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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (26 page)

—Piensen en lo cerca que estuvieron esos fotones de incidir sobre Marte —dijo—, y ahora, en cambio, recorrerán todo el universo.

Todos lo miraron de reojo. Pero el extraño comentario lo incluyó en el grupo, que era lo que pretendía.

Después de un rato bajaron y comieron pasta con salsa de tomate y pan recién salido del horno. Sax se sentó a la mesa principal y comió y habló tanto como los demás, esforzándose por parecer normal, haciendo lo posible por seguir las esquivas reglas de la conversación y el discurso social. El nunca las había entendido bien, y cuanto más pensaba en ellas más se le escapaban. Sabía que siempre lo habían considerado un excéntrico: había oído la historia de las cien ratas de laboratorio transgénicas que se apoderaban de su cerebro. Un momento muy curioso aquél, de pie en el umbral oscuro del laboratorio, escuchando transmitir el cuento para regocijo de generación tras generación de estudiantes, experimentando el raro malestar de verse como un extraño, alguien increíblemente peculiar.

En cuanto a Lindholm, era un tipo muy sociable. Sabía cómo llevarse bien con todo el mundo. Era alguien que podía compartir una botella de zinfandel de Utopía, alguien que podía aportar lo suyo para convertir una cena en una fiesta, que comprendía intuitivamente los algoritmos ocultos del compañerismo y era capaz de manejar el sistema sin siquiera pensar.

Sax recorrió con el dedo el puente de su nueva nariz y bebió vino, que al deprimir el sistema nervioso parasimpático lo tornaba menos inhibido y más locuaz. Charlaba con bastante éxito, pensó, pero varias veces le alarmó la manera en que Phyllis, sentada frente a él en la mesa, lo arrastraba a la conversación, y cómo lo miraba... ¡y él le devolvía la mirada! Existían protocolos para eso también, pero él nunca los había comprendido. Recordó entonces cómo Jessica se había apoyado contra él en el Lowen, y bebió otro medio vaso y sonrió, e hizo una señal con la cabeza, pensando con cierto malestar en la atracción sexual y sus causas. Alguien le hizo a Phyllis la inevitable pregunta sobre la escapada de Clarke, y ella se embarcó en la narración echando frecuentes miradas a Sax, como si quisiera hacerle saber que estaba contando la historia sobre todo para él. Sax escuchó con educación, resistiendo una cierta tendencia a ponerse bizco, lo cual hubiese revelado su consternación.

—Todo ocurrió sin previo aviso —dijo Phyllis al que preguntaba—. Estábamos orbitando alrededor de Marte en el ascensor, indignados por lo que estaba ocurriendo en la superficie y tratando de encontrar la manera de acabar con los disturbios, y de pronto sentimos una sacudida, como si hubiese un terremoto, y ya estábamos en camino hacia la salida del sistema solar.

Sonrió e hizo una pausa para que las risas siguieron, y Sax comprendió que ya había contado la historia muchas veces de esa misma manera.

—¡Debían de estar aterrados! —dijo alguien.

—Bien —continuó Phyllis—, es extraño, pero en una situación de emergencia en realidad no hay tiempo para nada de eso. En cuanto comprendimos lo que había ocurrido, supimos que cada segundo que pasaba representaba cientos de kilómetros y reducía nuestras posibilidades de supervivencia. Entonces nos reunimos en la sala de mando, contamos las cabezas e hicimos inventario del material del que disponíamos. Todos estábamos frenéticos, pero no cundió el pánico, ¿comprenden? En fin, resultó que en los hangares había el número habitual de cargueros Tierra-Marte, y los cálculos de la IA indicaban que necesitaríamos el impulso de casi todos ellos para volver al plano de la eclíptica a tiempo para interceptar el sistema joviano. Derivábamos hacia Júpiter, lo que fue una bendición. Fue entonces cuando las cosas se desmadraron. Teníamos que sacar los cargueros de los hangares, ponerlos en vuelo junto a Clarke y luego conectarlos unos con otros y cargarlos con todo el aire, combustible y las provisiones que cupieran. Y treinta horas después del lanzamiento partimos en esas cuatro latas juntas. Ahora que miro atrás me parece increíble. Esas treinta horas...

Meneó la cabeza y Sax creyó advertir que un recuerdo real invadía de repente el relato de Phyllis y la hacía estremecerse ligeramente. Treinta horas era una evacuación en verdad rápida, y sin duda el tiempo había pasado como en sueños, en una ráfaga de acción frenética, en un estado mental tan diferente del ordinario que podía confundirse con la trascendencia.

—Después fue sólo cuestión de apretujarse en un par de salas (éramos doscientos ochenta y seis) y salir en EVA para separar las partes no esenciales de los cargueros. Y de rezar para que hubiese suficiente combustible para ponernos en trayectoria hacia Júpiter. Faltaban más de dos meses para que supiésemos con seguridad si interceptaríamos el sistema joviano, y diez semanas para que lo interceptásemos de hecho. Utilizamos a Júpiter como ancla gravitatoria y giramos alrededor de él para ponernos en camino hacia la Tierra, porque en ese momento Júpiter estaba más cerca que Marte. Y giramos con tanta fuerza que necesitamos la atmósfera terrestre y la gravedad de la Luna para frenarnos: estábamos casi sin combustible en el mismo momento en que éramos los humanos más veloces de la historia. Ochenta mil kilómetros por hora, creo, cuando golpeamos la estratosfera. Una velocidad muy conveniente, porque nos estábamos quedando sin aire ni comida. Pasamos bastante hambre en la parte final del viaje. Pero lo conseguimos. Y vimos Júpiter
así de cerca
, —dijo poniendo el pulgar y el índice a una distancia de dos centímetros.

La gente rió, y el destello de triunfo en los ojos de Phyllis no tenía nada que ver con Júpiter. Pero tenía la boca apretada; sin duda algo al final del cuento había ensombrecido el triunfo.

—Y usted era el líder, ¿no es así? —preguntó alguien.

Phyllis levantó una mano, como queriendo decir que aunque lo deseara, no podía negarlo.

—Fue un esfuerzo colectivo —dijo—. Pero a veces alguien tiene que decidir cuándo se ha llegado a un punto muerto, cuándo es necesario acelerar las cosas. Y yo era la directora de Clarke antes de la catástrofe.

Mostró una sonrisa rápida y abierta, segura de que el público había disfrutado de su relación de los hechos. Sax sonrió con los demás e hizo un gesto con la cabeza cuando ella lo miró. Phyllis era una mujer atractiva, pero no muy brillante, pensó. O quizá sólo era que a él le desagradaba. Porque en algunos aspectos ella era muy inteligente: una buena bióloga, y con toda seguridad tenía un CI alto. Pero había distintas clases de inteligencia, y no todas podían descubrirse con un test analítico. Sax lo había observado en sus años de estudiante: había personas que puntuaban alto en cualquier test de inteligencia y eran brillantes en su trabajo; sin embargo, podían entrar en una habitación y en el espacio de una hora casi todos los ocupantes de la habitación se reían de ellos o incluso los despreciaban. Lo que no revelaba demasiada inteligencia. En cambio, Sax pensaba que la más tonta de las animadoras de la secundaria, pongamos por caso, que se las arreglaba para ser cordial con todo el mundo y era universalmente popular, utilizaba una inteligencia tanto o más poderosa que la de cualquier matemático brillante de maneras torpes. El cálculo de la interacción humana era tan sutil y variable como cualquier física, algo como el naciente campo de la matemática llamado caos recombinante en cascada, sólo que más simple. Por tanto, había al menos dos clases de inteligencia, y seguramente muchas más: espacial, estética, moral o ética, interaccional, analítica, sintética... Y había quienes eran inteligentes de maneras diferentes, y esas personas eran excepcionales, destacaban.

Sin embargo, Phyllis, que saboreaba ahora la atención de su auditorio, la mayoría mucho más jóvenes que ella y, al menos en apariencia, llenos de admiración por su historia, no tenía esa inteligencia polifacética. Por el contrario, parecía bastante torpe en lo concerniente a juzgar lo que la gente pensaba de ella. Sax sabía que él compartía esa deficiencia, y la observaba con su mejor sonrisa de Lindholm, pero en realidad pensaba que actuaba con vanidad y aun con arrogancia. Y la arrogancia siempre era estúpida. O bien enmascaraba algo de inseguridad, aunque era difícil adivinar qué inseguridad podía anidar en una persona tan exitosa y atractiva. Y Phyllis era atractiva.

Después de la cena volvieron a la sala de observación y allí, bajo la bóveda centelleante de estrellas, el grupo de Biotique puso música. Era lo que llamaban nuevo calipso, que hacía furor en Burroughs esos días, y algunos sacaron instrumentos para acompañarla, mientras otros bailaban en el centro de la sala. La música tenía un ritmo de unos cien latidos por minuto, calculó Sax, un compás fisiológico perfecto para estimular el corazón ligeramente; el secreto de toda la música de baile, supuso.

Y entonces descubrió que Phyllis estaba junto a él; lo agarró de la mano y lo arrastró a la pista. Sax apenas consiguió reprimir el impulso de apartar la mano de un tirón, y estaba seguro de que su respuesta a la sonriente invitación de ella parecía forzada en el mejor de los casos. No había bailado nunca en su vida, hasta donde él recordaba. Pero ésa era la vida de Sax Russell. Seguro que Stephen Lindholm había bailado mucho. Así que Sax empezó a saltar suavemente al compás del bombo de acero, meneando los brazos sin pauta fija, sonriéndole a Phyllis en una desesperada simulación de placer.

Bien entrada la noche, los más jóvenes de Biotique todavía bailaban, y Sax bajó en el ascensor para ir a buscar algunos tubos de helado de leche a las cocinas. Cuando volvió a entrar en el ascensor, Phyllis estaba dentro, de regreso del piso de las habitaciones.

—Espera, deja que te ayude con eso —dijo ella, y tomó dos de las cuatro bolsas de plástico que colgaban de los dedos de Sax.

Cuando las tuvo se inclinó hacia adelante (era unos centímetros más alta que él) y lo besó en la boca. Él le devolvió el beso, pero la conmoción fue tal que en realidad no empezó a sentirla hasta que ella se separó; entonces el recuerdo de la lengua de Phyllis entre sus labios fue como otro beso. Intentó parecer menos atónito, pero por la forma en que ella rió comprendió que había fracasado.

—Vaya, veo que no eres tan castigador como pareces —dijo ella, lo que, dada la situación, le hizo sentirse aún más alarmado. Intentó recuperarse, pero entonces el ascensor redujo su velocidad y las puertas se abrieron con un siseo.

Durante los postres y el resto de la fiesta Phyllis no volvió a acercarse a él. Al empezar el lapso marciano, Sax se encaminó a los ascensores para ir a su habitación. Cuando las puertas empezaron a cerrarse, Phyllis entró escurriéndose entre ellas, y al ponerse en movimiento el ascensor ella lo besó de nuevo. Sax la rodeó con los brazos y la besó a su vez, tratando de imaginar qué haría Lindholm en su situación, y si habría alguna forma de salir de aquel brete sin buscarse problemas. El ascensor se detuvo y Phyllis se apartó con una mirada soñadora y desenfocada y dijo:

—Acompáñame hasta la habitación.

Tambaleándose un poco. Sax la tomó por el brazo, como si fuese un delicado equipo de laboratorio, y la siguió hasta una habitación minúscula, como el resto de los dormitorios. En la puerta se besaron otra vez, a pesar de la aguda sensación de Sax de que ésa era su última oportunidad de escapar, airosamente o no. Pero se encontró besándola apasionadamente, y cuando ella se apartó para murmurar, «Será mejor que entres», la siguió sin protestar. Su pene se había quedado atascado en su ciego avance hacia las estrellas, todos los cromosomas zumbando audiblemente, pobres infelices, ante esa oportunidad de inmortalidad. Hacía mucho tiempo que no había hecho el amor con nadie, excepto con Hiroko, y esos encuentros, aunque amigables y placenteros, no eran apasionados, sino más bien una extensión de los baños. Mientras que con Phyllis estaba excitado, los dos tironeándose con torpeza de las ropas mientras caían sobre la cama besándose, y esa excitación estaba pasando a Sax a través de una especie de conducción inmediata. Su erección saltó con impaciencia, libre al fin cuando Phyllis le bajó los pantalones, como ilustrando la teoría del gen egoísta, y él sólo pudo reír y abrir la larga cremallera ventral del mono de ella. Lindholm, libre de preocupaciones, sin duda se habría sentido excitado por el encuentro. Y también él tenía que estarlo. Además, aunque no le gustaba especialmente Phyllis, la conocía: seguía existiendo ese viejo vínculo entre los Primeros Cien, el recuerdo de aquellos años juntos en la Colina Subterránea. Había algo provocativo en la idea de hacer el amor con una mujer a la que conocía desde hacía tanto tiempo. Y todos los demás del grupo habían sido polígamos, parecía, todos menos Phyllis y él mismo. Así que ahora estaban resarciéndose. Y ella era muy atractiva. Y era agradable sentirse deseado.

Fáciles racionalizaciones que naturalmente olvidó a medida que crecía el apremio de su deseo. Pero inmediatamente después de consumar el acto, Sax empezó a preocuparse otra vez. ¿Tenía que volver a su habitación, tenía que quedarse? Phyllis se había quedado dormida con la mano sobre el costado de él, como para asegurarse de que se quedaría. Cuando duerme, todo el mundo parece un niño. Estudió el largo cuerpo de Phyllis, sorprendido una vez más por las diferentes manifestaciones del dimorfismo sexual. Respiraba con tanta paz. Sentirse deseado... Los dedos de ella todavía tensos sobre sus costillas. Y pasó la noche allí; pero no durmió mucho.

Sax se sumergió en el trabajo en el glaciar y el terreno circundante. Phyllis salía al campo de vez en cuando, pero se comportaba siempre de manera discreta con él. Sax se preguntaba si Claire (¡o Jessica!) o algún otro se habría dado cuenta de lo ocurrido, o si habrían advertido que se repetía cada pocos días. Ésa era otra complicación: ¿cómo reaccionaría Lindholm al aparente deseo de Phyllis de mantener la relación en secreto? Pero en realidad no constituía un problema. Lindholm se veía más o menos forzado, por caballerosidad, sumisión o algo por el estilo, a actuar como lo habría hecho el propio Sax. Así, mantuvieron la relación en secreto, como lo habrían hecho en la Colina Subterránea, en el
Ares
o en la Antártida. Los viejos hábitos nunca mueren.

Y el glaciar les proporcionaba una excelente tapadera. El hielo y el terreno surcado de nervaduras que lo rodeaba eran medios fascinantes, y había mucho que estudiar y comprender allí.

La superficie del glaciar estaba muy fracturada, como se había sugerido a menudo en la literatura especializada: se había mezclado con el regolito durante la inundación, y luego las burbujas de carbonatación atrapadas la habían reventado. Las piedras y los bloques atrapados en la superficie habían derretido el hielo que tenían debajo, y luego éste se había vuelto a congelar alrededor de ellos, en un ciclo diario que había sumergido dos tercios de la roca. Al examinar con atención los seracs, que se levantaban como dólmenes titánicos en el accidentado glaciar, se descubría que estaban hincados profundamente. El hielo era quebradizo a causa del frío extremo, y se desplazaba con lentitud corriente abajo debido a la escasa gravedad, como un río a cámara lenta, y como su fuente estaba agotada toda esa masa acabaría en Vastitas Borealis. Los signos de este movimiento podían descubrirse a diario en el hielo: nuevas grietas, seracs caídos, icebergs agrietados. Esas superficies nuevas eran cubiertas rápidamente por flores de hielo cristalinas, cuya salinidad aceleraba la velocidad de cristalización.

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