Después le reclamó un recibo con un gesto de indiferencia.
—Usted comprende…, en el comercio…, a veces…, y con la fecha, por favor, la fecha.
Ante Emma se abrió un horizonte de fantasías realizables. Tuvo la suficiente prudencia para guardar mil escudos, con los que pagó a su vencimiento las tres primeras letras; pero la cuarta, por casualidad, cayó en casa un jueves, y Carlos, trastornado, aguardó pacientemente a que regresara su mujer para pedirle explicaciones.
Si no le había hablado de aquella letra era para evitarle preocupaciones domésticas; se sentó sobre sus rodillas, le acarició, le arrulló, hizo una larga enumeración de todas las cosas indispensables compradas a crédito.
—En fin, reconocerás que, para tanta cosa, no resulta demasiado caro.
Carlos, sin saber qué hacer, recurrió inmediatamente al eterno Lheureux, quien le juró que arreglaría las cosas, si el señor le firmaba dos letras, una de ellas de setecientos francos, pagadera a los tres meses. Para hacer frente a la situación, escribió a su madre una carta patética. En vez de enviarle la contestación, ella se presentó en casa; y cuando Emma quiso saber si le había sacado algo:
—Sí —respondió Carlos—. Pero quiere ver la factura.
Al día siguiente, al amanecer, Emma corrió a casa del señor Lheureux para pedirle que le hiciera otra cuenta que no sobrepasara los mil francos, pues para enseñar la de cuatro mil habría que decir que había pagado los dos tercios, confesar, por consiguiente, la venta del inmueble, negociación bien llevada por el comerciante y que no se conoció hasta mucho después.
A pesar del precio muy barato de cada artículo, la señora Bovary madre no dejó de encontrar el gasto exagerado.
—¿No podían pasar sin una alfombra?, ¿por qué tapizar de nuevo los sillones? En mis tiempos, en cada casa había un solo sillón, para las personas mayores, al menos así era en casa de mi madre, que era una mujer honrada, os lo aseguro. ¡No todo el mundo puede ser rico! ¡Ninguna fortuna resiste el despilfarro! ¡Yo me avergonzaría de llevar una vida tan regalada como la vuestra! y, sin embargo, yo soy vieja, necesito cuidados… ¡Hay que ver!, ¡hay que ver!, ¡cuántos perifollos!, ¡cuánta ostentación! ¡Pero cómo!, seda para forros, a dos francos… cuando se encuentra chaconada
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a diez sueldos y hasta a ocho sueldos que cumple perfectamente su cometido.
Emma, arrellanada en el canapé, replicaba lo más tranquila posible:
—¡Eh!, señora, ¡ya está bien!, ¡ya está bien!
La señora seguía sermoneándola, prediciéndoles que terminarían en el asilo. Además, la culpa era de Bovary. Menos mal que había prometido anular aquel poder.
—¿Cómo?
—¡Ah!, me lo ha jurado —replicó la buena señora.
Emma abrió la ventana, llamó a Carlos y el pobre muchacho se vio obligado a confesar la palabra que le había arrancado su madre.
Emma desapareció y volvió enseguida tendiéndole majestuosamente una hoja grande de papel.
—Muchas gracias —dijo la vieja señora.
Y echó al fuego el poder.
Emma estalló en una risa estridente, estrepitosa, ininterrumpida; tenía un ataque de nervios.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Carlos—. ¡Tú tienes la culpa, vienes aquí a armar escándalo!
Su madre, encogiéndose de hombros, decía que « todo aquello no era más que teatro».
Pero Carlos, rebelándose por primera vez, salió en defensa de su mujer, de modo que la señora Bovary madre quiso marcharse. Al día siguiente se fue, y en el umbral de la puerta, como él tratase de retenerla, ella le replicó:
—¡No, no! La quieres más que a mí, y tienes razón, es como debe ser. Pero ¡peor para ti!, ¡ya lo verás! ¡Consérvate bien!…, pues no estoy dispuesta, como tú dices, a venir a armar escándalos.
No por eso Carlos dejó de quedar muy avergonzado frente a Emma, pues ella no ocultaba el rencor que le guardaba por su falta de confianza; él tuvo que rogarle mucho para que accediera a tener otro poder, a incluso la acompañó a casa del señor Guillaumin para extendérselo por segunda vez, completamente igual al primero.
—Lo comprendo —dijo el notario—; un hombre de ciencia no puede perder el tiempo en los detalles prácticos de la vida.
Y Carlos se sintió aliviado por aquella reflexión lisonjera que daba a su debilidad las halagüeñas apariencias de una preocupación superior.
¡Qué desbordamiento el jueves siguiente, en el hotel, en su habitación, con León! Emma rió, lloró, cantó, bailó, mandó subir sorbetes, quiso fumar cigarrillos, a León le pareció extravagante, pero adorable, soberbia.
León no sabía qué reacción de todo su ser la impulsaba más a precipitarse en los gozos de la vida. Se volvía irritable, glotona, voluptuosa; y se paseaba con él por las calles con la frente alta, sin miedo, decía ella, de comprometerse. A veces, sin embargo, Emma se estremecía ante la idea súbita de encontrarse con Rodolfo; pues, aunque estuviesen separados para siempre, le parecía que no estaba completamente liberada de su dependencia.
Una noche no volvió a Yonville, Carlos estaba loco de impaciencia, y la pequeña Berta, que no quería acostarse sin su mamá, sollozaba intensamente. Justino salió sin rumbo, por la carretera. El señor Homais dejó su farmacia.
Por fin, a las once, no aguantando más, Carlos enganchó su caballo, saltó al pescante, fustigó al animal y hacia las dos de la mañana llegó a la «Croix Rouge». No había nadie. Pensó que el pasante quizá la habría visto; pero ¿dónde vivía? Afortunadamente, Carlos se acordó de las señas de su patrón. Y allá se fue.
Comenzaba a clarear el día. Distinguió unos rótulos por encima de una puerta; llamó. Alguien, sin abrirle, le dio a gritos la información que le pedía, mientras se deshacía en improperios contra los que molestaban a la gente durante la noche.
La casa donde vivía el pasante no tenía ni campanilla, ni aldabón, ni portero. Carlos dio fuertes puñetazos en los postigos. En aquel momento pasó por allí un policía; entonces Carlos tuvo miedo y se fue.
—Estoy loco —se decía—; sin duda la habrán invitado a cenar en casa del señor Lormeaux.
La familia Lormeaux ya no vivía en Rouen.
—Se habrá quedado a cuidar a la señora Dubreuil. ¡Pero si la señora Dubreuil murió hace diez meses!… ¿Dónde puede estar?
Se le ocurrió una idea. Entró en un café y pidió el Anuario; y buscó rápidamente el nombre de la señorita Lempereur, que vivía en la calle de la Renelle des Maroquiniers, número 74.
Cuando entraba en esta calle, apareció Emma en persona en el otro extremo; Carlos, más que abrazarla, se echó sobre ella, exclamando:
—¿Quién te retuvo ayer?
—Estuve enferma.
—¿Y de qué?… ¿Dónde?… ¿Cómo?…
Emma se pasó la mano por la frente y contestó:
—En casa de la señorita Lempereur.
—¡Estaba seguro!, allá iba yo.
—¡Oh!, no vale la pena. Acaba de salir hace un momento; pero en lo sucesivo no te preocupes. No me siento libre, ya comprendes, si sé que el menor retraso te trastorna de esta manera.
Era como una especie de permiso que se daba a sí misma para estar más libre en sus escapadas. Y lo aprovechó ampliamente a sus anchas. Cuando sentía deseos de ver a León, se iba con cualquier pretexto, y como él no la esperaba aquel día, era ella quien iba a buscarle al despacho.
Las primeras veces fue para él una alegría; pero al poco tiempo le dijo la verdad: que su jefe se quejaba mucho de aquellos trastornos.
—¡Bah!, vente —le decía ella.
Y él se escapaba del despacho.
Emma quiso que se vistiera todo de negro y se dejara una perilla, para parecerse a los retratos de Luis XIII. Deseó conocer su alojamiento y lo encontró vulgar; él se sonrojó y ella no le hizo caso, luego le aconsejó que comprara unas cortinas parecidas a las suyas, y como León objetara el gasto:
—¡Ah!, ¡ah!, tienes apego a tus dineritos —dijo ella riendo.
León tenía que contarle cada vez todo lo que había hecho desde la última cita. Pidió versos, versos para ella, un poema de amor en honor suyo; León nunca llegó a encontrar la rima del segundo verso, y acabó por copiar un soneto de un keepsake.
Lo hizo menos por vanidad que por complacerla. No discutía sus ideas; aceptaba todos sus gustos; él iba convirtiéndose en la verdadera querida de Emma más de lo que ésta lo era de él. Emma tenía para él palabras tiernas y unos besos que le robaban el alma. ¿Dónde había aprendido aquella corrupción casi inmaterial a fuerza de ser profunda y disimulada?
En los viajes que hacía para verla, León cenaba a menudo en casa del boticario, y por cortesía se creyó obligado a invitarle a su vez.
—¡Con mucho gusto! —respondió el señor Homais—; además, necesito remozarme un poco, pues aquí me estoy embruteciendo. ¡Iremos al teatro, al restaurante, haremos locuras!
—¡Ah!, hijo mío —murmuró tiernamente la señora Homais, asustada ante los vagos peligros que su marido se disponía a correr.
—Bueno, ¿y qué?, ¿no te parece que estoy arruinando bastante mi salud viviendo entre las emanaciones continuas de la farmacia? Así son las mujeres: tienen celos de la ciencia, pero luego se oponen a que uno disfrute de las más legítimas distracciones. No importa, cuente conmigo; uno de estos días me dejo caer en Rouen y ya verá cómo hacemos rodar los monises.
En otro tiempo el boticario se hubiera guardado muy bien de emplear semejante expresión; pero ahora le daba por hablar en una jerga alocada y parisina que encontraba del mejor gusto; y como Madame Bovary, su vecina, interrogaba con curiosidad al pasante sobre las costumbres de la capital, hasta hablaba argot para deslumbrar… a los burgueses, diciendo turne, bazar, chicard, chicandard, Breda street, y Je me la casse, por: me voy.
Y un jueves, Emma se sorprendió al encontrar en la cocina del «Lion d'Or» al señor Homais vestido de viaje, es decir, con un viejo abrigo que no le habían visto nunca, llevando en una mano una maleta y en la otra el folgo de su establecimiento. No había confiado a nadie su proyecto por miedo a que el público se preocupase por su ausencia.
La idea de volver a ver los lugares donde había pasado su juventud le exaltaba sin duda, pues no paró de charlar en todo el viaje; luego, apenas llegaron, saltó con presteza del coche para ir en busca de León; y por más que el pasante se resistió, el señor Homais se lo llevó al gran café de «Normandie», donde entró majestuosamente sin quitarse el sombrero, creyendo que era muy provinciano descubrirse en un lugar público.
Emma esperó a León tres cuartos de hora. Por fin, corrió a su despacho, y, perdida en toda clase de conjeturas, acusándolo de indiferencia y reprochándose a sí misma su debilidad, se pasó la tarde con la frente pegada a la ventana.
A las dos, pasante y boticario seguían sentados a la mesa el uno frente al otro. La gran sala se iba quedando vacía; el tubo de la estufa, en forma de palmera, contorneaba en el techo blanco su haz dorado; y cerca de ellos, detrás de la cristalera, a pleno sol, un pequeño surtidor gorgoteaba en una pileta de mármol donde entre berros y espárragos, tres bogavantes aletargados se alargaban hasta un montón de codornices apiladas en el borde del estanque.
Homais se deleitaba. Aunque se embriagase de lujo más que de buena comida, el vino de Pomard, sin embargo, le excitaba un poco las facultades, y cuando apareció la tortilla al ron expuso teorías inmorales sobre las mujeres. Lo que le seducía, por encima de todo, era el chic. Adoraba un atuendo elegante en una casa bien amueblada, y en cuanto a las cualidades físicas no despreciaba el «buen bocado».
León miraba el reloj con desesperación. El boticario bebía, comía, hablaba.
—Usted debe de encontrarse muy independiente en Rouen —le dijo de pronto—. Por lo demás, sus amores no están muy lejos.
Y como el otro se sonrojaba:
—¡Vamos, sea franco! ¿No me negará que en Yonville…?
El joven balbució.
—En casa de Madame Bovary, ¿no cortejaba usted…?
—¿A quién?
—¡A la criada!
No bromeaba; pero pudiendo más la vanidad que la prudencia, León protestó a pesar de todo. Además, sólo le gustaban las morenas.
—Le alabo el gusto —dijo el farmacéutico—; tienen más temperamento.
Y acercándose al oído de su amigo, le indicó los síntomas por los que se conocía que una mujer tenía temperamento. Incluso se lanzó a una digresión etnográfica: la alemana era vaporosa, la francesa libertina, la italiana apasionada.
—¿Y las negras? —preguntó el pasante.
—Eso es un gusto de artista —dijo Homais. ¡Mozo!, dos medias tazas.
—¿Nos vamos? —dijo, por fin, León impacientándose.
—Yes.
Pero antes de irse quiso ver al dueño del establecimiento y felicitarle. Entonces el joven, para quedarse solo, alegó que tenía trabajo.
—¡Ah!, ¡le acompaño! —dijo Homais.
Y mientras iban calle abajo, le hablaba de su mujer, de sus hijos, del porvenir de éstos y de su farmacia, le contaba la decadencia en que estaba antes y el grado de perfección a que él la había elevado.
Delante del «Hôtel de Boulogne», León le dejó bruscamente, corrió por la escalera, y encontró a su amante muy sobresaltada.
Al oír el nombre del farmacéutico se puso furiosa. Sin embargo, León acumulaba buenas razones; él no tenía la culpa, ¿acaso no conocía ella al señor Homais?, ¿cómo podía pensar que prefiriese su compañía? Pero ella trataba de irse; él la retuvo; y, cayendo de rodillas, la abrazó por la cintura, en una actitud lánguida toda llena de concupiscencia y de súplica.
Emma estaba de pie; sus grandes ojos ardientes le miraban seriamente y casi de un modo terrible. Luego se le nublaron de lágrimas, bajó sus rosados párpados, soltó las manos, y León se las llevaba a su boca cuando apareció un criado avisando que preguntaban por el señor.
—¿Vas a volver? —le dijo ella.
—Sí.
—Pero ¿cuándo?
—Enseguida.
—Es un truco —dijo el farmacéutico al ver a León—. He querido interrumpir esa visita que me parecía que le contrariaba. Vamos a casa de Bridoux a tomar una copa de garus
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León juró que tenía que volver a su despacho. Entonces el boticario bromeó acerca de los legajos, del procedimiento.
—Olvídese un poco del Cujas y del Bartole
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, ¡qué demonio! ¿Quién se lo impide? ¡Sea valiente! Vamos a casa de Bridoux; verá su perro. ¡Es curiosísimo!