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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (25 page)

Y le ofrecía algún buen caldo, alguna tajada de pierna de cordero, algún trozo de tocino, y a veces unas copitas de aguardiente, que Hipólito no tenía valor para llevar a sus labios.

El abate Bournisien, al saber que empeoraba, pidió verlo. Empezó por compadecerle de su enfermedad, al tiempo que declaraba que había que alegrarse puesto que era la voluntad del Señor, y aprovechar pronto la ocasión para reconciliarse con el cielo.

—Pues —decía el eclesiástico en un tono paterno— descuidabas un poco tus deberes; raramente se te veía en el oficio divino; ¿cuántos años hace que no lo acercas a la sagrada mesa? Comprendo que tus ocupaciones, que el torbellino del mundo hayan podido apartarte de la preocupación de tu salvación. Pero ahora es el momento de pensar en ella. No desesperes a pesar de todo; he conocido grandes pecadores que, próximos a comparecer ante Dios, tú no lo estás todavía, estoy seguro, imploraban sus misericordias y que ciertamente murieron en las mejores disposiciones. Esperemos que, igual que ellos, tú nos des buenos ejemplos. Así, por precaución, quién lo impedirá rezar mañana y noche un «Ave María» y un «Padre nuestro». ¡Sí, hazlo por mí, por complacerme! ¿Qué te cuesta?… ¿Me lo prometes?

El pobre diablo lo prometió. El cura volvió los días siguientes. Charlaba con la posadera a incluso contaba anécdotas entremezcladas con bromas, con juegos de palabras que Hipólito no comprendía. Después, cuando la circunstancia lo permitía, volvía a insistir sobre los temas de religión, poniendo una cara de circunstancias. Su celo pareció dar resultado, porque pronto el estrefópodo manifestó propósito de ir en peregrinación al Buen Socorro, si se curaba: a lo cual el señor Bournisien respondió que no veía inconveniente: dos precauciones valían más que una. «No se arriesgaba nada».

El boticario se indignó contra lo que él llamaba «maniobras del cura»; perjudicaban, según él, la convalecencia de Hipólito y repetía a la señora Lefrançois:

—¡Déjele!, ¡déjele! ¡Usted le está perturbando la moral con su misticismo!

Pero la buena señora ya no quería seguir escuchándole. El era «la causa de todo». Por espíritu de contradicción, incluso colgó una pila llena de agua bendita, con una ramita de boj.

Sin embargo, ni la religión ni tampoco la cirugía parecían aliviarle, y la invencible gangrena seguía subiendo desde las extremidades hasta el vientre. Por más que variaban las pociones y se cambiaban las cataplasmas, los músculos se iban despegando cada día más, y por fin Carlos contestó con una señal de cabeza afirmativa cuando la señora Lefrançois le preguntó si no podría, como último recurso, hacer venir de Neufchâtel al señor Canivet, que era una celebridad.

Doctor en medicina, de cincuenta años, en buena posición y seguro de sí mismo, el colega no se recató para reírse desdeñosamente cuando destapó aquella pierna gangrenada hasta la rodilla. Después, habiendo dictaminado claramente que había que amputar, se fue a la farmacia a despotricar contra los animales que habían reducido a tal estado a aquel pobre hombre. Sacudiendo al señor Homais por el botón de la levita, vociferaba en la farmacia.

—¡Esos son inventos de París! ¡Ahí están las ideas de esos señores de la capital!, ¡es como el estrabismo, el cloroformo y la litotricia, un montón de monstruosidades que el gobierno debería prohibir! Quieren dárselas de listos, y les atiborran de medicamentos sin preocuparse de sus consecuencias. Nosotros no estamos tan capacitados como todo eso; no somos unos sabios, unos pisaverdes, unos currutacos; somos facultativos prácticos, nosotros curamos, y no se nos pasaría por la imaginación operar a alguien que se encuentra perfectamente bien. ¡Enderezar pies zambos!, ¿se pueden enderezar pies zambos?, ¡es como si se quisiera, por ejemplo, poner derecho a un jorobado!

Homais sufría escuchando este discurso, y disimulaba su desasosiego bajo una sonrisa de cortesano, poniendo cuidado en tratar bien al señor Canivet, cuyas recetas llegaban a veces hasta Yonville. Por eso no salió en defensa de Bovary, ni siquiera hizo observación alguna, y, dejando a un lado sus principios, sacrificó su dignidad a los intereses más serios de su negocio.

Fue un acontecimiento importante en el pueblo aquella amputación de pierna por el doctor Canivet. Todos los habitantes, aquel día, se habían levantado más temprano y la Calle Mayor, aunque llena de gente, tenía algo lúgubre como si se tratara de una ejecución capital. Se discutía en la tienda de comestibles sobre la enfermedad de Hipólito; los comercios no vendían nada, y la señora Tuvache, la mujer del alcalde, no se movía de la ventana, por lo impaciente que estaba de ver llegar al operador.

Llegó en su cabriolet, conducido por él mismo. Pero como la ballesta del lado derecho había cedido a todo lo largo, bajo el peso de su corpulencia, resultó que el coche se inclinaba un poco al correr, y sobre el otro cojín, al lado del doctor, se veía una gran caja forrada de badana roja, cuyos tres cierres de cobre resplandecían de brillo.

Cuando entró como un torbellino en el portal del «Lion d'Or», el doctor, gritando muy fuerte, mandó desenganchar su caballo, después fue a la caballeriza a ver si comía bien la avena; pues, cuando llegaba a casa de sus enfermos, se preocupaba ante todo de su yegua y de su cabriolet. Se decía incluso a este propósito: «¡Ah!, ¡el señor Canivet es un extravagante!». Y será más estimado por este inquebrantable aplomo.

Ya podía hundirse el mundo, que él no alteraría el menor de sus hábitos.

Homais se presentó.

—Cuento con usted —dijo el doctor—. ¿Estamos preparados? ¡Adelante!

Pero el boticario, sonrojándose, confesó que él era muy sensible para asistir a semejante operación.

—Cuando se es simple espectador —decía—, la imaginación, comprende, se impresiona. Y además tengo el sistema nervioso tan…

—¡Bah! —interrumpió Canivet—, usted me parece, por el contrario, propenso a la apoplejía. Y, además, no me extraña, porque ustedes, los señores farmacéuticos, están continuamente metidos en sus cocinas, lo cual debe de terminar alterando su temperamento. Míreme a mí, por ejemplo: todos los días me levanto a las cuatro, me afeito con agua fría, nunca tengo frío, y no llevo ropa de franela, no pesco ningún catarro, la caja es resistente. Vivo a veces de una manera, otras de otra, como filósofo, a lo que salga. Por eso no soy tan delicado como usted, y me da exactamente lo mismo descuartizar a un cristiano que la primer ave que se presente. A eso, dirá usted, ¡la costumbre!…, ¡la costumbre!…

Entonces, sin ningún miramiento para Hipólito, que sudaba entre las sábanas, aquellos señores emprendieron una conversación en la que el boticario comparó la sangre fría de un cirujano a la de un general; y esta comparación agradó a Canivet, que se extendió en consideraciones sobre las exigencias de su arte. Lo consideraba como un sacerdocio, aunque los oficiales de Sanidad lo deshonrasen. Por fin, volviendo al enfermo, examinó las vendas que había traído Homais, las mismas que habían utilizado en la operación del pie zambo, y pidió a alguien que le sostuviese la pierna. Mandaron a buscar a Lestiboudis, y el señor Canivet, después de haberse remangado, pasó a la sala de billar, mientras que el boticario se quedaba con Artemisa y con la mesonera, las dos más pálidas que un delantal, y con el oído pegado a la puerta.

Bovary, durante aquel momento, no se atrevió a moverse de su casa. Permanecía abajo, en la sala, sentado junto a la chimenea apagada, con la cabeza baja, las manos juntas, los ojos fijos. ¡Qué desgracia!, pensaba, ¡qué contrariedad! Sin embargo, él había tomado todas las precauciones imaginables. Era cosa de la fatalidad. ¡No importa!, si Hipólito llegara a morir, sería él quien lo habría asesinado. Y además, ¿qué razón daría en las visitas cuando le preguntaran? Quizás, a pesar de todo, ¿se había equivocado en algo? ÉI reflexionaba, no encontraba nada. Pero también los más famosos cirujanos se equivocan. Esto era lo que nunca se querría reconocer, al contrario, se iban a reír, a chillar. Los comentarios llegarían hasta Forges, ¡hasta Neufchätel!, ¡hasta Rouen!, ¡a todas partes! ¡Quién sabe si los colegas no escribirían contra él! Se originaría una polémica, habría que contestar en los periódicos. El propio Hipólito podía procesarle. ¡Se veía deshonrado, arruinado, perdido! Y su imaginación, asaltada por una multitud de hipótesis, se agitaba en medio de ellas como un tonel vacío arrastrado al mar y que flota sobre las olas.

Emma, frente a él, le miraba; no compartía su humillación, ella sentía otra: era la de haberse imaginado que un hombre semejante pudiese valer algo, como si veinte veces no se hubiese ya dado cuenta de su mediocridad.

Carlos se paseaba de un lado a otro de la habitación. Sus botas crujían sobre el piso.

—¡Siéntate! —dijo ella—, me pones nerviosa.

Él se volvió a sentar.

¿Cómo era posible que ella, tan inteligente, se hubiera equivocado una vez más? Por lo demás, ¿por qué deplorable manía había destrozado su existencia en continuos sacrificios? Recordó todos sus instintos de lujo, todas las privaciones de su alma, las bajezas del matrimonio, del gobierno de la casa, sus sueños caídos en el barro, como golondrinas heridas, todo lo que había deseado, todas las privaciones pasadas, todo lo que hubiera podido tener, y ¿por qué?, ¿por qué?

En medio del silencio que llenaba el pueblo, un grito desgarrador atravesó el aire. Bovary palideció como si fuera a desmayarse. Emma frunció el ceño con un gesto nervioso, después continuó. Era por él, sin embargo, por aquel ser, por aquel hombre que no entendía nada, que no sentía nada, pues estaba allí, muy tranquilamente, y sin siquiera sospechar que el ridículo de su nombre iba en lo sucesivo a humillarla como a él.

Había hecho esfuerzos por amarle, y se había arrepentido llorando por haberse entregado a otro.

—Pero puede que fuera un valgus —exclamó de repente Bovary que estaba meditando.

Al choque imprevisto de esta frase que caía sobre su pensamiento como una bala de plomo en una bandeja de plata, Emma, sobresaltada, levantó la cabeza para adivinar lo que él quería decir; y se miraron silenciosamente, casi pasmados de verse, tan alejados estaban en su conciencia el uno del otro. Carlos la contemplaba con la mirada turbia de un hombre borracho, al tiempo que escuchaba, inmóvil, los últimos gritos del amputado que se prolongaban en modulaciones lánguidas entrecortadas por gritos agudos, como alarido lejano de algún animal que están degollando. Emma mordía sus labios pálidos, y dando vueltas entre sus dedos a una ramita del polípero que había roto, clavaba sobre Carlos la punta ardiente de sus pupilas, como dos flechas de fuego dispuestas para disparar. Todo en él le irritaba ahora, su cara, su traje, lo que no decía, su persona entera, en fin, su existencia. Se arrepentía como de un crimen, de su virtud pasada, y lo que aún le quedaba se derrumbaba bajo los golpes furiosos de su orgullo. Se deleitaba en todas las perversas ironías del adulterio triunfante. El recuerdo de su amante se renovaba en ella con atracciones de vértigo; arrojaba allí su alma, arrastrada hacia aquella imagen por un entusiasmo nuevo; y Carlos le parecía tan despegado de su vida, tan ausente para siempre, tan imposible y aniquilado, como si fuera a morir y hubiera agonizado ante sus ojos.

Se oyó un ruido de pasos en la acera. Carlos miró, y, a través de la persiana bajada, vio junto al mercado, en pleno sol, al doctor Canivet que se secaba la frente con su pañuelo. Homais, detrás de él, llevaba en la mano una gran caja roja, y los dos se dirigían a la farmacia.

Entonces Carlos, presa de una súbita ternura y de desaliento, se volvió hacia su mujer diciéndole:

—¡Abrázame, cariño!

—¡Déjame! —dijo ella, toda roja de cólera.

—¿Qué tienes? ¿Qué tienes? —repetía él estupefacto—. ¡Cálmate! ¡Bien sabes que lo quiero!…, ¡ven!

—¡Basta! —exclamó ella con aire terrible.

Y escapando de la sala, Emma cerró la puerta con tanta fuerza, que el barómetro saltó de la pared y se aplastó en el suelo.

Carlos se derrumbó en su sillón, descompuesto, preguntándose lo que le pasaba a su mujer, imaginando una enfermedad nerviosa, llorando y sintiendo vagamente circular alrededor de él algo funesto a incomprensible.

Cuando de noche Rodolfo llegó al jardín, encontró a su amante que le esperaba al pie de la escalera, en el primer escalón. Se abrazaron y todo su rencor se derritió como la nieve bajo el calor de aquel beso.

Capítulo XII

Comenzaron de nuevo a amarse. Incluso, a menudo, en medio del día, Emma le escribía de pronto; luego, a través de los cristales, hacía una señal a Justino, quien, desatando rápido su delantal, volaba hacia la Huchette. Rodolfo venía; era para decirle que ella se aburría, que su marido era odioso y su existencia espantosa.

—¿Qué puedo hacer yo? —exclamó él un día impacientado—. ¡Ah!, ¡si tú quisieras!…

Estaba sentada en el suelo, entre sus rodillas, con el pelo suelto y la mirada perdida.

—¿Y qué? —dijo Rodolfo.

Ella suspiró.

—Iríamos a vivir a otro lugar…, a alguna parte…

—¡Estás loca, la verdad! —dijo él riéndose—. ¿Es posible?

Emma insistió; Rodolfo pareció no entender nada y cambió de conversación.

Lo que él no comprendía era toda aquella complicación en una cosa tan sencilla como el amor. Emma tenía un motivo, una razón, y como una especie de apoyo para amarle.

En efecto, aquella ternura crecía de día en día, a medida que aumentaba el rechazo de su marido. Cuanto más se entregaba a uno, más detestaba al otro; jamás Carlos le había parecido tan desagradable, con unas manos tan toscas, una mente tan torpe, unos modales tan vulgares como después de sus citas con Rodolfo, cuando se encontraban juntos. Entonces, haciéndose la esposa y la virtuosa, se inflamaba ante el recuerdo de aquella cabeza cuyo pelo negro se enroscaba en un rizo hacia la frente bronceada, de aquel talle a la vez robusto y elegante, de aquel hombre, en fin, que poseía tanta experiencia en la razón, tanto arrebato en el deseo. Para él se limpiaba ella las uñas, con un esmero de cincelador, y se maquillaba con tanto cuidado y se ponía pachuli en sus pañuelos. Se cargaba de pulseras, de sortijas, de collares. Cuando él iba a venir, llenaba de rosas sus dos grandes jarrones de cristal azul, y arreglaba su casa y su persona como una cortesana que espera a un príncipe. La criada tenía que estar continuamente lavando ropa; y, en toda la jornada, Felicidad no se movía de la cocina, donde el pequeño Justino a menudo le hacía compañía, la miraba trabajar.

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