El problema de la dilución
Antes de entrar más a fondo en la homeopatía y de examinar si realmente funciona o no, hay un problema central que hemos de despejar para proseguir nuestro camino.
La mayoría de las personas saben que las sustancias de los remedios homeopáticos se diluyen hasta tal punto que ya no quedan moléculas en la dosis que finalmente reciben. Lo que tal vez no sepan es la increíble proporción en que se diluyen. La dilución homeopática típica es de 30C. Esto significa que la sustancia original ha sido diluida a razón de una gota entre cien, el resultado de esa dilución ha vuelto a ser diluido a razón de una gota entre cien, y así sucesivamente hasta completar treinta rondas de dilución. Si ustedes consultan el apartado dedicado a responder a la pregunta: «¿Qué es la homeopatía?», que se incluye en el sitio web de la Sociedad de Homeópatas, la mayor organización de éstos en el Reino Unido, verán que se les explica que «30C contiene menos de una parte por millón de la sustancia original».
«Menos de una parte por millón» es, diría yo, una exageración: una preparación homeopática a 30C supone una dilución de uno entre 100
30
o, por expresarlo de otro modo, 10
60
, es decir, un uno seguido de sesenta ceros. Para evitar malentendidos, estamos hablando de una dilución de uno entre 1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000, o, parafraseando los términos de la Sociedad de Homeópatas, «una parte por millón de millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones». Está claro que es «menos de una parte por millón de la sustancia original».
Para dotarnos de cierta perspectiva, sepan ustedes que en una piscina olímpica sólo hay unas 100.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000 moléculas de agua en total. Ahora imagínense una esfera de agua con un diámetro de 150 millones de kilómetros (la distancia entre la Tierra y el Sol). Se tardan ocho minutos luz en recorrer esa distancia. Pues bien, piensen en una esfera de agua de ese tamaño con una sola molécula de otra sustancia en ella: eso es una dilución de 30C.
[*]
En una dilución homeopática de 200C (y pueden comprar diluciones mucho más elevadas aún en cualquier proveedor homeopático), la sustancia tratante está diluida a razón de una parte entre un número de partes superior (y por un gigantesco margen) a la cifra total de átomos existentes en el universo. Dicho de otro modo, el universo contiene 3 × 10
80
metros cúbicos de espacio de almacenaje (ideal para formar una familia): si lo llenáramos de agua e incluyéramos una sola molécula de un ingrediente activo, estaríamos hablando de una mísera dilución de 55C.
No debemos olvidar, sin embargo, que la improbabilidad de que lo que los homeópatas dicen a propósito de
cómo
funcionan supuestamente sus pastillas es una cuestión bastante intrascendente y en absoluto central en nuestra conclusión principal, que es la de que
no
funcionan mejor que cualquier placebo. No sabemos
cómo
funciona la anestesia general, pero sí sabemos que funciona, y la usamos a pesar de nuestra ignorancia en cuanto a su mecanismo. Yo mismo he practicado un corte profundo en el abdomen de un hombre y he hurgado entre sus intestinos en un entorno quirúrgico —debo añadir que bajo estricta supervisión— mientras el paciente estaba sin sentido por la anestesia, y las lagunas en nuestro conocimiento respecto al modo en que ésta actúa no supusieron (para mí o para el paciente) molestia alguna.
Además, cuando Hahnemann ideó la homeopatía, nadie sabía siquiera de la existencia de estos problemas con la dilución, pues ni el físico italiano Amadeo Avogadro ni sus sucesores habían averiguado todavía cuántas moléculas existen en una cantidad determinada de una sustancia dada, y menos aún cuántos átomos hay en el universo. Ni siquiera sabíamos qué eran los átomos en realidad.
¿Cómo han lidiado los homeópatas con todos estos nuevos conocimientos? Pues diciendo que las moléculas ausentes son irrelevantes, porque «el agua tiene memoria». Esto puede parecer factible cuando invocamos la imagen de una bañera o de un tubo de ensayo llenos de agua. Pero si tratamos de concebir la escala de estos objetos respecto a su nivel elemental más básico, nos daremos cuenta de que ninguna diminuta molécula de agua va a ser deformada por una enorme molécula de árnica hasta el punto de dejar en ella una abolladura o «marca sugestiva», que es como muchos homeópatas parecen imaginarse el proceso. Nadie puede impresionar en una pizca de masilla, del tamaño de un guisante, la superficie completa de un sofá.
Los físicos llevan muchas décadas estudiando la estructura del agua de forma muy intensiva, y si bien es cierto que las moléculas del agua forman estructuras alrededor de una molécula disuelta en ellas a temperatura ambiente, el movimiento aleatorio cotidiano de las moléculas de H
2
O implica que esas estructuras sean muy efímeras, con periodos de vida medidos en picosegundos o incluso menos. Estamos hablando de una fecha de caducidad sumamente limitada.
Los homeópatas se sacan a veces de la chistera la existencia de resultados anómalos en los experimentos físicos y sugieren que éstos demuestran la eficacia de la homeopatía. Se refieren concretamente a pruebas con fascinantes defectos de método que se han descrito ya en diversos libros y artículos (es habitual, por ejemplo, que en ellas la sustancia homeopática —que sólo mediante pruebas de laboratorio con equipos fabulosamente sensibles puede distinguirse muy sutilmente de una dilución no homeopática— haya sido preparada de forma totalmente distinta a partir de ingredientes distintos, lo que permite que sea más fácilmente detectada por aparatos de laboratorio de grandísima precisión y sensibilidad). Para entender mejor lo que aquí digo, cabe señalar que el mago y «desenmascarador» estadounidense James Randi ha ofrecido un premio de un millón de dólares a quien demuestre la validez de esas «alegaciones anómalas» en condiciones de laboratorio, y ha declarado concretamente que lo ganará cualquier persona que distinga de manera fiable un preparado homeopático de uno no homeopático usando el método que desee. Nadie ha reclamado aún esa recompensa de un millón de dólares.
Pero incluso aunque la aceptásemos de entrada, la supuesta idea de la «memoria del agua» exhibe amplias lagunas conceptuales, la mayoría de las cuales detectables por ustedes mismos. Si el agua tiene memoria, como afirman los homeópatas, y si una dilución de uno entre 10
60
sirve para surtir efecto, entonces, tras tantos millones de años, el agua del planeta debe de constituir ya una dilución homeopática curativa de todas las clases de moléculas existentes en el mundo. A fin de cuentas, el agua lleva muchísimo tiempo brotando y agitándose por todo el orbe, y hasta la contenida en mi cuerpo —aquí, en Londres, donde estoy ahora sentado tecleando estas palabras— ha pasado ya antes por multitud de cuerpos de otras personas antes de llegar al mío. Quizás algunas de las moléculas de agua depositadas en los dedos con los que estoy escribiendo ahora mismo esta frase estarán ya en el globo ocular de un lector o una lectora cuando la lea. Tal vez algunas de las moléculas de agua que componen mis neuronas en el momento en que estoy tomando la decisión de si escribir «pipí» u «orina» en esta frase en concreto estén ahora, cuando ustedes la leen, en la vejiga de la reina, que Dios la bendiga. El agua nos toca a todos, viaja a todas partes. No tienen más que ver las nubes.
¿Cómo sabe una molécula de agua cuándo tiene que olvidarse de todas las demás moléculas que ha ido conteniendo con anterioridad? ¿Cómo sabe tratarme un hematoma gracias a su memoria del árnica, y no por el recuerdo que conserve de las heces de Isaac Asimov? Una vez escribí sobre esto en el periódico y un homeópata presentó una protesta ante la Comisión de Quejas sobre la Prensa. Lo que importa no es la dilución, dijo, sino la sucusión. Hay que golpear el frasco de agua diez veces con brío contra una superficie de cuero y pelo de caballo: eso es lo que hace que el agua recuerde una molécula. Como no lo mencioné, según él,
yo había hecho que los homeópatas quedaran como unos estúpidos
. Debe de tratarse de un universo de estupidez paralelo.
Y, por mucho que los homeópatas hablen de la «memoria del agua», no debemos olvidar que lo que de verdad nos dan, en general, es una pequeña pastilla de azúcar, no una cucharada de agua diluida homeopáticamente. Así que también tendrían que pensar en la supuesta memoria del azúcar (memoria del azúcar que consiste en recordar algo que ya había sido recordado por el agua —tras una dilución de una parte entre un número de partes superior al total de átomos en el universo— y que luego se transmitió al azúcar al secarse). Estoy tratando de dejar las cosas muy claras, porque no quiero recibir más quejas.
Cuando este azúcar que ha recordado algo que el agua ya recordaba se introduce en nuestro cuerpo, debe producir en él algún tipo de efecto. ¿Cuál puede ser? Nadie lo sabe, pero es necesario tomar esas pastillas de manera regular, al parecer, conforme a un régimen dosificador que se nos antoja sospechosamente similar al de los fármacos médicos (que se administran a intervalos espaciados en función de la rapidez con la que son descompuestos y excretados por el organismo).
Exijo un juicio justo
Todas estas improbabilidades teóricas son interesantes, pero no les van a servir para ganar ninguna discusión: sir John Forbes, médico de la reina Victoria, ya señaló el problema de la dilución en el siglo XIX, y siglo y medio después, el debate no ha avanzado. La pregunta fundamental respecto a la homeopatía es muy sencilla: ¿funciona? De hecho, ¿cómo sabemos si un tratamiento cualquiera funciona?
Los síntomas son algo muy subjetivo, así que casi todos los modos concebibles de demostrar los beneficios de un tratamiento cualquiera deben partir del individuo y de su experiencia, pero sólo como punto de inicio. Imaginemos que estamos hablando —tal vez incluso discutiendo— con alguien que piensa que la homeopatía funciona: alguien que cree que es una experiencia positiva y que siente que mejora (y más rápido) con ella. Lo que esta persona diría es: «Lo único que sé es que, por cómo me siento, funciona. Mejoro cuando recibo tratamiento homeopático». A esos individuos les parece obvio y, hasta cierto punto, lo es. Tanto el poder como los defectos de ese testimonio radican precisamente en su simplicidad. Sea lo que sea lo que realmente ocurre, encierra una afirmación cierta.
Pero alguien podría decir: «Bueno, quizá fuese el resultado de un efecto placebo». Y es que este efecto es mucho más complejo e interesante de lo que sospecha la mayoría de las personas, y va mucho más allá de los límites de una simple pastilla de azúcar: tiene que ver con el conjunto de la experiencia cultural de un tratamiento, con las expectativas previas de quien lo sigue, con el proceso de consultas durante el tratamiento, y con otras muchas cosas.
Sabemos que dos pastillas de azúcar son un tratamiento más eficaz que una, por ejemplo, y sabemos que las inyecciones de agua salina constituyen una terapia más efectiva contra el dolor que las pastillas de azúcar, pero no porque el agua salada tenga una acción biológica concreta sobre el organismo, sino porque una inyección nos parece una intervención más drástica. Sabemos que el color de las píldoras, su envasado, su precio e, incluso, las creencias de las personas que las administran son factores importantes. Sabemos que las operaciones placebo pueden ser eficaces contra el dolor de rodilla e, incluso, contra las anginas de pecho. El efecto placebo funciona tanto en los animales como en los niños. Es sumamente potente y subrepticio: ustedes no se van a imaginar ni la mitad de lo que puede hacer hasta que lean el capítulo dedicado al «placebo» en el presente libro.
Así pues, cuando nuestro fan de la homeopatía dice que el tratamiento homeopático hace que se sienta mejor, nosotros podemos replicarle: «Lo acepto, pero quizá tu mejora se deba al efecto placebo». Y él no podrá responder que «no», porque no tendrá
modo alguno de saber
si ha mejorado gracias a ese efecto o no. No puede distinguirlo. Lo más que podrá hacer es reformular —en respuesta a nuestra interpelación— su declaración inicial: «Lo único que sé es que me siento como si funcionara. Mejoro cuando me administro homeopatía».
Acto seguido, nosotros podríamos añadir: «De acuerdo, lo acepto, pero, además, tal vez sientas que mejoras debido a la “regresión a la media”». Dicha regresión es una de las múltiples «ilusiones cognitivas» descritas en este libro, es decir, uno más de los muchos fallos de nuestro aparato razonador que nos inducen a ver pautas y conexiones en el mundo que nos rodea allí donde un examen más detenido nos revela que, en realidad, no las hay.
La «regresión a la media» es, eminentemente, otra expresión con la que referirnos al fenómeno según el cual —como a los terapeutas alternativos les gusta decir— todas las cosas tienen un ciclo natural. Digamos, por ejemplo, que alguien de ustedes tiene un dolor de espalda. Éste va y viene. La persona tiene días mejores y días peores, semanas buenas y semanas malas. Cuando está en su peor momento, significa que está a punto de mejorar, porque así funcionan las cosas con ese dolor de espalda.
Pues bien, de manera similar, muchas enfermedades tienen lo que se denomina una «historia natural»: se agravan y, luego, mejoran. Como dijo Voltaire: «El arte de la medicina consiste en entretener al paciente mientras la naturaleza cura la dolencia». Digamos que alguien de ustedes tiene un resfriado. Mejorará en unos días, pero, en un momento dado, hace que quien lo sufre se sienta fatal. Es perfectamente natural que cuando los síntomas estén peor que nunca, la persona afectada tome medidas para intentar que mejoren. Podría ingerir, por ejemplo, un remedio homeopático. Podría sacrificar una cabra y colgarse al cuello sus entrañas. Podría intimidar a su médico de familia para que le recetara antibióticos. (Nótese que he ido citando estas posibilidades por orden de creciente ridiculez.)
Luego, cuando la persona en cuestión haya mejorado (como sin duda mejorará, tratándose de un simple resfriado), supondrá naturalmente que, fuera lo que fuese lo que hizo cuando sus síntomas estaban peor, ése debe de ser el motivo de su recuperación. Ya saben,
post hoc ergo propter hoc
, como pasó después de eso, por lo tanto, fue a consecuencia de eso. A partir de ese momento, cada vez que se resfríe, volverá a acosar a su médico o a su doctora de cabecera en busca de antibióticos, y éstos le dirán: «Mire usted, no creo que sea muy buena idea». Pero el paciente le insistirá, porque ya funcionaron la vez anterior. Y, con ello, hará que aumente la resistencia comunitaria a los antibióticos y que, en última instancia, haya ancianas que mueran de SARM por culpa de esa irracionalidad, pero ésa es otra historia.
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