Luego se produjo una pausa.
Los dedos de Rosamund jugaban con el cierre de su bolso.
—¿Kenneth? —dijo ella al fin.
Él no contestó. Continuaba tendido sobre la hierba, boca abajo.
—Si te digo algo, que será probablemente de una impertinencia ultrajante, ¿no me volverás a hablar?
Él rodó sobre un costado y se incorporó.
—No creo —dijo gravemente— que pueda parecerme impertinente nada de lo que tú me digas.
Rosamund hizo un gesto de agradecimiento para disimular la satisfacción que le producían sus palabras.
—Kenneth, ¿por qué no te divorcias de tu mujer?
El rostro de él se alteró, se endureció. Desapareció de él la expresión de serenidad. Sus manos sacaron una pipa del bolsillo y empezaron a llenarla.
—Perdona si te he ofendido —murmuró Rosamund..
—No me has ofendido —dijo él tranquilamente.
—Entonces, ¿por qué no me contestas?
—No me comprenderías, querida.
—¿Tan enamorado estás de ella?
—Por algo me casé.
—Lo sé. Pero es una mujer... un poco llamativa. Te convendría divorciarte de ella, Ken.
—Querida, no tienes razón para decir una cosa así. Que los hombres pierdan un poco la cabeza por ella, no significa por ella pierda la suya también.
Rosamund pensó un poco su réplica y dije al fin:
—Podrías arreglarlo para que ella se divorciase de ti... si lo prefieres de ese modo.
—Claro que podría.
—Pues deberías hacerlo, Ken. Te lo digo de veras. Piensa en la chiquilla.
—¿En Linda?
—Sí. Linda.
—¿Qué tiene que ver Linda con nuestro asunto?
—Arlena no es buena para Linda. No lo es realmente. Linda siente mucho las cosas.
Kenneth Marshall aplicó un fósforo a su pipa. Y dijo entre dos bocanadas:
—Sí algo hay de eso. Sospecho que Arlena y Linda no se entienden muy bien. Quizá la muchacha no es del todo razonable. Es un asunto un poco molesto.
—A mí Linda me gusta muchísimo. Encuentro en ella cualidades hermosas.
—Se parece a su madre —atajó Kenneth—; toma las cosas muy a pecho como Ruth.
—¿Entonces, no crees... realmente... que debes separarte de Arlena? — insistió Rosamund.
—¿Arreglar un divorcio?
—Sí. La gente lo hace así todos los días.
—Sí, y eso es precisamente lo que aborrezco —dijo Kenneth Marshall con repentina vehemencia.
—¿Aborrecer? —repitió ella, asombrada.
—Sí. Me repugna el ambiente de nuestros días. ¡Si uno toma una cosa y no le agrada, no hay más que deshacerse de ella lo más rápidamente posible! La conciencia, la buena fe no cuenta para nada. Se casa uno con una mujer, se compromete a velar por ella y lo tira uno todo por la borda de la noche a la mañana. Estoy cansado de matrimonios rápidos y de divorcios relámpago. Arlena es mi mujer y no un objeto del que puede prescindir en cuanto me molesta un poco.
—¿De manera que piensas así? —dijo Rosamund en voz baja—. «Hasta que la muerte nos separe», como dijo el poeta.
—Así es —dijo Kenneth Marshall, inclinando la cabeza.
Mister
Horace Blatt, al volver a Leathercombe Bay, y cuando bajaba por una estrecha y retorcida vereda, estuvo a punto de derribar a
mistress
Redfern en una revuelta.
Mientras la señora se apartaba bruscamente para evitar el atropello,
mister
Blatt detuvo su «Sunbeam» aplicándole vigorosamente los frenos.
—¡Hola, hola! —saludó
mister
Blatt alegremente.
Era un hombrachón de rostro apoplético con un fleco de cabellos rojizos en torno a una gran calva reluciente.
La ambición aparente de
mister
Blatt era ser el alma y vida del lugar donde acertase a estar. El Jolly Roger Hotel, según su opinión, expresada un poco ruidosamente, necesitaba un poco de alegría. A él le chocaba la manera que tenía la gente de escabullirse y desaparecer en cuanto él entraba en escena.
—Casi la convierto a usted en mermelada de madroños— comentó alegremente.
—Poco faltó —contestó Cristina Redfern.
—Suba usted —ofreció
mister
Blatt.
—Oh, gracias... voy a seguir paseando.
—No haga usted tal tontería. ¿Para qué sirven los coches?
Cediendo a la necesidad, Cristina Redfern subió al vehículo.
Mister
Blatt volvió a poner en marcha el motor, que H había parado debido a la brusquedad con que el conductor frenó.
—¿Y qué hace usted paseando por aquí tan sola? —inquirió
mister
Blatt—. Eso no está bien, tratándose de una muchacha tan bonita.
—¡Oh, me gusta pasear sola! —se apresuró a decir Cristina.
Mister
Blatt le dio un terrible codazo, al mismo tiempo que se le desviaba el coche hasta casi el borde del camino.
—Las muchachas siempre dicen eso —murmuró—; pero no lo sienten. Lo que pasa es que el Jolly Roger necesita un poco de animación. Allí no hay vida. Y es que se hospedan en él una colección de momias. Aquel viejo angloindio aburre a cualquiera, y el párroco y los americanos son una invitación al bostezo. ¡Pues mire que aquel extranjero con aquel bigote...! ¡Qué risa me da su bigote! Y creo que se trata de un peluquero o algo por el estilo.
—¡Oh, no; es un detective! —aclaró Cristina Redfern.
Mister
Blatt casi dejó que el coche fuese otra vez a la cuneta.
—¿Un detective? ¿Quiere usted decir que anda disfrazado?
—¡Oh, no; es realmente así! Se llama Hércules Poirot, Tiene usted que haber oído hablar de él.
—¿No ocultará su verdadero nombre? ¡Oh, sí; he oído hablar de él! Pero creí que ya había muerto. ¿Qué estará buscando por aquí?
—No busca nada. Está pasando sus vacaciones.
—Bien, quiero suponer que sea así —dijo mistar Blatt con acento de duda—. ¿Pero verdad que tiene aspecto de peluquero?
—Quizá nada más un poco extraño —dijo Cristina.
—Eso será —convino
mister
Blatt—. A mí que me den siempre ingleses, aun tratándose de detectives.
Llegaron al pie de la colina y, con gran algarabía de triunfantes bocinazos,
mister
Blatt metió el coche en el garaje del Jolly Roger, que estaba situado, por causa de las mareas, en los terrenos opuestos al hotel.
Linda Marshall se encontraba en la pequeña tienda que abastecía a los visitantes de Leathercombe Bay. Uno de sus lados estaba ocupado por estanterías llenas de libros, que podían alquilarse por la suma de dos peniques. Los más modernos tenían diez años de antigüedad, otros, veinte años, y algunos bastantes más.
Linda cogió primero uno y luego otro, dudando, y los examinó. Y como decidiera que no podía, posiblemente, leer ninguno de ellos, sacó del estante un pequeño volumen encuadernado en cuero castaño.
Pasaba el tiempo...
Con un respingo, Linda volvió el libro al estante al oír la voz de Cristina Redfern que le preguntaba:
—¿Que está usted leyendo, Linda?
—Nada. Estoy buscando un libro —contestó apresuradamente la joven.
Extrajo al azar «El Matrimonio de William Ashe» y avanzó hacia el mostrador, buscando en el bolso dos peniques.
—
Mister
Blatt me llevó al hotel después de atropellarme casi con su coche —dijo Cristina—. Como no me agradaba atravesar con él toda la calzada, le dije que tenía que comprar algunas cosas.
—¡Oh!, ¿verdad que es antipático? —dijo Linda—. Siempre está hablando de lo rico que es, y tiene unas bromas terribles.
—Pobre hombre —dijo Cristina—. Realmente, da lástima.
Linda no se mostró de acuerdo. No veía motivo para compadecer a
mister
Blatt. Ella era joven y despiadada.
Salió con Cristina Redfern de la tienda y recorrieron juntas la calzada. La joven iba abstraída en sus pensamientos. Le agradaba Cristina Redfern. Ella y Rosamund Darnley eran las únicas personas soportables de la isla, en opinión de Linda. Ninguna de las dos hablaba mucho con ella, no obstante. Ahora, mientras caminaban, Cristina no dijo tampoco nada. Aquello, pensaba Linda, era señal de buen juicio. Si uno no tiene que decir nada que valga la pena, ¿por qué tener que ir charlando todo el tiempo?
Se perdió en sus propias perplejidades.
—
Mistress
Redfern —dijo de pronto—, ¿ha notado usted alguna vez que todo es tremendo, tan terrible que le dan a una ganas de llorar?
Las palabras eran casi cómicas, pero el rostro de Linda revelaba una ansiedad que nada tenía de risueño. Cristina Redfern, que la miró al principio con cierta alarma, no encontró en sus palabras ningún motivo de risa.
—Sí, sí —dijo—, yo he sentido lo mismo muchas veces.
—¿De manera que es usted el famoso policía? —preguntó
mister
Blatt.
Estaban en el bar, sitio favorito de
mister
Blatt.
Hércules Poirot confirmó la observación con su acostumbrada indiferencia.
—¿Y qué hace usted por aquí?... ¿trabajando?—inquirió
mister
Blatt.
—No, no. Descanso. Disfruto de mis vacaciones.
Mister
Blatt guiñó un ojo.
—De todos modos diría usted eso, ¿verdad?
—No necesariamente eso —contestó Poirot.
—Vamos, sea usted franco. Conmigo puede considerarse seguro. ¡No repito todo lo que oigo! Hace años que aprendí a tener la boca cerrada. No habría llegado a mi actual posición de no haber sabido hacerlo así. La mayoría de la gente habla sin ton ni son de todo lo que oye. Y a usted, claro está, no le conviene eso en su oficio. Por eso dice usted a todo el mundo que se encuentra aquí pasando sus vacaciones, y nada más.
—¿Y por qué supone usted lo contrario? —preguntó Poirot.
Mister
Blatt volvió a guiñar un ojo.
—Soy hombre de mundo —dijo—; conozco a la gente al primer vistazo. Un hombre como usted debería pasar sus vacaciones en Deauville, o en Le Touquet, o en Jean les Pins. Esas poblaciones son... ¿cómo diría yo?... su morada espiritual.
Poirot suspiró. Se asomó a la ventana. Caía la lluvia y la niebla rodeaba la isla.
—Es posible que tenga usted razón —dijo—. Allí, al menos, en tiempo húmedo hay distracciones.
—¡Oh, el Gran Casino! —exclamó
mister
Blatt—. Yo he tenido que trabajar de firme la mayor parte de mi vida. No he tenido tiempo para fiestas y fruslerías. Ahora me propongo desquitarme y divertirme. Ahora puedo hacer lo que me plazca. Mi dinero es tan bueno como el de cualquiera. En los últimos años he disfrutado bastante de la vida, le soy franco.
—¡Ah!, ¿sí? —murmuró Poirot.
—¿No sabe por qué he venido aquí? —continuó
mister
Blatt.
—Me lo he preguntado —confesó Poirot—. Yo tampoco carezco de dotes de observación. Era más natural que usted eligiese Deauville o Biarritz.
—Y en lugar de eso, los dos nos encontramos aquí, ¿eh?
Mister
Blatt dejó escapar una maliciosa risita.
—Realmente no sé por qué he venido —prosiguió—. Quizá sea porque esto tiene algo de romántico. El Jolly Roger Hotel. La Isla de los Contrabandistas. Esto siempre le excita a uno la imaginación. Le hace a uno recordar sus tiempos de muchacho. Piratas, contrabandistas y todo lo demás.
Se echó a reír con todas sus ganas.
—De chico me gustaba navegar. No por esa parte del mundo. Por las costas del lejano Oriente. Es curioso que nunca le abandone a uno la afición por estas cosas. Yo podría tener un yate, si quisiera, pero no acaba de atraerme. Me gusta más andar de un lado para otro en mi pequeña yola. Redfern es también aficionado a navegar. Ha salido conmigo una o dos veces. Ahora no puedo echarle la vista encima; siempre anda rondando a esa pelirroja esposa de Marshall.
Hizo una pausa, luego bajó la voz y prosiguió.
—¡Los huéspedes de este hotel son bastante aburridos! ¡La única persona alegre es
mistress
Marshall! El marido, por lo visto, la deja en plena libertad. Ya en sus tiempos de artista se contaban muchas historias de ella. Trastorna a los hombres. Verá usted cómo ocurre aquí algo uno de estos días.
—¿Qué clase de ocurrencia? —preguntó Poirot.
—Oh, ya veremos —replicó Horace Blatt—. Mirando a Marshall, se diría que es un individuo con un carácter excesivamente bondadoso. Pero en realidad no lo es. Me he enterado de algunas cosas de él. Nunca se sabe cómo reaccionan esta clase de personas. Redfern haría bien en tener cuidado.
Se calló, pues la persona objeto de sus palabras acababa de entrar en el bar. Un momento después continuó hablando en voz alta para disimular.
—Como le iba diciendo, navegar en torno a esta costa es muy divertido. Hola, Redfern, ¿quiere tomar algo conmigo? ¿Qué desea usted? ¿Un Martini Seco? Muy bien. ¿Y usted,
mister
Poirot?
Poirot hizo un gesto negativo.
Patrick Redfern vino a sentarse al lado de los hombres.
—¿Navegar? —dijo—. Es la cosa más divertida del mundo. ¡Ojalá pudiera yo dedicarle más tiempo! De chico viajé algunos meses en un barco de vela que recorría estas costas.
—Entonces conocerá usted muy bien esta parte del mondo —dijo Poirot.
—¡Figúrese! Conocí este lugar antes de que construyesen el hotel En Leathercombe Bay no había más que unas cuantas chozas de pescadores y una vieja casona.
—¿Hubo una casa aquí?
—¡Oh, sí!, pero estuvo muchos años deshabitada. Se estaba derrumbando prácticamente. Se contaban toda clase de historias de pasajes secretos que conducían desde la casa a la Cueva del Duende. Recuerdo que siempre andábamos buscando aquel pasaje secreto.
Horace Blatt derramó su bebida. Soltó un taco, se limpió y preguntó:
—¿Y qué Cueva del Duende es ésa?
—¡Oh!, ¿no la conoce usted? —dijo Patrick—. Está en la Ensenada del Duende. No se puede encontrar fácilmente la entrada. Está entre unas rocas y parece una estrecha rendija por la que apenas se puede entrar despellejándose. Pero por dentro se ensancha hasta formar una cueva bastante espaciosa. ¡Ya comprenderán ustedes los atractivos que tenía para un muchacho! Me la enseñó un viejo pescador. Hoy, ni siquiera los pescadores la conocen. Pregunté a uno el otro día por ella y no supo contestarme.
—Pero no acabo de comprender —dijo Hércules Poirot—. ¿Qué duende es ése?
—¡Oh, eso es muy típico del Devonshire! —contestó Redfern—. En Sheepstor hay también una Cueva del Duende sobre las ciénagas, donde se tiene la costumbre de dejar un alfiler como presente para el Duende.