Emma no dormía, parecía estar dormida; y mientras que él se amodorraba a su lado, ella se despertaba con otros sueños. Al galope de cuatro caballos, era transportada desde hacía ocho días hacia un país nuevo, de donde no volverían más. Caminaban, caminaban, con los brazos entrelazados, sin hablar. A menudo, desde lo alto de una montaña, divisaba de pronto una ciudad espléndida con cúpulas, puentes, barcos, bosques de limoneros y catedrales de mármol blanco, cuyos campanarios agudos albergaban nidos de cigüeñas. Caminaban al paso, a causa de las grandes losas, y había en el suelo ramos de flores que les ofrecían mujeres vestidas con corpiño rojo. El tañido de las campanas y los relinchos de los mulos se confundían con el murmullo de las guitarras y el ruido de las fuentes, cuyo vapor ascendente refrescaba pilas de frutas, dispuestas en pirámide al pie de las estatuas pálidas, que sonreían bajo los surtidores de agua. Y después, una tarde, llegaban a un pueblo de pescadores, donde se secaban al aire redes oscuras tendidas a lo largo del acantilado y de las chabolas. Allí es donde se quedarían a vivir; habitarían una casa baja, de tejado plano, a la sombra de una palmera, en el fondo de un golfo, a orilla del mar. Se pasearían en góndola, se columpiarían en hamaca; y su existencia sería fácil y holgada como sus vestidos de seda, toda cálida y estrellada como las noches suaves que contemplarían. En este tiempo, en la inmensidad de este porvenir que ella se hacía representar, nada de particular surgía; los días, todos magníficos, se parecían como olas; y aquello se columpiaba en el horizonte, infinito, armonioso, azulado a inundado de sol. Pero la niña empezaba a toser en la cuna, o bien Bovary roncaba más fuerte, y Emma no conciliaba el sueño hasta la madrugada, cuando el alba blanqueaba las baldosas y ya el pequeño Justino, en la plaza, abría los postigos de la farmacia.
Emma había llamado al señor Lheureux y le había dicho:
—Necesitaría un abrigo, un gran abrigo, de cuello largo, forrado.
—¿Se va de viaje? —le preguntó él.
—¡No!, pero… no importa, ¿cuento con usted, verdad?, ¡y rápidamente!
El asintió.
—Necesitaría, además —replicó ella—, un arca…, no demasiado pesada, cómoda.
—Sí, sí, ya entiendo, de noventa y dos centímetros aproximadamente por cincuenta, como las hacen ahora.
—Y un bolso de viaje.
«Decididamente —pensó Lheureux—, aquí hay gato encerrado».
—Y tenga esto —dijo la señora Bovary sacando su reloj del cinturón—, tome esto: se cobrará de ahí.
Pero el comerciante exclamó que de ninguna manera; se conocían; ¿acaso podía dudar de ella? ¡Qué chiquillada! Ella insistió para que al menos se quedase con la cadena, y ya Lheureux la había metido en su bolsillo y se marchaba, cuando Emma volvió a llamarle.
—Déjelo todo en su casa. En cuanto al abrigo —ella pareció reflexionar— no lo traiga tampoco; solamente me dará la dirección del sastre y le dirá que me lo tenga preparado.
Era el mes siguiente cuando iban a fugarse. Ella saldría de Yonvitlle como para ir a hacer compras a Rouen. Rodolfo habría reservado las plazas, tomado los pasaportes a incluso escrito a París, a fin de contar con la diligencia completa hasta Marsella, donde comprarían una calesa, y, de allí, continuarían sin parar camino de Génova. Ella se preocuparía de enviar a casa de Lheureux el equipaje, que sería llevado directamente a «La Golondrina», de manera que así no sospechara nadie; y, a todo esto, nunca se hablaba de la niña. Rodolfo evitaba hablar de ella; quizás ella misma ya no pensaba en esto.
Rodolfo quiso tener dos semanas más por delante para terminar algunos preparativos; después, al cabo de ocho días, pidió otros quince; después dijo que estaba enfermo; luego hizo un viaje; pasó el mes de agosto, y después de todos estos aplazamientos decidieron que sería irrevocablemente el cuatro de septiembre, un lunes.
Por fin llegó el sábado, la antevíspera.
Aquella noche Rodolfo vino más temprano que de costumbre.
—¿Todo está preparado? —le preguntó ella.
—Sí.
Entonces dieron la vuelta a un arriate y fueron a sentarse cerca del terraplén, en la tapia.
—Estás triste —dijo Emma.
—No, ¿por qué?
Y entretanto él la miraba de un modo especial, con ternura.
—¿Es por marcharte? —replicó ella—, ¿por dejar tus amistades, tu vida? ¡Ah!, ya comprendo… ¡Pero yo no tengo a nadie en el mundo!, tú lo eres todo para mí. Por eso yo seré toda para ti, seré para ti tu familia, tu patria; te cuidaré, te amaré.
—¡Eres un encanto! —le dijo él estrechándola entre sus brazos.
—¿Verdad? —dijo ella con una risa voluptuosa. ¿Me quieres? ¡júralo!
—¡Que si te quiero!, ¡que si lo quiero! ¡Si es que te adoro, amor mío!
La luna, toda redonda y color de púrpura, asomaba a ras del suelo, al fondo de la pradera. Subía rápida entre las ramas de los álamos, que la ocultaban de vez en cuando, como una cortina negra, agujereada. Después apareció, resplandeciente de blancura, en el cielo limpio que alumbraba; y entonces, reduciendo su marcha, dejó caer sobre el río una gran mancha, que formaba infinidad de estrellas; y este brillo plateado parecía retorcerse hasta el fondo, a la manera de una serpiente sin cabeza cubierta de escamas luminosas. Aquello se parecía también a algún monstruoso candelabro, a lo largo del cual chorreaban gotas de diamante en fusión. En torno a ellos se extendía la noche suave; unas capas de sombra llenaban los follajes. Emma, con los ojos medio cerrados, aspiraba con grandes suspiros el viento fresco que soplaba. No se hablaban, de absortos que estaban por el ensueño que les dominaba. La ternura de otros tiempos les volvía a la memoria, abundante y silenciosa como el río que corría, con tanta suavidad como la que traía del jardín el perfume de las celindas, y proyectaba en su recuerdo sombras más desmesuradas y melancólicas que las de los sauces inmóviles que se inclinaban sobre la hierba. A menudo algún bicho nocturno, erizo o comadreja, dispuesto para cazar, movía las hojas, o se oía por momentos un melocotón maduro que caía, solo, del espaldar.
—¡Ah!, ¡qué hermosa noche! —dijo Rodolfo.
—¡Tendremos otras! —replicó Emma.
Y como hablándose a sí misma:
—Sí, será bueno viajar… ¿Por qué tengo el corazón triste, sin embargo? ¿Es el miedo a lo desconocido…, el efecto de los hábitos abandonados o más bien…? No, es el exceso de felicidad. ¡Qué débil soy, verdad! ¡Perdóname!
—Todavía estás a tiempo —exclamó Rodolfo. Reflexiona, quizás te arrepentirás después.
—¡Jamás! —dijo ella impetuosamente.
Y acercándose a él:
—¿Pues qué desgracia puede sobrevenirme? No hay desierto, precipicio ni océano que no atravesara contigo. A medida que vivamos juntos, será como un abrazo cada día más apretado, más completo. No tendremos nada que nos turbe, ninguna preocupación, ningún obstáculo. Viviremos sólo para nosotros, el uno para el otro, eternamente… ¡Habla, contéstame!
Rodolfo contestaba a intervalos regulares. «Sí… Sí…»
Ella le había pasado las manos por los cabellos y repetía con voz infantil, a pesar de las gruesas lágrimas que le caían:
—¡Rodolfo! ¡Rodolfo! ¡Ah, Rodolfo, querido Rodolfito mío! Sonaron las campanadas de medianoche.
—¡Las doce! exclamó Emma. ¡Vámonos, ya es mañana! ¡Un día más!
Rodolfo se levantó para marcharse; y como si aquel gesto fuese la señal de su fuga, Emma exclamó, de pronto, con aire jovial:
—¿Tienes los pasaportes?
—Sí.
—¿No olvidas nada?
—No.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
—Es en el Hotel de Provence, donde me esperarás, ¿verdad?… a mediodía…
Rodolfo hizo un gesto de afirmación con la cabeza.
—¡Hasta mañana! —dijo Emma en una última caricia.
Y le miró alejarse.
Rodolfo no miraba hacia atrás, Emma corrió detrás de él inclinándose a la orilla del agua entre malezas:
—¡Hasta mañana! —exclamó.
Rodolfo estaba ya al otro lado del río y caminaba deprisa por la pradera.
Al cabo de unos minutos se detuvo; y cuando la vio con su vestido blanco evaporarse poco a poco en la sombra, como un fantasma, sintió latirle el corazón con tanta fuerza que tuvo que apoyarse en un árbol para no caer.
—¡Qué imbécil soy! —dijo lanzando un espantoso juramento. No importa, ¡era una hermosa amante!
Y súbitamente se le reapareció la belleza de Emma, con todos los placeres de aquel amor. Primeramente se enterneció, después se rebeló contra ella.
—Porque, al fin y al cabo —exclamaba gesticulando, yo no puedo expatriarme y cargar con una niña.
Y se decía estas cosas para reafirmarse en su decisión.
—Y, encima, las molestias, los gastos… ¡Ah!, ¡no, no, mil veces no! ¡Sería demasiado estúpido!
Apenas llegó a casa, Rodolfo se sentó bruscamente a su mesa de despacho, bajo la cabeza de ciervo que, como trofeo, colgaba de la pared. Pero, ya con la pluma entre los dedos, no se le ocurrió nada, de modo que, apoyándose en los dos codos, se puso a reflexionar. Emma le parecía alejada en un pasado remoto, como si la resolución que él había tomado acabase de poner entre los dos, de pronto, una inmensa distancia.
A fin de volver a tener en sus manos algo de ella, fue a buscar al armario, en la cabecera de su cama, una vieja caja de galletas de Reims donde solía guardar sus cartas de mujeres, y salió de ella un olor a polvo húmedo y a rosas marchitas. Primero vio un pañuelo de bolsillo, cubierto de gotitas pálidas. Era un pañuelo de ella, de una vez que había sangrado por la nariz, yendo de paseo; él ya no se acordaba. Cerca, tropezando en todas las esquinas, estaba la miniatura que le había dado Emma; su atavío le pareció pretencioso y su mirada de soslayo, del más lastimoso efecto; después, a fuerza de contemplar aquella imagen y de evocar el recuerdo del modelo, los rasgos de Emma se confundieron poco a poco en su memoria, como si el rostro vivo y el rostro pintado, frotándose el uno contra el otro, se hubieran borrado recíprocamente. Por fin leyó cartas suyas; estaban llenas de explicaciones relativas a su viaje, cortas, técnicas y apremiantes como cartas de negocios. Quiso ver de nuevo las largas, las de antes; para encontrarlas en el fondo de la caja, Rodolfo revolvió todas las demás; y maquinalmente se puso a buscar en aquel montón de papeles y de cosas, y encontró mezclados ramilletes, una liga, un antifaz negro, alfileres y mechones de pelo, castaños, rubios; algunos, incluso, enredándose en el herraje de la caja, se rompían cuando se abría.
Vagando entre sus recuerdos, examinaba la letra y el estilo de las cartas, tan variadas como sus ortografías. Eran tiernas o joviales, chistosas, melancólicas; las había que pedían amor y otras que pedían dinero. A propósito de una palabra, recordaba caras, ciertos gestos, un tono de voz; algunas veces, sin embargo, no recordaba nada.
En efecto, aquellas mujeres, que acudían a la vez a su pensamiento, se estorbaban las unas a las otras y se empequeñecían, como bajo un mismo nivel de amor que las igualaba. Cogiendo, pues, a puñados las cartas mezcladas, se divirtió durante unos minutos dejándolas caer en cascadas, de la mano derecha a la mano izquierda. Finalmente, aburrido, cansado, Rodolfo fue a colocar de nuevo la caja en el armario diciéndose:
—¡Qué cantidad de cuentos!
Lo cual resumía su opinión; porque los placeres como escolares en el patio de un colegio, habían pisoteado de tal modo su corazón, que en él no crecía nada tierno, y lo que pasaba por allí, más distraído que los niños, ni siquiera dejaba, como ellos, su nombre grabado en la pared.
—¡Bueno —se dijo—, empecemos!
Escribió:
«¡Ánimo, Emma!, ¡ánimo! Yo no quiero causar la desgracia de su existencia…»
«Después de todo, es cierto, pensó Rodolfo; actúo por su bien; soy honrado».
«¿Ha sopesado detenidamente su determinación? ¿Sabe el abismo al que la arrastraba, ángel mío? No, ¿verdad? Iba confiada y loca, creyendo en la felicidad, en el porvenir… ¡ah!, ¡qué desgraciados somos!, ¡qué insensatos!».
Rodolfo se paró aquí buscando una buena disculpa.
«¿Si le dijera que toda mi fortuna está perdida?… ¡Ah!, no, y además, esto no impediría nada. Esto serviría para volver a empezar. ¡Es que se puede hacer entrar en razón a tales mujeres!».
Reflexionó, luego añadió:
«No la olvidaré, puede estar segura, y siempre le profesaré un profundo afecto; pero un día, tarde o temprano, este ardor, tal es el destino de las cosas humanas, habría disminuido, sin duda. Nos habríamos hastiado, y quién sabe incluso si yo no hubiera tenido el tremendo dolor de asistir a sus remordimientos y de participar yo mismo en ellos, pues habría sido el responsable. Sólo pensar en sus sufrimientos me tortura. ¡Emma! ¡Olvídeme! ¿Por qué tuve que conocerla? ¿Es culpa mía? ¡Oh, Dios mío!, ¡no, no, no culpe de ello más que a la fatalidad!».
«He aquí una palabra que siempre hace efecto —se dijo».
«¡Ah!, si hubiera sido una de esas mujeres de corazón frívolo como tantas se ven, yo habría podido, por egoísmo, intentar una experiencia entonces sin peligro para usted. Pero esta exaltación deliciosa, que es a la vez su encanto y su tormento, le ha impedido comprender, adorable mujer, la falsedad de nuestra posición futura. Yo tampoco había reflexionado al principio, y descansaba a la sombra de esa felicidad ideal, como a la del manzanillo, sin prever las consecuencias».
Va quizá a sospechar se dijo que es mi avaricia lo que me hace renunciar… ¡Ah!, ¡no importa!, ¡lo siento, hay que terminar!:
«El mundo es cruel, Emma. Donde quiera que estuviésemos nos habría perseguido. Tendría que soportar las preguntas indiscretas, la calumnia, el desdén, el ultraje tal vez. ¡Usted ultrajada!, ¡oh!… ¡Y yo que la quería sentar en un trono!, ¡yo que llevo su imagen como un talismán! Porque yo me castigo con el destierro por todo el mal que le he hecho. Me marcho. ¿Adónde? No lo sé, ¡estoy loco! ¡Adiós! ¡Sea siempre buena! Guarde el recuerdo del desgraciado que la ha perdido. Enseñe mi nombre a su hija para que lo invoque en sus oraciones».
El pábilo de las dos velas temblaba. Rodolfo se levantó para ir a cerrar la ventana, y cuando volvió a sentarse:
—Me parece que está todo. ¡Ah! Añadiré, para que no venga a reanimarme: «Estaré lejos cuando lea estas tristes líneas; pues he querido escaparme lo más pronto posible a fin de evitar la tentación de volver a verla. ¡No es debilidad! Volveré, y puede que más adelante hablemos juntos muy fríamente de nuestros antiguos amores. ¡Adiós!».