Madame Bovary (40 page)

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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

—No…, pero…

Y él le confesó que al propietario no le gustaba que se recibiese a «mujeres». Entonces cogió su llave. Emma lo detuvo.

—¡Oh!, no, allá, en nuestra Casa.

Y fueron a su habitación, en el «Hôtel de Boulogne».

Al llegar ella bebió un gran vaso de agua. Estaba muy pálida. Le dijo:

—León, me vas a hacer un favor.

Y sacudiéndolo por las dos manos, que le apretaba fuertemente, añadió:

—¡Escucha, necesito ocho mil francos!

—¡Pero tú estás loca!

—¡Todavía no!

Y enseguida, contando la historia del embargo, le expresó su angustia, pues Carlos lo ignoraba todo, su suegra la detestaba, el tío Rouault no podía hacer nada; pero él, León, iba a ponerse en marcha para encontrar aquella cantidad indispensable.

—¿Cómo quieres que…?

—¡Qué cobarde estás hecho! exclamó ella.

Entonces él dijo tontamente:

—¡Tú desorbitas las cosas! Quizás con un millar de escudos tu buen hombre se calmaría.

Razón de más para intentar alguna gestión, era imposible que no se encontrasen tres mil francos. Además, León podía salir de fiador.

—¡Vete!, ¡prueba!, ¡es preciso!, ¡corre…! ¡Oh!, ¡inténtalo!, ¡prueba!, te querré mucho.

Él salió, volvió al cabo de una hora, y dijo con una cara solemne:

—He visitado a tres personas… ¡inútilmente!

Después se quedaron sentados, uno en frente del otro, en los dos rincones de la chimenea, inmóviles, sin hablar. Emma se encogía de hombros y pataleaba. Él la oyó murmurar:

—Si estuviera en tu puesto, ya lo creo que los encontraría.

—¿Dónde?

—En tu despacho.

Y se quedó mirándole.

Una audacia infernal se escapaba de sus pupilas encendidas, y los párpados se entornaban de una forma lasciva a incitante, de tal modo que el joven se sintió ablandar bajo la muda voluntad de aquella mujer que le aconsejaba un delito. Entonces tuvo miedo, y para evitar toda explicación, se golpeó la frente exclamando:

—Morel debe volver esta noche, espero que no se me negará (era un amigo suyo, el hijo de un negociante muy rico), y te traeré eso —le dijo él.

Emma no pareció acoger esta esperanza con tanta alegría como él se había imaginado. ¿Sospechaba el engaño? Él continuó enrojeciendo:

—Sin embargo, si no he llegado a las tres, no me esperes, ¡querida! Tengo que irme, perdona, ¡adiós!

Le apretó la mano, pero la notó totalmente inerte. Emma ya no tenía fuerza para ningún sentimiento.

Dieron las cuatro; y ella se levantó para regresar a Yonville obedeciendo como una autómata al impulso de la costumbre.

Hacía bueno; era uno de esos días del mes de marzo claros y crudos, en que luce el sol en un cielo completamente despejado. Los ruaneses endomingados se paseaban con aire feliz. Llegó a la plaza de la catedral. Salían de las vísperas; la muchedumbre salía por los tres pórticos, como un río por los tres arcos de un puente, y, en medio, más inmóvil que una roca, estaba el guarda de la iglesia.

Entonces recordó aquel día en que, toda ansiosa y llena de esperanzas, había entrado en aquella gran nave que se extendía ante ella menos profunda que su amor; y siguió caminando, llorando bajo su velo, distraída, vacilante, a punto de desfallecer.

—¡Cuidado! —gritó una voz desde la puerta de un coche que se abría.

Emma se paró para dejar pasar un caballo negro, que piafaba entre los varales de un tílburi conducido por un caballero que llevaba un abrigo de marta cibelina. ¿Quién era?

Ella lo conocía… El coche arrancó y desapareció.

Pero si era él, ¡el vizconde! Emma se volvió: la calle estaba desierta. Y quedó tan abrumada, tan triste, que se apoyó en una pared para no caer.

Después pensó que se había equivocado. De todos modos, no sabía nada de esto. Todo en sí misma y fuera de ella la abandonaba. Se sentía perdida, rodando al azar en abismos indefinibles; y al llegar a la «Croix Rouge» casi le dio alegría encontrar al bueno del señor Homais, que miraba cómo cargaban en «La Golondrina» una gran caja llena de productos farmacéuticos. En su mano sostenía, en un pañuelo, seis cheminota para su esposa.

A la señora Homais le gustaban mucho estos panecillos pesados, en forma de turbante, que se comen en la Cuaresma con mantequilla salada: última muestra de los alimentos góticos que se remonta tal vez al siglo de las cruzadas y de los cuales se llenaban antaño los robustos normandos, creyendo ver sobre la mesa, a la luz de las antorchas amarillas, entre los jarros de hipocrás y los gigantescos embutidos, cabezas de sarracenos que devorar. La mujer del boticario los comía como ellos, heroicamente, a pesar de su detestable dentadura; por eso, todas las veces que el señor Homais hacía un viaje a la ciudad no se olvidaba de llevarle panecillos, que compraba siempre en la fábrica de la calle Massacre.

—Encantado de verla —dijo tendiendo la mano a Emma para ayudarle a subir a «La Golondrina».

Después colgó los cheminota en las mallas de la red y se quedó con la cabeza descubierta y los brazos cruzados en una actitud pensativa y napoleónica.

Pero cuando el ciego, como de costumbre, apareció al pie de la cuesta, Homais exclamó:

—No comprendo cómo la autoridad sigue tolerando cosas tan vergonzosas. Deberían encerrar a esos desgraciados y obligarlos a hacer algún trabajo. El progreso, palabra de honor, va a paso de tortuga. Estamos chapoteando en plena barbarie.

El ciego tendía su sombrero, que se bamboleaba al lado de la puerta del coche como si fuera una bolsa de la tapicería desclavada.

—¡Ahí tiene —dijo el farmacéutico— una afección escrofulosa!

Y aunque conocía a aquel pobre diablo, fingió que lo veía por primera vez, murmuró las palabras de «córnea, córnea opaca, esclerótica, facies»; después le preguntó en un tono paternal.

—¿Hace mucho tiempo, amigo mío, que tienes esa espantosa enfermedad? En lugar de emborracharte en la taberna más te valdría seguir un régimen.

Le aconsejaba que tomase buen vino, buena cerveza, buenos asados. El ciego continuaba su canción; por otra parte, parecía casi idiota. Por fin, el señor Homais abrió la bolsa.

—Toma, ahí tienes un sueldo, devuélveme dos ochavos; no olvides mis consejos, te encontrarás mucho mejor.

Hivert se permitió en voz alta expresar dudas sobre su eficacia. Pero el boticario certificó que le curaría él mismo con una pomada antiflogística compuesta por él, y le dio sus señas:

—Señor Homais, cerca del mercado, suficientemente conocido.

—Bueno, en premio —dijo Hivert—, vas a hacernos la comedia.

El ciego se desplomó sobre sus piernas, y echando hacia atrás la cabeza al tiempo que giraba sus ojos verdosos y sacaba la lengua, se frotaba el estómago con las dos manos, mientras que daba una especie de aullido sordo, como un perro hambriento. Emma, llena de asco, le envió por encima del hombro una moneda de cinco francos. Era toda su fortuna. Le parecía hermoso arrojarla así.

Ya el coche había arrancado de nuevo cuando de pronto el señor Homais se asomó a la ventanilla y gritó:

—Nada de farináceos ni de lacticinios. Ropa interior de lana y vapores de bayas de enebro en las partes enfermas.

El espectáculo de los objetos conocidos que desfilaban ante sus ojos poco a poco distraía a Emma de su dolor presente. Una insoportable fatiga la abrumaba, y llegó a su casa alelada, desanimada, casi dormida.

—¡Sea lo que Dios quiera! —se decía.

Y además, ¿quién sabe?, ¿por qué de un momento a otro no podría surgir un acontecimiento extraordinario? El mismo Lheureux podía morir.

A las nueve de la mañana la despertó un ruido de voces en la plaza. Había una aglomeración alrededor del mercado para leer un gran cartel pegado en uno de los postes, y vio a Justino que subía a un guardacantón y que rompía el cartel. Pero en este momento el guarda rural le puso la mano en el cuello. El señor Homais salió de la farmacia y la señora Lefrançois parecía estar perorando en medio de la muchedumbre.

—¡Señora!, ¡señora! —exclamó Felicidad al entrar—, ¡qué infamia! Y la pobre chica, emocionada, le alargó un papel amarillo que acababa de arrancar en la puerta. Emma leyó en un abrir y cerrar de ojos que todo su mobiliario estaba en venta.

Se miraron en silencio. No tenían, la sirvienta y el ama, ningún secreto la una para la otra. Por fin, Felicidad suspiró:

—Yo en su lugar, señora, iría a ver al señor Guillaumin.

—¿Tú crees?

Y esta pregunta quería decir:

—Tú que conoces la casa por el criado, ¿es que el amo ha hablado de mí alguna vez?

—Sí, vaya, hará bien en ir.

Se vistió, se puso el traje negro con capota de cuentas de azabache, y para que no la viesen (seguía habiendo mucha gente en la plaza), se encaminó hacia las afueras del pueblo, por el sendero a orilla del agua.

Llegó toda sofocada ante la verja del notario; el cielo estaba oscuro y caía un poco de nieve.

Al ruido de la campanilla, Teodoro, en chaleco rojo, apareció en la escalinata; vino a abrirle casi familiarmente, como a una conocida, y la hizo pasar al comedor.

Una amplia estufa de porcelana crepitaba bajo un cactus que llenaba la hornacina, y en marcos de madera negra, colgados de la pared empapelada de color roble, estaban la Esmeralda de Steuben con la Putiphar de Shopin. La mesa servida, dos calientaplatos de plata, el pomo de cristal de las puertas, el suelo y los muebles, todo relucía con una limpieza meticulosa, inglesa; los cristales estaban adornados en cada esquina con vidrios de color.

—Este sí que es un comedor —pensaba Emma—, como el que me haría falta a mí.

Entró el notario, apretando con el brazo izquierdo contra su cuerpo la bata de casa con palmas bordadas, mientras que con la otra se quitaba y ponía rápidamente un birrete de terciopelo marrón, caído con presunción sobre el lado derecho por donde salían las puntas de tres mechones rubios que, recogidos en el occipucio, contorneaban su cabeza calva.

Después de ofrecerle asiento, se sentó a almorzar, pidiéndole muchas disculpas por la descortesía.

—Señor —empezó Emma—, yo quisiera pedirle…

—¿Qué, señora? Dígame.

Emma comenzó a exponerle su situación.

El señor Guillaumin la conocía, pues estaba en relación con el comerciante de telas, en cuya casa encontraba siempre capitales para los préstamos hipotecarios que se hacían en su notaría.

Por tanto, conocía, y mejor que ella, la larga historia de aquellos pagarés, mínimos al principio, que llevaban como endosantes nombres diversos, espaciados a largos vencimientos y renovados continuamente, hasta el día en que recogiendo todos los protestos, el comerciante había encargado a su amigo Vinçart que hiciese en su nombre propio las diligencias necesarias, pues él no quería pasar por un tigre ante sus conciudadanos.

Ella entremezcló su relato con recriminaciones contra Lheureux, a las cuales el notario respondía de vez en cuando con una palabra insignificante. Comiendo su chuleta y bebiendo su té, apoyaba el mentón en su corbata azul cielo, atravesada por dos alfileres de diamantes unidos por una cadenita de oro; y sonreía con una sonrisa singular, de una manera dulzona y ambigua. Pero, dándose cuenta de que ella tenía los pies mojados:

—Acérquese a la estufa… más arriba…, contra la porcelana.

Tenía miedo a ensuciarla. El notario exclamó en tono galante:

—Las cosas hermosas no estropean nada.

Entonces Emma trató de conmoverlo, y, emocionándose ella misma, llegó a contarle las estrecheces de su casa, sus dificultades, sus necesidades. ¡Él comprendía esto!, ¡una mujer elegante!, y, sin parar de comer, se había vuelto completamente hacia ella, de tal modo que le rozaba con su rodilla la botina, cuya suela se curvaba humeando al lado de la estufa.

Pero cuando Emma le pidió mil escudos, él apretó los labios, después se declaró muy apenado por no haberse hecho cargo antes de la administración de su fortuna, pues había cien medios muy cómodos, incluso para una dama, de hacer producir su dinero. En las turberas de Grumesnil o en los terrenos de El Havre habrían podido hacer, casi seguro, excelentes especulaciones; y la dejó consumirse de rabia ante la idea de las sumas fantásticas que sin duda podría haber ganado.

—¿Por qué —preguntó el notario— no ha venido a verme?

—No sé muy bien —dijo ella.

—¿Por qué, eh?… ¿Le daba miedo?

—¡Soy yo, por el contrario, quien debería quejarse! ¡Si apenas nos conocemos! Sin embargo, le tengo mucho afecto; ¿ya no lo pone en duda, supongo?

Alargó su mano, tomó la de Emma, la cubrió con un beso voraz, después la puso sobre su rodilla; y jugaba con sus dedos delicadamente, diciéndole mil piropos.

Su voz sosa susurraba como un arroyo que corre, una chispa brotaba de su pupila a través del reflejo de sus lentes, y sus manos se adentraban en la manga de Emma para palparle el brazo. Emma sentía en su mejilla el aliento de una respiración jadeante. Aquel hombre la molestaba horriblemente.

Se levantó de un salto y le dijo:

—Señor, estoy esperando.

—¿Qué? —dijo el notario, que de pronto se volvió extremadamente pálido:

—Ese dinero.

—Pero…

Después, cediendo a la irrupción de un deseo demasiado fuerte:

—Bueno, pues sí.

Se arrastraba de rodillas hacia ella, sin pensar en su bata de casa.

—Por favor, quédese, ¡la quiero!

La cogió por la cintura.

Una oleada de púrpura subió enseguida a la cara de Madame Bovary. Se echó hacia atrás con una cara de espanto:

—¡Usted se aprovecha descaradamente de mi desgracia, señor! Soy digna de lástima, pero no me vendo.

Y salió.

El notario quedó estupefacto, con los ojos fijos en sus bonitas zapatillas bordadas. Eran un regalo del amor. Aquella contemplación le sirvió, por fin, de consuelo. Además, pensaba que una aventura semejante le habría llevado muy lejos.

—¡Qué miserable!, ¡qué grosero!, ¡qué infame! —se decía ella, huyendo con paso nervioso bajo los álamos de la carretera. La decepción del fracaso reforzaba la indignación de su pudor ultrajado; le parecía que la Providencia se obstinaba en perseguirla, y realzando su amor propio, nunca había tenido tanta estima por sí misma ni canto desprecio por los demás. Un algo belicoso la ponía fuera de sí. Habría querido pegar a los hombres, escupirles en la cara, triturarlos a todos; y continuaba caminando rápidamente hacia adelante, pálida, temblorosa, furiosa, escudriñando con los ojos en lágrimas el horizonte vacío, y como deleitándose en el odio que la ahogaba.

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