Fue a rondar alrededor de su casa. En la cocina brillaba una luz. Espió su sombra detrás de las cortinas. No apareció nada.
La tía Lefrançois al verle hizo grandes exclamaciones, y lo encontró «alto y delgado», mientras que Artemisa, por el contrario, lo encontró «más fuerte y más moreno».
Cenó, como en otro tiempo, en la salita, pero solo, sin el recaudador; pues Binet, «cansado» de esperar «La Golondrina», había decidido cenar una hora antes, y ahora cenaba a las cinco en punto, y aún decía que la vieja carraca se retrasaba.
Sin embargo, León se decidió; fue a llamar a casa del médico. La señora estaba en su habitación, de donde no bajó hasta un cuarto de hora después. El señor pareció encantado de volver a verle; pero no se movió de casa en toda la noche ni en todo el día siguiente.
León la vio a solas, muy tarde, por la noche, detrás de la huerta, en la callejuela; ¡en la callejuela, como con el otro! Había tormenta y conversaban bajo un paraguas a la luz de los relámpagos.
La separación se les hacía insoportable.
—¡Antes morir! —decía Emma.
Y se retorcía en sus brazos bañada en lágrimas.
—¡Adiós!…, ¡adiós!… ¿Cuándo lo volveré a ver?
Volvieron sobre sus pasos para besarse otra vez; y entonces Emma le hizo la promesa de encontrar muy pronto, como fuese, la ocasión permanente para verse en libertad, al menos una vez por semana. Emma no lo dudaba. Estaba, además, llena de esperanza. Iba a recibir dinero.
Y así compró para su habitación un par de cortinas amarillas de rayas anchas que el señor Lheureux le había ofrecido baratas; pensó en una alfombra, y Lheureux, diciendo que «aquello no era pedir la luna», se comprometió amablemente a proporcionarle una. Emma no podía prescindir de sus servicios. Mandaba a buscarle veinte veces al día, y él se presentaba en el acto con sus artículos sin rechistar una palabra. No acertaba a comprender por qué la tía Rolet almorzaba todos los días en casa de Emma, a incluso le hacía visitas particulares.
Fue por aquella época, es decir hacia comienzos del invierno, cuando le entró una gran fiebre musical.
Una noche que Carlos la escuchaba volvió a empezar cuatro veces seguidas el mismo trozo, dejándolo siempre con despecho, insatisfecha, mientras que Carlos, sin notar la diferencia, exclamaba:
—¡Bravo!…, ¡muy bien!… ¿Por qué te incomodas? ¡Adelante!
—¡Pues no! ¡Me sale muy mal!, tengo los dedos entumecidos.
Al día siguiente Carlos le pidió que le volviera a tocar algo.
—¡Vaya, para darte gusto!
Y Carlos confesó que había perdido un poco. Se equivocaba de pentagrama, se embarullaba; después, parando en seco:
—¡Ea, se acabó!, tendría que tomar unas lecciones; pero…
Se mordió los labios y añadió:
—Veinte francos por lección es demasiado caro.
—Sí, en efecto…, un poco… —dijo Carlos con una risita boba—. Sin embargo, creo que quizás se conseguiría por menos, pues hay artistas desconocidos que muchas veces valen más que celebridades.
—Búscalos —dijo Emma.
Al día siguiente, al regresar a casa, la contempló con una mirada pícara, y por fin no pudo dejar de escapar esta frase:
—¡Qué tozuda eres a veces! Hoy he estado en Barfeuchères. Bueno, pues la señora Liégeard me ha asegurado que sus tres hijas, que están en la Misericordia, tomaban lecciones por cincuenta sueldos la sesión, y, además, ¡de una famosa profesora!
Emma se encogió de hombros y no volvió a abrir su instrumento. Pero cuando pasaba cerca de él, si Bovary estaba allí, suspiraba:
—¡Ah!, ¡pobre piano mío!
Y cuando iban a verla no dejaba de explicar que había abandonado la música y que ahora no podía ponerse de nuevo a ella por razones de fuerza mayor. Entonces la compadecían. ¡Qué lástima!, ¡ella que tenía tan buenas disposiciones! Incluso se lo decían a Bovary. Se lo echaban en cara, y sobre todo el farmacéutico.
—¡Hace usted mal!, nunca se deben dejar a barbecho las dotes naturales. Además, piense, amigo mío, que animando a la señora a estudiar, usted economiza para más adelante en la educación musical de su hija. Yo soy partidario de que las madres eduquen personalmente a sus hijos. Es una idea de Rousseau, quizás todavía un poco nueva, pero que acabará imponiéndose, estoy seguro, como la lactancia materna y la vacuna.
Carlos volvió a insistir sobre aquella cuestión del piano, Emma respondió con acritud que era mejor venderlo. Ver marchar aquel piano, que le había proporcionado tantas vanidosas satisfacciones, era para Madame Bovary como el indefinible suicidio de una parte de ella misma.
—Si quisieras… —decía él—, de vez en cuando, una lección no sería, después de todo, extremadamente ruinoso.
—Pero las lecciones —replicaba ella— sólo resultan provechosas si son seguidas.
Y fue así como se las arregló para conseguir de su esposo el permiso para ir a la ciudad una vez por semana a ver a su amante. Y al cabo de un mes reconocieron incluso que había hecho progresos considerables.
Era los jueves. Emma se levantaba y se vestía en silencio para no despertar a Carlos, quien la hubiera reprendido cariñosamente por arreglarse tan temprano. Después caminaba de un lado para otro; se ponía delante de las ventanas, miraba la plaza. La primera claridad circulaba entre los pilares del mercado, y la casa del farmacéutico, cuyos postigos estaban cerrados, dejaba ver en el color pálido del amanecer las mayúsculas de su rótulo.
Cuando el reloj marcaba las siete y cuarto se iba al «León de Oro», cuya puerta venía a abrirle Artemisa medio dormida. Removía para la señora las brasas escondidas bajo las cenizas. Emma se quedaba sola en la cocina. De vez en cuando salía. Hivert enganchaba los caballos sin prisa a la vez que escuchaba a la tía Lefrançois que, sacando por una ventanilla la cabeza tocada con gorro de algodón, le hacía muchos encargos y le daba explicaciones como para volver loco a cualquier otro hombre. Emma se calentaba los pies pateando con sus botines los adoquines del patio.
Por fin, después de haber tomado la sopa, puesto su capote, encendido la pipa y empuñado la fusta, Hivert se instalaba tranquilamente en el pescante.
«La Golondrina» arrancaba a trote corto, y durante tres cuartos de legua se paraba de trecho en trecho para tomar viajeros que la aguardaban de pie, a orilla del camino, delante de la tapia de los corrales. Los que habían avisado la víspera se hacían esperar; algunos incluso estaban todavía en cama en sus casas; Hivert llamaba, gritaba, juraba, luego se apeaba a iba a golpear fuertemente a las puertas. El viento soplaba por las rendijas de las ventanillas.
Entretanto, las cuatro banquetas se llenaban, el coche rodaba, los manzanos en fila se sucedían; y la carretera, entre sus dos largas cunetas llenas de agua amarillenta, iba estrechándose continuamente hacia el horizonte.
Emma la conocía de punta a cabo, sabía que después de un pastizal había un poste, después un olmo, un granero o una casilla de caminero; a veces, incluso, para darse sorpresas, cerraba los ojos. Pero no perdía nunca el sentido claro de la distancia que faltaba por recorrer.
Por fin, se acercaban las casas de ladrillos, la tierra resonaba bajo las ruedas. «La Golondrina» se deslizaba entre jardines donde se percibían por una empalizada estatuas, una parra, unos tejos recortados y un columpio. Luego, en un solo golpe de vista, aparecía la ciudad.
Situada por completo en el anfiteatro y envuelta en la niebla, se ensanchaba más allá de los puentes, confusamente. Luego la campiña volvía a subir con una ondulación monótona, hasta tocar en la lejanía la base indecisa del cielo pálido. Visto así desde arriba, todo el paisaje tenía el aire inmóvil de una pintura; los barcos anclados se amontonaban en un rincón; el río redondeaba su curva al pie de las colinas verdes, y las islas, de forma oblonga, parecían sobre el agua grandes peces negros parados. Las chimeneas de las fábricas lanzaban inmensos penachos oscuros que levantaban el vuelo por su extremo. Se oía el ronquido de las fundiciones con el carillón claro de las iglesias que se alzaban en la bruma. Los árboles de los bulevares, sin hojas, formaban como una maraña color violeta en medio de las casas, y los tejados, todos relucientes de lluvia, reflejaban de modo desigual según la altura de los barrios. A veces un golpe de viento llevaba las nubes hacia la costa de Santa Catalina, como olas aéreas que se rompían en silencio contra un acantilado.
Algo vertiginoso se desprendía para ella de estas existencias amontonadas, y su corazón se ensanchaba ampliamente como si las ciento veinte mil almas que palpitaban allí le hubiesen enviado todas a la vez el vapor de las pasiones que ella les suponía. Su amor crecía ante el espacio y se llenaba de tumulto con los zumbidos vagos que subían. Ella lo volvía a derramar fuera, en las plazas, en los paseos, en las calles, y la vieja ciudad normanda aparecía ante sus ojos como una capital desmesurada, como una Babilonia en la que ella entraba. Se asomaba con las dos manos por la ventanilla, aspirando la brisa; los tres caballos galopaban, las piedras rechinaban en el barro, la diligencia se balanceaba, a Hivert, de lejos, daba voces a los carricoches en la carretera, mientras que los burgueses que habían pasado la noche en el bosque Guillaume bajaban la cuesta tranquilamente en su cochecito familiar.
Se paraban en la barrera; Emma se desataba los chanclos, cambiaba de guantes, se ponía bien el chal, y veinte pasos más lejos se apeaba de «La Golondrina».
La ciudad se despertaba entonces. Los dependientes, con gorro griego, frotaban el escaparate de las tiendas, y unas mujeres con cestos apoyados en la cadera lanzaban a intervalos un grito sonoro en las esquinas de las calles. Ella caminaba con los ojos fijos en el suelo, rozando las paredes y sonriendo de placer bajo su velo negro que le cubría la cara.
Por miedo a que la vieran, no tomaba ordinariamente el camino más corto. Se metía por las calles oscuras y llegaba toda sudorosa hacia la parte baja de la calle Nationale, cerca de la fuente que hay allí. Es el barrio del teatro, de las tabernas y de las prostitutas. A menudo pasaba al lado de ella una carreta que llevaba algún decorado que se movía. Unos chicos con delantal echaban arena sobre las losas entre arbustos verdes. Olía a ajenjo, a tabaco y a ostras.
Emma torcía por una calle, reconocía a León por su pelo rizado que se salía de su sombrero.
León continuaba caminando por la acera. Ella le seguía hasta el hotel, él abría la puerta, entraba… ¡Qué apretón, qué abrazo!
Después se precipitaban las palabras, los besos. Se contaban las penas de la semana, los presentimientos, las inquietudes por las cartas; pero ahora se olvidaba todo y se miraban frente a frente con risas de voluptuosidad y palabras de ternura.
La cama era un gran lecho de caoba en forma de barquilla. Las cortinas de seda roja lisa, que bajaban del techo, se recogían muy abajo, hacia la cabecera que se ensanchaba; y nada en el mundo era tan bello como su cabeza morena y su piel blanca que se destacaban sobre aquel color púrpura, cuando con un gesto de pudor cerraba los brazos desnudos, tapándose la cara con las manos.
El tibio aposento con su alfombra discreta, sus adornos juguetones y su luz tranquila parecía muy a propósito para las intimidades de la pasión. Las barras terminaban en punta de flecha, los alzapaños de cobre y las gruesas bolas de los morillos relucían de pronto cuando entraba el sol. Sobre la chimenea, entre los candelabros, había dos de esas grandes caracolas rosadas en las que se oye el ruido del mar cuando se las acerca al oído.
¡Cuánto les gustaba aquel cómodo aposento, lleno de alegría, a pesar de su esplendor un poco marchito! Siempre encontraban los muebles en su sitio, y a veces unas horquillas que Emma había olvidado el jueves anterior bajo el soporte del reloj. Comían al lado del fuego, en un pequeño velador con incrustaciones de palisandro. Emma trinchaba, le ponía los trozos en su plato diciéndole toda clase de zalamerías; y se reía con una risa sonora y libertina cuando la espuma del champán desbordaba el vaso ligero sobre las sortijas de sus dedos. Estaban tan completamente locos en la posesión de sí mismos que se creían allí en su propia casa, y como si fueran a vivir allí hasta la muerte como dos eternos recién casados. Decían nuestra habitación, nuestra alfombra, nuestras butacas, incluso ella decía mis pantuflas, un regalo de León, un capricho que ella había tenido. Eran unas pantuflas de raso color rosa ribeteadas de plumón de cisne. Cuando se sentaba sobre las rodillas de León, su pierna, entonces demasiado corta, colgaba en el aire, y el gracioso calzado, que no tenía contrafuerte, se sostenía sólo por los dedos de su pie desnudo.
Él saboreaba por primera vez la indecible delicadeza de las elegancias femeninas. Nunca había conocido aquella gracia de lenguaje, aquel pudor en el vestido, aquellas posturas de paloma adormilada. Admiraba la exaltación de su alma y los encajes de su falda. Además, ¿no era «una mujer de mundo» y una mujer casada, en fin, una verdadera amante?
Por la diversidad de su humor, alternativamente místico o alegre, charlatán, taciturno, exaltado o indolente, ella iba despertando en él mil deseos evocando instintos o reminiscencias. Era la enamorada de todas las novelas, la heroína de todos los dramas, la vaga «ella» de todos los libros de versos. Encontraba en sus hombros el color ámbar de la Odalisca en el baño
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; tenía el largo corpiño de las castellanas feudales; se parecía también a la Mujer pálida de Barcelona
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, pero por encima de todo era un ángel.
A menudo, al mirarla, le parecía a León que su alma, escapándose hacia ella, se esparcía como una onda sobre el contorno de su cabeza y descendía arrastrada hacia la blancura de su seno.
Se ponía en el suelo delante de ella, y con los codos sobre las rodillas la contemplaba sonriendo y con la frente tensa.
Ella se inclinaba sobre él y murmuraba como sofocada de embriaguez:
—¡Oh!, ¡no te muevas!, ¡no hables!, ¡mírame! ¡De tus ojos sale algo tan dulce, que me hace tanto bien!
Le llamaba niño:
—Niño, ¿me quieres?
Y apenas oía su respuesta, en la precipitación con que aquellos labios subían para dársela en la boca.
Había encima del reloj de péndulo un pequeño Cupido de bronce que hacía melindres redondeando los brazos bajo una guirnalda dorada. Muchas veces se rieron de él, pero cuando había que separarse todo les parecía serio.