Madame Bovary (24 page)

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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

¿Pero quién la hacía tan desgraciada?, ¿dónde estaba la catástrofe extraordinaria que la había trastornado? Y levantó la cabeza, mirando a su alrededor, como para buscar la causa de lo que le hacía sufrir.

Un rayo de abril tornasolaba las porcelanas de la estantería; el fuego ardía; ella sentía bajo sus zapatillas la suavidad de la alfombra; el día estaba claro, la atmósfera tibia, y oyó a su hija que se reía a carcajadas.

En efecto, la niña se estaba revolcando en el prado, en medio de la hierba que segaban. Estaba echada boca abajo, en lo alto de un almiar. Su muchacha la sostenía por la falda. Lestiboudis rastrillaba al lado, y cada vez que se acercaba, la niña se inclinaba haciendo esfuerzos inútiles con sus bracitos.

—¡Tráigamela! —dijo su madre, precipitándose para besarla—. ¡Cuánto te quiero, pobre hija mía! ¡Cuánto te quiero!

Después, dándose cuenta de que tenía la punta de las orejas un poco sucias, llamó enseguida para que le trajesen agua caliente, y la limpió, le cambió de ropa interior, medias, zapatos, hizo mil preguntas sobre su salud, como si regresara de viaje, y, por fin, volviendo a besarla y lloriqueando, la dejó en brazos de la criada, que permanecía boquiabierta ante estos excesos de ternura.

Por la noche, Rodolfo la encontró más seria que de costumbre.

—Ya le pasará —pensó él—, es un capricho.

Y faltó consecutivamente a tres citas.

Cuando volvió, ella se mostró fría y casi desdeñosa.

—¡Ah!, ¡pierdes el tiempo, rica!

Y fingió no notar sus suspiros melancólicos, ni el pañuelo que sacaba.

Fue entonces cuando Emma se arrepintió.

Incluso se preguntó por qué detestaba a Carlos, y si no hubiera sido mejor poder amarle. Pero él no daba mucho pie a estos renuevos sentimentales, de modo que ella no acababa de decidirse por hacer un sacrificio, cuando el boticario vino muy a punto a proporcionarle una ocasión.

Capítulo XI

Homais había leído recientemente el elogio de un nuevo método para curar a los patizambos; y, como era partidario del progreso, concibió esta idea patriótica de que Yonville, para «ponerse a nivel», debía hacer operaciones de estrefopodia.

—Porque —le decía a Emma— ¿qué se arriesga? Fíjese bien —y enumeraba con los dedos las ventajas de la tentativa; éxito casi seguro, alivio y embellecimiento del enfermo, inmediato renombre para el operador. Por qué su marido, por ejemplo, no intenta aliviar a ese pobre Hipólito del «Lion d'Or». Tenga en cuenta que él contaría su curación a todos los viajeros, y además (Homais bajaba la voz y miraba a su alrededor), ¿quién me impediría enviar al periódico una notita al respecto? ¡Dios mío! ¡Como se propague la noticia!, se hable del caso…, ¡acaba por hacer bola de nieve! ¿Y quién sabe?

En efecto, Bovary podía triunfar; nadie le decía a Emma que su marido no fuese hábil, y qué satisfacción para ella haberlo comprometido en una empresa de la que su fama y su fortuna saldrían acrecentadas. Ella no pedía otra cosa que apoyarse en algo más sólido que el amor.

Carlos, solicitado por el boticario y por ella, se dejó convencer. Pidió a Rouen el volumen del doctor Duval, y todas las noches, con la cabeza entre las manos, se sumía en aquella lectura.

Mientras que estudiaba los equinos, los varus, los valgus, es decir la estrefocatopodia, la estrefendopodia, la estrefexopodia y la estrefanopodia (o, para hablar claro, las diferentes desviaciones del pie, ya por debajo, por dentro o por fuera) con la estrefipopodia y la estrefanopodia (dicho de otro modo, torsión por encima y enderezamiento hacia arriba), el señor Homais, con toda clase de razonamientos, animaba al mozo de la posada a operarse.

—Apenas sentirás, si acaso, un ligero dolor; es un simple pinchazo como una pequeña sangría, menos que la extirpación de algunos callos.

Hipólito, reflexionando, hacía un gesto de estupidez.

—Por lo demás —continuaba el farmacéutico—, ¿a mí qué me importa?, ¡es por ti!, ¡por pura humanidad! Quisiera verte, amigo mío, liberado de tu horrible cojera, con ese balanceo de la región lumbar, que, por mucho que digas, tiene que perjudicarte considerablemente en el ejercicio de tu oficio.

Entonces, Homais le hacía ver cómo se encontraría después mejor mozo, y más ligero de piernas, a incluso llegó a darle a entender que se encontraría mejor para gustar a las mujeres, y el mozo de cuadra empezaba a reír torpemente. Después le atacaba por el lado de la vanidad:

—No eres un hombre, ¡pardiez! ¿Qué pasaría si hubieras tenido que hacer el servicio, combatir por la patria…? ¡Ah, Hipólito!

Y Homais se alejaba, diciendo que no entendía aquella tozudez, aquella ceguera en rechazar los beneficios de la ciencia.

El infeliz cedió, pues aquello fue como una conjuración; Binet, que jamás se mezclaba en los asuntos ajenos, la señora Lefrançois, Artemisa, los vecinos, y hasta el alcalde, señor Tuvache, todo el mundo le aconsejó, le sermoneó, le avergonzó; pero lo que acabó por decidirle, «es que eso no le costaría nada». Bovary se encargaba incluso de proporcionar la máquina para la operación. Emma había tenido esta idea generosa; y Carlos accedió a ello, diciéndose en el fondo del corazón que su mujer era un ángel.

Con los consejos del farmacéutico, y volviendo a empezar tres veces, mandó hacer al carpintero, ayudado por el cerrajero, una especie de caja que pesaba cerca de ocho libras, y en la cual el hierro, la madera, la chapa, el cuero, los tornillos y las tuercas no se habían escatimado.

Sin embargo, para saber qué tendón cortar a Hipólito, había que conocer primeramente qué clase de pie zambo era el suyo.

Tenía un pie que formaba con la pierna una línea casi recta, lo cual no le impedía estar vuelto hacia dentro, de suerte que ¿era un equino con mezcla de un poco de varus o bien un ligero varus fuertemente marcado de equino? Pero, con este equino, ancho, en efecto, como un pie de caballo, de piel rugosa, de tendones secos, gruesos dedos, y en el que las uñas negras figuraban los clavos de una herradura, el estrefópodo galopaba como un ciervo desde la mañana a la noche. Se le veía continuamente en la plaza, brincando alrededor de las carretas, echando adelante su soporte desigual. Incluso parecía más fuerte de aquella pierna que de la otra. A fuerza de haber servido, había adquirido como unas cualidades morales de paciencia y de energía, y cuando le daban algún trabajo pesado, se apoyaba preferentemente en ella.

Ahora bien, puesto que era un equino, había que cortar el tendón de Aquiles, aunque luego hubiera que meterse con el músculo tibial anterior a fin de deshacerse del varus, pues el médico no se atrevía de una sola vez a las dos operaciones, e incluso ya estaba temblando, con el miedo de atacar alguna región importante que no conocía.

Ni Ambrosio Paré
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aplicando por primera vez desde Celso
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, con quince siglos de intervalo, la ligadura inmediata de una arteria; ni Dupuytren
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cuando hizo la primera ablación de maxilar superior tenían, de seguro, el corazón tan palpitante, la mano tan temblorosa, ni la mente en tanta tensión como el señor Bovary cuando se acercó a Hipólito, con su tenótomo entre los dedos, y, como en los hospitales, se veían al lado, sobre una mesa, un montón de hilas, hilos encerados, muchas vendas, una pirámide de vendas, todas las vendas que había en la botica. Era el señor Homais quien había organizado desde la mañana todos estos preparativos, tanto para deslumbrar a la muchedumbre como para ilusionarse a sí mismo. Carlos pinchó la piel; se oyó un crujido seco. El tendón estaba cortado, la operación había terminado. Hipólito no volvía de su asombro; se inclinaba sobre las manos de Bovary para cubrirlas de besos.

—¡Vamos, cálmate —decía el boticario—, ya demostrarás después tu reconocimiento a tu bienhechor!

Y bajó a contar el resultado a cinco o seis curiosos que estaban en el patio, y que se imaginaban que Hipólito iba a reaparecer caminando normal. Después Carlos, una vez encajada la pierna del enfermo en el motor mecánico, se volvió a su casa, donde Emma, toda ansiosa, le esperaba a la puerta. Se le echó al cuello; se sentaron a la mesa; él comió mucho, a incluso quiso, a los postres, tomar una taza de café, exceso que únicamente se permitía los domingos cuando había invitados.

Pasaron una velada encantadora, en animada conversación, haciendo proyectos comunes. Hablaron de su fortuna futura, de mejoras que introducir en su casa; él veía extender su reputación, aumentar su bienestar, teniendo siempre el cariño de su mujer; y en ella se encontraba feliz de renovarse con un sentimiento nuevo, más sano, mejor, en fin, de sentir, alguna ternura por aquel pobre chico que la quería con locura. La idea de Rodolfo se le pasó un momento por la cabeza; pero sus ojos se pusieron sobre Carlos; ella notó incluso con sorpresa que no tenía los dientes feos.

Estaban en la cama cuando el señor Homais, sin hacer caso de la cocinera, entró de pronto decidido en la habitación, llevando en la mano un papel recién escrito. Era la noticia que destinaba al Fanal de Rouen. Se la traía para leérsela.

—Lea usted mismo, señor Bovary.

Él leyó:

«A pesar de los prejuicios que cubren todavía una parte de la faz de Europa como una red, la luz comienza, no obstante, a penetrar en nuestros campos. Así el martes, nuestra pequeña ciudad de Yonville fue escenario de una experiencia quirúrgica, que es al mismo tiempo un acto de alta filantropía. El señor Bovary, uno de nuestros más distinguidos cirujanos…»

—¡Ah!, ¡eso es demasiado! —decía Carlos, sofocado por la emoción.

—¡En absoluto! ¡Pues cómo!… Operó un pie zambo… No he puesto el término científico, porque, ¿comprende?, en un periódico…, todo el mundo quizás no entendería, es preciso que las masas…

—En efecto —dijo Bovary. Siga.

—Continúo —dijo el farmacéutico—:

«El señor Bovary, uno de nuestros facultativos más distinguidos, ha operado de un pie zambo al llamado Hipólito Tautin, mozo de cuadra desde hace veinticinco años en el hotel «Lion d'Or», regido por la señora viuda de Lefrançois, en la plaza de Armas. La novedad del intento y el interés que despertaba atrajeron tal concurrencia de gente, que llegaba hasta la puerta del establecimiento. Por lo demás, la operación se practicó como por encanto, y apenas unas gotas de sangre se derramaron sobre la piel, como para decir que el tendón rebelde acababa por fin de ceder a los esfuerzos del arte. El enfermo, cosa extraña (lo afirmamos por haberlo visto), no acusó ningún dolor. Su estado, hasta el momento, no deja nada que desear. Todo hace creer que la convalecencia será corta; ¿y quién sabe incluso si, en la primera fiesta del pueblo, no veremos a nuestro buen hombre participar en las danzas báquicas, en medio de un coro de graciosos, demostrando así, a los ojos de todos, por su locuacidad y sus cabriolas, su completa curación? ¡Honor, pues, a los sabios generosos!, ¡honor a esas mentes infatigables que dedican sus vigilias al mejoramiento o al alivio de sus semejantes! ¡Honor!, ¡tres veces honor! ¡No es ocasión de proclamar que los ciegos verán, los sordos oirán y los cojos andarán! ¡Pero lo que el fanatismo de antaño prometía a sus elegidos, la ciencia lo lleva a cabo ahora para todos los hombres! Tendremos a nuestros lectores al corriente de las fases sucesivas de esta tan notable curación».

Lo cual no impidió que, cinco días después, la tía Lefrançois llegase toda asustada gritando:

—¡Socorro! ¡Se muere! ¡Me voy a volver loca!

Carlos se precipitó al «Lion d'Or», y el farmacéutico que le vio pasar por la plaza, sin sombrero, abandonó la farmacia. Él mismo se presentó allí, jadeante, rojo, preocupado, y preguntando a todos los que subían la escalera:

—¿Qué le pasa a nuestro interesante estrefópodo?

El estrefópodo se retorcía con atroces convulsiones, de tal modo que el motor mecánico en que estaba encerrada su pierna golpeaba contra la pared hasta hundirla.

Con muchas precauciones, para no perturbar la posición del miembro, le retiraron la caja y apareció un espectáculo horroroso. Las formas del pie desaparecían en una hinchazón tal que toda la piel parecía que iba a reventar y estaba cubierta de equimosis ocasionadas por la famosa máquina. Hipólito ya se había quejado de los dolores; no le habían hecho caso; hubo que reconocer que no estaba equivocado del todo; y le dejaron libre algunas horas. Pero apenas desapareció un poco el edema, los dos sabios juzgaron conveniente volver a meter el miembro en el aparato, y apretándolo más para acelerar las cosas. Por fin, al cabo de tres días, como Hipólito ya no podía aguantar más, le quitaron de nuevo el aparato y se asombraron del resultado que vieron. Una tumefacción lívida se extendía por toda la pierna, con flictenas, acá y allá, de las que salía un líquido negro. Aquello tomaba un cariz serio. Hipólito comenzaba a preocuparse, y la tía Lefrançois le instaló en una salita, cerca de la cocina, para que al menos tuviese alguna distracción. Pero el recaudador, que cenaba allí todas las noches, se quejó amargamente de semejante vecindad. Entonces trasladaron a Hipólito a la sala de billar.

Y allí estaba, gimiendo bajo sus gruesas mantas, pálido, la barba crecida, los ojos hundidos, volviendo de vez en cuando su cabeza sudorosa sobre la sucia almohada donde se posaban las moscas. La señora Bovary venía a verle. Le traía lienzos para sus cataplasmas, y le consolaba, le animaba. Por lo demás, no le faltaba compañía, sobre todo, los días de mercado, cuando los campesinos alrededor de él empujaban las bolas de billar, esgrimían los tacos, fumaban, bebían, cantaban, bailaban.

—¿Cómo estás? —le decían golpeándole la espalda—. ¡Ah!; parece que no las tienes todas contigo, pero tú tienes la culpa. Había que hacer esto, hacer aquello.

Y le contaban casos de personas que se habían curado totalmente con otros remedios distintos de los suyos; después, para consolarle, añadían:

—Es que lo escuchas demasiado, ¡levántate ya!

—Te cuidas como un rey. ¡Ah!, eso no tiene importancia, ¡viejo farsante!, ¡pero no hueles bien!

La gangrena, en efecto, avanzaba deprisa. A Bovary aquello le ponía enfermo. Venía a todas horas, a cada instante. Hipólito lo miraba con los ojos llenos de espanto y balbuceaba sollozando:

—¿Cuándo estaré curado? ¡Ah!, ¡sálveme!…, ¡qué desgraciado soy!, ¡qué desgraciado soy!

Y el médico se iba, recomendándole siempre la dieta.

—No le hagas caso, hijo mío —replicaba la señora Lefrançois—; ya lo han martirizado bastante. ¿Vas a seguir debilitándote? ¡Toma, come!

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