Con el codo sobre la larga mesa donde planchaba, observaba ávidamente todas aquellas prendas femeninas extendidas a su alrededor: las enaguas de bombasí, las pañoletas, los cuellos, y los pantalones abiertos, anchos en las caderas y estrechos por abajo.
—¿Para qué sirve eso? —preguntaba el joven pasando la mano por el miriñaque o los corchetes.
—¿Pero nunca has visto nada de esto? —respondía riendo Felicidad, como si lo patrona, la señora Homais, no los llevara iguales.
—¡Ah sí!, ¡la señora Homais!
Y añadía con un tono meditabundo:
Perfume obtenido de la planta del mismo nombre.
—¿Pero es una señora como la tuya?
Felicidad se impacientaba viéndole dar vueltas a su alrededor. Ella tenía seis años más que él, y Teodoro, el criado del señor Guillaumin, empezaba a hacerle la corte.
—¡Déjame en paz! —le decía apartando el tarro de almidón—. Vete a machacar almendras; siempre estás husmeando alrededor de las mujeres; para meterte en eso, aguarda a que te salga la barba, travieso chaval.
—Vamos, no se enfade, voy a limpiarle sus botines.
E inmediatamente alcanzaba sobre la chambrana los zapatos de Emma, todos llenos de barro, el barro de las citas que se deshacía en polvo entre sus dedos y que veía subir suavemente en un rayo de sol.
—¡Qué miedo tienes de estropearlos! —decía la cocinera, que no se esmeraba tanto cuando los limpiaba ella misma, porque la señora, cuando la tela ya no estaba nueva, se los dejaba.
Emma tenía muchos en su armario y los iba gastando poco a poco, sin que nunca Carlos se permitiese hacerle la menor observación.
Así es que él pagó trescientos francos por una pierna de madera que Emma creyó oportuno regalar a Hipólito. La pata de palo estaba rellena de corcho, y tenía articulaciones de muelle, una mecánica complicada cubierta de un pantalón negro, y terminaba en una bota brillante. Pero Hipólito, no atreviéndose a usar todos los días una pierna tan bonita, suplicó a la señora Bovary que le procurase otra más cómoda. El médico, desde luego, volvió a pagar los gastos de esta adquisición.
Así pues, el mozo de cuadra poco a poco volvió a su oficio. Se le veía como antes recorrer el pueblo, y cuando Carlos oía de lejos, sobre los adoquines, el ruido seco de su palo, tomaba rápidamente otro camino.
Fue el señor Lheureux, el comerciante, quien se encargó del pedido; esto le dio ocasión de tratar a Emma. Hablaba con ella de las nuevas mercancías de París, de mil curiosidades femeninas, se mostraba muy complaciente, y nunca reclamaba dinero. Emma se entregaba a esa facilidad de satisfacer todos sus caprichos. Así, quiso adquirir, para regalársela a Rodolfo, una fusta muy bonita que había en Rouen en una tienda de paraguas.
El señor Lheureux, a la semana siguiente, se la puso sobre la mesa.
Pero al día siguiente se presentó en su casa con una factura de doscientos setenta francos sin contar los céntimos. Emma se vio muy apurada: todos los cajones del escritorio estaban vacíos, se debían más de quince días a Lestiboudis, dos trimestres a la criada, muchas otras cosas más, y Bovary esperaba con impaciencia el envío del señor Derozerays, que tenía costumbre, cada año, de pagarle por San Pedro.
Al principio Emma consiguió liberarse de Lheureux; por fin éste perdió la paciencia: le perseguían, todo el mundo le debía, y, si no recuperaba algo, se vería obligado a retirarle todas las mercancías que la señora tenía.
—¡Bueno, lléveselas! —dijo Emma.
—¡Oh!, ¡es de broma! —replicó él—. Sólo la fusta.
—Pero bueno, le diré al señor que me la devuelva.
—¡No!, ¡no! —dijo ella.
—¡Ah!, ¡te he cogido! —pensó Lheureux.
Y, seguro de su descubrimiento, salió repitiendo a media voz, y con su pequeño silbido habitual:
—¡Está bien!, ¡ya veremos!, ¡ya veremos!
Emma estaba pensando cómo salir del apuro, cuando la cocinera que entraba dejó sobre la chimenea un rollito de papel azul, de parte del señor Derozerays. Emma saltó encima, lo abrió. Había quince napoleones
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. Era el importe de la cuenta. Oyó a Carlos por la escalera; echó el oro en el fondo de su cajón y cogió la llave.
Tres días después, Lheureux se presentó de nuevo.
—Voy a proponerle un arreglo —dijo él—; si en vez de la cantidad convenida, usted quisiera tomar…
—¡Aquí la tiene! —dijo ella poniéndole en la mano catorce napoleones.
El tendero quedó estupefacto. Entonces, para disimular su desencanto, se extendió en excusas y en ofrecimientos de servicios que Emma rechazó totalmente; después ella se quedó unos minutos palpando en el bolsillo de su delantal las dos monedas de cien sueldos que le había devuelto. Prometía economizar, para devolver después…
«¡Ah, bah! —pensó ella—, ya no se acordará más de esto».
Además de la fusta con empuñadura roja, Rodolfo había recibido un sello con esta divisa: Amor nel cor además, un echarpe para hacerse una bufanda y, finalmente, una petaca muy parecida a la del vizconde, que Carlos había recogido hacía tiempo en la carretera y que Emma conservaba. Sin embargo, estos regalos le humillaban. Rechazó varios; ella insistió, y Rodolfo acabó obedeciendo, encontrándola tiránica y muy dominante.
Además, Emma tenía ideas extravagantes.
—Cuando den las doce de la noche —decía ella—, pensarás en mí.
Y si él confesaba que no había pensado, había una serie de reproches, que terminaban siempre por la eterna pregunta.
—¿Me quieres?
—¡Claro que sí, te quiero! —le respondía él.
—¿Mucho?
—¡Desde luego!
—¿No has tenido otros amores, eh?
—¿Crees que me has cogido virgen? —exclamaba él riendo.
Emma lloraba, y él se esforzaba por consolarla adornando con retruécanos sus protestas amorosas.
—¡Oh!, ¡es que te quiero! —replicaba ella—, te quiero tanto que no puedo pasar sin ti, ¿lo sabes bien? A veces tengo ganas de volver a verte y todas las cóleras del amor me desgarran. Me pregunto: ¿Dónde está? ¿Acaso está hablando con otras mujeres? Ellas le sonríen, él se acerca. ¡Oh, no!, ¿verdad que ninguna te gusta? Las hay más bonitas; ¡pero yo sé amar mejor! ¡Soy tu esclava y tu concubina! ¡Tú eres mi rey, mi ídolo! ¡Eres bueno! ¡Eres guapo! ¡Eres inteligente! ¡Eres fuerte!
Tantas veces le había oído decir estas cosas, que no tenían ninguna novedad para él. Emma se parecía a todas las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones. Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del alma no se desbordara a veces por las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.
Pero, con esta superioridad de crítica propia del que en cualquier compromiso se mantiene en reserva, Rodolfo percibió en este amor otros gozos que explotar. Juzgó incómodo todo pudor. La trató sin miramientos. Hizo de ella algo flexible y corrompido. Era una especie de sumisión idiota llena de admiración para él, de voluptuosidades para ella., una placidez que la embotaba, y su alma se hundía en aquella embriaguez y se ahogaba en ella, empequeñecida como el duque de Clarence en su tonel de malvasía
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Sólo por el efecto de sus hábitos amorosos, Madame Bovary cambió de conducta. Sus miradas se hicieron más atrevidas, sus conversaciones, más libres; tuvo incluso la inconveniencia de pasearse con Rodolfo, con un cigarrillo en la boca, como para « burlarse del mundo»; en fin, los que todavía dudaban ya no dudaron cuando la vieron un día bajar de «La Golondrina», el talle ceñido por un chaleco, como si fuera un hombre; y la señora Bovary madre, que después de una espantosa escena con su marido había venido a refugiarse a casa de su hijo, no fue la burguesa menos escandalizada. Muchas otras cosas le escandalizaron; en primer lugar, Carlos no había escuchado sus consejos sobre la prohibición de las novelas; después, «el estilo de la casa» le desagradaba; se permitió hacerle algunas observaciones, y se enfadaron, sobre todo una vez a propósito de Felicidad.
La señora Bovary madre, la noche anterior, atravesando el corredor, la había sorprendido en compañía de un hombre, un hombre de barba oscura, de unos cuarenta años, y que, al ruido de sus pasos, se había escapado rápidamente de la cocina. Entonces Emma se echó a reír; pero la buena señora montó en cólera, declarando que, a no ser que se burlasen de las costumbres, debían vigilar las de los criados.
—¿De qué mundo es usted? —dijo la nuera, con una mirada tan impertinente que la señora Bovary le preguntó si no defendía su propia causa.
—¡Salga de aquí! —dijo la joven levantándose de un salto.
—¡Emma!… ¡Mamá!… —exclamaba Carlos para reconciliarlas.
Pero las dos habían huido exasperadas. Emma pataleaba repitiendo:
—¡Ah!, ¡qué modales!, ¡qué aldeana!
Carlos corrió hacia su madre; estaba fuera de sus casillas, y balbuceaba:
—¡Es una insolente!, ¡una alocada!, ¡quizás peor que eso!
Y quería marcharse inmediatamente, si su nuera no venía a presentarle excusas. Carlos se volvió entonces hacia su mujer y la conjuró a que cediera; se puso de rodillas; ella acabó respondiendo.
—¡Ea!, ya voy.
En efecto, tendió la mano a su suegra con una dignidad de marquesa, diciéndole:
—¡Dispénseme, señora!
Después, vuelta a su habitación, se echó en cama boca abajo, y lloró como una niña, con la cabeza hundida en la almohada.
Habían convenido ella y Rodolfo, que en caso de que aconteciese algo extraordinario, ella ataría a la persiana un papelito blanco mojado, para que, si por casualidad él se encontraba en Yonville, acudiera a la callejuela, detrás de la casa. Emma hizo la señal; llevaba esperando tres cuartos de hora, cuando de pronto vio a Rodolfo en la esquina del mercado. Estuvo tentada de abrir la ventana para llamarle; pero él ya había desaparecido. Emma volvió a sumirse en la desesperación.
Sin embargo, pronto le pareció que caminaban por la acera. Era él, sin duda; bajó la escalera, atravesó el patio. Allí, fuera, estaba Rodolfo. Emma se echó en sus brazos.
—¡Ten cuidado! —dijo él.
—¡Ah!, ¡si supieras! —replicó ella.
Y empezó a contarle todo, deprisa, sin orden, exagerando los hechos, inventando varios y prodigando tanto los paréntesis que él no entendía nada.
—¡Vamos!, ¡pobre ángel mío, ánimo, consuélate, paciencia!
—Pero hace cuatro años que aguanto y que sufro… Un amor como el nuestro tendrá que confesarse a la faz del cielo: ¡todos son a torturarme! ¡No aguanto más! ¡Sálvame!
Y se apretaba contra Rodolfo; sus ojos, llenos de lágrimas, resplandecían como luces bajo el agua; su garganta jadeaba con sollozos entrecortados; jamás él la había querido tanto; de tal modo que perdió la cabeza y le dijo:
—¿Qué hay que hacer?, ¿qué quieres?
—¡Llévame! —exclamó ella—. ¡Ráptame!… ¡Oh!, ¡te lo suplico!
Y se precipitó sobre su boca, como para arrancarle el consentimiento inesperado que de ella se exhalaba en un beso.
—Pero… —replicó Rodolfo.
—¿Qué?
—¿Y tu hija?
Emma reflexionó unos minutos, después contestó:
—Nos la llevaremos, ¡qué remedio!
—¡Qué mujer! —dijo él viéndola alejarse, pues acababa de irse por el jardín. La llamaban.
La señora Bovary, los días siguientes, se extrañó mucho de la metamorfosis de su nuera. En efecto, Emma se mostró más dócil, a incluso llegó su deferencia hasta pedirle una receta para poner pepinillos en escabeche.
¿Era para engañarlos mejor al uno y a la otra?, ¿o bien quería, por una especie de estoicismo voluptuoso, sentir más profundamente la amargura de las cosas que iba a abandonar? Pero no reparaba en ello, al contrario; vivía como perdida en la degustación anticipada de su felicidad cercana. Era un tema inagotable de charlas con Rodolfo. Se apoyaba en su hombro, murmuraba:
—¡Eh!, ¡cuando estemos en la diligencia! ¿Piensas en ello? ¿Es posible? Me parece que en el momento en que sienta arrancar el coche será como si subiéramos en globo, como si nos fuéramos a las nubes. ¿Sabes que cuento los días?… ¿Y tú?…
Nunca Madame Bovary estuvo tan bella como en esta época: tenía esa indefinible belleza que resulta de la alegría, del entusiasmo, del éxito, y que no es más que la armonía del temperamento con las circunstancias. Sus ansias, sus penas, la experiencia del placer y sus ilusiones todavía jóvenes, igual que les ocurre a las flores, con el abono, la lluvia, los vientos y el sol, la habían ido desarrollando gradualmente y ella se mostraba, por fin, en la plenitud de su naturaleza. Sus párpados parecían recortados expresamente para sus largas miradas amorosas en las que se perdía la pupila, mientras que un aliento fuerte separaba las finas aletas de su nariz y elevaba la carnosa comisura de sus labios, sombreados a la luz por un leve bozo negro. Dijérase que un artista hábil en corrupciones había dispuesto sobre su nuca la trenzada mata de sus cabellos: se enroscaban en una masa espesa, descuidadamente, y según los azares del adulterio, que los soltaba todos los días. Su voz ahora tomaba unas inflexiones más suaves, su talle también; algo sutil y penetrante se desprendía incluso de sus vestidos y del arco de su pie. Carlos, como en los primeros tiempos de su matrimonio, la encontraba deliciosa y absolutamente irresistible.
Cuando regresaba a medianoche no se atrevía a despertarla. La lamparilla de porcelana proyectaba en el techo un círculo de claridad trémula, y las cortinas de la cunita formaban como una choza blanca que se abombaba en la sombra al lado de la cama. Carlos las miraba. Creía oír la respiración ligera de su hija. Iba a crecer ahora; cada estación, rápidamente, traería un progreso. Ya la veía volver de la escuela a la caída de la tarde, toda contenta, con su blusita manchada de tinta, y su cestita colgada del brazo; después habría que ponerla interna, esto costaría mucho; ¿cómo hacer? Entonces reflexionaba. Pensaba alquilar una pequeña granja en los alrededores y que él mismo vigilaría todas las mañanas al ir a visitar a sus enfermos. Ahorraría lo que le produjera, lo colocaría en la caja de ahorros; luego compraría acciones, en algún sitio, en cualquiera; por otra parte, la clientela aumentaría; contaba con eso, pues quería que Berta fuese bien educada, que tuviese talentos, que aprendiese el piano. ¡Ah!, ¡qué bonita sería, más adelante, a los quince años, cuando, pareciéndose a su madre, llevase como ella, en verano, grandes sombreros de paja!, las tomarían de lejos por dos hermanas. Ya la imaginaba trabajando de noche al lado de ellos, bajo la luz de la lámpara; le bordaría unas pantuflas; se ocuparía de la casa; la llenaría toda con su gracia y su alegría. Por fin, pensarían en casarla: le buscarían un buen chico que tuviese una situación sólida; la haría feliz; esto duraría siempre.