Emma recibía sus lecciones; la señora Bovary las prodigaba; y las palabras de «hija mía» y de «mamá» se intercambiaban con un ligero temblor de labios lanzándose cada una palabras suaves con una voz temblando de cólera. En el tiempo de la señora Dubuc
[23]
, la vieja señora se sentía todavía la preferida; pero, ahora, el amor de Carlos por Emma le parecía una deserción de su ternura, una invasión de aquello que le pertenecía; y observaba la felicidad de su hijo con un silencio triste, como alguien venido a menos que mira, a través de los cristales, a la gente sentada a la mesa en su antigua casa. Le recordaba sus penas y sus sacrificios, y, comparándolos con las negligencias de Emma, sacaba la conclusión de que no era razonable adorarla de una manera tan exclusiva. Carlos no sabía qué responder; respetaba a su madre y amaba infinitamente a su mujer; consideraba el juicio de una como infalible y, al mismo tiempo, encontraba a la otra irreprochable.
Cuando la señora Bovary se había ido, él intentaba insinuar tímidamente, y en los mismos términos, una o dos de las más anodinas observaciones que había oído a su madre; Emma, demostrándole con una palabra que se equivocaba, le decía que se ocupase de sus enfermos.
Entretanto, según teorías que ella creía buenas, quiso sentirse enamorada. A la luz de la luna, en el jardín, recitaba todas las rimas apasionadas que sabía de memoria y le cantaba suspirando adagios melancólicos; pero pronto volvía a su calma inicial y Carlos no se mostraba ni más enamorado ni más emocionado. Después de haber intentado de este modo sacarle chispas a su corazón sin conseguir ninguna reacción de su marido, quien, por lo demás, no podía comprender lo que ella no sentía, y sólo creía en lo que se manifestaba por medio de formas convencionales, se convenció sin dificultad de que la pasión de Carlos no tenía nada de exorbitante.
Sus expansiones se habían hecho regulares; la besaba a ciertas horas, era un hábito entre otros, y como un postre previsto anticipadamente, después de la monotonía de la cena. Un guarda forestal, curado por el señor de una pleuresía, había regalado a la señora una perrita galga italiana; ella la llevaba de paseo, pues salía a veces, para estar sola un instante y perder de vista el eterno jardín con el camino polvoriento. Iba hasta el hayedo de Banneville, cerca del pabellón abandonado que hace esquina con la pared, por el lado del campo.
Hay en el foso, entre las hierbas, unas largas cañas de hojas cortantes. Empezaba a mirar todo alrededor, para ver si había cambiado algo desde la última vez que había venido. Encontraba en sus mismos sitios las digitales y los alhelíes, los ramos de ortigas alrededor de las grandes piedras y las capas de liquen a lo largo de las tres ventanas, cuyos postigos siempre cerrados se iban cayendo de podredumbre sobre sus barrotes de hierro oxidado. Su pensamiento, sin objetivo al principio, vagaba al azar, como su perrita, que daba vueltas por el campo, ladraba detrás de las mariposas amarillas, cazaba las musarañas o mordisqueaba las amapolas a orillas de un trigal.
Luego sus ideas se fijaban poco a poco, y, sentada sobre el césped, que hurgaba a golpecitos con la contera de su sombrilla, se repetía: ¡Dios mío!, ¿por qué me habré casado? En la ciudad, con el ruido de las calles, el murmullo de los teatros y las luces del baile, llevaban unas vidas en las que el corazón se dilata y se despiertan los sentidos.
Pero su vida era fría como un desván cuya ventana da al norte, y el aburrimiento, araña silenciosa, tejía su tela en la sombra en todos los rincones de su corazón. Recordaba los días de reparto de premios, en que subía al estrado para ir a recoger sus pequeñas coronas. Con su pelo trenzado, su vestido blanco y sus zapatitos de «prunelle»
[24]
escotados, tenía un aire simpático, y los señores, cuando regresaba a su puesto, se inclinaban para felicitarla; el patio estaba lleno de calesas, le decían adiós por las portezuelas, el profesor de música pasaba saludando con su caja de violín. ¡Qué lejos estaba todo aquello! ¡Qué lejos estaba! Llamaba a Djali, la cogía entre sus rodillas, pasaba sus dedos sobre su larga cabeza fina y le decía: Vamos, besa a tu ama, tú que no tienes penas. Después, contemplando el gesto melancólico del esbelto animal que bostezaba lentamente, se enternecía, y, comparándolo consigo misma, le hablaba en alto, como a un afligido a quien se consuela.
A veces llegaban ráfagas de viento, brisas del mar que, extendiéndose de repente por toda la llanura del País de Caux, traían a los confines de los campos un frescor salado. Los juncos silbaban a ras de tierra, y las hojas de las hayas hacían ruido con un temblor rápido, mientras que las copas, balanceándose sin cesar, proseguían su gran murmullo. Emma se ceñía el chal a los hombros y se levantaba. En la avenida, una luz verde proyectada por el follaje iluminaba el musgo raso, que crujía suavemente bajo sus pies. El sol se ponía; el cielo estaba rojo entre las ramas, y los troncos iguales de los árboles plantados en línea recta parecían una columnata parda que se destacaba sobre un fondo dorado; el miedo se apoderaba de ella, llamaba a Djali, volvía de prisa a Tostes por la carretera principal, se hundía en un sillón y no hablaba en toda la noche.
Pero a finales de septiembre algo extraordinario pasó en su vida: fue invitada a la Vaubyessard, a casa del marqués de Anvervilliers. Secretario de Estado bajo la Restauración, el marqués, que trataba de volver a la vida política, preparaba desde hacía mucho tiempo su candidatura a la Cámara de Diputados. En invierno hacía muchos repartos de leña, y en el Consejo General reclamaba siempre con interés carreteras para su distrito. En la época de los grandes calores había tenido un flemón en la boca, del que Carlos le había curado como por milagro, acertando con un toque de lanceta. El administrador enviado a Tostes para pagar la operación contó, por la noche, que había visto en el huertecillo del médico unas cerezas soberbias. Ahora bien, las cerezas crecían mal en la Vaubyessard, el señor marqués pidió algunos esquejes a Bovary, se sintió obligado a darle las gracias personalmente, vio a Emma, se dio cuenta de que tenía una bonita cintura y de que no saludaba como una campesina; de modo que no creyeron en el castillo sobrepasar los límites de la condescendencia, ni por otra parte cometer una torpeza, invitando al joven matrimonio.
Un miércoles, a las tres, el señor y la señora Bovary salieron en su carricoche para la Vaubyessard, con un gran baúl amarrado detrás y una sombrerera que iba colocada delante del pescante. Carlos llevaba además una caja entre las piernas. Llegaron al anochecer, cuando empezaban a encender los faroles en el parque para alumbrar a los coches.
A mansión, de construcción moderna, al estilo italiano, con dos alas salientes y tres escalinatas, se alzaba en la parte baja de un inmenso prado cubierto de hierba donde pastaban algunas vacas, entre bosquecillos de grandes árboles espaciados mientras que macizos de arbustos, rododendros, celindas y bolas de nieve abombaban sus matas de verdor desiguales sobre la línea curva del camino enarenado.
Por debajo de un puente corría un riachuelo; a través de la bruma, se distinguían unas construcciones cubiertas de paja, esparcidas en la pradera, que terminaba en suave pendiente en dos lomas cubiertas de bosque y, por detrás, en los macizos, se alzaban, en dos líneas paralelas, las cocheras y las cuadras, restos que se conservaban del antiguo castillo demolido.
El carricoche de Carlos se paró delante de la escalinata central; aparecieron unos criados; se adelantó el marqués, y, ofreciendo el brazo a la mujer del médico, la introdujo en el vestíbulo. Estaba pavimentado de losas de mármol, era de techo muy alto, y el ruido de los pasos, junto con el de las voces, resonaba como en una iglesia. Enfrente subía una escalera recta, y a la izquierda una galería que daba al jardín conducía a la sala de billar, desde cuya puerta se oía el ruido de las bolas de marfil al chocar en carambola.
Cuando lo atravesaba para ir al salón, Emma vio alrededor de la mesa a unos hombres de aspecto grave, apoyado el mentón sobre altas corbatas, todos ellos con condecoraciones, y sonriendo en silencio al empujar el taco de billar. De la oscura madera que revestía las paredes colgaban unos grandes cuadros con marco dorado que tenían al pie unos nombres escritos en letras negras. Emma leyó: «Juan Antonio d'Andervilliers d'lberbonville, conde de la Vaubyessard y barón de la Fresnaye, muerto en la batalla de Coutras, el 20 de octubre de 1587». Y en otro: «Juan Antonio Enrique Guy d'Andervilliers de la Vaubyessard, almirante de Francia y caballero de la Orden de San Miguel, herido en el combate de la Hougue. Saint Vaast, el 29 de mayo de 1692, muerto en la Vaubyessard el 23 de enero de 1693».
Después, los siguientes apenas se distinguían porque la luz de las lámparas, proyectada sobre el tapete verde del billar, dejaba flotar una sombra en la estancia. Bruñendo los cuadros horizontales, se quebraba contra ellos en finas aristas, según las resquebrajaduras del barniz; y de todos aquellos grandes cuadros negros enmarcados en oro se destacaba, acá y allá, alguna parte más clara de la pintura, una frente pálida, dos ojos que parecían mirarte, unas pelucas que se extendían sobre el hombro empolvado de los uniformes rojos, o bien la hebilla de una jarretera en lo alto de una rolliza pantorrilla. El marqués abrió la puerta del salón; una de las damas se levantó (la marquesa en persona), fue al encuentro de Emma y le hizo sentarse a su lado en un canapé, donde empezó a hablarle amistosamente, como si la conociese desde hacía mucho tiempo.
Era una mujer de unos cuarenta años, de hermosos hombros, nariz aguileña, voz cansina, y que llevaba aquella noche sobre su pelo castaño, una sencilla mantilla de encaje que le caía por detrás en triángulo. A su lado estaba una joven rubia sentada en una silla de respaldo alto; y unos señores, que llevaban una pequeña flor en el ojal de su frac, conversaban con las señoras alrededor de la chimenea. A las siete sirvieron la cena. Los hombres, más numerosos, pasaron a la primera mesa, en el vestíbulo, y las señoras a la segunda, en el comedor, con el marqués y la marquesa. Al entrar, Emma se sintió envuelta por un aire cálido, mezcla de perfume de flores y de buena ropa blanca, del aroma de las viandas y del olor de las trufas.
Las velas de los candelabros elevaban sus llamas sobre las tapas de las fuentes de plata; los cristales tallados, cubiertos de un vaho mate, reflejaban unos rayos pálidos; a lo largo de la mesa se alineaban ramos de flores, y, en los platos de anchos bordes las servilletas, dispuestas en forma de mitra, sostenían en el hueco de sus dos pliegues cada una un panecillo ovalado. Las patas rojas de los bogavantes salían de las fuentes; grandes frutas en cestas caladas se escalinaban sobre el musgo; las codornices conservaban sus plumas, olía a buena comida; y con medias de seda, calzón corto, corbata blanca, chorreras, grave como un juez, el maestresala que pasaba entre los hombros de los invitados las fuentes con las viandas ya trinchadas, hacía saltar con un golpe de cuchara el trozo que cada uno escogía. Sobre la gran estufa de porcelana una estatua de mujer embozada hasta el mentón miraba inmóvil la sala llena de gente. Madame Bovary observó que varias damas no habían puesto los guantes en su copa
[25]
.
Entretanto, en la cabecera de la mesa, sólo entre todas estas mujeres, inclinado sobre su plato lleno, y con la servilleta atada al cuello como un niño, un anciano comía, dejando caer de su boca gotas de salsa. Tenía los ojos enrojecidos y llevaba una pequeña coleta, atada con una cinta negra. Era el suegro del marqués, el viejo duque de Laverdière, el antiguo favorito del conde de Artón, en tiempos de las partidas de caza en Vaudreuil, en casa del marqués de Conflans, y que había sido, decían, el amante de la reina María Antonieta, entre los señores de Coigny y de Lauzun. Había llevado una vida escandalosa, llena de duelos, de apuestas, de mujeres raptadas, había derrochado su fortuna y asustado a toda su familia. Un criado, detrás de su silla, le nombraba en voz alta, al oído, los platos que él señalaba con el dedo tartamudeando; y sin cesar los ojos de Emma se volvían automáticamente a este hombre de labios colgantes, como a algo extraordinario y augusto. ¡Había vivido en la Corte y se había acostado en lechos de reinas! Sirvieron vino de champaña helado. Emma tembló en toda su piel al sentir aquel frío en su boca. Nunca había visto granadas ni comido piña. El azúcar en polvo incluso le pareció más blanco y más fino que en otros sitios.
Después, las señoras subieron a sus habitaciones a arreglarse para el baile. Emma se acicaló con la conciencia meticulosa de una actriz debutante. Se arregló el pelo, según las recomendaciones del peluquero, y se enfundó en su vestido de barés
[26]
, extendido sobre la cama. A Carlos le apretaba el pantalón en el vientre. Las trabillas me van a molestar para bailar dijo. ¿Bailar? replicó Emma. ¡Sí! ¡Pero has perdido la cabeza!, se burlarían de ti, quédate en tu sitio. Además, es más propio para un médico añadió ella. Carlos se calló. Se paseaba por toda la habitación esperando que Emma terminase de vestirse. La veía por detrás, en el espejo, entre dos candelabros. Sus ojos negros parecían más negros. Sus bandós, suavemente ahuecados hacia las orejas, brillaban con un destello azul; en su moño temblaba una rosa sobre un tallo móvil, con gotas de agua artificiales en la punta de sus hojas. Llevaba un vestido de azafrán pálido, adornado con ramilletes de rosas de pitiminí mezcladas con verde. Carlos fue a besarle en el hombro. ¡Déjame! le dijo ella. Me arrugas el vestido. Se oyó un ritornelo de un violín y los sonidos de una trompa. Ella bajó la escalera, conteniéndose para no correr. Habían empezado las contradanzas.
Llegaba la gente. Se empujaban. Emma se situó cerca de la puerta, en una banqueta. Terminada la contradanza, quedó libre la pista para los grupos de hombres que charlaban de pie y los servidores de librea que traían grandes bandejas. En la fila de las mujeres sentadas, los abanicos pintados se agitaban, los ramilletes de flores medio ocultaban la sonrisa de las caras, y los frascos con tapa de oro giraban en manos entreabiertas cuyos guantes blancos marcaban la forma de las uñas y apretaban la carne en la muñeca. Los adornos de encajes, los broches de diamantes, las pulseras de medallón temblaban en los corpiños, relucían en los pechos, tintineaban en los brazos desnudos. Las cabelleras, bien pegadas en las frentes y recogidas en la nuca, lucían en coronas, en racimos, o en ramilletes de miosotis, jazmín, flores de granado, espigas o acianos.