Madame Bovary (21 page)

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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

«Aprovechamiento de piensos de semillas oleaginosas», continuó el presidente.

Y se daba prisa.

«Abono flamenco, cultivo del lino, drenaje, arrendamiento a largo plazo, servicios de criados».

Rodolfo no hablaba. Se miraban. Un deseo supremo hacía temblar sus labios secos; y blandamente, sin esfuerzo, sus dedos se entrelazaron.

«¡Catalina-Nicasia-Isabel Leroux, de Sassetot-la-Guerrière, por cincuenta y cuatro años de servicio en la misma granja, medalla de plata-premio de veinticinco francos!».

—¿Dónde está, Catalina Leroux? —repitió el consejero.

No se presentaba, y se oían voces que murmuraban.

—Vete allí.

—No.

—¡A la izquierda!

—¡No tengas miedo!

—¡Ah!, ¡qué tonta es!

—¿Por fin está? —gritó Tuvache.

—¡Sí… ahí va!

—¡Que se acerque, pues!

Entonces vieron adelantarse al estrado a una mujer viejecita, de aspecto tímido, y que parecía encogerse en sus pobres vestidos. Iba calzada con unos grandes zuecos de madera, y llevaba ceñido a las caderas un gran delantal azul. Su cara delgada, rodeada de una toca sin ribete, estaba más llena de arrugas que una manzana reineta pasada, y de las mangas de su blusa roja salían dos largas manos de articulaciones nudosas. El polvo de los graneros, la potasa de las coladas y la grasa de las lanas las habían puesto tan costrosas, tan rozadas y endurecidas que parecían sucias aunque estuviesen lavadas con agua clara; y, a fuerza de haber servido, seguían entreabiertas como para ofrecer por sí mismas el humilde homenaje de tantos sufrimientos pasados. Una especie de rigidez monacal realzaba la expresión de su cara. Ni el menor gesto de tristeza o de ternura suavizaba aquella mirada pálida. En el trato con los animales, había tomado su mutismo y su placidez. Era la primera vez que se veía en medio de tanta gente; y asustada interiormente por las banderas, por los tambores, por los señores de traje negro y por la cruz de honor del consejero, permanecía completamente inmóvil, sin saber si adelantarse o escapar, ni por qué el público la empujaba y por qué los miembros del jurado le sonreían. Así se mantenía, delante de aquellos burgueses eufóricos, aquel medio siglo de servidumbre.

—¡Acérquese, venerable Catalina-Nicasia-Isabel Leroux! —dijo el señor consejero, que había tomado de las manos del presidente la lista de los galardonados.

Y mirando alternativamente el papel y a la vieja señora, repetía con tono paternal:

—¡Acérquese, acérquese!

—¿Es usted sorda? —dijo Tuvache, saltando en su sillón.

Y empezó a gritarle al oído:

—¡Cincuenta y cuatro años de servicio! ¡Una medalla de plata! ¡Veinticinco francos! Es para usted.

Después, cuando tuvo su medalla, la contempló. Entonces una sonrisa de felicidad se extendió por su cara, y se le oyó mascullar al marcharse:

—Se la daré al cura del pueblo para que me diga misas.

—¡Qué fanatismo! —exclamó el farmacéutico, inclinándose hacia el notario.

La sesión había terminado; la gente se dispersó; y ahora que se habían leído los discursos, cada cual volvía a su puesto y todo volvía a la rutina; los amos maltrataban a los criados, y éstos golpeaban a los animales, triunfadores indolentes que se volvían al establo, con una corona verde entre los cuernos.

Entretanto, los guardias nacionales habían subido al primer piso del ayuntamiento, con bollos ensartados en sus bayonetas, y el tambor del batallón con una cesta de botellas. Madame Bovary cogió del brazo a Rodolfo; él la acompañó a su casa; se separaron ante la puerta; después Rodolfo se paseó solo por la pradera, esperando la hora del banquete.

El festín fue largo, ruidoso, mal servido; estaban tan amontonados que apenas podían mover los codos, y las estrechas tablas que servían de bancos estuvieron a punto de romper bajo el peso de los comensales. Comían con abundancia. Cada cual se tomaba por lo largo su ración. El sudor corría por todas las frentes; y un vapor blanco, como la neblina de un río en una mañana de otoño, flotaba por encima de la mesa, entre los quinqués colgados. Rodolfo, con la espalda apoyada en el calicó de la tienda, pensaba tanto en Emma que no oía nada. Detrás de él, sobre el césped, unos criados apilaban platos sucios; los vecinos le hablaban; él no les contestaba; le llenaban su vaso, y en su pensamiento se hacía un silencio, a pesar de que el rumor aumentaba. Pensaba en lo que ella había dicho y en la forma de sus labios; su cara, como en un espejo mágico, brillaba sobre la placa de los chacós; los pliegues de su vestido bajaban a lo largo de las paredes, en las perspectivas del porvenir se sucedían hasta el infinito jornadas de amor.

Volvió a verla de noche, durante los fuegos artificiales; pero estaba con su marido, la señora Homais y el farmacéutico, el cual se preocupaba mucho por el peligro de los cohetes perdidos; y a cada momento dejaba a sus acompañantes para ir a hacer recomendaciones a Binet.

Las piezas pirotécnicas enviadas a la dirección del señor Tuvache habían sido encerradas en su bodega por exceso de precaución; por eso la pólvora húmeda apenas se inflamaba, y el número principal, que debía figurar un dragón mordiéndose la cola, falló completamente. De vez en cuando salía una pobre candela romana; entonces la muchedumbre con la boca abierta, lanzaba un clamor en el que se mezclaba el grito de las mujeres, a las que hacían cosquillas en la cintura aprovechando la oscuridad. Emma, silenciosa, se inclinaba suavemente sobre el hombro de Carlos; luego, levantando la cara, seguía en el cielo oscuro la estela luminosa de los cohetes. Rodolfo la contemplaba a la luz de los faroles encendidos.

Poco a poco se fueron apagando. Las estrellas se encendieron. Empezaron a caer unas gotas de lluvia. Ella ató la pañoleta sobre su cabeza descubierta.

En aquel momento el coche del consejero salió del mesón. Su cochero, que estaba borracho, se adormeció de pronto; y de lejos se veía por encima de la capota, entre las dos linternas, la masa de su cuerpo que se balanceaba de derecha a izquierda según los vaivenes del coche.

—¡En verdad —dijo el boticario—, deberíamos ser severos contra la embriaguez! Yo quisiera que se anotasen semanalmente en la puerta del ayuntamiento, en una pizarra ad hoc, los nombres de todos aquellos que durante la semana se hubieran intoxicado de alcohol. Además, para las estadísticas, tendríamos allí como unos anales patentes a los que se acudiría si fuera preciso… Pero perdonen.

Y corrió de nuevo hacia el capitán.

Éste regresaba a su casa. Iba a revisar su torno.

—Quizás no sería malo —le dijo Homais— que enviase a uno de sus hombres o que fuese usted mismo…

—¡Déjeme ya tranquilo! —contestó el recaudador—, ¡si no pasa nada!

—Tranquilícense —dijo el boticario, cuando volvió junto a sus amigos.

El señor Binet me ha asegurado que se habían tomado las medidas. No caerá ninguna pavesa. Las bombas están llenas. Vámonos a dormir.

—En verdad, me hace falta —dijo la señora Homais, que bostezaba notablemente—; pero no importa, hemos tenido un buen día para nuestra fiesta.

Rodolfo repitió en voz baja y con mirada tierna:

—¡Oh, sí, muy bueno!

Y después de despedirse, se dieron la espalda.

Dos días después, en Le Fanal de Rouen salió un gran artículo sobre los comicios. Homais lo había compuesto, inspirado, al día siguiente:

«¿Por qué esos arcos, esas flores, esas guirnaldas? Adónde corría aquel gentío, como las olas de un mar embravecido, bajo los torrentes de un sol tropical que extendía su calor sobre nuestros barbechos».

Después hablaba de la condición de los campesinos. Ciertamente, el gobierno hacía mucho, pero no bastante. «¡Ánimo!, le decía; son indispensables mil reformas, llevémoslas a cabo». Después, hablando de la llegada del consejero, no olvidaba «el aire marcial de nuestra milicia», ni «nuestras más vivarachas aldeanas», ni «los ancianos calvos, especie de patriarcas que estaban allí, y algunos de los cuales, restos de nuestras inmortales fuerzas, sentían todavía latir sus corazones al varonil redoble del tambor». Él se nombraba de los primeros entre los miembros del jurado, a incluso recordaba en una nota que el señor Homais, farmacéutico, había enviado una memoria sobre la sidra a la Sociedad de Agricultores. Cuando llegaba a la distribución de las recompensas, describía en tono ditirámbico la alegría de los galardonados:

«El padre abrazaba a su hijo, el hermano al hermano, el esposo a la esposa. Más de uno mostraba con orgullo su humilde medalla y, sin duda, ya en su casa junto a una buena esposa, la habrá colgado, llorando, de la modesta pared de su choza.

»Hacia las seis, en el prado del señor Liégeard, se reunieron en un banquete los principales asistentes a la fiesta. En él no dejó de reinar la mayor cordialidad. Se hicieron diversos brindis: el señor Lieuvain, ¡al monarca!; el señor Tuvache, ¡al prefecto!; el señor Derozerays, ¡a la agricultura!; el señor Homais, ¡a la industria y a las Bellas artes, esas dos hermanas!; el señor Leplichey, ¡a las mejoras! Por la noche, un brillante fuego de artificio iluminó de pronto los aires. Se diría un verdadero calidoscopio, un verdadero decorado de ópera, y por un momento nuestra pequeña localidad pudo sentirse transportada en medio de un sueño de las Mil y una noches.

»Hagamos constar que ningún incidente enojoso vino a alterar aquella reunión de familia».

Y añadía:

«Sólo se notó la ausencia del clero. Sin duda la sacristía entiende el progreso de otra manera. ¡Allá ustedes, señores de Loyola!
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.

Capítulo IX

Pasaron seis semanas. Rodolfo no volvió. Por fin, una tarde apareció. Se había dicho, al día siguiente de los comicios:

«No volvamos tan pronto, sería un error».

Y al final de la semana se fue de caza. Después de la cacería, pensó que era demasiado tarde, luego se hizo este razonamiento:

«Pero si desde el primer día me ha amado, por la impaciencia de volver a verme, tiene que quererme más. Sigamos, pues».

Y comprendió que había calculado bien cuando, al entrar en la sala, vio que Emma palidecía.

Estaba sola. Anochecía. Los visillos de muselina, a lo largo de los cristales, oscurecían la luz del crepúsculo, y el dorado del barómetro, sobre el que daba un rayo de sol, proyectaba luces en el espejo, entre los festones del polípero.

Rodolfo permaneció de pie, y Emma apenas contestó a sus primeras frases de cortesía.

—Yo —dijo— he tenido ocupaciones. He estado enfermo.

—¿Grave? —exclamó ella.

—¡Bueno —dijo Rodolfo sentándose a su lado sobre un taburete—, no!… Es que no he querido volver.

—¿Por qué?

—¿No adivina usted?

La volvió a mirar, pero de un modo tan violento que ella bajó la cabeza sonrojándose. Rodolfo continuó.

—¡Emma!

—¡Señor! —dijo ella, separándose un poco.

—¡Ah!, ya ve usted —replicó él con voz melancólica— que yo tenía razón de no querer volver; pues este nombre este nombre que llena mi alma y que se me ha escapado, usted me lo prohíbe, ¡Madame Bovary!…¡Eh!, ¡todo el mundo la llama así!… Ese no es su nombre, además; ¡es el nombre de otro!

Y repitió:

—¡De otro!

Y se ocultó la cara entre las manos.

—¡Sí, pienso en usted continuamente!… Su recuerdo me desespera ¡Ah!, ¡perdón!… La dejo… ¡Adiós!… ¡Me iré lejos, tan lejos que usted ya no volverá a oír hablar de mí! Y sin embargo…, hoy…, ¡no sé qué fuerza me ha empujado de nuevo hacia usted! ¡Pues no se lucha contra el cielo, no se resiste a la sonrisa de los ángeles!, ¡uno se deja arrastrar por lo que es bello, encantador, adorable!

Era la primera vez que Emma oía decir estas cosas; y su orgullo, como alguien que se solaza en un baño caliente, se satisfacía suavemente y por completo al calor de aquel lenguaje.

—Pero si no he venido —continuó—, si no he podido verla, ¡ah!, por lo menos he contemplado detenidamente lo que le rodea. De noche, todas las noches, me levantaba, llegaba hasta aquí, miraba su casa, el tejado que brillaba bajo la luna, los árboles del jardín que se columpiaban en su ventana, y una lamparita, un resplandor, que brillaba a través de los cristales, en la sombra. ¡Ah!, usted no podía imaginarse que allí estaba, tan cerca y tan lejos, un pobre infeliz…

Emma, sollozando, se volvió hacia él.

—¡Oh!, ¡qué bueno es usted! —dijo ella.

—¡No, la quiero, eso es todo!, ¡usted no lo duda! Dígamelo; ¡una palabra!; ¡una sola palabra!

Y Rodolfo, insensiblemente, se dejó resbalar del taburete al suelo; pero se oyó un ruido de zuecos en la cocina, y él se dio cuenta de que la puerta de la sala no estaba cerrada.

—Qué caritativa sería —prosiguió levantándose— satisfaciendo un capricho mío.

Quería que le enseñase su casa; deseaba conocerla, y como Madame Bovary no vio ningún inconveniente, se estaban levantando los dos cuando entró Carlos.

—Buenas tardes, doctor —le dijo Rodolfo.

El médico, halagado por ese título inesperado, se deshizo en obsequiosidades, y el otro aprovechó para reponerse un poco.

—La señora me hablaba —dijo él entonces— de su salud…

Carlos le interrumpió, tenía mil preocupaciones, en efecto; las opresiones que sufría su mujer volvían a presentarse. Entonces Rodolfo preguntó si no le sería bueno montar a caballo.

—¡Desde luego!, ¡excelente, perfecto!… ¡Es una gran idea! Debería ponerla en práctica.

Y como ella objetaba que no tenía caballo, el señor Rodolfo le ofreció uno; ella rehusó su ofrecimiento; él no insistió; después, para justificar su visita, contó que su carretero, el hombre de la sangría, seguía teniendo mareos.

—Pasaré por allí dijo Bovary.

—No, no, se lo mandaré; vendremos aquí, será más cómodo para usted.

—¡Ah! Muy bien, se lo agradezco.

Y cuando se quedaron solos:

—¿Por qué no aceptas las propuestas del señor Boulanger, que son tan amables?

Ella puso mala cara, buscó mil excusas, y acabó diciendo que «aquello parecería un poco raro».

—¡Ah!, ¡a mí me trae sin cuidado! —dijo Carlos, haciendo una pirueta—. ¡La salud ante todo! ¡Haces mal!

—¿Y cómo quieres que monte a caballo si no tengo traje de amazona?

—¡Hay que encargarte uno! —contestó él.

Lo del traje la decidió.

Cuando tuvo el traje, Carlos escribió al señor Boulanger diciéndole que su mujer estaba dispuesta, y que contaban con su complacencia.

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