Madame Bovary (18 page)

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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Emma estaba asomada a la ventana (se asomaba a menudo: la ventana, en provincias, sustituye a los teatros y al paseo) y se entretenía en observar el barullo de los patanes, cuando vio a un señor vestido de levita de terciopelo verde. Llevaba guantes amarillos, aunque iba calzado con fuertes polainas, y se dirigía a la casa del médico, seguido de un campesino que caminaba cabizbajo y pensativo.

—¿Puedo ver al señor? —preguntó a Justino, que hablaba en la puerta con Felicidad.

Y tomándole por el criado de la casa:

—Dígale que es el señor Rodolfo Boulanger de la Huchette.

No era por vanidad de terrateniente por lo que el recién llegado había añadido a su apellido la partícula, sino para darse mejor a conocer. La Huchette, en efecto, era una propiedad cerca de Yonville, cuyo castillo acababa de adquirir, con dos fincas que él mismo cultivaba personalmente, aunque sin esforzarse mucho. Era soltero, y pasaba por tener al menos quince mil libras de renta.

Carlos entró en la sala. El señor Boulanger le presentó a su criado, que quería que lo sangrasen porque sentía hormigas en todo el cuerpo.

—Esto me limpiará —objetaba a todos los razonamientos.

Bovary pidió, pues, que le trajeran una venda y una palangana, y rogó a Justino que la sostuviese. Después, dirigiéndose al aldeano, ya lívido:

—¡No tenga miedo, amigo!

—No, no —respondió el otro—, ¡siga adelante!

Y con un aire fanfarrón, tendió su grueso brazo. Al pinchazo de la lanceta, la sangre brotó y fue a salpicar el espejo.

—¡Acerca el recipiente! —exclamó Carlos.

—¡Recontra! —decía el paisano—, ¡parece una fuentecica que corre! ¡Qué sangre roja tengo!, debe de ser buena señal, ¿verdad?

—A veces —replicó el practicante—, no se siente nada al principio, después viene el desvanecimiento, y más particularmente en las personas bien constituidas, como éste.

El campesino, a estas palabras, soltó el estuche que hacía girar entre sus dedos. Una sacudida de sus hombros hizo estallar el respaldo de la silla. Se le cayó el sombrero.

—Me lo sospechaba —dijo Bovary, aplicando su dedo sobre la vena.

La palangana empezaba a temblar en las manos de Justino; sus rodillas vacilaron, se volvió pálido.

—¡Mi mujer!, ¡mi mujer! —llamó Carlos.

De un salto Emma bajó la escalera.

—¡Vinagre! —gritó él—. ¡Ah! ¡Dios mío, dos a la vez!

Y, con el susto, no acertaba a poner la compresa.

—No es nada —decía muy tranquilamente el señor Boulanger, mientras sostenía a Justino en brazos.

Y lo sentó en la mesa, apoyándole la espalda en la pared.

Madame Bovary empezó a quitarle la corbata. Había un nudo en los cordones de la camisa; tardó algunos minutos en mover sus ligeros dedos en el cuello del joven; después echó vinagre en su pañuelo de batista; le mojaba con él las sienes a golpecitos y soplaba encima, delicadamente.

El carretero se despertó; pero Justino seguía desmayado y sus pupilas desaparecían en su esclerótica pálida, como flores azules en leche.

—Habría que ocultarle esto —dijo Carlos.

Madame Bovary tomó la palangana. En el movimiento que hizo al inclinarse para ponerla bajo la mesa, su vestido (era un vestido de verano de cuatro volantes, de color amarillo, de talle bajo y ancho de falda) se extendió alrededor de ella sobre los baldosas de la sala; y como Emma, agachada, se tambaleaba un poco abriendo los brazos, los bullones de la tela se quebraban de trecho en trecho, según las inflexiones de su corpiño. Después se fue a coger una botella de agua, y estaba disolviendo trozos de azúcar cuando llegó el farmacéutico. La criada había ido a buscarlo durante la algarada; al ver a su alumno con los ojos abiertos, respiró. Después, dando vueltas alrededor de él, lo miraba de arriba abajo:

—¡Tonto! —decía—; ¡pedazo de tonto en cinco letras! ¡Una gran cosa, después de todo una flebotomía!, ¡y un mocetón que no tiene miedo a nada!, una especie de ardilla, tal como lo ve, que sube a sacudir nueces a alturas de vértigo. ¡Ah!, ¡sí, habla, presume! ¡Vaya una disposición para ejercer luego la farmacia; pues puede ocurrir que lo llamen en circunstancias graves, ante los tribunales, para ilustrar la conciencia de los magistrados; y tendrás que conservar la sangre fría, razonar, portarte como un hombre, o bien pasar por un imbécil!

Justino no respondía. El boticario continuaba:

—¿Quién lo mandó venir?, ¡siempre estás importunando al señor y a la señora! Además, los miércoles tu presencia me es indispensable. Hay ahora veinte personas en casa. He dejado todo por el interés que me tomo por ti. ¡Vamos!, ¡vete!, ¡corre!, ¡espérame, y vigila los botes!

Cuando Justino, que estaba vistiéndose, se marchó hablaron un poco de los desvanecimientos. Madame nunca había tenido.

—¡Es extraordinario para una señora! —dijo el señor Boulanger—. Por lo demás, hay gente muy delicada. Así, yo he visto, en un duelo, a un testigo perder el conocimiento, nada más que al ruido de las pistolas que estaban cargando.

—A mí —dijo el boticario— ver la sangre de los demás no me impresiona nada; pero sólo el imaginarme que la mía corre bastaría para causarme desmayos, si pensara demasiado en ello.

Entretanto el señor Boulanger despidió a su criado aconsejándole que se tranquilizase, puesto que su capricho había sido satisfecho.

—Me ha dado ocasión de conocerles a ustedes —añadió.

Y miraba a Emma al pronunciar esta frase.

Después depositó tres francos en la esquina de la mesa, se despidió fríamente y se fue.

Pronto llegó al otro lado del río (era su camino para volver a la Huchette); y Emma lo vio en la pradera, caminando bajo los álamos, moderando la marcha, como alguien que reflexiona.

—¡Es muy guapa! —se decía—; es muy guapa esa mujer del médico. ¡Hermosos dientes, ojos negros, lindo pie, y el porte de una parisina! ¿De dónde diablos habrá salido? ¿Dónde la habrá encontrado ese patán?

El señor Rodolfo Boulanger tenía treinta y cuatro años; era de temperamento impetuoso y de inteligencia perspicaz; habiendo tratado mucho a las mujeres, conocía bien el paño. Aquélla le había parecido bonita; por eso pensaba en ella y en su marido.

—Me parece muy tonto. Ella está cansada de él sin duda. Lleva unas uñas muy sucias y una barba de tres días. Mientras él va a visitar a sus enfermos, ella se queda zurciendo calcetines. Y se aburre, ¡quisiera vivir en la ciudad, bailar la polka todas las noches! ¡Pobre mujercita! Sueña con el amor, como una carpa con el agua en una mesa de cocina. Con tres palabritas galantes, se conquistaría, estoy seguro, ¡sería tierna, encantadora!… Sí, pero ¿cómo deshacerse de ella después?

Entonces las contrapartidas del placer, entrevistas en perspectiva, le hicieron, por contraste, pensar en su amante. Era una actriz de Rouen a la que él sostenía; y cuando se detuvo en esta imagen, de la que hasta en el recuerdo estaba hastiado, pensó:

—¡Ah!, Madame Bovary es mucho más bonita que ella, más fresca sobre todo. Virginia, decididamente, empieza a engordar demasiado. Se pone tan pesada con sus diversiones. Y, además, ¡qué manía con los camarones!

El campo estaba desierto, y Rodolfo no oía a su alrededor más que el leve temblor de las hierbas que rozaban su calzado junto con el canto de los grillos agazapados bajo las avenas; volvía a ver a Emma en la sala, vestida como la había visto, y la desnudaba.

—¡Oh! —exclamó, aplastando de un bastonazo un terrón que había delante de él.

Y enseguida examinó la parte política de la empresa. Se preguntaba:

—¿Dónde encontrarse? ¿Por qué medio? Tendremos continuamente al crío sobre los hombros, y a la criada, los vecinos, el marido, toda clase de estorbos considerables. ¡Ah, bah! —dijo —, ¡se pierde demasiado tiempo!

Después volvió a empezar:

—¡Es que tiene unos ojos que penetran en el corazón como barrenas! ¡Y ese cutis pálido!… ¡Yo, que adoro las mujeres pálidas!.

En lo alto de la cuesta de Argueil, su resolución estaba tomada.

—No hay más que buscar las ocasiones. Bueno, pasaré por allí alguna vez, les mandaré caza, aves; me haré sangrar si es preciso; nos haremos amigos, los invitaré a mi casa… ¡Ah!

Capítulo VIII

Por fin llegaron los famosos comicios
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. Desde la mañana de la solemnidad, todos los habitantes, en sus puertas, hablaban de preparativos; habían adornado con guirnaldas de hiedra el frontón del ayuntamiento; en un prado habían levantado una tienda para el banquete, y, en medio de la plaza, delante de la iglesia, una especie de trompeta debía señalar la llegada del señor prefecto y el nombre de los agricultores galardonados. La guardia nacional de Buchy (en Yonville no existía) había venido a unirse al cuerpo de bomberos, del que Binet era el capitán. Aquel día llevaba un cuello todavía más alto que de costumbre; y, ceñido en su uniforme, tenía el busto tan estirado a inmóvil, que toda la parte vital de su persona parecía haber bajado a sus dos piernas, que se levantaban cadenciosamente, a pasos marcados, con un solo movimiento. Como había una especie de rivalidad entre el recaudador y el coronel, el uno y el otro, para mostrar sus talentos, hacían maniobrar a sus hombres por separado. Se veían alternativamente pasar y volver a pasar las hombreras rojas y las pecheras negras.

Aquello aún no terminaba y ya volvía a empezar. Nunca había habido semejante despliegue de pomposidad. Desde la víspera varios vecinos habían limpiado sus casas; banderas tricolores colgaban de las ventanas entreabiertas; todas las tabernas estaban llenas; y, como hacía buen tiempo, los gorros almidonados, las cruces doradas y las pañoletas de colores refulgían más que la nieve, relucían al sol claro, y realzaban con su abigarramiento disperso la oscura monotonía de las levitas y de las blusas azules. Las campesinas de los alrededores retiraban al bajar del caballo el gran alfiler que sujetaba su vestido alrededor del cuerpo, remangado por miedo a mancharlo; y los maridos, al contrario, a fin de no estropear sus sombreros, los cubrían por encima con pañuelos de bolsillo, cuyas puntas sostenían entre los dientes.

De los dos extremos del pueblo llegaba la muchedumbre a la calle principal, lo mismo que de las callejuelas, de las avenidas y de las casas, y se oía de vez en cuando abatirse el martillo de las puertas, detrás de las burguesas con guantes de hilo, que salían a ver la fiesta. Lo que se admiraba sobre todo eran dos largos tejos cubiertos de farolillos, que flanqueaban un estrado donde iban a situarse las autoridades; y había, además, junto a las cuatro columnas del ayuntamiento, cuatro especies de postes, cada uno de los cuales sostenía un pequeño estandarte de tela verdosa, con inscripciones en letras doradas. En uno se leía: «Al comercio»; en otro: «A la agricultura»; en el tercero: «A la Industria»; y en el cuarto: «A las Bellas Artes».

Pero el regocijo que se manifestaba en todas las caras parecía entristecer a la señora Lefrançois, la hotelera. De pie sobre los escalones de su cocina, murmuraba para sus adentros:

—¡Qué estupidez!, ¡qué estupidez con esa barraca! Se creen que el prefecto estará muy a gusto cenando allí, bajo una tienda, como un saltimbanqui. Y a esos hacinamientos llaman procurar el bien del país, ¡para eso no valía la pena ir a buscar un cocinero a Neufchâtel! ¿Y para quién? ¿Para unos vaqueros y unos descamisados?…

Pasó el boticario. Llevaba un traje negro, un pantalón de nankin
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, zapatos de castor, y, caso extraordinario, un sombrero de copa baja.

—¡Servidor! —dijo, dispénseme, llevo prisa.

Y como la gorda viuda le preguntara adónde iba:

—Le parece raro, ¿verdad?, y yo que permanezco más encerrado en mi laboratorio que el ratón de campo en su queso.

—¿Qué queso? —dijo la mesonera.

—No, ¡nada!, ¡no es nada! —replicó Homais—. Sólo quería decirle, señora Lefrançois, que habitualmente permanezco totalmente recluido en mi casa. Hoy, sin embargo, en vista de la circunstancia, no tengo más remedio que…

—¡Ah!, ¿va usted allá? —le dijo ella con aire de desdén.

—Sí, voy allá —replicó el boticario asombrado—; ¿acaso no formo parte de la comisión consultiva?

La señora Lefrançois le miró fijamente algunos minutos, y acabó por contestar sonriente:

—¡Eso es otra cosa! ¿Pero qué le importa a usted la agricultura?, ¿entiende usted de eso?

—Ciertamente, entiendo de eso, puesto que soy farmacéutico, es decir, químico, y como la química, señora Lefrançois, tiene por objeto el conocimiento de la acción recíproca y molecular de todos los cuerpos de la naturaleza, se deduce de aquí que la agricultura se encuentra comprendida en su campo. Y, en efecto, composición de los abonos, fermentación de los líquidos, análisis de los gases a influencia de los mismos, ¿qué es todo eso, dígame, sino química pura y simple?

La mesonera no contestó nada. Homais continuó:

—¿Cree usted que para ser agrónomo es necesario haber cultivado la tierra por sí mismo o engordado aves? Lo que hay que conocer, más bien, es la constitución de las sustancias de que se trata, los yacimientos geológicos, las acciones atmosféricas, la calidad de los terrenos, de los minerales, de las aguas, la densidad de los diferentes cuerpos y su capilaridad, ¿qué sé yo? Y hay que conocer a fondo los principios de la higiene, para dirigir, criticar la construcción de las obras, el régimen de los animales, la alimentación de los criados, ¡es necesario, señora Lefrancois, dominar la botánica, poder distinguir las plantas!, ¿me entiende?, cuáles son las saludables y las deletéreas, cuáles las improductivas y cuáles las nutritivas, si es bueno arrancar aquí y volver a plantar allá, proteger unas y destruir otras; en resumen, hay que estar al corriente de la ciencia por folletos y publicaciones, estar siempre atentos para indicar las mejoras.

La mesonera no apartaba la vista de la puerta del «Café Français», y el farmacéutico continuó:

—¡Ojalá nuestros agricultores fuesen químicos, o al menos hiciesen más caso de los consejos de la ciencia! Por ejemplo, he escrito recientemente un importante opúsculo, una memoria de más de setenta y dos páginas, titulado: De la sidra, su fabricación, y sus efectos; seguido de algunas reflexiones nuevas sobre el tema, que he enviado a la Sociedad Agronómica de Rouen, lo que me ha valido el honor de ser recibido entre sus miembros, sección de agricultura, clase de pomología; pues bien, si mi trabajo hubiese sido publicado…

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