisfechas; y, a través de sus maneras suaves, se manifestaba esa brutalidad particular que comunica el dominio de las cosas medio fáciles, en las que se ejercita la fuerza y se recrea la vanidad, el manejo de los caballos de raza y el trato con las mujeres perdidas. A tres pasos de Emma, un caballero de frac azul hablaba de Italia con una mujer pálida que lucía un aderezo de perlas. Ponderaban el grosor de los pilares de San Pedro, Tívoli, el Vesubio, Castellamare y los Cassines, las rosas de Génova, el Coliseo a la luz de la luna. Emma escuchaba con su otra oreja una conversación con muchas palabras que no entendía.
Rodeaban a un hombre muy joven que la semana anterior había derrotado a Miss Arabelle y a Romulus y ganado dos mil luises saltando un foso en Inglaterra. Uno se quejaba de sus jinetes, que engordaban; otro, de las erratas de imprenta que habían alterado el nombre del animal. La atmósfera del baile estaba pesada; las lámparas palidecían. La gente refluía a la sala de billar. Un criado se subió a una silla y rompió dos cristales; al ruido de los vidrios rotos, Madame Bovary volvió la cabeza y percibió en el jardín, junto a las vidrieras, unas caras de campesinos que estaban mirando. Entonces acudió a su memoria el recuerdo de Les Bertaux.
Volvió a ver la granja, la charca cenagosa, a su padre en blusa bajo los manzanos, y se vio a sí misma, como antaño, desnatando con su dedo los barreños de leche en la lechería. Pero, ante los fulgores de la hora presente, su vida pasada, tan clara hasta entonces, se desvanecía por completo, y hasta dudaba si la había vivido. Ella estaba allí: después, en torno al baile, no había más que sombra que se extendía a todo lo demás.
En aquel momento estaba tomando un helado de marrasquino, que sostenía con la mano izquierda, en una concha de plata sobredorada, y entornaba los ojos con la cucharilla entre los dientes. Una señora a su lado dejó caer su abanico. Un danzante pasaba. ¿Me hace el favor dijo la señora, de recogerme el abanico, que está detrás de ese canapé? El caballero se inclinó, y mientras hacía el movimiento de extender el brazo, Emma vio la mano de la joven que echaba en su sombrero algo de color blanco, doblado en forma de triángulo. El caballero recogió el abanico y se lo ofreció a la dama respetuosamente; ella le dio las gracias con una señal de cabeza y se puso a oler su ramillete de flores.
Después de la cena, en la que se sirvieron muchos vinos de España, del Rin, sopas de cangrejos y de leche de almendras, pudín a lo Trafalgar y toda clase de carnes frías con gelatinas alrededor que temblaban en las fuentes, los coches empezaron a marcharse unos detrás de otros. Levantando la punta de la cortina de muselina, se veía deslizarse en la sombra la luz de sus linternas. Las banquetas se vaciaban; todavía quedaban algunos jugadores; los músicos humedecían con la lengua la punta de sus dedos; Carlos estaba medio dormido, con la espalda apoyada contra una puerta. A las tres de la mañana comenzó el cotillón. Emma no sabía bailar el vals. Todo el mundo valseaba, incluso la misma señorita d'Andervilliers y la marquesa; no quedaban más que los huéspedes del palacio, una docena de personas más o menos.
Entretanto, uno de los valseadores, a quien llamaban familiarmente «vizconde», y cuyo chaleco muy abierto parecía ajustado al pecho, se acercó por segunda vez a invitar a Madame Bovary asegurándole que la llevaría y que saldría airosa. Empezaron despacio, después fueron más deprisa. Daban vueltas: todo giraba a su alrededor, las lámparas, los muebles, las maderas, el suelo, como un disco sobre su eje. Al pasar cerca de las puertas, los bajos del vestido de Emma se pegaban al pantalón del vizconde; sus piernas se entrecruzaban; él inclinaba su mirada hacia ella, ella levantaba la suya hacia él; una especie de mareo se apoderó de ella, se quedó parada. Volvieron a empezar; y, con un movimiento más rápido, el vizconde, arrastrándola, desapareció con ella hasta el fondo de la galería, donde Emma, jadeante, estuvo a punto de caerse, y un instante apoyó la cabeza sobre el pecho del vizconde, y después, sin dejar de dar vueltas, pero más despacio, él la volvió a acompañar a su sitio; ella se apoyó en la pared y se tapó los ojos con la mano.
Cuando volvió a abrirlos, en medio del salón, una dama sentada sobre un taburete tenía delante de sí a tres caballeros arrodillados. Ella escogió al vizconde, y el violín volvió a empezar. Los miraban. Pasaban y volvían, ella con el cuerpo inmóvil y el mentón bajado, y él siempre en su misma postura, arqueado el cuerpo, echado hacia atrás, el codo redondeado, los labios salientes. ¡Ésta sí que sabía valsear! Continuaron mucho tiempo y cansaron a todos los demás. Aún siguieron hablando algunos minutos, y, después de darse las buenas noches o más bien los buenos días, los huéspedes del castillo fueron a acostarse.
Carlos arrastraba los pies cogiéndose al pasamanos, las rodillas se le metían en el cuerpo. Había pasado cinco horas seguidas, de pie delante de las mesas, viendo jugar al whist
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sin entender nada. Por eso dejó escapar suspiros de satisfacción cuando se quitó las botas. Emma se puso un chal sobre los hombros, abrió la ventana y apoyó los codos en el antepecho. La noche estaba oscura. Caían unas gotas de lluvia. Ella aspiró el viento húmedo que le refrescaba los párpados. La música del baile zumbaba todavía en su oído, y hacía esfuerzos por mantenerse despierta, a fin de prolongar la ilusión de aquella vida de lujo que pronto tendría que abandonar.
Empezó a amanecer. Emma miró detenidamente las ventanas del castillo, intentando adivinar cuáles eran las habitaciones de todos aquéllos que había visto la víspera. Hubiera querido conocer sus vidas, penetrar en ellas, confundirse con ellas. Pero temblaba de frío. Se desnudó y se arrebujó entre las sábanas, contra Carlos, que dormía.
Hubo mucha gente en el desayuno. Duró diez minutos; no se sirvió ningún licor, lo cual extrañó al médico. Después, la señorita d'Andervilliers recogió los trozos de bollo en una cestilla para llevárselos a los cisnes del estanque y se fueron a pasear al invernadero, caliente, donde unas plantas raras, erizadas de pelos, se escalonaban en pirámides bajo unos jarrones colgados, que, semejantes a nidos de serpientes, rebosantes, dejaban caer de su borde largos cordones verdes entrelazados. El invernadero de naranjos, que se encontraba al fondo, conducía por un espacio cubierto hasta las dependencias del castillo.
El marqués, para entretener a la joven, la llevó a ver las caballerizas. Por encima de los pesebres, en forma de canasta, unas placas de porcelana tenían grabado en negro el nombre de los caballos. Cada animal se agitaba en su compartimento cuando se pasaba cerca de él chasqueando la lengua. El suelo del guadarnés brillaba a la vista como el de un salón. Los arreos de coche estaban colocados en el medio sobre dos columnas giratorias, y los bocados, los látigos, los estribos, las barbadas, alineadas a todo lo largo de la pared.
Carlos, entretanto, fue a pedir a un criado que le enganchara su coche. Se lo llevaron delante de la escalinata, y una vez en él todos los paquetes, los esposos Bovary hicieron sus cumplidos al marqués y a la marquesa y salieron para Tostes. Emma, silenciosa, miraba girar las ruedas. Carlos, situado en la punta de la banqueta, conducía con los dos brazos separados, y el pequeño caballo trotaba levantando las dos patas del mismo lado entre los varales que estaban demasiado separados para él. Las riendas flojas batían sobre su grupa empapándose de sudor, y la caja atada detrás del coche golpeaba acompasadamente la carrocería.
Estaban en los altos de Thibourville, cuando de pronto los pasaron unos hombres a caballo riendo con sendos cigarros en la boca. Emma creyó reconocer al vizconde; se volvió y no percibió en el horizonte más que el movimiento de cabezas que bajaban y subían, según la desigual cadencia del trote o del galope.
Un cuarto de hora más tarde hubo que pararse para arreglar con una cuerda la correa de la retranca que se había roto. Pero Carlos, echando una última ojeada al arnés, vio algo caído entre las piernas de su caballo; y recogió una cigarrera toda bordada de seda verde y con un escudo en medio como la portezuela de una carroza.
—Hasta hay dos cigarros dentro —dijo—; serán para esta noche, después de cenar. ¿Así que tú fumas? —le preguntó ella.
—A veces, cuando hay ocasión.
Cuando llegaron a casa la cena no estaba preparada. La señora se enfadó. Anastasia contestó insolentemente.
—¡Márchese! —dijo Emma.
—Esto es una burla, queda despedida.
De cena había sopa de cebolla, con un trozo de ternera con acederas. Carlos, sentado frente a Emma, dijo frotándose las manos con aire feliz:
—¡Qué bien se está en casa!
Se oía llorar a Anastasia. Él le tenía afecto a aquella pobre chica. En otro tiempo le había hecho compañía durante muchas noches, en los ocios de su viudedad. Era su primera paciente, su más antigua relación en el país.
—¿La has despedido de veras?
—Sí. ¿Quién me lo impide? —contestó Emma.
Después se calentaron en la cocina mientras les preparaba su habitación. Carlos se puso a fumar. Fumaba adelantando los labios, escupiendo a cada minuto, echándose atrás a cada bocanada.
—Te va a hacer daño —le dijo ella desdeñosamente.
Dejó su cigarro y corrió a beber en la bomba un vaso de agua fría.
Emma, cogiendo la petaca, la arrojó vivamente en el fondo del armario. ¡Qué largo se hizo el día siguiente! Emma se paseó por su huertecillo, yendo y viniendo por los mismos paseos, parándose ante los arriates, ante la espaldera, ante el cura de alabastro, contemplando embobada todas estas cosas de antaño que conocía tan bien. ¡Qué lejos le parecía el baile! ¿Y quién alejaba tanto la mañana de anteayer de la noche de hoy? Su viaje a la Vaubyessard había abierto una brecha en su vida como esas grandes grietas que una tormenta en una sola noche excava a veces en las montañas. Sin embargo, se resignó; colocó cuidadosamente en la cómoda su hermoso traje y hasta sus zapatos de raso, cuya suela se había vuelto amarilla al contacto con la cera resbaladiza del suelo. Su corazón era como ellos; al roce con la riqueza, se le había pegado encima algo que ya no se borraría. El recuerdo de aquel baile fue una ocupación para Emma.
Cada miércoles se decía al despertar: «¡Ah, hace ocho días… hace quince días…, hace tres semanas, yo estaba allí!». Y poco a poco, las fisonomías se fueron confundiendo en su memoria, olvidó el aire de las contradanzas, no vio con tanta claridad las libreas y los salones; algunos detalles se le borraron, pero le quedó la añoranza.
A menudo, cuando Carlos había salido, ella iba a coger en el armario, entre los pliegues de la ropa blanca donde la había dejado, la cigarrera de seda verde. La miraba, la abría, a incluso aspiraba el aroma de su forro, mezcla de verbena y de tabaco. ¿De quién era? Del vizconde. Era quizás un regalo de su amante. Habrían bordado aquello sobre algún bastidor de palisandro, mueble gracioso que se ocultaba a todas las miradas, delante del cual habían pasado muchas horas y sobre el que se habrían inclinado los suaves rizos de la bordadora pensativa.
Un hálito de amor había pasado entre las mallas del cañamazo; cada puntada de aguja habría fijado allí una esperanza y un recuerdo, y todos estos hilos de seda entrelazados no eran más que la continuidad de la misma pasión silenciosa. Y después, el vizconde se la habría llevado consigo una mañana. ¿De qué habrían hablado cuando la cigarrera se quedaba en las chimeneas de ancha campana entre los jarrones de flores y los relojes Pompadour? Ella estaba en Tostes. ¡El estaba ahora en París, tan lejos! ¿Cómo era París? ¡Qué nombre extraordinario! Ella se lo repetía a media voz, saboreándolo; sonaba a sus oídos como la campana de una catedral y resplandecía a sus ojos hasta en la etiqueta de sus tarros de cosméticos.
De noche, cuando los pescaderos pasaban en sus carretas bajo sus ventanas cantando la Marjolaine, ella se despertaba; y escuchando el ruido de las ruedas herradas que al salir del pueblo se amortiguaba enseguida al pisar tierra, se decía: «¡Mañana estarán allí!». Y los seguía en su pensamiento, subiendo y bajando las cuestas, atravesando los pueblos, volando sobre la carretera principal, a la luz de las estrellas.
Al cabo de una distancia indeterminada se encontraba siempre un lugar confuso donde expiraba su sueño. Se compró un plano de París y, con la punta de su dedo sobre el mapa, hacía recorridos por la capital. Subía los bulevares, deteniéndose en cada esquina, entre las líneas de las calles, ante los cuadrados blancos que figuraban las casas. Por fin, cansados los ojos, cerraba sus párpados, y veía en las tinieblas retorcerse al viento farolas de gas con estribos de calesas, que bajaban con gran estruendo ante el peristilo de los teatros. Se suscribió a La Corbeille, periódico femenino, y al Sylphe des salons.