—¡Ah!, ¡vete! —le decía.
Otras veces, quemada más fuertemente por aquella llama íntima avivada por el adulterio, jadeante, conmovida, ardiente de deseos, abría la ventana, aspiraba el aire frío, soltaba al viento su cabellera demasiado pesada, y, mirando a las estrellas, anhelaba amores de príncipe. Pensaba en él, en León. Entonces habría dado todo por una sola de aquellas citas que la saciaban.
Eran sus días de gala. Ella quería que fuesen espléndidos, y cuando no podía pagar él solo el gasto, ella completaba el resto liberalmente, lo cual ocurría casi todas las veces. Él trató de hacerle comprender que estarían bien en otro lado, en algún hotel más modesto; pero ella puso objeciones.
Un día sacó del bolso seis cucharillas de plata dorada (era el regalo de boda del señor Rouault), rogándole que fuese inmediatamente a llevar aquello, a nombre de ella, al Monte de Piedad; y León obedeció, aunque esta gestión le desgarraba. Temía comprometerse.
Después, reflexionando, advirtió León que su amante adoptaba unas actitudes extrañas, y que quizás no estuvieran equivocados los que querían separarle de ella.
En efecto, alguien había enviado a su madre una larga carta anónima, para avisarla de su hijo se estaba perdiendo con una mujer casada; y enseguida la buena señora, entreviendo el eterno fantasma de las familias, es decir, la vaga criatura perniciosa, la sirena, el monstruo que habitaba fantásticamente en las profundidades del amor, escribió al notario Dubocage, su patrón, el cual estuvo muy acertado en este asunto. Pasó con él tres cuartos de hora queriendo abrirle los ojos, advertirle del precipicio. Tal intriga dañaría más adelante su despacho. Le suplicó que rompiese, y si no hacía este sacrificio por su propio interés, que lo hiciese al menos por él, ¡Dubocage!
León había jurado, por fin, no volver a ver a Emma; y se reprochaba no haber mantenido su palabra, considerando todo lo que aquella mujer podría todavía acarrearle de líos y habladurías sin contar las bromas de sus compañeros que se despachaban a gusto por la mañana alrededor de la estufa. Además, él iba a ascender a primer pasante de notaría: era el momento de ser serio. Por eso renunciaba a la flauta, a los sentimientos exaltados, a la imaginación, pues todo burgués, en el acaloramiento de la juventud, aunque sólo fuese un día, un minuto, se creía capaz de inmensas pasiones, de altas empresas. El más mediocre libertino soñó con sultanas; cada notario lleva en sí los restos de un poeta.
Ahora se aburría cuando Emma, de repente, se ponía a sollozar sobre su pecho; y su corazón, como la gente que no puede soportar más que una cierta dosis de música, se adormecía de indiferencia en el estrépito de un amor cuyas delicadezas ya no distinguía.
Se conocían demasiado para gozar de aquellos embelesos de la posesión que centuplican su gozo. Ella estaba tan hastiada de él como él cansado de ella. Emma volvía a encontrar en el adulterio todas las soserías del matrimonio.
Pero ¿cómo poder desprenderse de él? Por otra parte, por más que se sintiese humillada por la bajeza de tal felicidad, se agarraba a ella por costumbre o por corrupción; y cada día se enviciaba más, agotando toda felicidad a fuerza de quererla demasiado grande. Acusaba a León de sus esperanzas decepcionadas, como si la hubiese traicionado; y hasta deseaba una catástrofe que le obligase a la separación, puesto que no tenía el valor de decidirse a romper.
No dejaba de escribirle cartas de amor, en virtud de esa idea de que una mujer debe seguir escribiendo a su amante.
Pero al escribir veía a otro hombre, a un fantasma hecho de sus más ardientes recuerdos, de sus más bellas lecturas, de sus más ardientes deseos; y, por fin, se le hacía tan verdadero y accesible que palpitaba maravillada, sin poder, sin embargo, imaginarlo claramente, hasta tal punto se perdía como un dios bajo la abundancia de sus atributos. Aquel fantasma habitaba el país azulado donde las escaleras de seda se mecen en balcones, bajo el soplo de las flores, al claro de luna. Ella lo sentía a su lado, iba a venir y la raptaría toda entera en un beso. Después volvía a desplomarse, rota, pues aquellos impulsos de amor imaginario la agotaban más que las grandes orgías.
Ahora sentía un cansancio incesante y total. A menudo incluso recibía citaciones judiciales, papel timbrado que apenas miraba. Hubiera querido no seguir viviendo o dormir ininterrumpidamente.
El día de la mi carême
[67]
no volvió a Yonville; por la noche fue al baile de máscaras. Se puso un pantalón de terciopelo y unas medias rojas, una peluca con un lacito en la nuca y un tricornio caído sobre la oreja. Saltó toda la noche al son furioso de los trombones; hacían corro a su alrededor; y por la mañana se encontró en el peristilo del teatro entre cinco o seis máscaras, mujeres de rompe y rasga y marineros, camaradas de León, que hablaban de ir a cenar.
Los cafés de alrededor estaban llenos. Vieron en el puerto un restaurante de los más mediocres, cuyo dueño les abrió, en el cuarto piso, una pequeña habitación.
Los hombres cuchicheaban en un rincón, sin duda consultándose sobre el gasto. Había un pasante de notario, dos estudiantes de medicina y un dependiente: ¡qué compañía para ella! En cuanto a las mujeres, Emma se dio cuenta pronto, por el timbre de sus voces, que debían ser casi todas de ínfima categoría. Entonces tuvo miedo, retiró hacia atrás su silla y bajó los ojos.
Los otros se pusieron a comer. Emma no comió; le ardía la frente, le picaban los párpados y sentía un frío glacial en la piel. Dentro de su cabeza seguía retumbando el suelo del baile, bajo las pisadas rítmicas de los mil pies que bailaban. Después, el olor del ponche con el humo de los cigarros la mareó. Se desmayó; la llevaron junto a la ventana.
Comenzaba a apuntar el día, y una gran mancha de color púrpura se ensanchaba en el cielo pálido por la parte de Santa Catalina. El río, lívido, se agitaba con el viento; no había nadie en los puentes; las farolas se apagaban.
Emma se reanimó entretanto, y llegó a pensar en Berta, que dormía allá, en la habitación de su criada. Pero pasó una carreta llena de largas cintas de hierro, haciendo contra la pared de las casas una vibración metálica ensordecedora.
Emma se esquivó bruscamente, se desprendió de su traje, dijo a León que tenía que volver a casa, y por fin quedó sola en el «Hôtel de Boulogne». Todo, incluso ella misma, le era insoportable. Habría querido, escapándose como un pájaro, ir a rejuvenecerse a algún lugar, muy lejos, en los espacios inmaculados.
Salió, atravesó el bulevar, la plaza Cauchoise y el suburbio, hasta una calle descubierta que dominaba unos jardines. Caminaba deprisa, el aire libre la calmaba; y poco a poco las caras de la muchedumbre, las caretas, las contradanzas, las lámparas, la cena, aquellas mujeres, todo desaparecía como brumas arrebatadas por el viento. Después, volviendo a la «Croix Rouge», se echó en su cama, en la pequeña habitación del segundo, donde colgaban las estampas de la Tour de Nesle. A las cuatro de la tarde la despertó Hivert.
Al entrar en su casa, Felicidad le enseñó detrás del reloj un papel gris. Emma leyó:
«En virtud de traslado, en forma ejecutoria de una… sentencia…»
¿Qué sentencia? En efecto, la víspera, habían traído otro papel que ella no conocía; por eso quedó estupefacta ante estas palabras:
«Requiriendo en nombre del rey, la ley y la justicia, a Madame Bovary…»
Entonces, saltando varias líneas, vio:
«En un plazo máximo de» —¿cómo, pues?, ¿así? «Pagar la suma total de ocho mil francos». E incluso más abajo, se leía:
«Será apremiada por toda vía de derecho, y especialmente por el embargo por vía ejecutiva de sus muebles y efectos».
¿Qué hacer?… Tenía un plazo de veinticuatro horas: ¡mañana! Lheureux, pensó, quería sin duda darle otro susto; pues ella adivinó de pronto todas sus maniobras, el objetivo que buscaba con sus complacencias. Lo que la tranquilizaba era la exageración misma de la cantidad.
Sin embargo, a fuerza de comprar, de no pagar, de pedir prestado, de firmar pagarés, de renovar aquellos pagarés, que se inflaban a cada nuevo vencimiento, Emma había terminado proporcionando al tal Lheureux un capital, que él esperaba impacientemente para sus especulaciones.
Se presentó en casa del tendero con aire desenvuelto.
—¿Sabe lo que me pasa? ¡Seguramente que es una broma!
—No.
—¿Cómo es eso?
—Él se volvió lentamente, y le dijo cruzándose los brazos:
—¿Pensaba usted, señora mía, que yo iba, hasta la consumación de los siglos, a ser su proveedor y banquero? ¡Por el amor de Dios! Tengo que recuperar lo que he desembolsado, ¡seamos justos!
Ella protestó de la cuantía de la deuda.
—¡Ah!, ¡qué le vamos a hacer!, ¡el tribunal lo ha reconocido!, ¡hay una sentencia!, ¡se la han notificado! Además, no soy yo, es Vinçart.
—¿Es que usted no podría…?
—¡Oh, nada en absoluto!
—Pero…, sin embargo…, razonemos.
Y ella se fue por los cerros de úbeda; no se había enterado de nada…, era una sorpresa…
—¿De quién es la culpa? —dijo Lheureux saludándola irónicamente. Mientras que yo estoy trabajando como un negro, usted se divierte de lo lindo.
—¡Ah!, ¡nada de sermones!
—Eso nunca hace daño —le replicó él.
Ella estuvo cobarde, le suplicó; a incluso apoyó su linda mano blanca y larga sobre las rodillas del comerciante.
—¡Déjeme ya! ¡Parece que quiere seducirme!
—¡Es usted un miserable! exclamó ella.
—¡Oh!, ¡oh!, ¡qué maneras! —replicó riendo.
—Ya haré saber quién es usted. Se lo diré a mi marido.
—Bien, yo le enseñaré algo a su marido…
Y Lheureux sacó de su caja fuerte el recibo de mil ochocientos francos que ella le había dado en ocasión del descuento de Vinçart.
—¿Cree usted —añadió él— que no se va a dar cuenta de sus pequeños robos ese pobre hombre?
Emma se desplomó más abatida que si hubiese recibido un mazazo. Él se paseaba desde la ventana a la mesa, sin dejar de repetir:
—¡Ah!, ya lo creo que lo enseñaré… sí que se lo enseñaré…
Después se acercó a ella, y con voz suave:
—No es divertido, lo sé; después de todo nadie se ha muerto por esto, y como es el único medio que le queda de devolverme mi dinero…
—¿Pero dónde encontrarlo? —dijo Emma retorciéndose los brazos.
—¡Ah, bah!, ¡cuando, como usted, se tienen amigos!
Y la miraba de una manera tan penetrante y tan terrible que ella tembló hasta las entrañas.
—Se lo prometo —dijo ella, firmaré…
—¡Ya estoy harto de sus firmas!
—¡Volveré a vender…!
—¡Vamos! —dijo él encogiéndose de hombros—, ya no le queda nada.
Y llamó por la mirilla que daba a la tienda.
—¡Anita!, no olvides los tres cupones del número 14.
Apareció la sirvienta; Emma comprendió, y preguntó cuánto dinero necesitaría para detener todas las diligencias.
—¡Es demasiado tarde!
—¿Pero si trajera algunos miles de francos, la cuarta parte del total, la tercera, casi todo?
—Pues no, ¡es inútil!
Y la empujaba suavemente hacia la escalera.
—Le conjuro, señor Lheureux, ¡unos días más!
Ella sollozaba.
—Vaya, bueno, ¡lagrimitas!
—¡Usted me desespera!
—¡Me trae sin cuidado! —dijo él volviendo a cerrar la puerta.
Estuvo estoica al día siguiente cuando el Licenciado Hareng, el alguacil, con dos testigos, se presentó en su casa para levantar acta del embargo.
Comenzaron por el despacho de Bovary y no registraron la cabeza frenológica, que fue considerada como «instrumento de su profesión»; pero contaron en la cocina los platos, las ollas, las sillas, los candelabros, y, en su dormitorio, todas las chucherías de la estantería. Examinaron sus vestidos, la ropa interior, el tocador; y su existencia fue apareciendo, hasta en sus rincones más íntimos, como un cadáver al que hacen la autopsia, expuesta, mostrada con todo detalle a las miradas de aquellos tres hombres.
El Licenciado Hareng, enfundado en una fina levita negra, de corbata blanca y con trabillas muy estiradas, repetía de vez en cuando:
—¿Me permite, señora?, ¿me permite?
Frecuentemente hacía exclamaciones:
—¡Precioso!… ¡muy bonito!
Después volvía a escribir mojando su pluma en el tintero de asta que sujetaba con la mano izquierda.
Cuando terminaron con las habitaciones subieron al desván.
Allí guardaba ella un pupitre donde estaban cerradas las cartas de Rodolfo. Hubo que abrirlo.
—¡Ah!, una correspondencia —dijo el Licenciado Hareng con una sonrisa discreta—. Pero permita, pues tengo que comprobar si la caja no contiene algo más.
E inclinó los papeles ligeramente, como para hacer caer los napoleones. Entonces ella se indignó viendo aquella gruesa mano, de dedos rojos y blandos como babosas, que se posaba sobre aquellas páginas donde su corazón había latido.
Por fin se fueron. Volvió Felicidad. Emma la había mandado que estuviese al acecho para desviar a Bovary; a instalaron rápidamente bajo el tejado al guardián del embargo, que juró no moverse de allí.
Aquella noche Carlos le pareció preocupado. Emma lo espiaba con una mirada llena de angustia, creyendo ver acusaciones en las arrugas de su cara. Después, cuando volvía su mirada a la chimenea poblada de pantallas chinas, a las amplias cortinas, a los sillones, en fin, a todas las cosas que habían endulzado la amargura de su vida, le entraba un remordimiento, o más bien una pena inmensa que exacerbaba la pasión, lejos de aniquilarla. Carlos atizaba el fuego plácidamente con los dos pies sobre los morillos de la chimenea.
Hubo un momento en que el guardián, aburrido sin duda en su escondite, hizo un poco de ruido.
—¿Andan por arriba? —dijo Carlos.
—No —contestó ella—, es una buhardilla que ha quedado abierta y que mueve el viento.
A día siguiente, domingo, Emma fue a Rouen a visitar a todos los banqueros cuyo nombre conocía. Estaban en el campo o de viaje. No se desanimó; y a aquéllos que pudo encontrar les pedía dinero, asegurando que le hacía falta, que se lo devolvería. Algunos se le rieron en la cara, todos la rechazaron.
A las dos corrió a ver a León, llamó a su puerta. No abrieron. Por fin apareció.
—¿Qué te trae por aquí?
—¿Te molesta?