Madame Bovary (42 page)

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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

—¡No los tengo! —respondió Rodolfo con esa calma perfecta con que se protegen como si fuera un escudo las cóleras resignadas.

Emma salió. Las paredes temblaban, el techo la aplastaba; y volvió a pasar por la larga avenida tropezando en los montones de hojas caídas que dispersaba el viento.

Por fin, llegó al foso delante de la verja; se rompió las uñas queriendo abrir deprisa. Después, cien pasos más adelante, sin aliento, a punto de caer, se paró. Y entonces, volviendo la vista, percibió otra vez el impasible castillo, con el parque, los jardines, los tres patios y todas las ventanas de la fachada.

Se quedó estupefacta, y sin más conciencia de sí misma que el latido de sus arterias; le parecía oír como una ensordecedora música que se le escapaba y llenaba los campos. El suelo se hundía bajo sus pies, y los surcos le parecieron inmensas olas oscuras que se estrellaban.

Todas las reminiscencias, todas las ideas que había en su cabeza se escapaban a la vez, de un solo impulso, como las mil piezas de un fuego de artificio. Vio a su padre, el despacho de Lheureux, la habitación de los dos, allá lejos, un paisaje diferente. Era presa de un ataque de locura, tuvo miedo y llegó a serenarse, aunque hay que decir de una manera confusa, porque no recordaba la causa de su horrible estado, es decir, el problema del dinero. No sufría más que por su amor, y sentía que su alma la abandonaba por este recuerdo, como los heridos que agonizan sienten que la vida se les va por la herida que les sangra.

Caía la noche, volaban las cornejas.

Le pareció de pronto que unas bolitas color de fuego estallaban en el aire como balas fulminantes que se aplastaban, y giraban, giraban, para ir a derretirse en la nieve entre las ramas de los árboles. En medio de cada uno de ellas aparecía la cara de Rodolfo. Se multiplicaron y se acercaban, la penetraban; todo desapareció. Reconoció las luces de las casas que brillaban de lejos en la niebla.

Entonces su situación se le presentó de nuevo, como un abismo. Jadeaba hasta partirse el pecho. Después, en un arrebato de heroísmo que la volvía casi alegre, bajó la cuesta corriendo, atravesó la pasarela de las vacas, el sendero, la avenida, el mercado y llegó a la botica. No había nadie. Iba a entrar, pero al sonar la campanilla podía venir alguien, y deslizándose por la valla, reteniendo el aliento, tanteando las paredes, llegó hasta el umbral de la cocina, en la que ardía una vela colocada sobre el fogón. Justino, en mangas de camisa, llevaba una bandeja.

—¡Ah!, están cenando. Esperemos.

Justino regresó. Ella golpeó el cristal. Él salió.

—¡La llave!, la de arriba, donde están los…

—¿Cómo?

Y la miraba, todo asombrado por la palidez de su cara.

—¡La quiero!, ¡dámela!

Como el tabique era delgado, se oía el ruido de los tenedores contra los platos en el comedor.

Decía que las necesitaba para matar las ratas que no le dejaban dormir.

—Tendría que decírselo al señor.

—¡No!, ¡quédate aquí!

Después, con aire indiferente:

—¡Bah!, no vale la pena, se lo diré luego. ¡Vamos, alúmbrame!

Y entró en el pasillo adonde daba la puerta del laboratorio. Había en la pared una llave con la etiqueta Capharnaüm.

—¡Justino! —gritó el boticario, que estaba impaciente.

—¡Subamos!

Y él la siguió.

Giró la llave en la cerradura, y Emma fue directamente al tercer estante, hasta tal punto la guiaba bien su recuerdo, tomó el bote azul, le arrancó la tapa, metió en él la mano, y, retirándola llena de un polvo blanco, se puso a comer allí con la misma mano.

—¡Quieta! —exclamó él echándose encima de ella.

—¡Cállate!, pueden venir.

Él se desesperaba, quería llamar.

—¡No digas nada de esto, le echarían la culpa a tu amo!

Después se volvió, súbitamente apaciguada, y casi con la serenidad de un deber cumplido.

Cuando Carlos, trastornado por la noticia del embargo, entró en casa, Emma acababa de salir. Gritó, lloró, se desmayó, pero Emma no volvía. ¿Dónde podía estar? Mandó a Felicidad a casa de Homais, a casa de Tuvache, a la de Lheureux, al «Lion d'Or», a todos los sitios; y, en las intermitencias de su angustia, veía su consideración aniquilada, su fortuna perdida, el porvenir de Berta roto. ¿Por qué causa?…, ¡ni una palabra! Esperó hasta las seis de la tarde. Por fin, no pudiendo aguantar más, a imaginando que ella había salido para Rouen, fue por la carretera principal, anduvo media legua, no encontró a nadie, aguardó un rato y regresó.

Emma había vuelto.

Se sentó ante su escritorio y escribió una carta que cerró despacio, añadiendo la fecha del día y la hora. Después dijo con un tosco aire solemne:

—La leerás mañana; hasta entonces, te lo ruego, no me hagas ni una sola pregunta:

—Pero…

—¡Oh, déjame!

Y se acostó a todo lo largo de su cama.

Un sabor acre que sentía en su boca la despertó. Entrevió a Carlos y volvió a cerrar los ojos.

La espiaba curiosamente para comprobar si no sufría. Pero ¡no!, nada todavía. Oía el tic tac del péndulo, el ruido del fuego, y a Carlos que respiraba al lado de su cama.

«¡Ah, es bien poca cosa, la muerte! —pensaba ella; voy a dormirme y todo habrá terminado».

Bebió un trago de agua y se volvió de cara a la pared.

Aquel horrible sabor a tinta continuaba.

—¡Tengo sed!, ¡oh!, tengo mucha sed —suspiró.

—¿Pues qué tienes? —dijo Carlos, que le ofrecía un vaso.

—¡No es nada!… Abre la ventana… ¡me ahogo!

Y le sobrevino una náusea tan repentina, que apenas tuvo tiempo de coger su pañuelo bajo la almohada.

—¡Recógelo! —dijo rápidamente—; ¡tíralo!

Carlos la interrogó; ella no contestó nada. Se mantenía inmóvil por miedo a que la menor emoción la hiciese vomitar.

Entretanto, sentía un frío de hielo que le subía de los pies al corazón.

—¡Ah!, ¡ya comienza esto! —murmuró ella.

—¿Qué dices?

Movía la cabeza con un gesto suave lleno de angustia, al tiempo que abría continuamente las mandíbulas, como si llevara sobre su lengua algo muy pesado. A las ocho reaparecieron los vómitos.

Carlos observó que en el fondo de la palangana había una especie de arenilla blanca pegada a las paredes de porcelana.

—¡Es extraordinario!, ¡es raro! —repitió. Pero ella dijo con una voz fuerte:

—¡No, te equivocas!

Entonces, delicadamente y casi acariciándola, le pasó la mano sobre el estómago. Emma dio un grito agudo. Carlos se retiró todo asustado.

Después empezó a quejarse, al principio débilmente. Un gran escalofrío le sacudía los hombros, y se ponía más pálida que la sábana donde se hundían sus dedos crispados. Su pulso desigual era casi insensible ahora.

Unas gotas de sudor corrían por su cara azulada, que parecía como yerta en la exhalación de un vapor metálico. Sus dientes castañeteaban, sus ojos dilatados miraban vagamente a su alrededor, y a todas las preguntas respondía sólo con un movimiento de cabeza; incluso sonrió dos o tres veces. Poco a poco sus gemidos se hicieron más fuertes, se le escapó un alarido sordo; creyó que iba mejor y que se levantaría enseguida. Pero presa de grandes convulsiones, exclamó:

—¡Ah!, ¡esto es atroz, Dios mío!

Carlos cayó de rodillas ante su lecho.

—¡Habla!, ¿qué has comido? ¡Contesta, por el amor de Dios!

Y la miraba con unos ojos de ternura como ella no había visto nunca.

—Bueno, pues allá…, allá… —dijo con una voz desmayada.

Carlos saltó al escritorio, rompió el sello y leyó muy alto: «Que no acusen a nadie». Se detuvo, pasó la mano por los ojos, y volvió a leer.

—¡Cómo!… ¡Socorro!, ¡a mí!

Y no podía hacer otra cosa que repetir esta palabra: «¡Envenenada!, ¡envenenada!». Felicidad corrió a casa de Homais, quien repitió a gritos aquella exclamación, la señora Lefrançois la oyó en el «Lion d'Or», algunos se levantaron para decírselo a sus vecinos, y toda la noche el pueblo estuvo en vela.

Loco, balbuciente, a punto de desplomarse, Carlos daba vueltas por la habitación. Se pegaba contra los muebles, se arrancaba los cabellos, y el farmacéutico nunca había creído que pudiese haber un espectáculo tan espantoso.

Volvió a casa para escribir al señor Canivet y al doctor Lariviére. Perdía la cabeza; hizo más de quince borradores. Hipólito fue a Neufchâtel, y Justino espoleó tan fuerte el caballo de Bovary, que lo dejó en la cuesta del Bois Guillaume rendido y casi reventado.

Carlos quiso hojear su diccionario de medicina; no veía, las líneas bailaban.

—¡Calma! —dijo el boticario—. Se trata sólo de administrar algún poderoso antídoto. ¿Cuál es el veneno?

Carlos enseñó la carta. Era arsénico.

—Bien —replicó Homais—, habría que hacer un análisis.

Pues sabía que es preciso, en todos los envenenamientos, hacer un análisis; y el otro, que no comprendía, respondió:

—¡Ah!, ¡hágalo!, ¡hágalo!, ¡sálvela!

Después, volviendo al lado de ella, se desplomó en el suelo sobre la alfombra y permanecía con la cabeza apoyada en la orilla de la cama sollozando.

—¡No llores! —le dijo ella—. ¡Pronto dejaré de atormentarte!

—¿Por qué? ¿Quién te ha obligado?

Ella replicó.

—Era preciso, querido.

—¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? Sin embargo, ¡he hecho todo lo que he podido!

—Sí…, es verdad…, ¡tú sí que eres bueno!

Y le pasaba la mano por los cabellos lentamente. La suavidad de esta sensación le aumentaba su tristeza; sentía que todo su ser se desplomaba de desesperanza ante la idea de que había que perderla, cuando, por el contrario, ella manifestaba amarlo más que nunca; y no encontraba nada; no sabía, no se atrevía, pues la urgencia de una resolución inmediata acababa de trastornarle.

Ella pensaba que había terminado con todas las traiciones, las bajezas y los innumerables apetitos que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie, un crepúsculo confuso se abatía en su pensamiento, y de todos los ruidos de la tierra no oía más que la intermitente lamentación de aquel pobre corazón, suave e indistinta, como el último eco de una sinfonía que se aleja.

—Traedme a la niña —dijo incorporándose sobre el codo.

—¿No te encuentras peor, verdad? —preguntó Carlos.

—¡No!, ¡no!

La niña llegó en brazos de su muchacha, con su largo camisón, de donde salían su pies descalzos, seria y casi soñando todavía. Observaba con extrañeza la habitación toda desordenada, y pestañeaba deslumbrada por las velas que ardían sobre los muebles. Le recordaban, sin duda, las mañanas de Año Nuevo o de la mitad de la Cuaresma cuando, despertada temprano a la luz de las velas, venía a la cama de su madre para recibir allí sus regalos, pues empezó a decir:

—¿Dónde está mamá?

Y como todo el mundo se callaba:

—¡Pero yo no veo mi zapatito!

Felicidad la inclinaba hacia la cama, mientras que ella seguía mirando hacia la chimenea.

—¿Lo habrá cogido la nodriza? —preguntó.

Y al oír este nombre, que le recordaba sus adulterios y sus calamidades, Madame Bovary volvió su cabeza, como si sintiera repugnancia de otro veneno más fuerte que le subía a la boca. Berta, entretanto, seguía posada sobre la cama.

—¡Oh!, ¡qué ojos grandes tienes, mamá!, ¡qué pálida estás!, ¡cómo sudas!

Su madre la miraba.

—¡Tengo miedo! —dijo la niña echándose atrás.

Emma le cogió la mano para besársela; la niña forcejeaba.

—¡Basta!, ¡que la lleven! —exclamó Carlos, que sollozaba en la alcoba.

Después cesaron los síntomas un instante; parecía menos agitada; y a cada palabra insignificante, a cada respiración un poco más tranquila, Carlos recobraba esperanzas. Por fin, cuando entró Canivet, se echó en sus brazos llorando.

—¡Ah!, ¡es usted!, ¡gracias!, ¡qué bueno es! Pero está mejor. ¡Fíjese, mírela!

El colega no fue en absoluto de esta opinión, y yendo al grano, como él mismo decía, prescribió un vomitivo, a fin de vaciar completamente el estómago.

Emma no tardó en vomitar sangre. Sus labios se apretaron más. Tenía los miembros crispados, el cuerpo cubierto de manchas oscuras, y su pulso se escapaba como un hilo tenso, como una cuerda de arpa a punto de romperse.

Después empezaba a gritar horriblemente. Maldecía el veneno, decía invectivas, le suplicaba que se diese prisa, y rechazaba con sus brazos rígidos todo lo que Carlos, más agonizante que ella, se esforzaba en hacerle beber. Él permanecía de pie, con su pañuelo en los labios, como en estertores, llorando y sofocado por sollozos que lo sacudían hasta los talones. Felicidad recorría la habitación de un lado para otro; Homais, inmóvil, suspiraba profundamente y el señor Canivet, conservando siempre su aplomo, empezaba, sin embargo, a sentirse preocupado.

—¡Diablo!… sin embargo está purgada, y desde el memento en que cesa la causa…

—El efecto debe cesar —dijo Homais; ¡esto es evidente!

—Pero ¡sálvela! exclamaba Bovary.

Por lo que, sin escuchar al farmacéutico, que aventuraba todavía esta hipótesis: «Quizás es un paroxismo saludable», Canivet iba a administrar triaca cuando oyó el chasquido de un látigo; todos los cristales temblaron, y una berlina de posta que iba a galope tendido tirada por tres caballos enfangados hasta las orejas irrumpió de un salto en la esquina del mercado. Era el doctor Larivière.

La aparición de un dios no hubiese causado más emoción. Bovary levantó las manos, Canivet se paró en seco y Homais se quitó su gorro griego mucho antes de que entrase el doctor Larivière.

Pertenecía a la gran escuela quirúrgica del profesor Bichat, a aquella generación, hoy desaparecida, de médicos filósofos que, enamorados apasionadamente de su profesión, la ejercían con competencia y acierto. Todo temblaba en su hospital cuando montaba en cólera, y sus alumnos lo veneraban de tal modo que se esforzaban, apenas se establecían, en imitarle lo más posible; de manera que en las ciudades de los alrededores se les reconocía por vestir un largo chaleco acolchado de merino y una amplia levita negra, cuyas bocamangas desabrochadas tapaban un poco sus manos carnosas, unas manos muy bellas, que nunca llevaban guantes, como para estar más prontas a penetrar en las miserias. Desdeñoso de cruces, títulos y academias, hospitalario, liberal, paternal con los pobres y practicando la virtud sin creer en ella, habría pasado por un santo si la firmeza de su talento no lo hubiera hecho temer como a un demonio. Su mirada, más cortante que sus bisturíes, penetraba directamente en el alma y desarticulaba toda mentira a través de los alegatos y los pudores. Y así andaba por la vida lleno de esa majestad bonachona que dan la conciencia de un gran talento, la fortuna y cuarenta años de una vida laboriosa a irreprochable.

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