Emma, sin querer conocer ningún detalle, abandonó la farmacia, pues el señor Homais había reanudado sus vituperios. Sin embargo, se calmaba, y ahora refunfuñaba con aire paternal, al tiempo que se abanicaba con su bonete griego:
—No es que desapruebe totalmente la obra. El autor era médico. Hay en ella algunos aspectos científicos que no está mal que un hombre los conozca, y me atrevería a decir que es preciso que los conozca. Pero ¡más adelante, más adelante! Aguarda al menos a que tú mismo seas un hombre y a que tu carácter esté formado.
Al oír el aldabonazo de Emma, Carlos, que la esperaba, se adelantó con los brazos abiertos y le dijo con voz llorosa:
—¡Ah!, ¡mi querida amiga!
Entretanto ella respondió:
—Sí, ya sé…, ya sé…
Le enseñó la carta en la que su madre contaba la noticia, sin ninguna hipocresía sentimental. Únicamente sentía que su marido no hubiese recibido los auxilios de la religión, habiendo muerto en Doudeville, en la calle, a la puerta de un café, después de una comida patriótica con antiguos oficiales.
Emma le devolvió la carta; luego, en la cena, por quedar bien, fingió alguna repugnancia. Pero como él la animaba, decidió ponerse a cenar, mientras que Carlos, frente a ella, permanecía inmóvil, en una actitud de tristeza.
De vez en cuando, levantando la cabeza, le dirigía una mirada prolongada, toda llena de angustia. Una vez suspiró.
—¡Hubiera querido volver a verle!
Ella se callaba. Por fin, comprendiendo que había que romper el silencio:
—¿Qué edad tenía tu padre?
—¡Cincuenta y ocho años!
—¡Ah!
Y no dijo nada más.
Un cuarto de hora después, Carlos añadió.
—¿Y mi pobre madre?…, ¿qué va a ser de ella ahora?
Emma hizo un gesto de ignorancia.
Viéndola tan taciturna, Carlos la suponía afligida y se esforzaba por no decirle nada para no avivar aquel dolor que la conmovía. Sin embargo, olvidándose del suyo propio:
—¿Te divertiste mucho ayer? —le preguntó.
—Sí.
Cuando quitaron el mantel, Bovary no se levantó, Emma tampoco; y a medida que ella lo miraba, la monotonía de aquel espectáculo desterraba poco a poco de su corazón todo sentimiento de compasión. Carlos le parecía endeble, flaco, nulo, en fin un pobre hombre en todos los aspectos. ¿Cómo deshacerse de él? ¡Qué interminable noche! Algo la dejaba estupefacta como si un vapor de opio la abotargara.
Oyeron en el vestíbulo el ruido seco de un palo sobre las tablas. Era Hipólito que traía el equipaje de la señora. Para descargarlo, describió penosamente un cuarto de círculo con su pierna de madera.
—¡Ya ni siquiera piensa! —se decía ella mirando al pobre diablo de cuya roja pelambrera chorreaba el sudor.
Bovary buscaba un ochavo en el fondo de su bolsa sin parecer comprender todo lo que había para él de humillación sólo con la presencia de este hombre que permanecía allí, como el reproche personificado de su incurable ineptitud.
—¡Vaya!, ¡qué bonito ramillete tienes! —dijo al ver en la chimenea las violetas de León.
—Sí —dijo Emma con indiferencia—; se lo he comprado hace un rato a una mendiga.
Carlos cogió las violetas, y refrescando en ellas sus ojos completamente enrojecidos de tanto llorar las olía delicadamente. Ella se las quitó bruscamente de la mano y fue a ponerlas en un vaso de agua.
Al día siguiente la señora Bovary madre, ella y su hijo lloraron mucho. Emma, con el pretexto de que tenía que dar órdenes, desapareció.
Pasado ese día, tuvieron que tratar juntos de los problemas del luto. Se fueron a sentar, con los cestillos de la labor, a orilla del agua, bajo el cenador.
Carlos pensaba en su padre, y se extrañaba de sentir tanto afecto por este hombre a quien hasta entonces había creído no querer sino medianamente. La viuda pensaba en su marido. Los peores días de antaño le parecían ahora envidiables. Todo se borraba bajo la instintiva añoranza de una tan larga convivencia; y de vez en cuando, mientras empujaba la aguja, una gruesa lágrima se deslizaba por su nariz y se mantenía suspendida un momento. Emma pensaba que hacía apenas cuarenta y ocho horas estaban juntos, lejos del mundo, completamente ebrios, no teniendo bastantes ojos para contemplarse. Trataba de volver a captar los más imperceptibles detalles de aquella jornada desaparecida. Pero la presencia de la suegra y del marido la molestaba. Habría querido no oír nada, no ver nada, a fin de no perturbar la intimidad de su amor que se iba perdiendo, por más que ella hiciera, bajo las sensaciones exteriores.
Estaba descosiendo el forro de un vestido, cuyos retales se esparcían a su alrededor; la señora Bovary madre, sin levantar los ojos, hacía crujir sus tijeras, y Carlos, con sus zapatillas de orillo y su vieja levita oscura que le servía de bata de casa, permanecía con las dos manos en los bolsillos y tampoco hablaba; al lado de ellos, Berta, con delantal blanco, rastrillaba con su pala la arena de los paseos.
De pronto vieron entrar por la barrera al señor Lheureux, el comerciante de telas.
Venía a ofrecer sus servicios teniendo en cuenta la fatal circunstancia. Emma respondió que creía no necesitarlos. El comerciante no se dio por vencido.
—Mil disculpas —dijo—; desearía tener una conversación particular, privada.
Después en voz baja:
—Es con relación a aquel asunto…, ¿sabe?
Carlos enrojeció hasta las orejas.
—¡Ah!, sí…, efectivamente.
Y en su confusión, volviéndose a su mujer.
—¿No podrías…, querida?
Ella pareció comprenderle, pues se levantó, y Carlos dijo a su madre:
—¡No es nada! Alguna menudencia doméstica.
No quería de ninguna manera que su madre conociese la historia del pagaré, pues temía sus observaciones.
Cuando estuvieron solos, el señor Lheureux empezó a felicitar, con palabras bastante claras, a Emma por la herencia, después a hablar de cosas indiferentes, de los árboles en espaldera, de la cosecha y de su propia salud, que seguía así así. En efecto, trabajaba como un condenado, aunque no ganaba más que para ir viviendo, a pesar de lo que decía la gente.
Emma le dejaba hablar. ¡Le aburría tanto desde hacía dos días!
—¿Y ya está totalmente restablecida? —continuaba—. Mi palabra, que he visto a su pobre marido muy preocupado. Es un buen chico, aunque los dos hayamos tenido nuestras diferencias.
Ella preguntó cuáles, pues Carlos le había ocultado la disputa a propósito de las mercancías suministradas.
—¡Pero usted lo sabe bien! —dijo Lheureux—. Era por aquellos caprichos de usted, los artículos de viaje.
Se había echado el sombrero sobre los ojos, y con las dos manos detrás de la espalda, sonriendo y silbando ligeramente, la miraba de frente, de una manera insoportable. ¿Sospechaba algo? Ella seguía hundida en un mar de conjeturas. Sin embargo, al final Lheureux continuó.
—Nos hemos reconciliado ahora y venía a proponerle un arreglo.
Era la renovación del pagaré firmado por Bovary. El señor, por lo demás, iría pagando como pudiera; no debía atormentarse, sobre todo ahora que iba a tener encima una serie de problemas.
—E incluso haría mejor descargando esa preocupación en alguien, en usted, por ejemplo; con un poder sería más cómodo, y entonces usted y yo juntos haríamos pequeños negocios.
Emma no comprendía. Él se calló. Después, pasando a su negocio, Lheureux declaró que la señora no podía dejar de comprarle algo. Le enviaría un barège
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negro, doce metros, para hacerse un vestido.
—El que lleva usted ahora está bien para andar por casa. Necesita otro para las visitas. Lo he observado a primera vista al entrar. Tengo mucha vista.
No envió la tela, la llevó él mismo. Después volvió para ver la que necesitaba; regresó con otros pretextos tratando cada vez de hacerse amable, servicial, enfeudándose, como habría dicho Homais, y siempre insinuando algunos consejos a Emma sobre el poder. No hablaba del pagaré. Emma no pensaba en eso. Carlos, al principio de su convalecencia, le había dicho algo; pero tantas cosas le habían pasado por la cabeza que ella ya no se acordaba. Además, evitó provocar toda discusión de intereses; la señora Bovary madre quedó sorprendida, y atribuyó su cambio de humor a los sentimientos religiosos que se le habían despertado durante su enfermedad.
Pero, cuando se marchó la suegra, Emma no tardó en asombrar a su marido por su buen sentido práctico. Habría que informarse, comprobar las hipotecas, ver si había lugar a una subasta o a una liquidación. Citaba términos técnicos, al azar, pronunciaba las grandes palabras de orden, porvenir, previsión, y continuamente exageraba los problemas de la sucesión; de tal modo que un día le mostró el modelo de una autorización general para «regir y administrar sus negocios, hacer préstamos, firmar y endosar todos los pagarés, pagar toda clase de cuentas, etc»..
Había aprovechado las lecciones de Lheureux.
Carlos, ingenuamente, le preguntó de dónde venía aquel papel.
—Del señor Guillaumin.
Y con la mayor sangre fría del mundo, añadió:
—No me fío demasiado. ¡Los notarios tienen tan mala fama! Quizás habría que consultar… No conocemos más que…, ¡oh!, nadie.
—A no ser que León… —replicó Carlos, que reflexionaba.
Pero era difícil entenderse por correspondencia. Entonces Emma se ofreció a hacer aquel viaje. Carlos se lo agradeció. Ella insistió. Fue un forcejeo de amabilidades mutuas. Por fin, ella exclamó en un tono de enfado ficticio:
—No, por favor, yo iré.
—¡Qué buena eres! —le dijo besándole en la frente.
Al día siguiente tomó «La Golondrina» para ir a Rouen a consultar al señor León; y se quedó allí tres días.
Fueron tres días llenos, exquisitos, espléndidos, una verdadera luna de miel.
Estaban en el «Hotel de Boulogne», en el puerto. Y allí vivían, con los postigos y las puertas cerrados, con flores por el suelo y jarabes con hielo que les traían por la mañana temprano.
Al atardecer tomaban una barca cubierta y se iban a cenar a una isla.
Era la hora en que se oye al lado de los astilleros retumbar el mazo de los calafateadores contra el casco de los barcos. De entre los árboles salía el humo del alquitrán, y sobre el río se veían grandes goterones de grasa que ondulaban desigualmente bajo el color púrpura del sol como placas de bronce florentino que flotaran.
Pasaba entre barcas amarradas cuyos largos cables oblicuos rozaban un poco la cubierta de la barca.
Insensiblemente se alejaban los ruidos de la ciudad, el rodar de los carros, el tumulto de las voces, el ladrido de los perros sobre el puente de los navíos. Emma se desataba el sombrero y llegaban a su isla.
Se instalaban en la sala baja de una taberna, que tenía a la puerta unas redes negras colgadas. Comían fritura de eperlano, nata y cerezas. Se acostaban en la hierba; se besaban a escondidas bajo los álamos; y habrían querido, como dos Robinsones, vivir perpetuamente en aquel pequeño rincón que les parecía, en su plácida dicha, el más grandioso de la tierra. No era la primera vez que veían árboles, cielo azul, césped, que oían correr el agua y soplar la brisa en el follaje; pero sin duda nunca habían admirado todo esto, como si la naturaleza no existiera antes, o no hubiese comenzado a ser bella hasta que ellos tuvieron colmados sus deseos.
Por la noche volvían. La barca bordeaba las islas. Los dos permanecían en el fondo, ocultos en la sombra, sin hablar. Los remos cuadrados sonaban entre los toletes de hierro; y era como si se marcase el compás con un metrónomo, mientras que detrás la cuerda que arrastraba no interrumpía su pequeño chapoteo suave en el agua.
Una vez salió la luna; entonces se pusieron a hacer frases, inspiradas en el astro melancólico y lleno de poesía; incluso Emma se puso a cantar:
—Un soir, t'en souvient il? Nous voguious, etc.
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Su voz armoniosa y suave se perdía sobre las olas; y el viento se llevaba los trinos que León escuchaba pasar como un batir de alas alrededor de él.
Emma se mantenía enfrente, apoyada en el tabique de la chalupa, donde entraba la luna por una de las ventanas abiertas. Su vestido negro, cuyos pliegues se ensanchaban en abanico, la hacía más delgada y más alta. Tenía la cabeza erguida, las manos juntas y los ojos mirando al cielo. A veces la sombra de los sauces la ocultaba por completo, luego reaparecía de pronto como una visión a la luz de la luna.
León, en el suelo, al lado de ella, encontró bajo su mano una cinta de seda color rojo vivo.
El barquero la examinó y acabó por decir:
—¡Ah!, puede que sea de un grupo que paseé el otro día. Vinieron un montón de comediantes, señores y señoras, con pasteles, champán, cornetines, y toda la pesca; había uno sobre todo, un mozo alto y guapo, con bigotito, que era muy divertido, y decían algo así: «Vamos, cuéntanos algo…, Adolfo…, Rodolfo…», me parece.
Emma se estremeció.
—¿Te sientes mal? —dijo León acercándose a ella.
—¡Ah!, no es nada. Sin duda, el fresco de la noche.
—Y no deben de faltarle mujeres, tampoco —añadió el viejo marinero, creyendo halagar al forastero.
Después, escupiendo en las manos, volvió a coger los remos.
¡Sin embargo, hubo que separarse! Los adioses fueron tristes. Era a casa de la tía Rolet adonde tenía que enviar las cartas; y le hizo unas recomendaciones tan precisas sobre el doble sobre, que León admiró grandemente su astucia amorosa.
—Entonces, ¿me dices que todo está bien? —le dijo ella en el último beso.
—¡Desde luego que sí!
Pero, ¿por qué, pensó él después, volviendo solo por las calles, tiene tanto interés por el poder?
Enseguida León empezó a adoptar un aire de superioridad ante sus camaradas, prescindió de su compañía, y descuidó por completo los legajos.
Esperaba las cartas de Emma; las releía. Le contestaba. La evocaba con toda la fuerza de su deseo y de sus recuerdos. En vez de disminuir con la ausencia, aquel deseo de volver a verla se acrecentó de tal modo que un sábado por la mañana se escapó de su despacho.
Cuando desde lo alto de la cuesta divisó en el valle el campanario de la iglesia con su bandera de hojalata que giraba al viento, sintió ese deleite mezcla de vanidad triunfante y de enternecimiento egoísta que deben de experimentar los millonarios cuando vuelven a visitar su pueblo.