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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Maldad bajo el sol (6 page)

—¡Ah, muy interesante! —comentó Poirot.

—En Dartmoor hay todavía muchos duendes de estos —continuó Patrick Redfern—. Los Tors son duendes a caballo, y los granjeros que regresan a sus hogares después de una noche de francachela, se quejan de haber sido atropellados por alguno de ellos.

—Querrá usted decir cuando han bebido más de lo corriente —dijo Horace Blatt.

Patrick Redfern sonrió burlón.

—¡Esa seria ciertamente la explicación vulgar!

Blatt consultó su reloj.

—Me marcho a comer —dijo—. En resumen, Redfern, que sigo prefiriendo los piratas a los duendes.

—¡Me gustaría verle atropellado por un Tor! —dijo Patrick Redfern, riendo, mientras el otro se alejaba.

—Para hombre de negocios —comentó Poirot—, este
mister
Blatt parece tener una imaginación muy romántica y exaltada.

—Eso es porque está a medio civilizar. Al menos eso dice mi mujer, ¡Mire lo que lee! Nada más que novelas de aventuras o historias del Oeste.

—¿Quiere usted decir que tiene todavía la mentalidad de un muchacho? —dijo Poirot.

—¿No opina usted lo mismo, señor?

—Yo apenas le conozco.

—Tampoco yo le conozco mucho. He salido en bote con él una o dos veces pero realmente no le gusta que le acompañe nadie. Prefiere estar solo.

—Eso es ciertamente curioso —dijo Hércules Poirot—. ¿Por qué no hace lo mismo en tierra?

—Es cierto —rió Redfern—. Todos hacemos mil equilibrios para no encontrárnosle. A él le gustaría transformar este sitio en una mezcla de Margarate y Le Touquet.

Poirot guardó silencio unos momentos. Estuvo observando atentamente el sonriente rostro de su compañero. Luego dijo tan repentina como inesperadamente:

—Creo,
mister
Redfern, que le gusta a usted disfrutar de la vida.

Patrick se le quedó mirando, sorprendido.

—Ciertamente, señor. ¿Por qué no?

—¿Por qué no, en efecto? —convino Poirot—. Le felicito a usted por ello.

—Muchas gracias, señor —dijo Redfern, sonriendo ligeramente.

—Y como soy un viejo —prosiguió Poirot—, más viejo de lo que usted supone, me permito darle un consejo.

—Le escucho, señor.

—Un sabio amigo mío, de la Policía, me decía hace tres años: «Hércules querido, si amas la tranquilidad, evita las mujeres».

—Temo que sea ya un poco tarde para eso —replicó Patrick Redfern—. Soy casado, como usted sabe.

—Lo sé. Su esposa es encantadora. Toda una dama. Tengo entendido que le quiere a usted mucho.

—Y yo a ella —dijo vivamente Patrick Redfern.

—Celebro saberlo —terminó Hércules Poirot.

La voz de Patrick tronó de pronto.

—¿Por qué me dice usted eso,
mister
Poirot?


Les femmes
!... —sonrió Poirot, echándose hacia atrás y cerrando los ojos—. Las conozco un poco. Son capaces de complicar la vida insufriblemente. Y los ingleses llevan estos asuntos de un modo absurdo. Si usted necesitaba venir aquí,
mister
Redfern, ¿por qué diablos se trajo a su mujer?

—No sé a lo que se refiere usted —dijo airadamente Redfern.

—Lo sabe usted perfectamente —replicó Poirot con toda calma—. No soy tan necio como para discutir con un hombre enamorado. Me limito a lanzar mi palabra, de advertencia.

—Usted ha dado oídos a e»os malditos murmuradores.
Mistress
Gardener,
miss
Brewster y todos, no tienen otra cosa que hacer que darle a la lengua todo el día. Basta que una mujer sea bonita para que vuelquen sobre ella el saco del carbón.

—¿Es usted realmente tan joven como todo eso? —murmuró Poirot, poniéndose en pie.

Abandonó el bar, moviendo la cabeza con gesto de desaliento. Patrick Redfern le siguió airadamente con la mirada.

5

Hércules Poirot se detuvo en el vestíbulo al regreso del salón comedor. Las puertas estaban abiertas; entraba por ellas una corriente de aire tibio.

La lluvia había cesado y la niebla desaparecido. Volvía a hacer una hermosa noche.

Hércules Poirot encontró a
mistress
Redfern en su sitio favorito, sobre la escollera. Se detuvo a su lado y dijo:

—Este sitio es húmedo. No debería usted sentarse aquí. Cogerá usted un resfriado.

—No lo cogeré. De todos modos no tendría importancia —replicó la joven.

—¡Vamos, vamos, que no es usted una chiquilla! Es usted una mujer culta. Tiene usted que tomar las cosas sensatamente.

—Le aseguro a usted que nunca me resfrío.

—Pues ha sido un día muy húmedo. Sopló el viento, llovió a cántaros y la niebla lo envolvió todo. Y bien, ¿qué pasa ahora? La niebla se ha dispersado, ^1 cielo está clara y allá arriba brillan las estrellas. Es como la misma vida,
madame
.

—¿Sabe usted lo que más me aburre de este lugar? —preguntó Cristina Redfern con voz altiva.

—¿Qué,
madame
?

—La compasión.

Salió la palabra de su boca como el restallido de un látigo.

—¿Cree usted que no estoy enterada? —prosiguió—. ¿Que no veo? La gente no hacer más que decir: «¡Pobre
mistress
Redfern pobre mujercita!». Y el caso es que no soy pequeña, soy alta. Me aplican el diminutivo porque sienten piedad por mí. ¡Y no puedo sufrirlo!

Hércules Poirot extendió cautamente su pañuelo sobre la hierba y se sentó.

—Algo hay de eso —dijo pensativo.

—Esa mujer... —empezó ella a decir, pero se contuvo.

—¿Me permite usted que le diga una cosa,
madame
? ¿Algo que es tan cierto como las estrellas que brillan allá arriba? Las Arlena Stuart o las Arlena Marshall de este mundo no tienen importancia.

—Tonterías —rezongó Cristina Redfern.

—Le aseguro a usted que es cierto. Su imperio es del momento y por el momento. Lo que importa real y verdaderamente es que una mujer tenga bondad y talento.

—¿Cree usted que a los hombres les interesa la bondad y el talento? —preguntó Cristina con sorna.

—Fundamentalmente, sí —contestó gravemente Poirot.

Cristina rió con risa nerviosa.

—No estoy de acuerdo con usted.

—Su marido la quiere,
madame
. Lo sé.

—Usted no puede saberlo.

—Sí, sí, lo sé. Le he visto mirarla.

Los nervios de la joven señora se desmoronaron de pronto, y empezó a llorar tempestuosa y amargamente sobre el incómodo hombro de Poirot.

—No puedo sufrirlo... no puedo sufrirlo... —sollozó.

—Paciencia... sólo— paciencia —procuró tranquilizarla, palmeteándole un brazo.

La joven se irguió, secándose los ojos.

—Ya estoy mejor —dijo con voz ahogada—. Déjeme. Prefiero estar sola.

Poirot obedeció y la dejó sola, y un momento después descendía por el serpenteante sendero que conducía al hotel.

Estaba ya cerca del edificio cuando oyó murmullo de voces.

Se apartó un poco del sendero. Alguien hablaba entre unos arbustos.

Vio a Arlena Marshall y a Patrick Redfern sentado a su lado. La voz del hombre tenía un temblor de emoción.

—...¡Estoy loco por usted... loco! Dígame que le intereso algo...

Poirot vio el rostro de Arlena Marshall. Era, pensó, como el de un gato zalamero y feliz. Era un rostro animal, no humano.

—Naturalmente, querido Patrick —dijo con voz melosa.

—La adoro, bien lo sabe..

Por una vez, Hércules Poirot dejó de escuchar, volvió al sendero y siguió bajando hacia el hotel.

Una figura se le reunió de pronto. Era el capitán Marshall.

—Hermosa noche, ¿verdad? —dijo—. Y más después de tan desagradable día—. Miró al cielo y añadió—: Parece que mañana tendremos buen tiempo.

Capítulo IV
1

La mañana del 25 de agosto amaneció luminosa y despejada. Era una mañana como para tentar a madrugar al más inveterado dormilón.

Muchas personas se levantaron temprano aquella mañana en el Jolly Roger.

Eran las ocho cuando Linda, sentada ante su tocador, colocó boca abajo sobre la mesa el grueso volumen que estaba leyendo y se miró en el espejo.

Tenía los labios apretados y contraídas las pupilas de sus ojos.

—Lo haré... —murmuró entre dientes.

Se quitó el pijama y se puso el traje de baño. Se echó sobre él una capa y se ató unas zapatillas a los pies.

Abandonó la habitación y avanzó por el pasillo. Al final, una puerta que daba al balcón conducía a una escalera exterior que descendía directamente a las rocas situadas al pie del hotel. Había una pequeña escalera de hierro embutida en las rocas y que terminaba en el agua; solían utilizarla muchos huéspedes para darse un chapuzón antes de desayunarse, ya que les llevaba menos tiempo que bajar a la playa principal.

Cuando Linda se disponía a bajar encontró a su padre que subía.

—Mucho madrugaste. ¿Vas a darte un remojón? —preguntó él.

Linda hizo un gesto afirmativo y continuó su camino.

Se cruzaron. Linda, en lugar de seguir bajando hacia las rocas, rodeó el hotel por la izquierda hasta salir al sendero que terminaba en la calzada por la que el hotel comunicaba con el continente. La marea estaba alta y las aguas cubrían la calzada, pero el bote en que los huéspedes efectuaban la travesía estaba atado a un poste. El hombre encargado de él estaba ausente por el momento. Linda saltó a la embarcación, la desató y empezó a remar vigorosamente.

—Al llegar al otro lado, ató el bote, subió la cuesta que cruzaba ante el garaje del hotel y siguió andando hasta la tienda bazar.

La dueña acababa de alzar las trampas y se dedicaba a fregar el suelo. Pareció asombrarse al ver a Linda.

—Muy temprano se ha levantado usted, señorita.

Linda metió la mano en el bolsillo de su bata de baño y sacó algún dinero para hacer sus compras.

2

Cristina Redfern se encontraba en la habitación de Linda cuando regresó la joven.

—Oh, ya está usted de vuelta —exclamó Cristina—. Yo creí que no se levantaría tan temprano.

—Me he estado bañando —contestó Linda.

Al notar el paquete que la joven tenía en la mano, Cristina preguntó con sorpresa:

—¿Pero ha venido ya el correo?

Linda enrojeció. Con su habitual torpeza nerviosa, el paquete se le deslizó de las manos, se rompió el delgado cordón y parte del contenido rodó por el suelo.

—¿Para qué ha comprado usted esas velas? —preguntó Cristina.

Pero con gran alivio de Linda, no esperó su respuesta, sino que continuó hablando mientras la ayudaba a recoger las cosas del suelo:

—He venido a preguntarle si querría usted venir conmigo esta mañana a la Ensenada de las Gaviotas. Quiero tomar unos apuntes.

Linda aceptó con presteza.

En los últimos días había acompañado más de una vez a Cristina Redfern a tomar apuntes para esos dibujos. Cristina era en extremo apática, pero era posible que encontrase en la excusa de pintar un lenitivo a su orgullo herido, ya que su marido pasaba ahora la mayor parte de su tiempo con Arlena Marshall.

Linda Marshall se sentía cada vez más arisca y malhumorada. Le gustaba estar con Cristina, quien, absorta en su trabajo, hablaba muy poco. Era, pensaba Linda, casi tan bueno como estar sola y, al mismo tiempo, lo mejor acompañada. Existía entre ellas una sutil corriente de simpatía, basada probablemente en el hecho de su mutuo aborrecimiento a la misma persona.

—Tengo que jugar al tenis a las doce —dijo Cristina—, de modo que será mejor que salgamos temprano. ¿A las diez y media?

—Muy bien. Estaré arreglada. Nos encontraremos en el vestíbulo.

3

Rosamund Darnley, al salir del comedor después de desayunar un poco tarde, casi fue derribada por Linda que bajaba saltando las escaleras.

—¡Oh, perdóneme,
miss
Darnley!

—Hermosa mañana, ¿verdad? —preguntó Rosamund—. Se resiste uno a creerlo después del tormentoso día que hizo ayer.

—Es cierto. Me voy con
mistress
Redfern a la Ensenada de las Gaviotas. Dije que me reuniría con ella a las diez y media. Creí que llegaba tarde.

—No; son solamente las diez y veinticinco.

—¡Oh!, bien.

La joven jadeaba un poco y Rosamund la miró con curiosidad.

—¿No estará usted febril, Linda?

Los ojos de la muchacha brillaban más de lo ordinario y una viva mancha de color animaba cada mejilla.

—¡Oh, no! Nunca tengo fiebre.

Rosamund sonrió.

—Hacía tan hermoso día que me levanté para desayunar. Generalmente lo hago en la cama. Pero hoy bajé a entendérmelas con los huevos y el jamón como un hombre.

—El buen tiempo me ha despertado también a mí antes que de costumbre —dijo Linda—. La Ensenada de las Gaviotas es una hermosura por las mañanas. Me untaré bien de aceite y me acabaré de poner morena.

—Sí —continuó Rosamund—, la Ensenada de las Gaviotas es muy bonita por las mañanas. Y es un sitio mucho más tranquilo que la playa de aquí.

—Venga también con nosotras —dijo Linda con timidez.

—Esta mañana no puedo —contestó Rosamund—. Tengo otro asunto a resolver.

Cristina Redfern apareció en lo alto de las escaleras.

Llevaba un pijama de playa de vaporosa tela, con largas mangas y amplias perneras, de un color verde con dibujos amarillos. Rosamund ardió en deseos de decir a Cristina que el verde y el amarillo eran los colores más inapropiados para su complexión pálida y ligeramente anémica. Siempre indignaba a Rosamund que la gente no supiese elegir sus trajes.

«Si yo vistiese a esta muchacha, pensó, no tardaría en lograr que su marido levantase la mirada y se fijase en ella. Arlena podrá ser una loca, pero sabe vestir. Esta pobre muchacha, en cambio, parece una lechuga ajada.»

—¡Hermoso tiempo! —dijo en voz alta—. Me voy a Sunny Ledge con un libro.

4

Hércules Poirot desayunó en su habitación, como de costumbre, café y panecillos.

La belleza de la mañana, no obstante, le tentó a abandonar el hotel más temprano que de ordinario. Eran las diez —media hora antes, por lo menos, de su acostumbrada aparición— cuando descendía hacia la playa. Esta hubiera estado desierta de no ser por una persona.

Era Arlena Marshall.

Envuelta en su albornoz, con el verde sombrero chino en la cabeza, trataba de botar al agua una yola de madera blanca. Poirot se acercó galantemente a ayudarla, mojándose por completo al hacerlo así un elegante par de zapatos de piel de Suecia.

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