Maldad bajo el sol (11 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Linda Marshall entró en la habitación torpemente, tropezando en el marco de la puerta. Respiraba anhelante y tenía dilatadas las pupilas. Parecía un potrillo asustador El coronel Weston sintió un impulso de simpatía hacia ella.

«¡Pobre muchacha! —pensó—; después de todo no es más que una chiquilla. Esto tiene que haber sido un golpe terrible para ella».

Acercó una silla y dijo en tono paternal:

—Lamento tener que molestarla,
miss
... Linda, ¿no se llama usted así?

—Sí, Linda.

Su voz tenía aquella gangosidad característica, a menudo, de las colegialas. Sus manos descansaban desmayadamente sobre la mesa... manos patéticas, grandes y rojas, de huesos anchos y puños largos, Weston pensó: «No deberíamos mezclar a una chiquilla así en estas cosas.»

—No hay nada de alarmante en todo esto —dijo tranquilizador—. Sólo queremos que nos diga usted algo que sepa y que nos pueda ser útil.

—¿Se refiere usted a... a Arlena? —preguntó Linda como asustada.

—Sí. ¿La vio usted esta mañana?

La muchacha movió la cabeza con gesto negativo..

—No. Arlena siempre baja algo tarde. Toma el desayuno en la cama.

—¿Y usted, señorita? —preguntó Hércules Poirot.

—¡Oh, yo me levanto! Desayunarse en la cama me parece muy poco higiénico.

—¿Quiere usted decirnos lo que hizo esta mañana?—intervino Weston.

—En primer lugar tomé un baño y luego me; desayuné y después fui con
mistress
Redfern a la Ensenada de las Gaviota».

—¿A qué hora salieron ustedes de aquí?

—Ella me dijo que la esperase en el vestíbulo, a las diez y media. Yo tuve miedo de llegar tarde, pero no fue así. Salimos unos tres minutos después de la media.

—¿Y qué hicieron ustedes en la Ensenada de las Gaviotas?

—¡Oh!, yo me estuve untando de aceite y tomando baños de sol y ella se dedicó a dibujar... más tarde me metí en el agua y Cristina regresó al hotel para cambiarse de ropa para el tenis.

—¿Recuerda usted qué hora era? —preguntó Weston, dando a su voz un tono de indiferencia.

—¿Cuándo
mistress
Redfern regresó al hotel? Las doce menos cuarto.

—¿Está usted segura?

Linda abrió mucho los ojos.

—Oh, sí —dijo—; miré mi reloj.

—¿El reloj que lleva ahora?

Linda posó la mirada en su muñeca.

—Sí.

—¿Me permite usted verlo?

La joven alargó el brazo. Weston comparó el reloj con el suyo y con el del hotel, colgado en la pared.

—Marchan al segundo —dijo sonriendo—. ¿Y después tomó usted un baño?

—Sí.

—¿Y cuándo regresó usted al hotel?

—Sería la una. Y entonces me enteré de lo de... de lo de Arlena.

—¿Se llevaba usted bien con... con su madrastra? —preguntó con cierta timidez el coronel.

Ella le miró unos momentos, sin contestar.

—¡Oh, sí! —dijo al fin.

—¿La quería usted, señorita? —preguntó a su vez Hércules Poirot.

—¡Oh, sí! —volvió a contestar la joven, y añadió apresuradamente—: Arlena era muy bondadosa para mí. Me trataba con singular afecto.

—No era una madrastra cruel, ¿eh? —dijo Weston con cierta ironía.

Linda hizo un gesto negativo, sin sonreír siquiera.

—Eso es bueno. Eso es bueno —añadió Weston—. Ya sabe usted que a veces hay pequeñas rencillas en las familias: celos... y demás. Hija y padre son grandes camaradas, y, de pronto, ella se siente desgraciada porque él trae a casa una nueva esposa. ¿No sintió usted nunca nada parecido?

La joven se le quedó mirando y dijo con evidente sinceridad:

—¡Oh, no!

—Supongo que su padre estaría muy prendado de ella.

—No lo sé —contestó simplemente la muchacha.

—En las familias, como digo, surgen toda clase de dificultades —aclaró Weston—. Riñas, disputas y lo demás. Cuando marido y mujer se disgustan, es un poco desagradable para una hija. ¿Ocurría algo así en su casa?

—¿Quiere usted decir que si papá y Arlena reñían?—preguntó Linda sin más rodeos.

—Bien... sí.

«Mala cosa, esto de interrogar a una chiquilla sobre su padre —pensó Weston—. ¿Por qué será uno policía?»

—¡Oh, no!, papá no acostumbraba a reñir con nadie —contestó la joven.

—Ahora,
miss
Linda, quiero que reflexione usted cuidadosamente. ¿Tiene usted idea de quién pudo matar a su madrastra? ¿Se ha enterado usted de algo o ha oído algo que pueda ayudarnos en este punto?

Linda guardó silencio un minuto. Parecía conceder a la pregunta toda la atención que se le pedía.

—No —dijo al fin—; no sé quién podía querer matar a Arlena... a excepción, claro está, de
mistress
Redfern.

—¿Cree usted que
mistress
Redfern quería matarla? ¿Por qué?

—Porque su marido estaba enamorado de Arlena. Pero yo no creo que realmente quisiera matarla. He querido decir que ella no tenía más remedio que desear su muerte... lo que no es la misma cosa, ¿verdad?

—No, no es la misma cosa —dijo suavemente Poirot.

—Aparte de eso —añadió Linda—,
mistress
Redfern nunca habría sido capaz de matar a nadie. No es una mujer... ¿cómo diría yo?... violenta, creo, es la palabra.

—Comprendo exactamente lo que quiere usted decir, hija mía, y estoy de acuerdo con usted —dijo Poirot—.
Mistress
Redfern no es de las que, como suele decirse, «ven rojo». No se la concibe —añadió, medio cerrando los ojos y eligiendo sus palabras con cuidado—, viendo una vida escaparse ante ella... un rostro odiado..., un blanco cuello odiado... mientras sus manos crispadas van hundiéndose en una carne...

Guardó bruscamente silencio.

Linda se apartó nerviosa de la mesa y dijo con voz vacilante:

—¿Puedo retirarme? ¿No tienen que preguntarme nada más?

—Nada más —contestó Weston—. Muchas gracias, Linda.

Weston se puso en pie para abrirle la puerta. Luego volvió a la mesa y encendió un cigarrillo.

—No es una tarea agradable la nuestra —rezongó—. Dígase lo que se quiera, es una grosería interrogar a una muchacha sobre las relaciones entre su padre y su madrastra. Más o menos, es como invitar a una hija a que eche la cuerda al cuello de su padre. Pero no hay más remedio que hacer estos papeles. Un asesinato es un asesinato. Y esa chiquilla es la persona que reúne más probabilidades de saber la verdad. Sin embargo, estoy satisfecho de que no haya tenido nada que decirnos en ese sentido. Y, entre paréntesis, Poirot, me pareció que al final fue usted demasiado lejos. Aquello de las manos crispadas, que se hundían en la carne, no me pareció lo más a propósito para impresionar la imaginación de una chiquilla.

Hércules se le quedó mirando, pensativo.

—¿De modo que cree usted que impresioné la imaginación de la chiquilla?

—¿No es eso lo que usted se propuso?

Poirot hizo un gesto negativo. Weston trató de desviar la conversación hacia otro punto.

—En realidad —dijo— poco fue lo que conseguimos de la muchacha. Excepto un alivio más o menos completo para la señora Redfern. Si las dos mujeres estuvieron juntas desde las diez y, media hasta las doce menos cuarto—, Cristina Redfern queda fuera del cuadro. Mutis de la esposa celosa.

—Hay razones mejores que ésa para retirar a
mistress
Redfern de la escena —dijo Poirot—. Estoy convencido de que fue física y mentalmente imposible que estrangulase a su rival. Es de temperamento frío, más bien que apasionado, capaz de profunda devoción y de constancia inquebrantable, pero no de sanguinarios arrebatos de rabia. Además, sus manos son demasiado pequeñas y delicadas..

—Estoy de acuerdo con
mister
Poirot —dijo Colgate—. Hay que descartarla. El doctor Neasdon dice que las que ahogaron a la víctima fueron un par de manos bien desarrolladas.

—Bien, interrogaremos ahora a los Redfern —propuso Weston—. Espero que él ya se habrá recobrado un poco de su emoción.

3

Patrick Redfern había recobrado por completo su estado de ánimo normal. Parecía pálido y ojeroso, pero sus modales no revelaban la menor emoción.

—¿Es usted
mister
Patrick Redfern, de Crossgates, Seldon, Princess Risborough?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo hacia que conocía usted a
mistress
Marshall?

—Tres meses —contestó Redfern tras titubear un momento.

—El capitán Marshall nos ha dicho que usted y ella se conocieron casualmente en una fiesta. ¿Es cierto lo que asegura ese caballero?

—Sí, señor.

—El capitán Marshall ha insinuado que hasta que ustedes no se encontraron aquí no entablaron verdadera amistad. ¿Es cierto,
mister
Redfern?

Patrick Redfern titubeó de nuevo.

—No, exactamente —dijo—. En realidad nos habíamos visto muchas veces antes de ahora.

—¿Sin conocimiento del capitán Marshall?

Redfern enrojeció ligeramente.

—Yo no sé si lo sabía o no —contestó.

—¿Y fue también sin conocimiento de su esposa,
mister
Redfern? —intervino Poirot.

—Creo que mencioné a mi esposa que había conocido a la famosa Arlena Stuart.

—¿Pero se enteró de la frecuencia con que se veían ustedes? —insistió Poirot.

—Bueno... quizá no.

—¿Convinieron usted y
mistress
Marshall en encontrarse aquí? —preguntó Weston.

Redfern guardó silencio un minuto. Luego se encogió de hombros.

—Supongo —dijo— que todo va a descubrirse y que es inútil seguir fingiendo con ustedes. Yo estaba chiflado por aquella mujer, loco, ciego, como ustedes quieran. Ella quiso que viniera aquí. Me resistí un poco y luego accedí. Confieso que no habría podido resistir a nada de lo que me pidiera. Ejercía un efecto dominador sobre la gente.

—La describe usted admirablemente —murmuró Hércules Poirot—. Era la eterna Circe.

—Hechizaba a los hombres —repitió Redfern con amargura—. Voy a ser franco con ustedes, señores. No quiero ocultarles nada. ¿De qué serviría? Como les he dicho, estaba ciego por ella. No sé si me correspondía o no. Pero lo fingía. Era una de esas mujeres que pierden el interés por un hombre en cuanto se apoderan de él en cuerpo y alma. A mí sabía que me tenía a su albedrío. Esta mañana, cuando la encontré en la playa, muerta, fue como si... —hizo una pausa— como si algo me hubiese golpeado entre los ojos. Me sentí ofuscado, aturdido...

—¿Y ahora? —preguntó Poirot, inclinándose hacia delante.

Patrick Redfern resistió sin pestañear la mirada de sus ojos.

—Les he dicho a ustedes la verdad. Lo que ahora necesito saber es
qué parte de ella va a ser del conocimiento público
. Mi conducta no pudo influir en nada en la muerte de aquella mujer, pero si se hace pública, va a ser muy humillante para mi esposa.

»¡Oh, ya sé —prosiguió rápidamente— que dirán ustedes que no me preocupé mucho por ella hasta ahora! Quizá sea cierto. Pero, aunque pueda parecer el peor de los hipócritas, la verdad real es que quiero a mi mujer... y que la quiero con toda mi alma. Lo otro fue una locura, una de esas idioteces que hacen los hombres... pero Cristina es diferente. Ella es la verdad. Aun en medio de mis extravíos no he dejado de pensar un instante que ella era la persona que realmente contaba en mi vida. —Hizo una pausa, suspiró, y dijo casi patéticamente—: ¡Quisiera poderles hacer creer eso!

—Yo le creo —dijo Poirot, inclinándose hacia delante—. ¡Sí, sí, yo le creo!

Redfern le dirigió una mirada de gratitud.

—Gracias —dijo.

El coronel Weston se aclaró la garganta.

—Puede usted estar seguro,
mister
Redfern —dijo—, de que no cometeremos indiscreciones inútiles. Si su pasión por
mistress
Marshall no desempeñó papel alguno en el asesinato, no habrá necesidad de mencionarla en el caso. Pero usted no parece darse cuenta de que su... su ofuscación por aquella mujer puede tener una relación directa con el asesinato. Puede constituir el
móvil
del crimen.

—¿El móvil? —repitió Patrick Redfern en tono de extrañeza.

—¡Sí,
mister
Redfern, el móvil! Él capitán Marshall quizá no estuviese enterado del asunto. Suponga usted que se enteró de pronto...

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Redfern—. ¿Quiere usted decir que se enteró... y la mató?

—¿No se le había ocurrido a usted esa solución? —preguntó con alguna sequedad el coronel.

—No; nunca me pasó por la imaginación. No era probable que Marshall...

—¿Cuál fue la actitud de la mujer? —preguntó Weston. —¿Se mostraba intranquila por si sus devaneos llegaban a los oídos del marido, o parecía indiferente?

—Más bien un poco nerviosa —contestó Redfern—. No quería que él sospechase nada.

—¿Parecía tenerle miedo?

—¿Miedo? No. Yo creo que no.

—Perdone,
mister
Redfern —intervino Poirot—, ¿se trató en alguna ocasión del divorcio?

Patrick Redfern movió la cabeza en rotundo gesto negativo.

—¡Oh, no! No se trató de nada semejante. Estaba por medio Cristina. Y estoy seguro de que Arlena nunca pensó en tal cosa. Estaba perfectamente satisfecha de su matrimonio con Marshall. Nunca pensó en mí como posible
marido
. Yo no era para ella más que una nueva conquista que calmaba su insaciable vanidad. Yo lo sabía, y, sin embargo, por extraño que parezca, eso no alteró mis sentimientos hacia ella...

Se extinguió su voz. Quedó pensativo.

Weston le volvió a la realidad del momento.

—Escuche,
mister
Redfern, ¿tuvo usted alguna cita particular con
mistress
Marshall esta mañana?

—Ninguna —contestó Redfern—. Generalmente nos veíamos todas las mañanas en la playa. Teníamos la costumbre de hacer alguna excursión en esquife.

—¿Se sorprendió usted al no encontrar a
mistress
Marshall esta mañana?

—Sí, mucho. No podía comprenderlo.

—¿Qué pensó usted?

—No sabía qué pensar. Tenía la esperanza de verla aparecer de un momento a otro.

—¿No tiene usted idea de con quién pudo ir a entrevistarse, dejando por primera vez de reunirse con usted?

Patrick Redfern se limitó a mover la cabeza con expresión de perplejidad.

—Cuando usted celebraba una entrevista con
mistress
Marshall, ¿dónde se encontraban?

—A veces nos reuníamos por la tarde en la Ensenada de las Gaviotas. Por la tarde no da allí el sol, y, generalmente, no va nadie. Nos citamos allí una o dos veces.

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