Matahombres (17 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

—¿Y cuándo podrá vernos el señor Ostwald? —preguntó Félix.

—¡Ah! —dijo Groot, mientras se rascaba violentamente la cabeza—. Bueno, lo hemos mandado llamar.

Lichtmann dio un paso al frente.

—Disculpa, Julianus, pero creo que el señor Ostwald estará encerrado con el Consejo Ciudadano, hoy y mañana, para revisar algunos asuntos de naturaleza fiscal.

Groot miró a Gotrek, Félix y Malakai, incómodo.

—En ese caso, ¿dentro de uno o dos días? El descanso os irá bien. La verdad es que tenéis bastante mal aspecto.

Gotrek gruñó.

—No prometo nada.

Groot y Wissen parecían a punto de protestar, pero Malakai intervino.

—Yo, sí —dijo—. Ni Gurnisson ni el joven Félix atravesarán los portones del Colegio de Ingeniería hasta que el señor Ostwald vaya a verlos.

Groot frunció el ceño e intercambió miradas con los otros, mientras Gotrek clavaba en Malakai su único ojo con expresión furibunda.

—¿Tú garantizas su buen comportamiento? —preguntó Groot, al fin.

—Sí —replicó Malakai—. Si atraviesan el portón, me responsabilizaré totalmente de sus actos.

Groot asintió con la cabeza.

—Muy bien. En ese caso, los dejo bajo tu custodia. Y, gracias, Malakai, por tu comprensión.

Malakai bufó.

—¡Ah!, lo comprendo perfectamente bien.

Cuando atravesaron los portones de la Escuela Imperial de Artillería y echaron a andar por la calle hacia el Colegio de Ingeniería, Gotrek le lanzó una mirada de soslayo a Malakai.

—¿De verdad tienes intención de mantenerme encerrado bajo llave? —preguntó.

Malakai rió entre dientes.

—¿Eh? ¡Por supuesto que no! Pero no saldrás por el portón. Un enano no rompe una promesa. Sin embargo, hay un agujerillo que baja hasta las cloacas, y yo no dije nada de agujerillos.

Cuando llegaron al colegio, Félix se marchó a su habitación, echó los postigos y las cortinas, y se tumbó en la cama. Pero a pesar de lo cansado que estaba, le costó dormirse. En su mente aún estaban presentes las palabras condenatorias de Wissen. Malakai los había defendido con ardor, pero Félix continuaba sin convencerse de que el incendio no fuera, al menos en parte, culpa de ellos. ¿Deberían haber vuelto atrás para informar a las autoridades en lugar de intervenir? ¿Deberían haber luchado contra los adoradores del Caos de un modo diferente? ¿Había alguna otra cosa que podrían haber hecho?

Cuando se quedó dormido, sus sueños se poblaron de crepitantes llamas y alaridos de agonizantes.

* * *

Félix se despertó cuando alguien llamó a su puerta con suaves golpecitos. Al levantar la cabeza de la almohada, vio a un hombre con ropón de médico que se asomaba al interior del dormitorio y le sonreía.

—Perdonad que os despierte —dijo—, pero el profesor Makaisson me pidió que os examinara y os cambiara los vendajes.

Félix le murmuró al hombre que entrara, e intentó sentarse para recibirlo. Estaba tan rígido y dolorido que apenas podía moverse. El médico entró y lo ayudó a incorporarse, y luego se puso a trabajar con suavidad y firmeza. Félix sonreía entre gruñidos y gemidos. Podía ser que Makaisson estuviera loco, pero cuidaba bien de sus huéspedes.

Cuando todas las quemaduras y cortes quedaron cubiertos de ungüento y vendados, y una vez que hubo pasado por el lento y doloroso proceso de ponerse la ropa, fue cojeando hasta el taller de Malakai. Una vez más, encontró a Gotrek devorando un desayuno enorme, mientras Malakai trasteaba entre sus inventos. También el Matador tenía vendajes nuevos, pero muchos menos que el día anterior. Félix sacudió la cabeza. Aunque había visto pruebas de ello en muchas ocasiones anteriores, continuaba resultándole asombrosa la rapidez con que cicatrizaban las heridas del enano. Muchas de las quemaduras eran sólo lustrosas motas rosadas, como signos de puntuación entre los tatuajes.

Félix avanzó hasta la pared que faltaba en la habitación inacabada, para mirar hacia la ciudad. Parecía que los incendios de Las Chabolas se habían extinguido en su mayor parte, pero en el perfil de la urbe aún se veía un palio ceniciento que no estaba formado por nubes. Suspiró, se sentó a la mesa y se sirvió jamón, pan negro y té.

—El mejor remedio para esa melancolía, joven Félix, es que atrapéis a esos locos antes de que hagan algo peor —dijo Malakai, y luego soltó un bufido—. El capitán de distrito Wissen no los pillará, de eso estoy seguro. Sin duda, ahora debe de andar por ahí fuera, azotando a todas las pobres almas que pueda atrapar, pero sin conseguir ninguna respuesta, os lo garantizo.

Félix asintió con la cabeza, pero no se quedó convencido. El mejor remedio habría sido no permitir que los locos provocaran el incendio, en primer lugar.

Cuando Félix bebía el primer sorbo de té, Petr apareció en la puerta. Avanzó apresuradamente, tropezó con un rollo de cuerda, y luego se detuvo ante la mesa y se apartó el ingobernable pelo de la cara.

—Buenas noticias, profesor —dijo con una ancha sonrisa de miope—. Meyer, de la Escuela Imperial de Artillería, dice que el cañón nuevo se ha enfriado y parece no tener defecto alguno.

—Sí. Es una buena noticia, en efecto —dijo Malakai.

—Lo único que falta —continuó Petr— es romper el molde, pulir el cañón por dentro, y limpiarlo y bruñirlo por fuera.

—¿Y cuánto tardarán? —preguntó Félix.

—Meyer dijo que los herreros conocen la urgencia de la situación, y que trabajarán día y noche para acabarlo —informó Petr—. Dicen que estará terminado dentro de dos mañanas a partir de ahora.

Malakai sacudió tristemente la cabeza.

—Los hombres hacen las cosas con precipitación. Los herreros enanos tardarían dos semanas en hacerlo, como mínimo. —Se encogió de hombros—. Pero como tenemos que partir lo antes posible, supongo que la prisa será lo mejor.

—Dos días —gruñó Gotrek—, tiempo suficiente para encontrar a esos cobardes enmascarados. Come más rápido, humano. Quiero echar una mirada por las cloacas.

—Petr —dijo Malakai—, ve a ver al administrador y pídele la llave de la puerta que da a las cloacas.

—Sí, profesor —respondió Petr, que dio media vuelta, salió corriendo y tropezó con el mismo rollo de cuerda antes de llegar a la salida.

Félix sacudió la cabeza. ¿Cómo había sobrevivido durante tanto tiempo aquel muchacho?

* * *

Félix se estremeció cuando él y Gotrek atravesaron la puerta que había en una de las bodegas de debajo del Colegio de Ingeniería y entraron en las cloacas. Era como si se encontrara en otra época, veinte años antes. Las paredes de ladrillo que se desmenuzaban, los bajos techos arqueados, el río de inmundicia que corría perezosamente entre los dos salientes, las ratas que huían hacia la oscuridad, los constantes goteos y chapoteos resonantes, el hedor húmedo que le inundaba la nariz. Volvieron a abrumarlo los recuerdos: era allí donde había acabado la lucha contra los skavens del Colegio de Ingeniería, hacía tantos años, cuando un tanque de vapor había atravesado el suelo para ir a caer al estofado, donde había quedado medio sumergido. Volvió a estremecerse. Nada bueno se derivaba nunca de bajar a las cloacas.

—Buena suerte, señores —dijo Petr, mientras cerraba tras ellos la pesada puerta.

El estruendo que provocó al encajar en el quicio fue ahogado por un alarido.

Gotrek y Félix se dieron la vuelta al mismo tiempo que desenvainaban las armas y alzaban los faroles. Detrás de ellos no había nada.

—¿Estáis bien, Petr? —gritó Félix cuando la puerta comenzó a abrirse lentamente otra vez.

—No es nada —respondió Petr con voz algo chillona—. Nada importante. Me he pillado un dedo, un…, un poco. Buena suerte.

La puerta se cerró con mayor lentitud esa vez, y oyeron cerrojos y cerraduras que encajaban en su sitio, además de un gemido suave.

Gotrek gruñó.

—Un enano tan torpe habría sido ahogado al nacer.

Félix frunció el ceño.

—¿Cómo sabes que era torpe al nacer?

—¿Ese? No tengo duda de que tropezó al salir del vientre de su madre. —Echó a andar por el túnel—. Vamos, humano, la Escuela Imperial de Artillería está por aquí.

Continuaron por el túnel, avanzando lentamente mientras Gotrek examinaba las paredes de ambos lados, cruzando de uno a otro saliente por las losas de granito que hacían las veces de puentes por encima del estofado, a intervalos regulares. El Matador murmuraba para sí mismo de vez en cuando, pero no decía nada en voz alta.

Al cabo de poco rato, alzó la cabeza.

—Hay alguien ahí delante.

Avanzó con sigilo mientras preparaba el hacha, y Félix cogió mejor la espada. Toda clase de posibles horrores surgieron en su mente cuando giraron en una curva del túnel, y el oscilante resplandor de una antorcha se hizo más potente ante ellos. ¿Eran hombres rata? ¿Adoradores de la Llama Purificadora? ¿Mutantes?

—¡Alto! —dijo una voz—. ¿Quién anda ahí?

Un trío de guardias de la ciudad apareció por el otro extremo de la curva, con las antorchas en alto. Se detuvieron al ver a Gotrek y a Félix, y situaron las lanzas nerviosamente ante sí.

—¿Quién anda ahí? —gritó el sargento—. ¡Declarad qué estáis haciendo!

Gotrek gruñó, fastidiado. Félix suspiró. Había olvidado que Wissen había dicho que iba a apostar patrullas allí abajo. Eso iba a resultar un poco embarazoso.

—Tal vez deberíamos retirarnos —le murmuró a Gotrek, mientras los guardias se aproximaban.

—Tenemos que encontrar la pólvora —dijo el Matador.

—Sí —concedió Félix—, pero no podemos matar a la guardia para lograrlo. Ya tenemos bastantes problemas tal como están las cosas.

—¡Avanzad, malditos! —dijo el sargento—. Poneos a la luz. ¿Qué estáis haciendo aquí abajo?

—Podemos volver más tarde —continuó Félix—. Ahora que sabemos que están aquí, podemos evitarlos la próxima vez, cuando estén con la guardia baja.

Gotrek gruñó, pero acabó por asentir con la cabeza y recular.

—Son el Matador y el otro —dijo uno de los guardias—. ¡Los que incendiaron Las Chabolas!

—Pues sí que es verdad —dijo el otro.

—¡Deteneos! —gritó el sargento—. ¡Se supone que no podéis salir del colegio!

Él y sus hombres comenzaron a avanzar a paso ligero.

Gotrek maldijo y se detuvo. Félix gimió y se situó a su lado.

El sargento frenó ante ellos y les apuntó con la lanza.

—Entregad vuestras armas y acompañadme. El capitán de distrito Wissen querrá saber esto.

—Entonces, contadle esto otro —dijo Gotrek.

Una de sus manos salió disparada y cogió el asta de la lanza del sargento. La retorció e hizo que el hombre diera un traspié hacia la izquierda, para luego caer dentro del estofado con un pesado chapoteo.

Gotrek avanzó hacia los otros guardias, mientras el sargento salía a la superficie, jadeando y atragantándose, cubierto de inmundicia.

—¿Queréis reuniros con él? —preguntó el Matador con voz ronca.

Los guardias recularon, con los ojos desorbitados; luego dieron media vuelta y salieron a escape, gritando y silbando para pedir refuerzos.

El sargento echó a andar torpemente tras ellos, sumergido hasta la cintura en la lenta corriente.

—¡Volved, cobardes! ¡Cómo os atrevéis a abandonar a un oficial superior!

Tras reír desagradablemente entre dientes, Gotrek se disponía a continuar avanzando, pero se oyeron gritos y silbidos de respuesta procedentes de más adelante. Maldijo de nuevo y dio media vuelta.

—De acuerdo, humano —dijo—. Volveremos más tarde. Veamos qué podemos descubrir en el Laberinto.

Félix frunció el ceño.

—¿El Laberinto? ¿Te parece prudente? No caemos muy bien por ahí, en este momento.

—¿Y dónde caemos bien? —preguntó Gotrek.

* * *

Félix atravesó Las Chabolas con el corazón entristecido. Los hombres y mujeres del Laberinto llevaban por las calles sus chamuscadas pertenencias en carretillas y carritos, con sus hijos tras de sí. Había carros más grandes que transportaban madera nueva, ladrillos y yeso en la dirección contraria. Los sacerdotes de Morr transportaban cuerpos quemados en carros y camillas.

Félix llevaba la capucha de la capa echada sobre la cabeza para que le ocultara la cara, pero Gotrek iba descubierto, con la cresta chamuscada y las cicatrices de las quemaduras a la vista, y tal como Félix había temido, los miraban mucho. La gente les echaba miradas feroces. Algunos susurraban a otros con la boca oculta tras una mano, pero nadie los abordó. Tal vez a la luz del día, con los fuegos del odio algo más fríos, no les hacía gracia enfrentarse con un enano de aspecto tan atemorizador como Gotrek. Félix no estaba tranquilo. No se necesitaría mucho para volver a encender la cólera de aquella gente. Una voz que se alzara con enojo, un dedo que señalara, y volverían a echárseles encima.

Contenía el aliento cada vez que pasaban ante otro orador situado en una esquina. Cada uno le estaba diciendo a la gente que se reunía en torno que los culpables del incendio eran la condesa, los nobles o los comerciantes; que los ricos estaban quemando a los pobres con el fin de dejar sitio para nuevos almacenes y fábricas. Los oradores instaban a los habitantes de Las Chabolas a alzarse y aplastar a los comerciantes y a los nobles, y a los gordos sacerdotes que los apoyaban.

Gotrek se detuvo en la periferia de una de esas aglomeraciones para escuchar al orador y observarlo atentamente. El hombre se encontraba de pie sobre un cajón de madera, cerca de la boca de un callejón. Lo rodeaban otros varios hombres que repartían octavillas y hablaban en voz baja con los oyentes. Félix permanecía junto al enano, inquieto, ansioso por continuar adelante antes de que alguien reparara en ellos y pidiera sus cabezas.

—¿Oímos esa voz anoche? —preguntó Gotrek.

Félix cerró los ojos para escuchar. La voz le resultaba familiar, pero no estaba seguro.

—No lo sé. El mensaje, ciertamente, se parece al que predicaban los de la Llama Purificadora, pero estos hombres no llevan máscara.

Gotrek comenzó a avanzar.

—Si chilla como un goblin y huele como un goblin…

—Gotrek, espera —susurró Félix—. ¡Tendremos detrás a todo el vecindario! Ya nos están mirando.

Gotrek se detuvo para considerarlo, y asintió con la cabeza.

—Sí, tenemos que pillar a uno a solas. —Se puso de puntillas y miró por entre la gente—. Por aquí —dijo, y echó a andar por la calle, alejándose de los oradores.

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