Madame Bovary (32 page)

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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

—¿Y nuestros pobres cactus, dónde están?

—El frío los ha matado este invierno.

—¡Ah!, ¡cuánto he pensado en ellos, si supiera!, muchas veces los volvía a ver como antes, cuando, en las mañanas de verano, el sol pegaba en las celosías… y veía sus dos brazos desnudos que pasaban entre las flores.

—¡Pobre amigo! —dijo ella tendiéndole la mano.

León muy pronto pegó en ella sus labios. Luego, después de haber respirado profundamente:

—Usted en aquel tiempo era para mí no sé qué fuerza incomprensible que cautivaba mi vida. Una vez, por ejemplo, fui a su casa; pero usted no se acuerda de esto, sin duda.

—Sí —dijo ella—. Continúe.

—Usted estaba abajo, en la antesala, preparada para salir, en el último escalón; por cierto, llevaba un sombrero con pequeñas flores azules; y sin que usted me invitara, yo, a pesar mío, la acompañé. Cada minuto tenía cada vez más conciencia de mi tontería, y seguía caminando a su lado, sin atreverme a seguirla por completo y sin querer dejarla. Cuando usted entraba en una tienda, yo quedaba en la calle, la miraba por el cristal quitarse los guantes y contar el dinero en el mostrador. Después llamó en casa de la señora Tuvache, le abrieron, y yo me quedé como un idiota delante de la gran puerta pesada que se había vuelto a cerrar detrás de usted.

Madame Bovary, escuchándole, se asombraba de ser tan vieja; todas aquellas cosas que reaparecían le parecían ensanchar su existencia; aquello constituía como unas inmensidades sentimentales a las que ella se transportaba; y de vez en cuando decía en voz baja y con los párpados medio cerrados:

—¡Sí, es cierto!…, ¡es cierto!…, ¡es cierto!…

Oyeron dar las ocho en los diferentes relojes del barrio Beauvoisine, que está lleno de internados, de iglesias y de grandes palacetes abandonados. Ya no se hablaban; pero sentían, al mirarse, un rumor en sus cabezas, como si algo sonoro se hubiera recíprocamente escapado de sus pupilas fijas. Acababan de unirse sus manos; y el pasado, el porvenir, las reminiscencias y los sueños, todo se encontraba confundido en la suavidad de aquel éxtasis. La noche se hacía más oscura en las paredes, donde aún brillaban, medio perdidas en la sombra, los fuertes colores de cuatro estampas que representaban cuatro escenas de La Tour de Nesle
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, con una leyenda al pie en español y en francés. Por la ventana de guillotina se veía un rincón de cielo negro entre tejados puntiagudos.

Ella se levantó para encender dos velas sobre la cómoda, después volvió a sentarse.

—Pues bien… —dijo León.

—Pues bien… —respondió ella.

Y él buscaba el modo de reanudar el diálogo interrumpido, cuando ella le dijo:

—¿Por qué nadie hasta ahora me ha expresado sentimientos semejantes?

El pasante exclamó que las naturalezas ideales eran difíciles de comprender. Él, desde que la había visto por primera vez, la había amado; y se desesperaba pensando en la felicidad que habrían tenido si, por una gracia del azar, encontrándose antes, se hubiesen unido uno a otro de una manera indisoluble.

—A veces he pensado en ello —replicó Emma.

—¡Qué sueño! —murmuró León.

Y jugueteando con el ribete azul de su largo cinturón blanco, añadió:

—¿Quién nos impide volver a empezar?

—No, amigo mío —respondió ella—. Soy demasiado vieja, usted es demasiado joven…, ¡olvídeme! Otras le amarán…, usted las amará.

—¡No como a usted! —exclamó él.

—¡Qué niño es! ¡Vamos, sea juicioso! ¡Se lo exijo!

Ella le hizo ver las imposibilidades de su amor, y que debían mantenerse como antes, en los límites de una amistad fraterna.

¿Hablaba en serio al hablar así? Sin duda, Emma no sabía nada ella misma, totalmente absorbida por el encanto de la seducción y la necesidad de defenderse de él; y contemplando al joven con una mirada tierna, rechazaba suavemente las tímidas caricias que sus manos temblorosas intentaban.

—¡Ah, perdón! —dijo él echándose hacia atrás.

Y Emma fue presa de un vago terror ante aquella timidez, más peligrosa para ella que la audacia de Rodolfo cuando se adelantaba con los brazos abiertos. Jamás ningún hombre le había parecido tan guapo. Sus modales desprendían un exquisito candor. Bajaba sus largas pestañas finas que se encontraban. Sus mejillas de suave cutis enrojecían, pensaba ella, del deseo de su persona, y Emma sentía un invencible deseo de poner en ellas sus labios. Entonces, acercándose al reloj como para mirar la hora, dijo:

—¡Qué tarde es, Dios mío!, ¡cuánto charlamos!

ÉI comprendió la alusión y buscó su sombrero.

—¡Hasta me he olvidado del espectáculo! ¡Este pobre Bovary que me había dejado expresamente para eso! El señor Lormeaux, de la calle Grand Pont, debía llevarme allí con su mujer.

Y había perdido la ocasión, pues ella marchaba al día siguiente.

—¿De veras? —dijo León.

—Sí.

—Sin embargo, tengo que volver a verla —replicó él; tenía que decirle…

—¿Qué?

—¡Una cosa… grave, seria! ¡Pero no! Además, ¡usted no marchará, es imposible! Si usted supiera… Escúcheme… ¿Entonces no me ha comprendido?, ¿no ha adivinado?…

—Sin embargo, habla usted bien —dijo Emma.

—¡Ah!, ¡son bromas! ¡Basta, basta! Permítame, por compasión, que vuelva a verla…, una vez…, una sola.

—Bueno…

Ella se detuvo; después como cambiando de parecer:

—¡Oh!, ¡aquí no!

—Donde usted quiera.

—Quiere usted…

Ella pareció reflexionar, y en un tono breve:

—Mañana, a las once en la catedral.

—¡Allí estaré! —exclamó cogiéndole las manos que ella retiró.

Y como ambos estaban de pie, él situado detrás de ella, se inclinó hacia su cuello y la besó largamente en la nuca.

—¡Pero usted está loco!, ¡ah!, ¡usted está loco! —decía ella con pequeñas risas sonoras, mientras que los besos se multiplicaban.

Entonces, adelantando la cabeza por encima de su hombro, él pareció buscar el consentimiento de sus ojos. Cayeron sobre él, llenos de una majestad glacial.

León dio tres pasos atrás para salir. Se quedó en el umbral. Después musitó con una voz temblorosa:

—Hasta mañana.

Ella respondió con una señal de cabeza, y desapareció como un pájaro en la habitación contigua.

Emma, de noche, escribió al pasante una interminable carta en la que se liberaba de la cita: ahora todo había terminado, y por su mutua felicidad no debían volver a verse.

Pero ya cerrada la carta, como no sabía la dirección de León, se encontró en un apuro.

—Se la daré yo misma —se dijo—; él acudirá.

Al día siguiente, León, con la ventana abierta y canturreando en su balcón, lustró él mismo sus zapatos con mucho esmero. Se puso un pantalón blanco, calcetines finos, una levita verde, extendió en su pañuelo todos los perfumes que tenía, y después, habiéndose hecho rizar el pelo, se lo desrizó para darle más elegancia natural.

—Aún es demasiado pronto —pensó, mirando el cucú del peluquero que marcaba las nueve.

Leyó una revista de modas atrasada, salió, fumó un cigarro, subió tres calles, pensó que era hora y se dirigió al atrio de Nuestra Señora.

Era una bella mañana de verano. La plata relucía en las tiendas de los orfebres, y la luz que llegaba oblicuamente a la catedral ponía reflejos en las aristas de las piedras grises; una bandada de pájaros revoloteaba en el cielo azul alrededor de los campaniles trilobulados; la plaza que resonaba de pregones de los vendedores olía a las flores que bordeaban su pavimento: rosas, jazmines, claveles, narcisos y nardos, alternando de manera desigual con el césped húmedo, hierba de gato y álsine para los pájaros; en medio hacía gorgoteos la fuente, y bajo amplios paraguas, entre puestos de melones en pirámides, vendedoras con la cabeza descubierta envolvían en papel ramilletes de violetas.

El joven compró uno. Era la primera vez que compraba flores para una mujer; y al olerlas, su pecho se llenó de orgullo, como si este homenaje que dedicaba a otra persona se hubiese vuelto hacia él.

Sin embargo, tenía miedo de ser visto. Entró resueltamente en la iglesia.

El guarda entonces estaba de pie en medio del pórtico de la izquierda, por debajo de la Marianne dansante
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, con penacho de plumas en la cabeza, estoque en la pantorrilla, bastón en la mano, más majestuoso que un cardenal y reluciente como un copón.

Se adelantó hacia León, y con esa sonrisa de benignidad meliflua que adoptan los eclesiásticos cuando preguntan a los niños:

—¿El señor, sin duda, no es de aquí? ¿EI señor desea ver las curiosidades de la iglesia?

—No —dijo León.

Y primeramente dio una vuelta por las naves laterales. Después fue a mirar a la plaza. Emma no llegaba. Volvió de nuevo hasta el coro.

La nave se reflejaba en las pilas llenas de agua bendita, con el arranque de las ojivas y algunas porciones de vidriera. Pero el reflejo de las pinturas, quebrándose al borde del mármol, continuaba más lejos, sobre las losas, como una alfombra abigarrada. La claridad del exterior se prolongaba en la iglesia, en tres rayos enormes, por los tres pórticos abiertos. De vez en cuando, al fondo pasaba un sacristán haciendo ante el altar la oblicua genuflexión de los devotos apresurados. Las arañas de cristal colgaban inmóviles. En el coro lucía una lámpara de plata; y de las capillas laterales, de las partes oscuras de la iglesia, salían a veces como exhalaciones de suspiros, con el sonido de una verja que volvía a cerrarse, repercutiendo su eco bajo las altas bóvedas.

León, con paso grave, caminaba cerca de las paredes. Jamás la vida le había parecido tan buena. Ella iba a venir enseguida, encantadora, agitada, espiando detrás las miradas que le seguían, y con su vestido de volantes, sus impertinentes de oro, sus finísimos botines, con toda clase de elegancias de las que él no había gustado y en la inefable seducción de la virtud que sucumbe. La iglesia, como un camarín gigantesco, se preparaba para ella; las bóvedas se inclinaban para recoger en la sombra la confesión de su amor; las vidrieras resplandecían para iluminar su cara, y los incensarios iban a arder para que ella apareciese como un ángel entre el humo de los perfumes.

Sin embargo, no aparecía. León se acomodó en una silla y sus ojos se fijaron en una vidriera azul donde se veían unos barqueros que llevaban canastas. Estuvo mirándola mucho tiempo atentamente, y contó las escamas de los pescados y los ojales de los jubones, mientras que su pensamiento andaba errante en busca de Emma.

El guarda, un poco apartado, se indignaba interiormente contra ese individuo, que se permitía admirar solo la catedral. Le parecía que se comportaba de una manera monstruosa, que le robaba en cierto modo, y que casi cometía un sacrilegio.

Pero un frufrú de seda sobre las losas, el borde de un sombrero, una esclavina negra… ¡Era ella! León se levantó y corrió a su encuentro.

Emma estaba pálida, caminaba de prisa.

—¡Lea! —le dijo tendiéndole un papel— … ¡Oh no!

Y bruscamente retiró la mano, para entrar en la capilla de la Virgen donde, arrodillándose ante una silla, se puso a rezar. El joven se irritó por esta fantasía beata; después experimentó, sin embargo, un cierto encanto viéndola, en medio de la cita, así, absorta en las oraciones, como una marquesa andaluza; pero no tardó en aburrirse porque ella no acababa.

Emma rezaba, o más bien se esforzaba por orar, esperando que bajara del cielo alguna súbita resolución; y para atraer el auxilio divino se llenaba los ojos con los esplendores del tabernáculo, aspiraba el perfume de las julianas blancas abiertas en los grandes jarrones, y prestaba oído al silencio de la iglesia, que no hacía más que aumentar el tumulto de su corazón.

Ya se levantaba y se iban a marchar cuando el guardia se acercó decidido, diciendo:

—¿La señora, sin duda, no es de aquí? ¿La señora desea ver las curiosidades de la iglesia?

—¡Pues no! —dijo el pasante.

—¿Por qué no? —replicó ella.

Pues ella se agarraba con virtud vacilante a la Virgen, a las esculturas, a las tumbas, a todos los pretextos.

Entonces, para seguir un orden, al guardián les llevó hasta la entrada, cerca de la plaza, donde, mostrándoles con su bastón un gran círculo de adoquines negros, sin inscripciones ni cincelados, dijo majestuosamente.

—Aquí tienen la circunferencia de la gran campana de Amboise. Pesaba cuarenta mil libras. No había otra igual en toda Europa. El obrero que la fundió murió de gozo…

—Vámonos —dijo León.

El buen hombre siguió caminando; después, volviendo a la capilla de la Virgen, extendió los brazos en un gesto sintético de demostración, y más orgulloso que un propietario campesino enseñando sus árboles en espalderas:

—Esta sencilla losa cubre a Pedro de Brézé, señor de la Varenne y de Brissac, gran mariscal de Poitou y gobernador de Normandía, muerto en la batalla de Montlhéry el 16 de julio de 1465.

León, mordiéndose los labios, pataleaba.

—Y a la derecha, ese gentilhombre cubierto con esa armadura de hierro, montado en un caballo que se encabrita, es su nieto Luis de Brézé, señor de Breval y de Montchauvet, conde de Maulevrer, barón de Mauny, chambelán del rey, caballero de la Orden a igualmente gobernador de Normandía, muerto el 23 de julio de 1531, un domingo, como reza la inscripción; y, por debajo, ese hombre que se dispone a bajar a la tumba, figura exactamente el mismo. ¿Verdad que no es posible ver una más perfecta representación de la nada?

Madame Bovary tomó sus impertinentes. León, inmóvil, la miraba sin intentar siquiera decirle una sola palabra, hacer un solo gesto, tan desilusionado se sentía ante esta doble actitud de charlatanería y de indiferencia.

El inagotable guía continuaba:

—Al lado de él, esa mujer arrodillada que llora es su esposa Diana de Poitiers, condesa de Brézé, duquesa de Valentinois, nacida en 1499, muerta en 1566; y a la izquierda, la que lleva un niño en brazos, la Santísima Virgen. Ahora miren a este lado: estos son los sepulcros de los Amboise. Los dos fueron cardenales y arzobispos de Rouen. Aquél era ministro del rey Luis XII. Hizo mucho por la catedral. En su testamento dejó treinta mil escudos de oro para los pobres.

Y sin detenerse, sin dejar de hablar, les llevó a una capilla llena de barandillas: separó algunas y descubrió una especie de bloque, que bien pudiera haber sido una estatua mal hecha.

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