Pero el boticario se paró, tan preocupada parecía la señora Lefrançois.
—¡Ahí los tiene! —decía ella—, ¡no se comprende!, ¡una tarea semejante!
Y con unos movimientos de hombros que estiraban sobre su pecho las mallas de su chaqueta de punto, señalaba con las dos manos la taberna de su rival, de donde salían en aquel momento canciones.
—Por lo demás, no va a durar mucho —añadió ella—; antes de ocho días, todo habrá terminado.
Homais se echó atrás estupefacto. Ella bajó sus tres escalones, y hablándole al oído:
—¡Cómo!, ¿no sabe usted? Le van a embargar esta semana. Es Lheureux quien lo pone en venta. Le ha acribillado de pagarés.
—¡Qué espantosa catástrofe! —exclamó el boticario, que siempre tenía palabras adecuadas para todas las circunstancias imaginables.
La mesonera se puso, pues, a contarle esta historia que había sabido por Teodoro, el criado del señor Guillaumin, y, aunque detestaba a Tellier, censuraba a Lheureux. Era un embaucador, un rastrero.
—¡Ah, fíjese! —dijo ella—, allí está en el mercado; saluda a Madame Bovary, que lleva un sombrero verde. Y va del brazo del señor Boulanger.
—¡Madame Bovary! —dijo Homais—. Voy enseguida a ofrecerle mis respetos. Quizás le gustará tener un sitio en el recinto, bajo el peristilo.
Y sin escuchar a la señora Lefranrçois, que le llamaba de nuevo para contarle más cosas, el farmacéutico se alejó con paso rápido, la sonrisa en los labios y aire decidido, repartiendo a derecha a izquierda muchos saludos y ocupando mucho espacio con los grandes faldones de su frac negro, que flotaban al viento detrás de él.
Rodolfo, que lo había visto de lejos, aceleró el paso; pero Madame Bovary se quedó sin aliento; él entonces acortó la marcha, y le dijo sonriendo en un tono brutal:
—Es para no tropezar con el gordo ése. Ya comprende, el boticario.
Ella le dio un codazo.
«¿Qué significa esto?», se preguntó él.
Y la contempló con el rabillo del ojo, sin dejar de caminar.
La expresión serena de su rostro no dejaba adivinar nada. Se destacaba en plena luz, en el óvalo de su capote, que tenía unas cintas pálidas semejantes a hojas de caña. Sus ojos de largas pestañas curvas miraban hacia delante, y, aunque bien abiertos, parecían un poco estirados hacia los pómulos, a causa de la sangre que latía suavemente bajo su fina piel. Un color rosa atravesaba el tabique de su nariz. Inclinaba la cabeza sobre el hombro y se veía entre sus labios la punta nacarada de sus dientes blancos.
«¿Se burla de mí?», pensaba Rodolfo.
Aquel gesto de Emma, sin embargo, no haba sido más que una advertencia; pues el señor Lheureux les acompañaba y les hablaba de vez en cuando, como para entrar en conversación:
—¡Hace un día espléndido!, ¡todo el mundo está en la calle!, sopla Levante.
Y Madame Bovary, igual que Rodolfo, apenas le respondía, mientras que al menor movimiento que hacían, él se acercaba diciendo: «¿Qué decía usted?», y llevaba la mano a su sombrero.
Cuando llegaron a casa del herrador, en vez de seguir la carretera hasta la barrera, Rodolfo, bruscamente, tomó un sendero, llevándose a Madame; y exclamó:
—¡Buenas tardes, señor Lheureux! ¡Hasta la vista!
—¡Qué manera de despedirle! —dijo ella riendo.
—Por qué —repuso él— dejarse manejar por los demás, y ya que hoy tengo la suerte de estar con usted…
Emma se sonrojó. Rodolfo no terminó la frase. Entonces habló del buen tiempo y del placer de caminar sobre la hierba. Algunas margaritas habían retoñado.
—¡Qué hermosas margaritas —dijo él— para proporcionar muchos oráculos a todas las enamoradas del país!
Y añadió:
—¿Si yo cogiera algunas? ¿Qué piensa usted?
—¿Está usted enamorado? —dijo ella tosiendo un poco.
—¡Eh!, ¡eh!, ¿quién sabe? —contestó Rodolfo.
El prado empezaba a llenarse, y las amas de casa tropezaban con sus grandes paraguas, sus cestos y sus chiquillos. A menudo había que apartarse delante de una larga fila de campesinas, criadas, con medias azules, zapatos bajos, sortijas de plata, y que olían a leche cuando se pasaba al lado de ellas. Caminaban cogidas de la mano, y se extendían a todo lo largo de la pradera, desde la línea de los álamos temblones hasta la tienda del banquete. Pero era el momento del concurso, y los agricultores, unos detrás de otros, entraban en una especie de hipódromo formado por una larga cuerda sostenida por unos palos.
Allí estaban los animales, con la cabeza vuelta hacia la cuerda, y alineando confusamente sus grupas desiguales. Había cerdos adormilados que hundían en la tierra sus hocicos; terneros que mugían; ovejas que balaban; las vacas, con una pata doblada, descansaban su panza sobre la hierba, y rumiando lentamente abrían y cerraban sus pesados párpados a causa de las moscas que zumbaban a su alrededor. Unos carreteros remangados sostenían por el ronzal caballos sementales encabritados que relinchaban con todas sus fuerzas hacia donde estaban las yeguas. Éstas permanecían sosegadas, alargando la cabeza y con las crines colgando, mientras que sus potros descansaban a su sombra o iban a mamar; y de vez en cuando, y sobre la larga ondulación de todos estos cuerpos amontonados, se veía alzarse el viento, como una ola, alguna crin blanca, o sobresalir unos cuernos puntiagudos, y cabezas de hombres que corrían. En lugar aparte, fuera del vallado, cien pasos más lejos, había un gran toro negro con bozal que llevaba un anillo de hierro en el morro, tan inmóvil como un animal de bronce. Un niño andrajoso lo sostenía por una cuerda. Entretanto, entre las dos hileras, unos señores se acercaban con paso grave examinando cada animal y después se consultaban en voz baja. Uno de ellos, que parecía más importante, tomaba, al paso, notas en un cuaderno. Era el presidente del jurado: el señor Derozerays de la Panville. Tan pronto como reconoció a Rodolfo se adelantó rápidamente y le dijo sonriendo con un aire amable:
—¿Cómo, señor Boulanger, nos abandona usted?
Rodolfo aseguró que volvería. Pero cuando el presidente desapareció dijo:
—Por supuesto que no iré; voy mejor acompañado con usted que con él.
Y sin dejar de burlarse de la feria, Rodolfo, para circular más a gusto, mostraba su tarjeta azul al gendarme, y hasta se paraba a veces ante algún hermoso ejemplar que Madame Bovary apenas apreciaba. El se dio cuenta de esto, y entonces se puso a hacer bromas sobre las señoras de Yonville, a propósito de su indumentaria; después se disculpó a sí mismo por el descuido de la suya, la cual tenía esa incoherencia de cosas comunes y rebuscadas, en las que el vulgo habitualmente cree entrever la revelación de una existencia excéntrica, los desórdenes del sentimiento, las tiranías del arte, y siempre un cierto desprecio de las convenciones sociales, lo cual le seduce o le desespera. Por ejemplo, su camisa de batista con puños plisados se ahuecaba al soplo del viento, en el escote de su chaleco, que era de dril gris, y su pantalón de anchas rayas dejaba al descubierto en los tobillos sus botines de nankín, con palas de charol. Estaba tan reluciente que la hierba se reflejaba en él. Pisaba las deyecciones de caballo una mano en el bolsillo de su levita y su sombrero de paja ladeado.
—Además —añadió—, cuando se vive en el campo…
—Es perder el tiempo —dijo Emma.
—¡Es verdad! —replicó Rodolfo—. Pensar que nadie entre esas buenas gentes es capaz de apreciar siquiera el corte de una levita.
Entonces hablaron de la mediocridad provinciana, de las vidas que se ahogaban, de las ilusiones que se perdían en ella.
—Por eso —decía Rodolfo— yo me sumo en una tristeza…
—¡Usted! —dijo ella con asombro—. ¡Pero si yo le creía muy alegre!
—¡Ah!, sí, en apariencia. Porque en medio del mundo sé poner sobre mi cara una máscara burlona; y sin embargo, cuántas veces a la vista de un cementerio, de un claro de luna, me he preguntado si no haría mejor yendo a reunirme con aquellos que están durmiendo…
—¡Oh! ¿Y sus amigos? —dijo ella—. Usted no piensa en eso.
—¿Mis amigos? ¿Cuáles? ¿Acaso tengo yo amigos? ¿Quién se preocupa de mí?
Y acompañó estas últimas palabras con una especie de silbido entre sus labios.
Pero tuvieron que separarse uno del otro a causa de una pila de sillas que un hombre llevaba detrás de ellos. Iba tan cargado que sólo se le veía la punta de los zapatos y el extremo de sus dos brazos abiertos. Era Lestiboudis, el enterrador, que transportaba entre la muchedumbre las sillas de la iglesia.
Con gran imaginación para todo lo relativo a sus intereses había descubierto aquel medio de sacar partido de los «comicios»; y su idea estaba dando resultado, pues no sabía ya a quién escuchar. En efecto, los aldeanos, que tenían calor, se disputaban aquellas sillas cuya paja olía a incienso, y se apoyaban contra sus gruesos respaldos, sucios de la cera de las velas, con una cierta veneración.
Madame Bovary volvió a tomar el brazo de Rodolfo; él continuó como hablándose a sí mismo:
—¡Sí!, ¡tantas cosas me han faltado!, ¡siempre solo! ¡Ah!, si hubiese tenido una meta en la vida, si hubiese encontrado un afecto, si hubiese hallado a alguien… ¡Oh!, ¡cómo habría empleado toda la energía de que soy capaz, lo habría superado todo, roto todos los obstáculos!
—Me parece, sin embargo —dijo Emma—, que no tiene de qué quejarse.
—¡Ah!, ¿cree usted? —dijo Rodolfo.
—Pues al fin y al cabo —replicó ella—, es usted libre.
Emma vaciló:
—Rico.
—No se burle de mí —contestó él.
Y ella le estaba jurando que no se burlaba, cuando sonó un cañonazo; inmediatamente la gente echó a correr en tropel hacia el pueblo. Era una falsa alarma. El señor no acababa de llegar y los miembros del jurado se encontraban muy apurados sin saber si había que comenzar la sesión o bien seguir esperando.
Por fin, al fondo de la plaza, apareció un gran landó de alquiler, tirado por dos caballos flacos, a los que daba latigazos con todas sus fuerzas un cochero con sombrero blanco. Binet sólo tuvo tiempo para gritar: «A formar», y el coronel lo imitó. Corrieron hacia los pabellones. Se precipitaron. Algunos incluso olvidaron el cuello. Pero el séquito del prefecto pareció darse cuenta de aquel apuro, y los dos rocines emparejados, contoneándose sobre la cadeneta del bocado, llegaron a trote corto ante el peristilo del ayuntamiento justo en el momento en que la guardia nacional y los bomberos se desplegaban al redoble del tambor, y marcando el paso.
—¡Paso! —gritó Binet.
—¡Alto! —gritó el coronel—, ¡alineación izquierda!
Y después de un «presenten armas» en que se oyó el ruido de las abrazaderas, semejante al de un caldero de cobre que rueda por las escaleras, todos los fusiles volvieron a su posición.
Entonces se vio bajar de la carroza a un señor vestido de chaqué con bordado de plata, calvo por delante, con tupé en el occipucio, de tez pálida y aspecto bonachón. Sus dos ojos, muy abultados y cubiertos de gruesos párpados, se entornaban para contemplar la multitud, al mismo tiempo que levantaba su nariz puntiaguda y hacía sonreír su boca hundida. Reconoció al alcalde por la banda, y le comunicó que el señor prefecto no había podido venir. El era consejero de la prefectura, luego añadió algunas excusas. Tuvache contestó con cortesías, el otro se mostró confuso y así permanecieron frente a frente, con sus cabezas casi tocándose, rodeados por los miembros del jurado en pleno, el consejo municipal, los notables, la guardia nacional y el público. El señor consejero, apoyando contra su pecho su pequeño tricornio negro, reiteraba sus saludos, mientras que Tuvache, inclinado como un arco, sonreía también, tartamudeaba, rebuscaba sus frases, proclamaba su fidelidad a la monarquía, y el honor que se le hacía a Yonville.
Hipólito, el mozo del mesón, fue a tomar por las riendas los caballos del cochero, y cojeando con su pie zopo, los llevó bajo el porche del «Lion d'Or», donde muchos campesinos se amontonaron para ver el coche. Redobló el tambor, tronó el cañón, y los señores en fila subieron a sentarse en el estrado, en los sillones de terciopelo rojo que había prestado la señora Tuvache.
Todas aquellas gentes se parecían. Sus fofas caras rubias, un poco tostadas por el sol, tenían el color de la sidra dulce, y sus patillas ahuecadas salían de grandes cuellos duros sujetos por corbatas blancas con el nudo bien hecho. Todos los chalecos eran de terciopelo y de solapas; todos los relojes llevaban en el extremo de una larga cinta un colgante ovalado de cornalina; y apoyaban sus dos manos sobre sus dos muslos, separando cuidadosamente la cruz del pantalón, cuyo paño no ajado brillaba más que la piel de las fuertes botas.
Las damas de la sociedad estaban situadas detrás, bajo el vestíbulo, entre las columnas, mientras que el público estaba en frente, de pie, o sentado en sillas. En efecto, Lestiboudis había llevado allí todas las que había trasladado de la pradera, e incluso corría cada minuto a buscar más a la iglesia, y ocasionaba tal atasco con su comercio que era difícil llegar hasta la escalerilla del estrado.
—Creo —dijo el señor Lheureux, dirigiéndose al farmacéutico que pasaba para ocupar su puesto— que deberían haber puesto allí dos mástiles venecianos: con alguna cosa un poco severa y rica como novedad, hubiese sido de un efecto muy bonito.
—Ciertamente —respondió Homais—, pero, ¡qué quiere usted!, es el alcalde quien se ha encargado de todo. No tiene mucho gusto este pobre Tuvache, a incluso carece de lo que se llama talento artístico.
Entretanto, Rodolfo, con Madame Bovary, subió al primer piso del ayuntamiento, al salón de sesiones, y como estaba vacío, dijo que allí estarían bien para gozar del espectáculo a sus anchas.
Tomó tres taburetes de alrededor de la mesa oval, bajo el busto del monarca, y, acercándolos a una de las ventanas, se sentaron el uno al lado del otro.
Hubo un hormigueo en el estrado, largos murmullos, conversaciones. Por fin se levantó el señor consejero. Se sabía ahora que se llamaba Lieuvain, y corría su nombre de boca en boca entre el público. Después de haber ordenado varias hojas y mirado por encima para ver mejor, comenzó.
«Señores:
»Permítanme en primer lugar, antes de hablarles del motivo de esta reunión de hoy, y estoy seguro de que este sentir será compartido por todos ustedes, permítanme, digo, hacer justicia a la administración superior, al gobierno, al monarca, señores, a nuestro soberano, a ese rey bien amado a quien ninguna rama de la prosperidad pública o privada le es indiferente, y que dirige a la vez con mano tan firme y tan prudente el carro del estado en medio de los peligros incesantes de un mar tempestuoso, sabiendo, además, hacer respetar la paz como la guerra, la industria, el comercio, la agricultura y las bellas artes».