Marea estelar (51 page)

Read Marea estelar Online

Authors: David Brin

Keepiru saltó por el aire para caer, produciendo grandes salpicaduras, al otro lado de un estrecho banco de lodo.

Durante unos instantes, se miraron a través del pequeño bajío que los separaba, resoplando. Entonces, K'tha-Jon empezó a entrechocar las mandíbulas mientras buscaba un punto de acceso alrededor de la barrera. La caza continuaba.

Con la llegada del alba desapareció toda sutileza de la lucha. Ya no hubo más delicados equívocos sónicos, ni sabrosas provocaciones. K'tha-Jon perseguía a Keepiru con una obstinación completa. El cansancio parecía ser algo ajeno al monstruo. La pérdida de sangre sólo conseguía aumentar su rabia.

Keepiru nadaba entre los angostos canales, algunos con no más de treinta centímetros de profundidad, esperando extenuar al pseudo-orca herido antes de extenuarse él.

Keepiru ya no pensaba en escapar. Era una batalla que únicamente terminaría con la victoria o la muerte.

Pero la resistencia de K'tha-Jon parecía no tener límites.

Los gritos de caza resonaban a través de las profundidades. El monstruo los profería, a unos cuantos canales de distancia.

—¡Pilot-t-to! ¿Quieres luchar? ¡Ya sabesss que la cadena alimenticia me favorece!

Keepiru parpadeó. ¿Cómo podía K'tha-Jon mezclar la religión en aquello?

Antes de la elevación, el concepto de cadena alimenticia como jerarquía mística había sido el componente fundamental de la ética cetácea, del aspecto temporal del Sueño Cetáceo.

Keepiru respondió con una emisión omnidireccional.

—K'tha-Jon, estás loco. ¡El hecho de que Metz haya llenado tu zigoto con unos pocosss genes de mini-orca no te da derecho a comerte a todo el mundo!

En épocas remotas, los humanos solían preguntarse por qué los delfines y muchas de las ballenas continuaban siendo amigos del hombre después de padecer terribles matanzas a manos de éstos. Los humanos empezaron a entenderlo un poco cuando albergaron por primera vez a las orcas y a los delfines como vecinos en los parques oceánicos. Con asombro descubrieron que los delfines saltaban las barreras para estar con las ballenas asesinas... siempre y cuando éstas no tuvieran hambre...

En primal, un cetáceo nunca culpaba a un miembro de otra raza por matarle si la otra raza estaba más arriba en la cadena alimenticia. Durante siglos, los cetáceos asumieron que el hombre estaba en la cima más alta de esta cadena y su reacción era sólo de envidia ante las más insensatas masacres.

Era un código de honor, el cual, al enterarse los humanos de su existencia, aumentó su vergüenza por lo que habían hecho.

Keepiru se deslizó hasta el canal abierto para cambiar su localización, convencido de que K'tha-Jon la había establecido desde su último cambio.

En aquella zona algo le resultaba familiar. Keepiru no podía precisarlo, pero había alguna cosa en el sabor del agua. Tenía el aroma de un delfín muerto hacía tiempo.

Comer... ser comido.

Morder... ser mordido.

Paga tu deuda al mar...

¡Ven y aliméntame!

Demasiado cerca. La voz de K'tha-Jon estaba mucho más cerca, entonando blasfemias religiosas. Keepiru se dirigió hacia una grieta para ponerse a cubierto, y se detuvo de repente porque el sabor de muerte se hacía más penetrante.

Olfateó despacio, y se quedó inmóvil al ver el esqueleto suspendido entre las plantas.

—¡Hist-t! —suspiró.

El delfín astronauta fue dado como desaparecido desde el primer día, cuando el maremoto encalló a Hikahi y él se comportara como un perfecto estúpido. Los carroñeros habían dejado el cuerpo limpio. La causa de la muerte no podía determinarse.

Sé dónde estoy... pensó Keepiru. En ese momento el grito de caza retumbó de nuevo.

¡Cerca! ¡Muy cerca!

Dio media vuelta y se adentró otra vez en el canal, vio un destello de movimiento y se sumergió aún más mientras el monstruo pasaba sobre él. Los aletazos de K'tha-Jon le hicieron dar tumbos en el agua.

Keepiru se arqueó y se alejó a toda prisa, aunque le dolía el costado como si tuviera una costilla rota. Gritó.

Ven por mí, canalla degenerado.

Sé que ha llegado la hora de darte de comer.

Por toda respuesta, K'tha-Jon rugió y cargó sobre él.

Un cuerpo de ventaja, ahora dos, ahora medio, Keepiru sabía que sólo le quedaban instantes. Las mandíbulas abiertas estaban justamente a su espalda. Está cerca, pensó.

¡Tiene que estarlo!

Entonces vio otra grieta y lo supo.

K'tha-Jon rugía al ver a Keepiru atrapado contra la isla.

Despacio, despacio

o deprisa, deprisa...

Es hora de que me des de comer, de comer.

—Te daré de comer —dijo Keepiru, con voz entrecortada, al tiempo que se adentraba en un cañón muy estrecho. Por todos lados se agitaban plantas colgantes, como movidas por la marea.

¡Atrapado! ¡Atrapado!

Ya te tengo...

K'tha-Jon chilló a causa de la sorpresa. Keepiru salió disparado hacia la superficie sobre la grieta, esforzándose por alcanzarla antes de que las cepas se cerraran a su alrededor. Lo había conseguido. Al emerger sopló, inhalando pesadamente, y se mantuvo pegado a la pared.

Cerca de él el agua se agitaba, llenándose de espuma. Keepiru miraba y escuchaba pasmado, mientras K'tha-Jon se debatía solo, sin arnés ni cualquier otra ayuda, desgarrando con las mandíbulas las grandes lianas de la planta asesina, luchando mientras los filamentos caían, uno tras otro, sobre su enorme cuerpo.

Keepiru estaba también muy ocupado. Se obligó a sí mismo a permanecer tranquilo y a usar su arnés. Las fuertes garras de sus brazos manipuladores cortaban los filamentos que le asían. Recitó las tablas de multiplicar a fin de mantenerse en estructuras de pensamiento ánglico, enfrentándose con las lianas de una en una.

La lucha del medio-orca lanzaba surtidores de agua y fragmentos de vegetación hacia el cielo. La superficie del agua se convirtió pronto en un agitado revoltijo verde y rosa. El grito de caza llenaba la caverna en desafío.

Pero los minutos pasaron. Las lianas que intentaban inmovilizar a Keepiru eran cada vez más débiles. Por el contrario, seguían cayendo más y más sobre el gigante que aún se debatía. Volvió a oírse el grito de guerra, ahora más tenue; todavía desafiante, pero ya desesperado.

Keepiru observaba y escuchaba cómo el combate empezaba a remitir. Se vio invadido por una extraña tristeza, como si casi lamentara aquel final.

Te dije que te daría de comer,

Le cantaba con dulzura a la criatura que agonizaba a sus pies.

Pero no dije a quién

Te daría...

75
HIKAHI

Desde el anochecer estuvo buscando a los refugiados, primero lenta y cautelosamente, luego con creciente desesperación. Llegó al punto de olvidar las precauciones al emitir las líneas sonar de localización.

¡Nada! Había fines cerca de allí, pero la ignoraban por completo.

Sólo entrando en el laberinto podría fijar el sonido con claridad. Entonces se dio cuenta de que uno de los fines estaba completamente loco y que ambos se hallaban comprometidos en un combate ritual, ajenos al resto del Universo hasta que concluyera la batalla.

Aquello asombró a Hikahi más que cualquiera otra de las cosas que cabía esperar.

¿Un combate ritual? ¿Allí? ¿Qué relación guardaba eso con el silencio del Streaker?

Se sintió mal al darse cuenta de que ese combate ritual era a muerte.

Puso el sonar en automático y dejó que el esquife se pilotase solo. Durmió, dejando que un hemisferio y luego el otro entraran en el estado alfa, mientras la pequeña nave se deslizaba por los estrechos canales, enfilando siempre hacia el nordeste.

El sonido de un ruidoso zumbador la sacó de su letargo. El esquife se había detenido, y sus instrumentos mostraban signos de presencia cetácea detrás de un acantilado de rocas metálicas, alejándose lentamente hacia el oeste.

Hikahi activó los hidrófonos.

—Quienquiera que seas —la voz retumbó en el agua—. ¡Sal ahora mismo!

Se produjo un débil sonido de duda, un silbido lánguido y confuso.

—¡Por este camino, idiot-t-ta! ¡Sigue mi voz!

Algo se movió en un amplio estrecho entre dos islas. Encendió los faros del esquife.

Bajo el resplandor, un delfín gris parpadeó.

—¡Keepiru! —boqueó Hikahi.

El cuerpo del piloto era una masa de magulladuras, y en un costado llevaba una quemadura terrible, pero sonreía.

Ah, las gentiles lluvias,

Querida dama, estáis aquí

Para rescatarme...

La sonrisa desapareció como un fuego que se extingue y sus ojos giraron. Luego, por puro instinto, el cuerpo medio inconsciente subió a la superficie y derivó hasta que Hikahi fue a buscarlo.

OCTAVA PARTE
«EL CABALLO MARINO DE TROYA»

Medias lunas de ébano que se elevan

De charcas donde la media luz comienza

¿Para ponerse cuándo, en qué lejana orilla,

¿Delfines? ¿Delfines?

Hamish Maclaren

76
GALÁCTICOS

Beie Chohooan maldecía la parsimonia de sus superiores.

Si el Alto Mando Shyntiano había enviado una nave nodriza para observar la batalla de los fanáticos, a ella debían haberle permitido acercarse a la zona de guerra en un deslizador, un bajel demasiado pequeño para ser detectado. Pero tal como fueron las cosas, se vio obligada a utilizar una astronave lo bastante grande como para viajar a través de puntos de transferencia e hiperespacio; demasiado pequeña para defenderse adecuadamente y demasiado grande para pasar inadvertida entre los combatientes.

Casi disparó sobre el minúsculo globo que apareció rodeando el asteroide que escondía su nave. Retrocedió justo a tiempo la pequeña sonda pilotada por un wazoon, y pulsó un botón para abrir la tronera de una dársena, pero el wazoon se resistió a entrar, emitiendo unas frenéticas secuencias de apretados pulsos láser.

—Nuestra posición ha sido descubierta —parpadeó—. Misiles enemigos acercándose...

Beie profirió sus horribles maldiciones. Cada vez que se acercaba lo suficiente como para poder enviar un mensaje a los terrestres, tenía que huir de algún fortuito y paranoide tentáculo de la batalla.

—¡Ven rápidamente y corta!

Tecleó una orden para el wazoon. Ya habían muerto demasiados de sus fieles pupilos por ella.

—Negativo. Huye, Beie. Wazoon-dos distraerá...

Beie gruñó ante la desobediencia. Los tres wazoon que permanecían en el estante de su izquierda se encogieron y la miraron parpadeando con sus grandes ojos.

La sonda exploradora desapareció en la noche.

Beie cerró la tronera y puso en marcha los motores. Con cautela, reanudó su avance serpenteando entre bloques de piedra primordial, alejándose del área de peligro.

Demasiado tarde, pensó, observando los amenazantes tableros de mandos. Los misiles se acercan con demasiada rapidez.

Un súbito resplandor a sus espaldas le indicó la suerte que había corrido el pequeño wazoon. Beie frunció el labio superior cubierto de pelo mientras pensaba la forma adecuada para vengarse de los fanáticos, si es que tenía la ocasión.

Entonces llegaron los misiles, y de pronto estuvo demasiado ocupada incluso para entretenerse con sus malévolos y placenteros pensamientos.

Vaporizó dos misiles con el cañón de partículas. Los otros dos descargaron, y sus escudos protectores apenas pudieron refractar los rayos.

Ah, terrestres, se dijo. Nunca sabréis que estuve aquí. Para vosotros, es como si todo el Universo os hubiera abandonado.

Pero no dejéis que eso os detenga, lobeznos. ¡Luchad! ¡Enseñadles los dientes a vuestros perseguidores! ¡Y cuando todas vuestras armas estén agotadas, mordedles! Beie destruyó cuatro misiles más antes de que uno consiguiera explotar lo bastante cerca como para incendiar la astronave y enviarla dando tumbos a la polvorienta oscuridad galáctica.

77
TOSHIO

Las dispersas ráfagas de lluvia humedecían la noche. Las lustrosas hojas de las plantas oscilaban bajo los contradictorios ataques de un viento que parecía incapaz de decidirse por una dirección. El pringoso follaje relucía cuando dos de las más cercanas lunas pequeñas de Kithrup brillaron ocasionalmente entre las nubes.

En el lejano extremo sur de la isla, una tosca cubierta permitía que la lluvia se filtrara en un lento goteo que caía sobre el casco primorosamente punteado de una pequeña astronave. El agua formaba diminutos meniscos en la curvada superficie metálica, y luego se deslizaba formando minúsculos riachuelos. El tap-tap-tap de las gruesas gotas de lluvia golpeando contra el techo de palmas se mezclaba con un constante golpeteo provocado por los torrentes que fluían bajo la cilíndrica máquina voladora quebrando la vegetación.

Los arroyuelos regaban los apagados alerones de estasis, y se deslizaban sobre las panorámicas portillas delanteras, iluminadas y oscurecidas por la intermitente luz lunar.

Los desiguales senderos penetraban en las estrechas hendiduras en torno a la esclusa de aire de popa, usando los canales directos para gotear sobre el enlodado suelo.

Se produjo un tenue silbido mecánico, apenas audible entre el ruido de la lluvia. Las hendiduras alrededor de la esclusa de aire se ensancharon de forma casi imperceptible, y los vecinos arroyuelos acudieron para llenar el nuevo espacio. Bajo la escotilla, empezó a formarse un sucio charco.

La puerta se desajustó un poco más. Otros canales se dirigieron hacia allí corno si quisieran entrar en la nave. Por fin, un gorgoteante torrente se derramó de la parte baja de la hendidura, y se convirtió en una cascada que caía salpicando en el charco que había debajo. Después, fue disminuyendo.

La escotilla blindada se abrió con un apagado suspiro. La lluvia arrojaba ráfagas de sesgadas gotas hacia la abertura.

Una oscura silueta con casco se hallaba en el umbral, ignorando la furiosa embestida.

Se giró para mirar a derecha e izquierda, luego salió y chapoteó en el agua estancada. La escotilla se cerró de nuevo con un pequeño chasquido.

La figura se inclinó contra el viento, buscando un sendero en la oscuridad.

Dennie se levantó de repente al oír un ruido de pasos sobre el suelo mojado. Con la mano en el pecho, siseó:

—¿Toshio?

Alguien apartó la lona protectora de la tienda y el cierre de la trampilla se abrió. Por un momento, sólo vislumbró una oscura sombra. Luego, una voz tranquila susurró:

Other books

Charlottesville Food by Casey Ireland
Twisted by Gena Showalter
Marking Time by Marie Force
My Heart's Passion by Elizabeth Lapthorne
Riding the Red Horse by Christopher Nuttall, Chris Kennedy, Jerry Pournelle, Thomas Mays, Rolf Nelson, James F. Dunnigan, William S. Lind, Brad Torgersen
With or Without You by Helen Warner
Death By Chick Lit by Lynn Harris
London Calling by Edward Bloor
Josh by Ryan, R. C.
Atonement by Kirsten Beyer