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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Maldad bajo el sol (3 page)

—A mí me recuerda una muchacha de Simla —dijo el mayor Barry en tono reminiscente—. Tenía también el cabello rojizo. Era la mujer de un subalterno. ¡Los hombres andaban locos por ella! ¡Ya todas las mujeres, por supuesto, les habría gustado sacarle los ojos! En más de un hogar voló por su causa el frutero de las manzanas.

Acompañó el comentario de una maliciosa risita y añadió tranquilamente:

—El marido era un buen sujeto. Adoraba la tierra que ella pisaba. Nunca vio nada... o fingió que no lo veía.

—Esas mujeres son una amenaza, una amenaza para... —dijo Stephen Lane con voz vibrante de indignación.

Se calló. Arlena Stuart había llegado a la orilla del agua. Dos jóvenes, poco más que unos muchachos, se pusieron en pie bruscamente y la siguieron. Ella los acogió, sonriente.

Su mirada se deslizó más allá, hacia el sitio donde estaba Patrick Redfern.

Fue, pensó Hércules Poirot, como observar la aguja de una brújula. Patrick Redfern se desvió, sus pies cambiaron de dirección. La aguja tiene que obedecer las leyes del magnetismo y gira hacia el Norte. Los pies de Patrick Redfern le llevaron hacia Arlena Stuart.

Ella se detuvo, sonriéndole. Luego avanzó lentamente a lo largo de la playa, por el lado de las ondas. Patrick Redfern la acompañó. Ella se tendió junto a una roca, Redfern se dejó caer sobre la arena a su lado.

Cristina Redfern se puso bruscamente en pie y se dirigió hacia el hotel.

5

Después de su marcha reinó un corto silencio, algo violento. Emily Brewster lo rompió al fin:

—¡Pobre muchacha; la compadezco! Llevan solamente casados uno o dos años.

—La muchacha de Simla, de que hablé antes —intervino el mayor Barry—, destrozó un par de matrimonios felices.

—Hay un tipo de mujer —dijo
miss
Brewster— que gusta de destrozar hogares. —Guardó silencio, y añadió al cabo de unos minutos—: ¡Patrick Redfern es un imbécil!

Hércules Poirot no dijo nada. Seguía contemplando la playa, pero no miraba a Patrick Redfern y Arlena Stuart.

—Voy a recoger mi esquife —anunció
miss
Brewster, levantándose.

El mayor Barry fijó con franca curiosidad en Poirot sus ojos de pescado:

—Bien, Poirot —dijo—, ¿en qué piensa usted? No ha abierto usted la boca. ¿Qué opina de la sirena? ¿Demasiado bonita?

—Es posible —contestó Poirot.

—Usted es perro viejo. ¡Conozco a los franceses!

—¡Yo no soy francés! —replicó Poirot fríamente.

—Bien, pero no me diga que no tiene usted una mirada para las mujeres bonitas. ¿Qué le parece ésa?

—Que no es joven —contestó Poirot.

—¿Y eso qué importa? ¡Una mujer tiene la edad que representa! Y ésta lleva los años maravillosamente.

Hércules Poirot hizo un gesto de asentimiento.

—Sí —dijo—; no hay que negar que es bonita. Pero no es la belleza lo que importa, a fin de cuentas. No es la belleza la que hace que todas las cabezas (excepto una) se vuelvan en la playa para mirarla.

—Comprendo, querido amigo, comprendo —afirmó el mayor no muy convencido, y de pronto preguntó con repentina curiosidad—: ¿Qué, está usted mirando tan fijamente?

—Estoy mirando la excepción —contestó Hércules Poirot—. Al único hombre que no levantó la cabeza cuando ella pasó.

El mayor Barry siguió con la mirada hasta posarla sobre un hombre de unos cuarenta años, muy tostado por el sol. Tenía un rostro agradable y sereno y estaba sentado en la arena fumando una pipa y leyendo el «Times».

—¡Oh, aquél! —exclamó el mayor—. Aquél es el marido. Es Marshall.

—Lo sabía —dijo Hércules Poirot.

El mayor Barry rió entre dientes. El también era un solterón. Estaba acostumbrado a pensar en el
marido
desde tres ángulos solamente: como el
obstáculo
, como el
inconveniente
o como la
salvaguardia
.

—Parece buen muchacho —dijo—. Tranquilo, reposado... ¿Habrá venido ya mi «Times»?

Se puso en pie y se encaminó hacia el hotel.

La mirada de Poirot se trasladó lentamente al rostro de Stephen Lane.

Stephen Lane observaba a Patrick Redfern y Arlena Marshall. De pronto se volvió hacia Poirot. Brillaba una luz fanática en sus ojos.

—Esa mujer —dijo— es la maldad hecha carne. ¿Lo duda usted?

—Es difícil asegurarlo —contestó lentamente Poirot.

—¿Pero es que no siente usted en el aire, en torno suyo, la presencia del Mal?

Hércules Poirot asintió inclinando lentamente la cabeza.

Capítulo II
1

Cuando Rosamund Darnley vino a acatarse a su lado, Hércules Poirot no intentó disimular su complacencia.

Como había dicho en diversas ocasiones, admiraba a Rosamund Darnley más que a ninguna de las mujeres que había conocido. Le gustaba su distinción, las graciosas líneas de su figura, el aire altivo de su cabeza. Le encantaban las suaves ondas de sus oscuros cabellos y la delicada ironía de su sonrisa.

Vestía un traje azul marino con adornos blancos. Parecía muy sencillo debido a la costosa severidad de su corte. Rosamund Darnley, con el nombre de «Rose Hond Ltda.», era una de las modistas más conocidas de Londres.

—No acaba de gustarme este lugar —dijo—. Yo no sé por qué he venido aquí.

—¿No había usted estado nunca?

—Sí, hace dos años, por las Pascuas. No había tanta gente entonces.

—Algo la preocupa a usted —dijo Poirot, mirándola atentamente—. ¿No es cierto?

Ella asintió. Se quedó mirando el balanceo de uno de sus pies.

—He encontrado un fantasma —dijo—. Eso es lo que me pasa.

—¿Un fantasma, señorita?

—Sí.

—¿El fantasma de qué... de quién?

—Oh, el fantasma de mí misma.

—¿Fue un fantasma doloroso? —preguntó suavemente Poirot.

—Inesperadamente doloroso. Figúrese que me hizo retroceder muchos años en mi vida —hizo una pausa, distraída. Luego continuó—: Imagínese mi infancia... ¡No, no puede usted! ¡No es usted inglés!

—¿Fue una infancia muy inglesa? —preguntó Poirot.

—¡Oh, increíblemente inglesa! El paisaje: una casona destartalada, caballos, perros, prados bajo la lluvia, fuego en la chimenea, manzanas en el huerto, falta de dinero, telas antiguas, trajes de noche que duraban años y años, un jardín descuidado, con margaritas y amapolas que semejaban grandes banderas en el otoño...

—¿Y usted deseaba retroceder a aquellos tiempos? —preguntó Poirot.

—No se puede retroceder. Eso nunca —contestó la joven. —Pero hubiera deseado recorrer ese camino de un modo muy diferente.

—Me interesa usted —dijo Poirot.

—¿De veras? —rió Rosamund Darnley.

—Cuando yo era joven (y desde entonces, señorita, ha pasado mucho tiempo) estaba de moda un juego titulado: «Si usted no fuese usted, ¿quién querría ser?» Nosotros, los jóvenes, escribíamos las respuestas en los álbumes de las muchachas. Los álbumes tenían cantos dorados y estaban encuadernados en cuero azul. La contestación, señorita, no era realmente muy fácil de encontrar.

—No... supongo que no —dijo Rosamund—. Ahora se correría un gran riesgo. A uno no le gustaría convertirse en Mussolini o en la Princesa Elizabeth. En cuanto a nuestros amigos, sabe uno demasiado de ellos. Recuerdo que en cierta ocasión conocí a un matrimonio encantador. Eran tan corteses y amables uno para el otro y parecían en tan buena inteligencia, después de algunos años de matrimonio, que yo envidiaba a la mujer. Me hubiera cambiado por ella de buena gana. ¡Alguien me dijo, pasado el tiempo, que, en privado, nunca se hablaban desde hacía once años! —se echó a reír—. Eso demuestra que nunca sabe uno a qué atenerse, ¿no es cierto?

—Pues a usted, señorita, tiene que envidiarla mucha gente —dijo Poirot tras una pausa.

—Oh, sí, naturalmente —confesó Rosamund Darnley sin gran entusiasmo. Quedó pensativa, curvados los labios en irónica sonrisa—. ¡Soy realmente el tipo perfecto de la mujer afortunada! Disfruto de la satisfacción del éxito de mis creaciones artísticas (realmente me agrada el dibujo de trajes) y la satisfacción financiera de los negocios fructíferos. Poseo una regular fortuna, tengo una buena figura, un rostro pasadero, y una lengua no demasiado maliciosa. —Hizo una pausa. Se acentuó su sonrisa y continuó—: ¡Claro que... no he conseguido un marido! En eso he fracasado, ¿no es cierto,
mister
Poirot?

—Señorita —dijo Poirot galantemente—, si no está usted casada es porque ninguno de mi sexo ha tenido la elocuencia suficiente. Es por elección, no por necesidad, por lo que permanece usted soltera.

—Y sin embargo —dijo Rosamund—,
estoy segura
de que usted cree, como todos los hombres, que ninguna mujer está contenta a menos que se case y tenga hijos.

Poirot se encogió de hombros.

—Casarse y tener hijos es la suerte común de las mujeres. Solamente una mujer entre mil puede crearse un nombre y una posición como usted lo ha hecho.

—¡Y, sin embargo, así y todo, no soy más que una infeliz solterona! —exclamó Rosamund—. Así es como me siento hoy. Yo hubiera sido más feliz con dos peniques al año, un marido muy bruto y un enjambra de mocosos a mi alrededor. ¿No es cierto?

Poirot volvió a encogerse de hombros.

—Puesto que usted lo dice, así será, señorita.

Rosamund se echó a reír, recobrado repentinamente su buen humor. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

—No hay duda de que sabe usted cómo hay que tratar a las mujeres,
mister
Poirot —dijo—. Ahora me siento inclinada a aceptar el punto de vista opuesto y discutir con usted en favor de una profesión para las mujeres. Yo me encuentro maravillosamente bien como estoy ¡y no me arrepiento!

—Entonces, señorita, ¿todo es amable en el jardín... o mejor dicho, en la playa?

—Todo completamente.

Poirot a su vez sacó su pitillera y encendió uno de aquellos delgados cigarrillos que tenía a gala fumar.

Mientras contemplaba las voluntas del humo con burlona mirada, murmuró entre dientes:

—¿Así es que el señor... o mejor dicho el capitán Marshall, es un antiguo amigo suyo,
mademoiselle
?

Rosamund levantó vivamente la cabeza:

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó—. Oh, supongo que se lo diría Ken.

—No me lo ha dicho nadie. Después de todo, señorita, soy detective y me he limitado a extraer una conclusión obvia.

—No comprendo —dijo Rosamund.

—¡Reflexione y comprenderá usted! —Las manos del hombrecillo se hicieron elocuentes—. Usted lleva aquí una semana. Usted se mostró hasta ahora alegre, vivaracha, sin ningún cuidado. Hoy, de pronto, habla usted de fantasmas y de tiempos pasados. ¿Qué ha sucedido? Hace varios días que no teníamos nuevos huéspedes, hasta anoche, que llegó el capitán Marshall con su esposa y su hija. ¡Hoy el cambio es obvio!

—Bien, es cierto —confesó Rosamund—. Kenneth Marshall y yo fuimos amigos de niños. Los Marshall vivían en la casa inmediata a la nuestra. Ken fue siempre muy bondadoso para mí aunque condescendiente, claro está, puesto que es cuatro años más viejo. Hace mucho tiempo que no sabia de él. Quizá quince años, por lo menos.

—Mucho tiempo, en efecto —dijo Poirot, pensativo. Hubo una pausa y continuó—: Parece hombre simpático.

—¡Oh, ya lo creo! —afirmó Rosamund con entusiasmo. —uno de los hombres más simpáticos que he conocido, pero espantosamente tranquilo y reservado. Yo diría que su único defecto es cierta inclinación a contraer matrimonios desgraciados.

—Ah... —dijo Poirot en tono de gran comprensión.

Rosamund Darnley prosiguió:

—¡Kenneth es un necio un verdadero necio en lo que a las mujeres se refiere! ¿Recuerda usted el caso Martingdale?

Poirot frunció el ceño:

—¿Martingdale? ¿Martingdale? Arsénico, ¿no fue eso?

—Sí. Hace diecisiete o dieciocho años. La mujer fue juzgada por asesinato de su marido.

—¿Y fue absuelta porque se demostró que él era un comedor de arsénico?

—Así fue. Después de la absolución Ken se casó con ella. Así son las tonterías que hace.

—Pero, ¿y si ella era inocente? —murmuró Hercúlea Poirot.

—Oh, no me atrevo a dudar que lo fuese —dijo Rosamund. Darnley impaciente—. ¡Nadie realmente lo sabe! Pero hay en el mundo mujeres de sobra para casarse, sin necesidad de salirse del camino y hacerlo con una procesada por asesinato.

Poirot no dijo nada. Quizá sabía que si guardaba silencio, Rosamund Darnley proseguiría. Así fue:

—Era muy joven, por supuesto; acababa de cumplir los veintiún años. Se enamoró de ella locamente. Ella murió cuando Linda nació, un año después de su matrimonio. Creo que a Ken le impresionó terriblemente su muerte. Después se dedicó a divertirse, supongo que para olvidar.

Hizo una pausa y continuó:

—Y luego sucedió lo de Arlena Stuart. Ella aparecía en las revistas por aquel tiempo. ¿Recuerda el caso de divorcio Codrington?
Lady
Codrington se divorció por causa de Arlena Stuart. Se dijo que
lord
Codrington estaba completamente ciego por ella. Se creía que se casaría tan pronto como la sentencia fuese firme. Pero cuando llegó el momento, no se casaron. Él la plantó. Creo que ella lo demandó por incumplimiento de promesa. El asunto produjo mucho ruido por aquel entonces. Pero lo más sensacional fue cuando Ken va y se casa con ella. ¡El necio... el muy necio!

—A un hombre se le puede disculpar tal necedad —murmuró Poirot—; ella es guapa, señorita.

—Sí, de eso no hay duda. Se produjo otro escándalo hará unos tres años. El viejo
sir
Roger Erskine le deja hasta el último penique de su dinero. Yo creí que aquello abriría los ojos a Ken...

—¿Y no fue así?

Rosamund Darnley se encogió de hombros.

—Ya le dije que hace años que no le veía. La gente dice que lo tomó con absoluta ecuanimidad. Me hubiera gustado saber la causa. ¿Es que cree tan ciegamente en ella?

—Pudo haber otras razones.

—Sí. ¡Orgullo! No sé lo que realmente siente por ella. Nadie lo sabe.

—¿Y ella? ¿Qué siente por él?

Rosamund miró fijamente a Poirot.

—¿Ella? Es la mujer más coqueta del mundo y también la más insaciable devoradora de oro. ¡Arlena se divierte con cualquier cosa con pantalones que se ponga a su alcance!

Poirot hizo un gesto de conformidad.

—Sí —dijo—. Es cierto lo que usted dice... Sus ojos buscan una sola cosa... hombres.

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