Read Maldad bajo el sol Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Maldad bajo el sol (7 page)

Ella le dio las gracias con una de aquellas miradas de soslayo tan suyas.

En el momento de arrancar de la orilla le llamó:

—¡
Mister
Poirot! Poirot se acercó:


Madame
.

—¿Quiere usted hacerme un favor?

—Con mucho gusto.

—No le diga a nadie que me ha visto. —Su mirada se hizo suplicante—. Todos querrían seguirme. Y quiero estar sola por una vez.

Se alejó remando vigorosamente.

Poirot paseó playa arriba, con las manos a la espalda.


Ah, ça jamáis
! Eso,
par exemple
, no lo creo —iba murmurando.

Lo que le parecía increíble era que Arlena Marshall hubiese deseado en su vida encontrarse sola.

Hércules Poirot, hombre de mundo, sabía algo más. Arlena Marshall iba indudablemente a acudir a una cita, y Poirot tenía una buena idea de con quién.

O por lo menos así lo creía, pero en eso tuvo ocasión de convencerse de que estaba equivocado.

En el momento en que la yola doblaba la punta de la bahía y desaparecía de la vista, Patrick Redfern, seguido de cerca por Kenneth Marshall, bajaba por la playa desde el hotel.

Marshall saludó a Poirot con una inclinación de cabeza.

—Buenos días, Poirot. ¿Ha visto usted a mi esposa por alguna parte?

La contestación de Poirot fue diplomática:

—¿Se ha levantado
madame
tan temprano?

—No está en su habitación —dijo Marshall, y añadió, mirando al cielo—: ¡Hermoso día! Voy a tomar un baño ahora mismo. Tengo mucho que escribir esta mañana.

Patrick Redfern, menos descaradamente, miraba a uno y otro lado de la playa.

—¿Y
madame
Redfern? —preguntó Poirot—. ¿Se ha levantado también temprano?

—¿Cristina? Oh, ha salido a tomar apuntes. Ahora le ha dado por el arte.

Hablaba impaciente, con la imaginación claramente puesta en otra parte. A medida que fue pasando el tiempo esta impaciencia por la llegada de Arlena fue haciéndose demasiado visible. A cada pisada que oía volvía ansiosamente la cabeza para ver quién bajaba del hotel.

Sufrió decepción tras decepción.

Primero llegó él matrimonio Gardener completo, con la labor de punto y el libro, y luego
miss
Brewster.

Mistress
Gardener, trabajadora como siempre, se acomodó en su silla y empezó a hacer punto vigorosamente y a hablar al mismo tiempo.

—Bien,
mister
Poirot. La playa parece muy desierta esta mañana. ¿Adónde ha ido la gente?

Poirot contestó que los Masterman y los Cowan, dos familias con muchachos jóvenes, habían salido al mar de excursión.

—Se les echa de menos, no viéndoles dar vueltas por aquí riendo y gritando. Observo que sólo hay una persona bañándose, el capitán Marshall.

Marshall acababa de terminar su ejercicio de natación y subía por la playa ciñéndose la toalla.

—Se está muy bien en el agua esta mañana —dijo—. Desgraciadamente tengo mucho que hacer y no hay más remedio que ponerse a trabajar.

—Sí que es una pena tener que encerrarse en un día tan hermoso como éste, capitán Marshall. El de ayer, en cambio, fue terrible. Yo dije a
mister
Gardener que si el tiempo continuaba así, tendríamos que marcharnos. No hay nada tan melancólico como la niebla envolviendo la isla. Le da a una una especie de sensación fantasmal. Yo siempre he sido muy susceptible a los cambios atmosféricos desde que era una chiquilla. A veces me ponía a llorar y a llorar sin ton ni son. Y aquello, como es natural, preocupaba mucho a mis padres. Pero mi madre era una mujer encantadora y le decía a mi padre: «Sinclair, si la niña se pone a llorar, hay que dejarla. El llorar es su modo de expresión». Y mi padre se mostraba de acuerdo. Quería mucho a mi madre y hacía todo lo que ella decía. Formaban una pareja perfecta, y si no, que lo diga
mister
Gardener. ¿Verdad, Odell?

—Sí, querida —contestó
mister
Gardener.

—¿Y dónde está su hija esta mañana, capitán Marshall?

—¿Linda? No lo sé. Estará leyendo en cualquier rincón de la isla.

—¿Sabe usted, capitán Marshall, que la muchacha me parece un poco flacucha? Necesita que se la alimente y que se la trate con mucho, con muchísimo cuidado.

—Linda se siente bien —dijo secamente Kenneth Marshall, y se alejó hacia el hotel.

Patrick Redfern no se decidió a meterse en el agua. Anduvo de un lado a otro, mirando francamente hacia el hotel. Empezaba a ponerse un tanto huraño.

Miss
Brewster se mostró alegre y dicharachera. La conversación se pareció mucho a la de la mañana anterior: largas peroratas de
mistress
Gardener y lacónicos asentimientos de su marido.

—La playa parece un poco desierta —dijo
miss
Brewster—. ¿Es que todo el mundo se ha ido de excursión?

—Precisamente esta mañana le estuve diciendo a
mister
Gardener que tenemos que hacer una excursión a Dartmoor. Está muy cerca y conserva recuerdos muy románticos. Y me gustaría ver aquel presidio... Princetown, ¿no se llama así? Creo que deberíamos ponernos de acuerdo ahora y realizar la excursión mañana, Odell.

—Como quieras, querida —contestó
mister
Gardener.

—¿Va usted a bañarse, señorita? —preguntó Hércules Poirot a
miss
Brewster.

—Oh, ya me di mi chapuzón matinal antes de desayunarme. Por cierto que alguien estuvo a punto de romperme la cabeza con una botella. La tiraron desde una de las ventanas del hotel.

—He aquí una costumbre muy peligrosa —dijo
mistress
Gardener—. Yo tenía una amiga a quien causaron una conmoción con un tubo de pasta dentífrica que arrojaron por una ventana de un piso treinta y cinco. Estuvo bastante grave. —
Mistress
Gardener empezó a rebuscar entre sus ovillos de lana—. Escucha, Odell, me parece que no he traído aquel otro ovillo de lana color púrpura. Está en el segundo cajón de la cómoda de nuestro dormitorio... o quizá en el tercero.

—Sí, querida.

Mister
Gardener se levantó obediente y marchó en busca de lo pedido.

Mistress
Gardener siguió diciendo:

—A veces pienso que quizá vayamos demasiado de prisa en nuestros días. Con todos nuestros grandes descubrimientos y todas las ondas eléctricas que debe de haber en la atmósfera se origina un estado de inquietud mental que quizá exija ya un nuevo mensaje a la Humanidad. No sé,
mister
Poirot, si se ha interesado usted alguna vez por las profecías de las Pirámides.

—No, ciertamente —contestó Poirot.

—Pues le aseguro que son interesantísimas y demuestran que los antiguos egipcios tuvieron una guía especial, pues de otro modo no podría habérseles ocurrido todo eso a ellos solos. Y cuando se profundiza en la teoría de los números y su repetición, se ve todo tan claro que no comprendo cómo puede nadie dudar de su verdad ni un momento.

Mistress
Gardener se detuvo triunfalmente, pero ni Poirot ni
miss
Emily Brewster se sintieron inclinados a discutir el asunto.

Poirot observaba melancólicamente sus blancos zapatos de piel de Suecia.

—¿Ha estado usted chapoteando con sus zapatos,
mister
Poirot? —preguntó Brewster.

—¡Ay!, me vi obligado —murmuró Poirot.

Emily Brewster bajó la voz.

—¿Dónde está nuestra vampiresa esta mañana? Parece que se retrasa.

Mistress
Gardener levantó la vista de la labor y murmuró:

—Parece un torbellino. No comprendo cómo los hombres pueden volverse tan locos. ¿Y qué pensará el capitán Marshall? Es un hombre flemático, muy inglés y muy reservado. Nunca sabe una en lo que está pensando.

Patrick Redfern se levantó y empezó a pasearse por la playa.

—Parece un tigre —comentó
mistress
Gardener.

Tres pares de ojos le observaban. Sus escrutadoras miradas parecían ponerle más nervioso. Parecía ahora mucho más huraño y malhumorado.

Llegó a los oídos de todos un débil campaneo por la parte de tierra firme.

—El viento vuelve a soplar del Este —murmuró Emily Brewster—. Es una buena señal cuando se oyen las campanas del reloj de una iglesia.

Nadie dijo nada más hasta que
mister
Gardener volvió con el ovillo de lana púrpura que había ido a buscar.

—¡Cuánto has tardado, Odell!

—Lo siento, querida; pero no estaba en la cómoda. Lo encontré en el ropero.

—¡Cómo! ¿No es extraordinario? Habría jurado que lo puse en el cajón de la cómoda. Creo que ha sido una suerte que nunca haya tenido que declarar ante un Tribunal. Me moriría de angustia en el caso de que no lograse recordar algo con exactitud.


Mistress
Gardener es muy escrupulosa —afirmó
mister
Gardener.

5

Fue cinco minutos más tarde cuando Patrick Redfern insinuó:

—¿No irá usted a remar esta mañana,
miss
Brewster?

¿Me permitiría que fuese con usted?

—¡Encantada!.— dijo
miss
Brewster cordialmente.

—Podíamos dar la vuelta a la isla —propuso Redfern.

Miss
Brewster consultó su reloj.

—¿Tendremos tiempo? ¡Oh, sí!, no son más que las once y media. Vamos, pues.

Bajaron juntos a la orilla.

Patrick Redfern ocupó el primer turno a los remos. Remaba con poderosos golpes y el bote avanzaba rápidamente.

—Veremos si puede usted mantener mucho tiempo ese esfuerzo —dijo Emily Brewster.

Él se echó a reír. Su humor había mejorado.

—Cuando regresemos probablemente tendré una buena cosecha de ampollas —dijo, sacudiendo la cabeza para echarse hacia atrás el negro pelo—. ¡Qué maravilloso día! Cuando en Inglaterra se da un verdadero día de verano no hay nada que lo iguale.

—En mi opinión, —rió
miss
Brewster—, nada de Inglaterra puede igualarse. Es el único sitio del mundo en que vale la pena vivir.

—Estoy de acuerdo con usted.

Rodearon la punta de la bahía hacia, el Oeste y remaron a lo largo de la escollera. Patrick Redfern miró hacia arriba.

—¿Habrá alguien en Sunny Ledge esta mañana? Sí, allí veo una sombrilla. ¿De quién será?

—Creo que de
miss
Darnley —dijo Emily Brewster—. Se ha comprado uno de esos chirimbolos japoneses.

Siguieron costeando. A su izquierda se abría el mar libre, infinito.

—Debemos ir por el otro lado —dijo
miss
Brewster—. Por aquí tenemos la corriente en contra.

—Hay muy poca corriente. He venido nadando hasta aquí y. nunca me he dado cuenta de ella. De todos modos no habríamos podido ir por el otro lado. La calzada no estaría cubierta.

—Eso depende de la marea, naturalmente. Dicen que es peligroso bañarse en la Ensenada del Duende si se aleja uno demasiado nadando. ¿Es cierto?

Patrick remaba vigorosamente todavía. Al mismo tiempo iba observando los riscos.

«Busca a la Marshall, pensó Emily Brewster de pronto. Por eso quiso venir conmigo. Ella no ha comparecido esta mañana y él se siente intrigado. Probablemente ella lo habrá hecho a propósito. Es un movimiento del juego... para que él se interese más.»

Rodearon el pequeño promontorio de rocas al sur de la pequeña bahía llamada Ensenada del Duende. Era como una diminuta caleta rodeada de rocas que punteaban fantásticamente la playa. Era un lugar favorito para meriendas, pero por las mañanas, cuando no daba el sol, no era apetecible y rara vez había alguien allí.

En aquella ocasión, no obstante, había una figura sobre la playa.

Patrick Redfern dejó de remar y frenó el bote.

—¿Quién es? —preguntó en tono que quiso ser indiferente.

—Parece
mistress
Marshall —contestó
miss
Brewster.

—¡Es verdad! —exclamó Redfern como sorprendido por la idea.

Varió el rumbo y remó hacia la orilla.

—¿Pero vamos a desembarcar aquí? —protestó Emily Brewster.

—Tenemos tiempo sobrado —dijo apresuradamente Patrick Redfern.

La miró a los ojos, y la humilde súplica que leyó en ellos como de perro abandonado, hizo enmudecer a Emily Brewster. «Pobre muchacho, pensó, le ha dado fuerte. Por ahora no tiene remedio, pero se le pasará con el tiempo; estoy muy segura.»

El bote iba aproximándose rápidamente a la playa.

Arlena Marshall estada tendida boca abajo sobre la arena con los brazos extendidos. La yola estaba volcada cerca de allí.

La actitud de Arlena Marshall era la de una bañista de sol. Se había tendido de aquel mismo modo muchas veces en la playa junto al hotel, abierta de brazos y piernas, su bronceado cuerpo al aire, protegidos cuello y cabeza por el sombrero de cartón jade.

Pero no daba el sol en la playa del Duende ni daría hasta pasadas algunas horas. Unos riscos saledizos protegían la playa del sol ardiente durante la mañana. Un vago sentimiento de aprensión se apoderó de Emily Brewster.

El bote se encalló en la orilla.

—¡Hola, Arlena! —gritó Patrick Redfern.

Y entonces el presentimiento de Emily Brewster tomó forma definida. La figura tendida en la arena ni se movió ni contestó.

Emily vio el brusco cambio del rostro de Patrick Redfern. El joven saltó del bote y ella le siguió. Arrastraron el bote tierra adentro y echaron a correr playa arriba hasta el sitio en que yacía, blanca e inmóvil, la figura de una mujer.

Patrick Redfern llegó el primero, pero Emily Brewster no quedó muy atrás.

La joven vio, como se ve en un sueño, las bronceadas piernas, el blanco traje de baño sin espalda, un bucle de cabellos rojizos escapándose por debajo del sombrero verde jade... Pero vio también algo más: el curioso y forzado ángulo de los brazos extendidos. Comprendió entonces que aquel cuerpo no se había
tendido
allí, sino que lo habían
arrojado
...

Oyó la voz de Patrick: una especie de murmullo con temblores de espanto. El joven se arrodilló junto a la inmóvil forma, tocó la mano, el brazo...

—¡Dios mío, está muerta! —musitó tembloroso. Y luego, al levantarle un poco la cabeza, para examinarle el cuello—: ¡Oh, Dios, la han estrangulado... asesinado!

6

Fue uno de esos momentos en que parece haberse detenido el tiempo.

Con una extraña sensación de irrealidad Emily Brewster oyó su propia voz que decía:

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