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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Maldad bajo el sol (12 page)

—¿Y nunca en la otra ensenada? ¿En la del Duende?

—No. La del Duende está orientada hacia el Oeste y la gente acude allí en botes y esquifes por la tarde. Nunca tratamos de reunimos por la mañana. Nos habríamos hecho notar demasiado. Por la tarde la gente se desparrama por la isla para dormitar y nadie se preocupa de dónde están los demás. Después de cenar, cuando hacía buena noche, acostumbrábamos también a dar juntos un paseo por diferentes partes de la isla.

—¡Ah, sí! —murmuró Hércules Poirot, y Patrick Redfern le lanzó una interrogadora mirada.

—¿Entonces no puede usted iluminarnos respecto a la causa que llevó a
mistress
Marshall a la Ensenada del Duende? —preguntó Weston.

—No tengo la menor idea —contestó Redfern con acento de sinceridad.

—¿Tenía algunos amigos por estos alrededores?

—No, que yo sepa.

—Piense ahora con atención en lo que le voy a preguntar,
mister
Redfern. Usted conoció a la señora Marshall en Londres. Tuvo usted, pues, que relacionarse con algunos miembros de su círculo. ¿Conoce usted a alguno que tuviera motivos de resentimiento contra ella? ¿Alguno, por ejemplo, a quien usted hubiera suplantado en su capricho?

Patrick Redfern reflexionó unos minutos. Luego contestó con firmeza:

—De verdad que no puedo recordar a nadie.

El coronel Weston tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Bien, no hay otra solución —dijo al fin—. Parece ser que nos quedan solamente tres posibilidades. La de un desconocido homicida, algún monomaníaco, que acertó a encontrarse por estos alrededores, parece un poco rara...

—Y, sin embargo, es la más verosímil.

—No es este un asesinato de «matorral solitario» —replicó Weston—. Aquella playa es un lugar bastante accesible. El asesino tuvo que llegar por la calzada, pasar por delante del hotel, subir a lo alto de la isla y bajar por aquella escalerilla, o bien llegar hasta allí en bote. Ninguno de los dos procedimientos es verosímil para un asesino casual.

—Dijo usted que quedaban tres posibilidades —recordó Patrick a Weston.

—¡Ah, sí! —dijo el coronel—. Existen dos personas en esta isla que tenían un motivo para matar a
mistress
Marshall: su marido, por una parte, y su esposa de usted, por otra.

—¿Mi esposa? ¿Cristina? —dijo Redfern, consternado—. ¿Piensa usted que Cristina tiene algo que ver en este asunto?

Se puso en pie y empezó a tartamudear en su incoherente apresuramiento por encontrar palabras.

—Está usted loco... completamente loco... ¿Cristina? ¡Pero si es imposible! ¡Es una suposición ridícula!

—Comprenda usted,
mister
Redfern —dijo Weston—, que los celos son un móvil poderosísimo. Las mujeres celosas pierden por completo el dominio de sí mismas.

—Cristina, no —replicó vehemente Redfern—. Cristina no es así. Era desgraciada, lo reconozco, pero nunca hubiera sido capaz de... ¡Oh, en ella no puede haber violencia alguna! Es inconcebible.

Hércules Poirot quedó pensativo. Violencia. La misma palabra que había empleado Linda Marshall.

—Además —prosiguió Redfern confidencialmente—, sería absurdo. Arlena era dos veces más fuerte físicamente que Cristina. Dudo que Cristina pudiera estrangular a un gato, y menos a una mujer fuerte y nerviosa como Arlena. Por otra parte, Cristina nunca había podido bajar a la playa por aquella escalerilla. No tiene cabeza para esa clase de equilibrios. ¡Le digo a usted que esta suposición es fantástica!

El coronel Weston se rascó la cabeza, pensativo.

—Bien —dijo—. Le concedo a usted que la hipótesis no parece muy verosímil. Pero el móvil es lo primero que tenemos que buscar. Móvil y oportunidad —añadió.

4

Cuando Redfern abandonó la habitación, el coronel Weston dijo sonriendo:

—No me pareció necesario decirle que su esposa ha probado la coartada. Quise oír lo que tenía que decir en su defensa.—Se excitó un poco, ¿verdad?

—Los argumentos que expuso tienen la fuerza de una coartada —opinó Hércules Poirot.

—Eso es lo triste —rezongó el coronel—.
Mistress
Redfern no pudo cometer el delito porque es físicamente imposible. Y Marshall, que pudo cometerlo, no lo cometió, según todas las apariencias.

El Inspector Colgate tosió para anunciar su intervención.

—Excúseme, señor; he estado pensando en eso de la coartada. Si el capitán Marshall pensaba matar a su esposa, es posible que preparase las cartas
de antemano
.

—No es mala idea —convino Weston—. Debemos comprobar si...

Se interrumpió al ver que Cristina Redfern entraba en la habitación.

La joven estaba tranquila, como siempre, pero su tranquilidad era un poco forzada. Vestía una falda blanca, de tenis, y un
pullover
azul pálido. Este color acentuaba su rubicundez y su delicadeza casi anémica. Aquel rostro, pensó Hércules Poirot, no revelaba ni estupidez ni debilidad. Se leía en él resolución, valor y buen juicio.

«Linda mujercita —pensó el coronel Weston—. Un poco endeble quizá. Demasiado buena para ese asno de cabeza loca que tiene por marido. Pero el hombre es joven, y las mujeres le hacen a uno a veces cometer muchas tonterías imperdonables...»

—Siéntese,
mistress
Redfern. Se trata de un trámite de pura fórmula. Estamos preguntando a todo el mundo qué hicieron esta mañana. Como comprenderá, tiene que constar en nuestro informe.

Cristina Redfern hizo un gesto de conformidad y dijo con voz tranquila:

—¡Oh, sí, comprendo! ¿Por dónde quiere usted que empiece?

—Por lo primero que hizo usted, en el día —contestó Hércules Poirot—. ¿Qué es lo primero que hizo usted cuando se levantó esta mañana?

—Déjeme pensarlo. Al bajar a desayunar entré en la habitación de Linda Marshall y acordé con ella querríamos a la Ensenada de las Gaviotas aquella mañana. Quedamos en reunimos en el vestíbulo a las diez y media.

—¿No se bañó usted antes de desayunar,
madame
? —preguntó Poirot.

—No. Rara vez lo hago. Me gusta que el mar se temple bien antes de meterme en él —dijo sonriendo—. Soy una persona muy friolera.

—¿Pero su marido se baña a esa hora?

—¡Oh, sí! Casi siempre.

—¿Y
mistress
Marshall?

Se produjo un cambio en la voz de Cristina. Se hizo fría, casi mordaz.

—¡Oh, no,
mistress
Marshall era de esas personas que no hacen su aparición antes de media mañana!

—Perdón,
madame
—dijo Poirot con aire compungido—, la interrumpí a usted. Estaba usted diciendo que fue a la habitación de
miss
Linda Marshall. ¿Qué hora era?

—Me parece que las ocho y media... no, un poco más tarde.

—¿Y estaba
miss
Marshall ya levantada?

—Oh, sí, y había salido.

—¿Salido?

—Sí; dijo que había ido a bañarse.

Hubo una débil, una debilísima nota de turbación en la voz de Cristina. Aquello interesó a Hércules Poirot.

—¿Y después? —preguntó Weston.

—Después bajé, recogí mi caja de dibujo y mi cuaderno de apuntes y salimos.

—¿Usted y
miss
Linda Marshall?

—Sí.

—¿Qué hora era?

—Creo que las diez y media en punto.

—¿Y qué hicieron ustedes?

—Fuimos a la Ensenada de las Gaviotas. Ya saben ustedes que está en la parte oriental de la isla. Nos acomodamos allí. Yo me dediqué a dibujar y Linda a tomar baños de sol.

—¿A qué hora abandonaron ustedes la entenada?

—A las doce menos cuarto. Yo tenía que cambiarme de ropa para jugar al tenis a las doce.

—¿Llevaba usted reloj?

—No. Pregunté a Linda la hora.

—Comprendo. ¿Qué hicieron después?

—Recogí mis chismes de dibujo y volví al hotel.

—¿Y
mademoiselle
Linda? —preguntó Poirot.

—¿Linda? ¡Oh, Linda se metió en el mar!

—¿Estaba lejos del agua el sitio donde se sentaron ustedes? —preguntó Poirot.

—Nos colocamos en el límite de la marea alta. Justamente debajo de aquella roca, para que a mí me pudiera dar un poco de sombra y a Linda el sol.

—¿Linda Marshall se metió en el mar antes de que usted abandonase la playa?

Cristina frunció el entrecejo en su esfuerzo por recordar.

—Verá usted. Linda corrió playa abajo... yo cerré mi caja de dibujo... Sí, la oí palmetear en el agua mientras yo subía por el sendero.

—¿Está usted completamente segura de eso,
madame
? ¿Segura de que ella realmente se metió en el agua?

—¡Oh, sí!

La señora Redfern se le quedó mirando, extrañada. El coronel Weston la miró también con aire interrogador.

—Prosiga,
mistress
Redfern —dijo Poirot.

—Volví al hotel, me cambié de ropa, y bajé a la pista de tenis, donde me reuní con los demás.

—¿Quiénes eran?

—El capitán Marshall,
mister
Gardener y
miss
Darnley. Jugamos dos partidas. Nos disponíamos a retirarnos cuando llegó la noticia de... de lo de
mistress
Marshall.

—¿Y qué pensó usted,
madame
, cuando se enteró de esa noticia? —preguntó Poirot con avidez.

—¿Que qué pensé?

Su rostro mostró una leve repugnancia ante aquella pregunta.

—Sí.

—Que lo sucedido era una cosa horrible —contestó lentamente Cristina.

—¿Pero qué significó el suceso para usted... personalmente? —insistió Poirot.

Ella le lanzó una rápida mirada... una mirada de súplica. Él respondió a ella y dijo con voz tranquilizadora:

—Acudo a usted,
madame
, como a mujer inteligente y de buen criterio y sentido. Durante el tiempo que lleva usted aquí, ¿formó alguna opinión de
mistress
Marshall, de la clase de mujer que era?

—Supongo que todos hacemos lo mismo cuando paramos en un hotel —dijo cautamente Cristina.

—Ciertamente que es la cosa más natural. Por eso pregunto a usted,
madame
, si se sorprendió realmente por la forma de su muerte.

—Me parece que comprendo lo que quiere usted decir. No, en realidad no me sorprendió. Me emocionó, si acaso. Era de esas mujeres...

Poirot termino la frase por ella.

—A quienes suelen suceder tales cosas. Sí,
madame
, eso es lo más sensato y verdadero que se ha dicho en esta habitación esta mañana. Dejando a un lado todo sentimiento personal, ¿qué pensaba usted realmente de la difunta señora Marshall?

—¿Vale la pena concretar eso ahora? —preguntó Cristina Redfern.

—Opino que sí.

—Bien... ¿qué puedo decirle?—su pálida piel se coloreó de pronto. Se alteró la cuidada calma de sus gestos. Apareció por breve espacio de tiempo la mujer rudamente natural. —¡Era una de esas mujeres, a mi juicio, indignas de vivir! No hizo nada para justificar su existencia. No tenía imaginación ni talento. No pensaba en otra cosa que en hombres y vestidos, ni tenía otro ideal que causar admiración. ¡Un ser inútil, un parásito! Era atractiva para los hombres... y vivía para esa clase de vida. Por eso no me sorprendió el final que ha tenido. Estaba mezclada con todo lo sórdido...
chantaje
, envidia, violencia... toda clase de emociones brutales y canallas...

Guardó silencio, ligeramente jadeante. Sus labios se fruncieron en gesto de repugnancia y disgusto. El coronel Weston pensó que no se podría haber imaginado más completo contraste con Arlena Stuart que Cristina Redfern. Pensó también que cuando a uno se le ocurre casarse con una Cristina Redfern, la atmósfera se hace tan rarificada que las Arlena Stuart de este mundo adquieren un particular atractivo.

E inmediatamente después de estos pensamientos, una sola palabra de las pronunciadas por Cristina atrajo su atención con particular intensidad.

Entonces se inclinó ligeramente y preguntó:


Mistress
Redfern, ¿por qué al hablar de Arlena mencionó usted la palabra «chantaje»?

Capítulo VII
1

Cristina se quedó mirando, sin comprender lo que quiso decir. Luego contestó mecánicamente:

—Supongo que porque estaba siendo victima de un
chantaje
. Era una de esas personas cuya vida se prestaba a ello.

—¿Pero sabe usted que estaba siendo víctima de un
chantaje
? —insistió el coronel con ansiedad.

Las mejillas de la joven señora se colorearon ligeramente.

—Lo sé por casualidad —dijo con cierta sencillez—. He tenido ocasión de oír algo.

—¿Quiere usted explicarse,
mistress
Redfern?

La joven enrojeció todavía más.

—No he querido decir que sorprendiera ninguna conversación. Fue una casualidad. Ocurrió hace dos... no, tres noches. Estábamos jugando al
bridge
—se volvió hacia Poirot. —¿Recuerda usted? Jugábamos mi marido y yo, usted y
miss
Darnley. Hacía mucho calor en la habitación, y yo me deslicé por la galería en busca de un poco de aire fresco. Bajaba hacia la playa cuando, de pronto, oí voces. Una era de Arlena Marshall; la conocí en seguida. «Es inútil atosigarme —decía—. Ahora no pudo conseguir más dinero. Mi marido sospecharía algo.» Y contestó la voz de un hombre: «No admito excusas. Necesito el dinero inmediatamente.» Y a esto Arlena Marshall exclamó; «¡Es usted un miserable
chantajista
!» Y el hambre respondió; «¡
Chantajista
o no, usted pagará,
milady

Cristina hizo una pausa.

—Volví hacia atrás y un minuto después Arlena Marshall pasó precipitadamente por mi lado. Parecía espantosamente trastornada.

—¿Y el hombre? —preguntó Weston—. ¿Sabe usted acaso quién era?

—Hablaba en voz baja —contestó Cristina—. Apenas oí lo que decía.

—¿No le sugirió a usted la voz alguna persona conocida?

—No. Era demasiado baja, como he dicho.

—Muchas gracias,
mistress
Redfern.

2

Cuando se cerró, la puerta detrás de Cristina Redfern, el inspector Colgate exclamó:

—¡Parece que ahora vamos a alguna parte!

—¿Lo cree usted así? —preguntó Weston.

—No hay duda, señor. Alguien de este hotel explotaba a la dama.

—Pero no fue el malvado
chantajista
quien murió —murmuró Poirot—. Fue la víctima.

—Confieso que esa es una pequeña contrariedad —dijo el inspector. Los
chantajistas
no tienen la costumbre de estrangular a sus víctimas. Pero la existencia de uno de estos personajes sugiere una razón para la extraña conducta de
mistress
Marshall esta mañana. Tenía una entrevista con el individuo que la estaba explotando, y no quería que se enterase ni su marido ni Redfern.

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