Madame Bovary (43 page)

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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Frunció el ceño desde la puerta al percibir el aspecto cadavérico de Emma, tendida sobre la espalda, con la boca abierta. Después, aparentando escuchar a Canivet, se pasaba el índice bajo las aletas de la nariz y repetía:

—Bueno, bueno.

Pero hizo un gesto lento con los hombros. Bovary lo observó: se miraron; y aquel hombre, tan habituado, sin embargo, a ver los dolores, no pudo retener una lágrima que cayó sobre la chorrera de su camisa.

Quiso llevar a Canivet a la habitación contigua. Carlos lo siguió.

—Está muy mal, ¿verdad? ¿Si le pusiéramos unos sinapismos?, ¡qué sé yo! ¡Encuentre algo, usted que ha salvado a tantos!

Carlos le rodeaba el cuerpo con sus dos brazos, y lo contemplaba de un modo asustado, suplicante, medio abatido contra su pecho.

—Vamos, muchacho, ¡ánimo! Ya no hay nada que hacer.

Y el doctor Larivière apartó la vista.

—¿Se marcha usted?

—Voy a volver.

Salió como para dar una orden a su postillón con el señor Canivet, que tampoco tenía interés por ver morir a Emma entre sus manos.

El farmacéutico se les unió en la plaza. No podía, por temperamento, separarse de la gente célebre. Por eso conjuró al señor Larivière que le hiciese el insigne honor de aceptar la invitación de almorzar.

Inmediatamente marcharon a buscar pichones al «Lion d'Or»; todas las chuletas que había en la carnicería, nata a casa de Tuvache, huevos a casa de Lestiboudis, y el boticario en persona ayudaba a los preparativos mientras que la señora Homais decía, estirando los cordones de su camisola:

—Usted me disculpará, señor, pues en nuestro pobre país si no se avisa la víspera…

—¡Las copas! —sopló Homais.

—Al menos si estuviéramos en la ciudad tendríamos la solución de las manos de cerdo rellenas.

—¡Cállate!… ¡A la mesa, doctor!

Le pareció bien, después de los primeros bocados, dar algunos detalles sobre la catástrofe:

—Al principio se presentó una sequedad en la faringe, después dolores insoportables en el epigastrio, grandes evacuaciones.

—¿Y cómo se ha envenenado?

—No lo sé, doctor, y ni siquiera sé muy bien dónde ha podido procurarse ese ácido arsenioso.

Justino, que llegaba entonces con una pila de platos, empezó a temblar.

—¿Qué tienes? —dijo el farmacéutico.

El joven ante esta pregunta dejó caer todo por el suelo con un gran estrépito.

—¡Imbécil! —exclamó Homais, ¡zopenco!, ¡pedazo de burro!

Pero de repente, recobrándose:

—He querido, doctor, intentar un análisis, y en primer lugar he metido delicadamente en su tubo…

—Mejor habría sido —dijo el cirujano— meterle los dedos en la garganta.

Su colega se callaba, pues hacía un momento había recibido confidencialmente una fuerte reprimenda a propósito de su vomitivo, de suerte que este bueno de Canivet, tan arrogante y locuaz cuando lo del pie zopo, estaba ahora muy modesto; sonreía continuamente, con gesto de aprobación.

Homais se esponjaba en su orgullo de anfitrión, y el recuerdo de la aflicción de Bovary contribuía vagamente a su placer por una compensación egoísta que se hacía a sí mismo. Además, la presencia del doctor le entusiasmaba. Hacía gala de su erudición, citaba todo mezclando las cantáridas, el upas, el manzanillo, la víbora.

—E incluso he leído que varias personas se habían intoxicado, doctor, como fulminadas por embutidos que habían sufrido un ahumado muy fuerte. Al menos esto constaba en un excelente informe, compuesto por una de nuestras eminencias farmacéuticas, uno de nuestros maestros, el ilustre Cadet de Gassicourt.

La señora Homais reapareció trayendo una de esas vacilantes máquinas que se calientan con espíritu de vino; porque Homais tenía a gala hacer el café sobre la mesa, habiéndolo tostado, molido y mezclado él mismo.

—Sacharum, doctor —dijo ofreciéndole azúcar.

Después mandó bajar a todos sus hijos, pues deseaba conocer la opinión del cirujano sobre su constitución.

Por fin, el señor Larivière se iba a marchar cuando la señora Homais le pidió una consulta para su marido. La sangre se le espesaba de tal modo que se quedaba dormido todas las noches después de cenar.

—¡Oh!, no es le sens
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lo que le molesta.

Y sonriendo un poco por este juego de palabras inadvertido, el doctor abrió la puerta. Pero la farmacia rebosaba de gente y le costó mucho trabajo deshacerse del señor Tuvache, que temía que su esposa tuviera una pleuresía, porque tenía costumbre de escupir en las cenizas; después, del señor Binet, que a veces tenía unas hambres atroces, y de la señora Caron, que sentía picores; de Lheureux, que tenía vértigos; de Lestiboudis, que tenía reúma; de la señora Lefrançois, que tenía acidez. Por fin, los tres caballos arrancaron, y todo el mundo coincidió en que el doctor no se había mostrado complaciente.

La atención pública se distrajo por la aparición del señor Bournisien, que atravesaba el mercado con los santos óleos.

Homais, consecuente con sus principios, comparó a los curas con los cuervos a los que atrae el olor de los muertos; la vista de un eclesiástico le era personalmente desagradable, pues la sotana le hacía pensar en el sudario y detestaba la una un poco por el terror del otro.

Sin embargo, sin retroceder ante lo que él llamaba «su misión», volvió a casa de Bovary en compañía de Canivet, a quien el señor Larivière, antes de marchar, le había encargado con interés que hiciera aquella visita; a incluso, si no hubiera sido por su mujer, se habría llevado consigo a sus dos hijos, a fin de acostumbrarlos a los momentos fuertes, para que fuese una lección, un ejemplo, un cuadro solemne que les quedase más adelante en la memoria.

Cuando entraron, la habitación estaba toda llena de una solemnidad lúgubre. Sobre la mesa de labor, cubierta con un mantel blanco, había cinco o seis bolas de algodón en una bandeja de plata, cerca de un crucifijo entre dos candelabros encendidos. Emma, con la cabeza reclinada sobre el pecho, abría desmesuradamente los párpados, y sus pobres manos se arrastraban bajo las sábanas, con ese gesto repelente y suave de los agonizantes, que parecen querer ya cubrirse con el sudario. Pálido como una estatua, y con los ojos rojos como brasas, Carlos, sin llorar, se mantenía frente a ella, al pie de la cama, mientras que el sacerdote, apoyado sobre una rodilla, mascullaba palabras en voz baja.

El sacerdote se levantó para tomar el crucifijo, entonces ella alargó el cuello como alguien que tiene sed, y, pegando sus labios sobre el cuerpo del Hombre Dios, depositó en él con toda su fuerza de moribunda el más grande beso de amor que jamás hubiese dado. Después el sacerdote recitó el Mirereatur, y el Indulgentiam, mojó su pulgar derecho en el óleo y comenzó las unciones, primeramente en los ojos que tanto habían codiciado todas las pompas terrestres; después en las ventanas de la nariz, ansiosas de tibias brisas y de olores amorosos; después en la boca, que se había abierto para la mentira, que había gemido de orgullo y gritado de lujuria; después en las manos, que se deleitaban en los contactos suaves y, finalmente en la planta de los pies, tan rápidos en otro tiempo cuando corría a saciar sus deseos, y que ahora ya no caminarían más.

El cura se secó los dedos, echó al fuego los restos de algodón mojados de aceite y volvió a sentarse cerca de la moribunda para decirle que ahora debía unir sus sufrimientos a los de Jesucristo y encomendarse a la misericordia divina.

Terminadas sus exhortaciones, trató de ponerle en la mano un cirio bendito, símbolo de las glorias celestiales de las que pronto iba a estar rodeada. Emma, demasiado débil, no pudo cerrar los dedos, y el cirio, a no ser por el señor Bournisien, se habría caído al suelo. Sin embargo, ya no estaba tan pálida, y su cara tenía una expresión de serenidad, como si el Sacramento la hubiese curado.

El sacerdote no dejó de hacer la observación: explicó incluso a Bovary que el Señor, a veces, prolongaba la vida de las personas cuando lo juzgaba conveniente para su salvación; y Carlos recordó un día en que también cerca de la muerte, ella había recibido la Comunión.

«Quizá no había que desesperarse» —pensó él.

En efecto, Emma miró a todo su alrededor, lentamente, como alguien que despierta de un sueño; después, con una voz clara, pidió su espejo y permaneció inclinada encima algún tiempo, hasta el momento en que le brotaron de sus ojos gruesas lágrimas sobre la almohada.

Enseguida su pecho empezó a jadear rápidamente. La lengua toda entera le salió por completo fuera de la boca; sus ojos, girando, palidecían como dos globos de lámpara que se apagan; se la creería ya muerta, si no fuera por la tremenda aceleración de sus costillas, sacudidas por un jadeo furioso, como si el alma diera botes para despegarse. Felicidad se arrodilló ante el crucifijo y el farmacéutico incluso dobló un poco las corvas, mientras que el señor Canivet miraba vagamente hacia la plaza.

Bournisien se había puesto de nuevo en oración, con la cara inclinada hacia la orilla de la cama, con su larga sotana negra que le arrastraba por la habitación. Carlos estaba al otro lado, de rodillas, con los brazos extendidos hacia Emma. Había cogido sus manos y se estremecía a cada latido de su corazón como a la repercusión de una ruina que se derrumba. A medida que el estertor se hacía más fuerte, el eclesiástico aceleraba sus oraciones; se mezclaban a los sollozos ahogados de Bovary y a veces todo parecía desaparecer en el sordo murmullo de las sílabas latinas, que sonaban como el tañido fúnebre de una campana.

De pronto se oyó en la acera un ruido de gruesos zuecos con el roce de un bastón, y se oyó una voz ronca que cantaba:

Souvent la chaleur d'un beau jour

Fait réver fillette à l'amour '
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.

Emma se incorporó como un cadáver que se galvaniza, con los cabellos sueltos, la mirada fija y la boca abierta.

Pour amasser diligemment

Les épis que la faux moissonne,

Ma Nanette va s'inclinant

Vers le sillon qui nous les donne
[71]
.

—¡El ciego! —exclamó.

Y Emma se echó a reír, con una risa atroz, frenética, desesperada, creyendo ver la cara espantosa del desgraciado que surgía de las tinieblas eternas como un espanto.

ill souffla bien fort ce jour là.

Et le jupon court s'envola!
[72]

Una convulsión la derrumbó de nuevo sobre el colchón. Todos se acercaron. Ya había dejado de existir.

Capítulo IX

Siempre hay detrás de la muerte de alguien como una estupefacción que se desprende, tan difícil es comprender esta llegada inesperada de la nada y resignarse a creerlo. Pero cuando se dio cuenta de su inmovilidad, Carlos se echó sobre ella gritando:

—¡Adiós!, ¡adiós!

Homais y Canivet le sacaron fuera de la habitación.

—¡Tranquilícese!

—Sí —decía debatiéndose, seré razonable, no haré daño. Pero déjenme. ¡Quiero verla!, ¡es mi mujer!

Y lloraba.

—Llore —dijo el farmacéutico, dé rienda suelta a la naturaleza, eso le aliviará.

Carlos, sintiéndose más débil que un niño, se dejó llevar abajo, a la sala, y el señor Homais pronto se volvió a su casa.

En la plaza fue abordado por el ciego, quien habiendo llegado a Yonville con la esperanza de la pomada antiflogística, preguntaba a cada transeúnte dónde vivía el boticario.

—¡Vamos, hombre!, ¡como si no tuviera otra cosa que hacer! Ten paciencia, vuelve más tarde.

Y entró precipitadamente en la farmacia.

Tenía que escribir dos cartas, preparar una poción calmante para Bovary, inventar una mentira que pudiese ocultar el envenenamiento y preparar un artículo para El Fanal, sin contar las personas que le esperaban para recibir noticias; y, cuando los yonvillenses escucharon el relato del arsénico que había tomado por azúcar, al hacer una crema de vainilla, Homais volvió de nuevo a casa de Bovary.

Lo encontró solo (el señor Canivet acababa de marcharse), sentado en el sillón, cerca de la ventana y contemplando con una mirada idiota los adoquines de la calle.

—Ahora —dijo el farmacéutico— usted mismo tendría que fijar la hora de la ceremonia.

—¿Por qué?, ¿qué ceremonia?

Después con voz balbuciente y asustada:

—¡Oh!, no, ¿verdad?, no, quiero conservarla.

Homais, para disimular, tomó una jarra del aparador para regar los geranios.

—¡Ah!, gracias —dijo Carlos, ¡qué bueno es usted!

Y no acabó su frase, abrumado por el aluvión de recuerdos que este gesto del farmacéutico le evocaba.

Entonces, para distraerle, Homais creyó conveniente hablar un poco de horticultura; las plantas necesitaban humedad. Carlos bajó la cabeza en señal de aprobación.

—Además, ahora van a volver los días buenos.

—¡Ah! —dijo Bovary.

El boticario, agotadas sus ideas, se puso a separar suavemente los visillos de la vidriera.

—¡Mire!, allí va el señor Tuvache.

Carlos repitió como una máquina.

—Allí va el señor Tuvache.

Homais no se atrevió a hablarle otra vez de los preparativos fúnebres; fue el eclesiástico quien vino allí a resolverlo.

Carlos se encerró en su gabinete, tomó una pluma, y, después de haber sollozado algún tiempo, escribió.

«Quiero que la entierren con su traje de boda, con unos zapatos blancos, una corona. Le extenderán el pelo sobre los hombros; tres ataúdes, uno de roble, uno de caoba, uno de plomo. Que nadie me diga nada, tendré valor. Le pondrán por encima de todo una gran pieza de terciopelo verde. Esta es mi voluntad. Que se cumpla».

Aquellos señores se extrañaron mucho de las ideas novelescas de Bovary, y enseguida el farmacéutico fue a decirle:

—Ese terciopelo me parece una redundancia. Además, el gasto…

—¿Y a usted qué le importa? —exclamó Carlos. ¡Déjeme en paz!, ¡usted no la quería! ¡Márchese!

El eclesiástico lo tomó por el brazo para hacerle dar un paseo por la huerta. Hablaba sobre la vanidad de las cosas terrestres. Dios era muy grande, muy bueno; debíamos someternos sin rechistar a sus decretos, incluso darle gracias.

Carlos prorrumpió en blasfemias.

—¡Detesto al Dios de ustedes!

—El espíritu de rebelión no le ha dejado todavía —suspiró el eclesiástico.

Bovary estaba lejos. Caminaba a grandes pasos, a lo largo de la pared, cerca del espaldar, y rechinaba los dientes, levantaba al cielo miradas de maldición, pero ni una sola hoja se movió.

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