Y después de esto, ¿qué había? Binet, algunos comerciantes, dos o tres taberneros, el cura y, finalmente, el señor Tuvache, el alcalde, con sus dos hijos, gentes acomodadas, toscas, obtusas, que cultivaban ellos mismos sus tierras, hacían comilonas en familia, devotos por otra parte, y de un trato totalmente insoportable.
Pero sobre el fondo vulgar de todos aquellos rostros humanos, la figura de Emma se destacaba aislada y más lejana sin embargo; pues León presentía entre ella y él como vagos abismos.
Al principio él había ido a visitarla varias veces a su casa acompañado del farmacéutico. Carlos no se había mostrado muy interesado por recibirle; y León no sabía cómo comportarse entre el miedo de ser indiscreto y el deseo de una intimidad que creía casi imposible.
Desde los primeros fríos, Emma dejó su habitación para instalarse en la sala, larga pieza de techo bajo donde había, sobre la chimenea, un frondoso árbol de coral que se extendía contra el espejo. Sentada en su sillón, cerca de la ventana, veía a la gente del pueblo pasar por la acera.
Dos veces al día, León iba de su despacho al «Lion d'Or». Emma, de lejos, le oía venir; se asomaba a escuchar; y el joven se deslizaba detrás de la cortina, vestido siempre de la misma manera, y sin volver la cabeza. Pero, al atardecer, cuando con la barbilla apoyada en su mano izquierda ella había abandonado sobre sus rodillas la labor comenzada, a veces se estremecía ante la aparición de aquella sombra que desaparecía de pronto. Se levantaba y mandaba poner la mesa.
Durante la cena llegaba el señor Homais. Con el gorro griego en la mano, entraba sin hacer ruido para no molestar a nadie y siempre repitiendo la misma frase: «Buenas noches a todos». Después, instalado en su sitio, al lado de la mesa, entre los dos esposos, preguntaba al médico por sus enfermos, y éste le consultaba sobre la probabilidad de cobrar los honorarios. Luego se comentaban las noticias del periódico. Homais, a aquella hora, se lo sabía casi de memoria; y lo contaba íntegro, con las reflexiones del periodista y todas las historias de las catástrofes individuales ocurridas en Francia y en el extranjero. Pero, cuando se agotaba el tema, no tardaba en hacer algunas observaciones sobre los platos que veía. A veces, incluso, levantándose un poco, indicaba delicadamente a la señora el trozo más tierno, o, dirigiéndose a la muchacha, le daba consejos para la preparación de los guisados y la higiene de los condimentos; hablaba de aroma, osmazomo, jugos y gelatina de una forma deslumbrante. Con la cabeza, por otra parte, más llena de recetas que su farmacia lo estaba de tarros, Homais destacaba en la elaboración de gran número de confituras, vinagres y licores dulces, y conocía también todas las invenciones nuevas de calentadores económicos, además del arte de conservar los quesos y de cuidar los vinos enfermos.
A las ocho, Justino venía a buscarle para cerrar la farmacia. Entonces el señor Homais lo miraba con aire socarrón, sobre todo si estaba allí Felicidad, pues se había dado cuenta de que su pupilo le cobraba afición a la casa del médico.
—Mi mancebo —decía Homais— empieza a tener ideas, y creo, que me lleve el diablo si me equivoco, que está enamorado de la criada de la casa.
Pero un defecto más grave, y que le reprochaba, era el de escuchar continuamente las conversaciones. Los domingos, por ejemplo, no había manera de hacerle salir del salón, adonde la señora Homais le había llamado para que se encargara de los niños, que se dormían en los sillones, estirando con la espalda las fundas de calicó demasiado holgadas.
No venía mucha gente a estas veladas del farmacéutico, pues su maledicencia y sus opiniones políticas habían ido apartando de él a diferentes personas respetables. El pasante no faltaba nunca a la reunión.
Tan pronto oía la campanilla, corría al encuentro de Madame Bovary, le tomaba el chal, y ponía aparte, debajo del mostrador de la farmacia, las gruesas zapatillas de orillo que llevaba sobre su calzado cuando había nieve.
Primero jugaban unas partidas de treinta y una; después el señor Homais jugaba al écarté
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con Emma; León, detrás de ella, daba consejos. De pie y con las manos en el respaldo de la silla, miraba los dientes de su peineta clavada en el moño. A cada movimiento que ella hacía para echar las cartas, su vestido se le subía por el lado derecho. De sus cabellos recogidos bajaba por su espalda un color moreno que, palideciendo gradualmente, se perdía poco a poco en la sombra. Luego, el vestido caía a los dos lados del asiento ahuecándose, lleno de pliegues, y llegaba hasta el suelo. Cuando León a veces sentía posarse encima la suela de su bota, se apartaba, como si hubiera pisado a alguien.
Una vez terminada la partida de cartas, el boticario y el médico jugaban al dominó, y Emma, cambiando de sitio, se ponía de codos en la mesa, a hojear L'Yllustration. Había llevado su revista de modas. León se ponía al lado de ella; miraban juntos los grabados sin volver la hoja hasta que los dos terminaban.
Frecuentemente ella le rogaba que le leyese versos; León los declamaba con una voz cansina, que se iba alternando cuidadosamente en los pasajes de amor. Pero el ruido del dominó le contrariaba; el señor Homais estaba fuerte en este juego y le ganaba a Carlos ahorcándole el seis doble.
Después, habiendo llegado ya a los trescientos, los dos se sentaban junto al fuego y no tardaban en quedarse dormidos. El fuego se iba convirtiendo en cenizas; la tetera estaba vacía; León seguía leyendo. Emma le escuchaba haciendo girar maquinalmente la pantalla de la lámpara, cuya gasa tenía pintados unos pierrots en coche y unas funambulistas con sus balancines. León se paraba, señalando con un gesto a su auditorio dormido; entonces se hablaban en voz baja, y la conversación que tenían les parecía más dulce, porque nadie les oía.
Así se estableció entre ellos una especie de asociación, un comercio continuo de libros y de romanzas; el señor Bovary, poco celoso, no extrañaba nada de aquello.
Carlos recibió por su fiesta una hermosa cabeza frenológica, totalmente salpicada de cifras hasta el tórax y pintada de azul. Era una atención del pasante. Tenía muchas otras, hasta hacerle sus recados en Rouen; y como por entonces una novela había puesto de moda la manía de las plantas carnosas, León las compraba para la señora y las llevaba sobre sus rodillas, en «La Golondrina», pinchándose los dedos con sus duras púas.
Ella mandó disponer en su ventana una tablilla con barandilla para colocar tiestos. El pasante tuvo también su jardín colgante; se veían cuidando cada uno sus flores en sus respectivas ventanas.
Entre las ventanas del pueblo había una todavía más frecuentemente ocupada, pues los domingos, desde la mañana a la noche, y todas las tardes, si el tiempo estaba claro, se veía en la claraboya de un desván el flaco perfil del señor Binet inclinado sobre su torno, cuyo zumbido monótono llegaba hasta el «Lion d'Or».
Una noche al volver a casa, León encontró en su habitación un tapete de terciopelo y lana con hojas sobre fondo pálido, llamó a la señora Homais, al señor Homais, a Justino, a los niños, a la cocinera, se lo contó a su patrón; todo el mundo quiso conocer aquel tapete; ¿por qué la mujer del médico se mostraba tan «generosa» con el pasante? Aquello pareció raro, y se pensó definitivamente que ella debía ser «su amiga».
El daba motivos para creerlo, pues hablaba continuamente de sus encantos y de su talento, hasta el punto de que Binet le contestó una vez muy brutalmente:
—¿A mí qué me importa, si no soy de su círculo de amistades?
Él se atormentaba para descubrir cómo declarársele; y siempre vacilando entre el temor de desagradarle y la vergüenza de ser tan pusilánime, lloraba de desánimo y de deseos. Después tomaba decisiones enérgicas; escribía cartas que luego rompía. Se señalaba fechas que iba retrasando. A menudo se ponía en camino, con el propósito de atreverse a todo; pero esta resolución le abandonaba inmediatamente en presencia de Emma. Y cuando Carlos, apareciendo de improviso, le invitaba a subir a su carricoche para que le acompañase a visitar a algún enfermo en los alrededores, aceptaba enseguida, se despedía de la señora y se iba. ¿No era su marido algo de ella?
Emma por su parte nunca se preguntó si lo amaba. El amor, creía ella, debía llegar de pronto, con grandes destellos y fulguraciones, huracán de los cielos que cae sobre la vida, la trastorna, arranca las voluntades como si fueran hojas y arrastra hacia el abismo el corazón entero. No sabía que, en la terraza de las casas, la lluvia hace lagos cuando los canales están obstruidos y hubiese seguido tranquila de no haber descubierto de repente una grieta en la pared.
Fue un domingo de febrero, una tarde de nieve.
Habían salido todos, el matrimonio Bovary, Homais y el señor León, a ver a una media legua de Yonville, en el valle, una hilatura de lino que estaban montando. El boticario había llevado consigo a Napoleón y a Atalía, para obligarles a hacer ejercicio, y Justino les acompañaba, llevando los paraguas al hombro.
Nada, sin embargo, menos curioso que aquella curiosidad. Un gran espacio de terreno vacío, donde se encontraban revueltas, entre montones de arena y de guijarros, algunas ruedas de engranaje ya oxidadas, rodeaba un largo edificio cuadrangular con muchas ventanitas. No estaba terminado de construir y se veía el cielo a través de las vigas de la techumbre. Atado a la vigueta del hastial un ramo de paja con algunas espigas hacía restallar al viento sus cintas tricolores.
Homais hablaba. Explicaba a la «compañía» la importancia futura de este establecimiento, calculaba la resistencia de los pisos, el espesor de las paredes, y sentía no tener un bastón métrico como el que tenía el señor Binet para su use particular.
Emma, que le daba el brazo, se apoyaba un poco sobre su hombro, y miraba el disco del sol que irradiaba a lo lejos, en la bruma, su palidez deslumbrante; pero volvió la cabeza: Carlos estaba allí. Llevaba la gorra hundida hasta las cejas, y sus gruesos labios temblequeaban, lo cual añadía a su cara algo de estúpido; su espalda incluso, su espalda tranquila resultaba irritante a la vista, y Emma veía aparecer sobre la levita toda la simpleza del personaje.
Mientras que ella lo contemplaba, gozando así en su irritación de una especie de voluptuosidad depravada, León se adelantó un paso. El frío que le palidecía parecía depositar sobre su cara una languidez más suave; el cuello de la camisa, un poco flojo, dejaba ver la piel; un pedazo de oreja asomaba entre un mechón de cabellos y sus grandes ojos azules, levantados hacia las nubes, le parecieron a Emma más límpidos y más bellos que esos lagos de las montañas en los que se refleja el cielo.
—¡Desgraciado! —exclamó de pronto el boticario.
Y corrió detrás de su hijo, que acababa de precipitarse en un montón de cal para pintar de blanco sus zapatos. A los reproches con que le abrumaba, Napoleón comenzó a dar gritos, mientras que Justino le limpiaba los zapatos con un puñado de paja. Pero hizo falta una navaja; Carlos le ofreció la suya.
—¡Ah! —se dijo ella—, lleva una navaja en su bolsillo como un campesino.
Caía la escarcha, y se volvieron hacia Yonville.
Aquella noche Madame Bovary no fue a casa de sus vecinos, y, cuando se marchó Carlos y ella se sintió sola, surgió de nuevo el paralelo entre la nitidez de una sensación casi inmediata y esa prolongación de perspectiva que el recuerdo da a los objetos. Mirando desde la cama el fuego claro que ardía, seguía viendo como allá lejos, a León de pie, doblando con una mano su junquillo y llevando de la otra a Atalía, que chupaba tranquilamente un trozo de hielo. Lo encontraba encantador; no podía dejar de pensar en él; recordó actitudes suyas en otros días, frases que le había dicho, el tono de su voz, toda su persona; y se repetía, adelantando sus labios como para besar:
—¡Sí, encantador!, ¡encantador!… ¿No estará enamorado? —se preguntó—. ¿De quién?… ¡Pues de mí!
Aparecieron a la vez todas las pruebas, su corazón le dio un vuelco. La llama de la chimenea hacía temblar en el techo una claridad alegre; ella se volvió de espalda estirando los brazos. Entonces comenzó la eterna lamentación: ¡Oh!, ¡si el cielo lo hubiese querido! ¿Por qué no puede ser? ¿Quién lo impedía, pues?…
Cuando Carlos volvió a casa a medianoche, Emma fingió despertarse, y, como él hizo ruido al desnudarse, ella se quejó de jaqueca; después preguntó con indiferencia cómo había transcurrido la velada.
—El señor León —dijo él— se marchó temprano.
Ella no pudo evitar una sonrisa y se durmió con el alma llena de un encanto nuevo.
Al día siguiente, al caer la tarde, recibió la visita de un tal Lheureux, que tenía una tienda de novedades. Era un hombre hábil este tendero. Gascón de nacimiento, pero normando de adopción, unía su facundia meridional a la cautela de las gentes de Caux. Su cara gorda, blanda y sin barba, parecía teñida por un cocimiento de regaliz claro, y su pelo blanco avivaba aún más el brillo rudo de sus ojillos negros. No se sabía lo que había sido antes: buhonero, decían unos, banquero en Routot, afirmaban otros. Lo cierto es que hacía, mentalmente, unos cálculos complicados, que asustaban al propio Binet. Amable hasta la obsequiosidad, permanecía siempre con la espalda inclinada, en la actitud de alguien que saluda o que invita.
Después de haber dejado en la puerta su sombrero adornado con un crespón, puso sobre la mesa una caja verde, y empezó a quejarse a la señora, con mucha cortesía, de no haber merecido hasta entonces su confianza. Una pobre tienda como la suya no estaba hecha para atraer a una «elegante»; subrayó la palabra. Ella no tenía, sin embargo, más que pedir, y él se encargaría de proporcionarle lo que quisiera, tanto en mercería como en ropa blanca, sombrerería o novedades, pues iba a la ciudad cuatro veces al mes, regularmente. Estaba en relación con las casas más fuertes. Podían dar referencias de él en los «Trois Frères», en «La Barbe d'Or» o en el «Grand Sauvage»; ¡todos estos señores le conocían como a sus propios bolsillos! Hoy venía a enseñar a la señora, de paso, varios artículos de que disponía gracias a una ocasión excepcional, y sacó de la caja media docena de cuellos bordados.
Madame Bovary los examinó.
—No necesito nada —le dijo.
Entonces el señor Lheureux le mostró delicadamente tres echarpes argelinos, varios paquetes de agujas inglesas, un par de zapatillas de paja, y, finalmente, cuatro hueveros de coco, cincelados a mano por presidiarios. Después, con las dos manos sobre la mesa, el cuello estirado, la cintura inclinada, seguía con la boca abierta la mirada de Emma que se paseaba indecisa entre aquellas mercancías. De vez en cuando, como para limpiar el polvo, daba un golpe con la uña a la seda de los echarpes, que desplegados en toda su longitud temblaban con un ruido ligero, haciendo centellear a la luz verdosa del crepúsculo, como pequeñas estrellas, las lentejuelas de oro del tejido.