Matahombres (19 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Ahora, así era.

Y sin embargo, los recuerdos de ella que más habían perdurado no eran de las peleas ni de los hoscos silencios, ni de los celos y la tristeza del final, cuando las cosas se desmoronaban, sino de reír con ella, cabalgar con ella, hacer el amor con ella, practicar esgrima con ella, tanto con la espada como con la palabra y, sobre todo, de disfrutar del desafío que ella representaba.

—Sí —dijo, al fin—. A pesar de todos nuestros problemas, aún pienso en ti con… cariño. —Tosió cuando le vino a la mente otro pensamiento—. Eh…, ¿has hablado con…, con Max desde…?

La ancha sonrisa de ella volvió a destellar.

—¿Aún estás celoso, Félix?

—¡En absoluto! —replicó Félix, acalorado—. Sólo estaba preguntándome qué pensaría de…, de lo que ocurrió.

—Por supuesto —ronroneó ella—. Por supuesto. No, no he hablado con herr Schreiber desde mi… fallecimiento. Se encuentra en Altdorf, según creo. Dando clases. No estoy muy segura de que le gustara que le hiciera una visita y, sinceramente, no he pensado en buscarlo. —Frunció el ceño y se tocó el pecho—. Mi corazón ya no funciona como antes. Ahora, nada puede conmoverlo.

Por primera vez pareció deslizársele un poco la máscara de diversión socarrona, y Félix creyó ver que un fantasma de dolor cruzaba velozmente su rostro.

—Eh… —dijo Félix tras el silencio que siguió—. ¿Y cómo has estado?

Ulrika soltó un bufido, luego rió entre dientes, y a continuación se dobló por la mitad de la risa. Al fin, volvió a enderezarse en el asiento y lo miró con los ojos entrecerrados.

—¡Ay, Félix, cómo te he echado de menos! —Suspiró, y alzó los ojos hacia el techo de damasco rojo, mientras sus dedos blancos se deslizaban distraídamente por el asiento de cuero—. No es cosa fácil convertirse en uno de los oscuros señores de la noche —dijo—. Primero, uno tiene que aprender a controlarse y dominar sus propios apetitos. Es difícil. El hambre, a veces, es… abrumadora. El impulso de desgarrar, matar y beber hasta la última gota de sangre de la víctima… —Se lamió los labios, y sus ojos se desviaron hacia el cuello de Félix, del que se apartaron con presteza. Tosió—. Bueno, te acompaña constantemente. Por suerte, tengo una maestra muy sabia y muy paciente que me ha abierto la sabiduría de su vida de siglos sin la más mínima restricción. La condesa Gabriella, a pesar de lo que crea tu hosco compañero, ha cumplido su juramento y me ha enseñado a controlar el hambre animal, a beber a pequeños sorbos y saborear, en lugar de engullir y asesinar. Me ha enseñado a utilizar mis nuevos poderes y, también, más importante, a ocultarlos. Y me ha instruido en los retorcidos árboles genealógicos de los linajes de Nehekhara, y en las enemistades y celos intestinos que los amenazan.

Félix frunció el entrecejo. Un árbol genealógico en el que nadie estaba emparentado le resultaba extraño de imaginar.

»No siempre ha sido la más benevolente de las señoras —continuó Ulrika, y por sus ojos pasó un fugaz aleteo de emoción que Félix pensó que podría haber sido dolor, enojo o miedo—. A veces es cruel. Es algo que, según creo, forma parte de nuestra naturaleza. Y ha habido ocasiones en las que me he encogido bajo el azote de su desagrado. Es desconfiada, como debe serlo cualquiera en su precaria posición, siempre en guardia contra la traición o las palabras y actos incautos que podrían dejar al descubierto lo que realmente es. A causa de estas preocupaciones, en ocasiones me ha reñido por correr riesgos innecesarios o por trabar amistad con gente a la que no controlo del todo. —Se encogió de hombros—. Pero le debo la vida…, o la no vida, más bien. Porque si ella no me hubiera acogido bajo su ala después de que me creara el demente idiota de Adolphus, habría muerto, muerto de verdad, en el curso de un día, ya fuera a causa del sol, por la terrible hacha de Gurnisson o en la hoguera de algún campesino, así que no puedo hablar con mucha dureza contra ella. —Rió entre dientes—. En ese aspecto, supongo que siento por ella lo que cualquier hija siente por su madre, ¿no?

De repente, se inclinó hacia adelante con expresión preocupada.

»Escucha, Félix. Tú ya te encontraste antes con ella. De hecho, la conociste antes que yo. Por aquel entonces era cautelosa. Pero antes de que vuelvas a hablar con ella debes saber que, debido a los dementes planes de Adolphus Krieger y otros locos alucinados de nuestra aristocracia, esa tendencia a la cautela ha aumentado. Ella es, en cierto modo, tan suspicaz como el Matador, y extremadamente reacia a dejar vivir a quienes cree que son una amenaza para su existencia. Así que muéstrate cortés, ¿eh, Félix?

Félix tragó.

—Haré…, haré todo lo que pueda.

—Gracias —dijo ella, y luego rió entre dientes—. Debo decir que me alegro mucho de que Gotrek haya decidido no venir.

* * *

Después de ir hacia el este por el camino del Comercio, atravesar la plaza del Reik y continuar pasando ante el edificio gris, ancho, bajo y redondo del Ayuntamiento de Nuln, el carruaje de Ulrika giró hacia el sur para adentrarse en las pulcras calles del Handelbezirk, aún concurrido por los ricos comerciantes que cerraban sus oficinas e iban andando a su club o a su casa, o charlaban y bebían en los cafés y tabernas que había en ambas aceras.

Otro giro hacia el este, y el carruaje entró en una tranquila calle secundaria flanqueada a ambos lados por prósperas casas bien cuidadas. Un cálido resplandor de la luz de lámpara brillaba a través de ventanas con cristales en forma de diamante. El vehículo giró a la derecha por un callejón, y al fin se detuvo al atravesar la entrada de un patio para carruajes.

Félix salió del carruaje detrás de Ulrika, y alzó la mirada hacia una respetable y sólida casa de cuatro pisos. No sabía muy bien qué había esperado, pero no era aquello. Ciertamente, no se parecía en nada al vasto castillo melancólico que Krieger tenía en la neblinosa Sylvania. Había una clara ausencia de enormes muros de basalto, burlonas gárgolas y oscuros presagios.

Ulrika abrió la marcha hacia la puerta posterior, mientras unos mozos salían de una cochera y comenzaban a desenganchar los caballos.

—Habría sido más correcto recibirte en la puerta principal —dijo—, pero hay ojos curiosos en todas partes, como dice la condesa, y no quiere que se establezca ninguna relación entre vosotros, por el bien de todos. —Se detuvo con la mano en el picaporte y se volvió a mirar a Félix—. Una cosa más que he olvidado mencionar. Aquí, en Nuln, la condesa no es la condesa Gabriella de Sylvania, sino madame
Celeste du Vilmorin
, antes, de Caronne, una noble bretoniana.

—Muy bien —dijo Félix, sin saber exactamente lo que tenía que hacer con esa información.

Ulrika abrió la puerta y lo condujo a una habitación pequeña de la que partían pasadizos oscuros que se adentraban en las sombras. Desde algún punto más lejano de la casa les llegaban risas femeninas y música. Ulrika se encaminó hacia una estrecha escalera de caracol situada en la pared izquierda, y comenzó a ascender. Félix la siguió.

—¿La condesa…? —Se interrumpió—. Lo siento. ¿Madame Du Vilmorin tiene visita?

—Sus damas las tienen —replicó Ulrika.

—¡Ah! —dijo Félix, y se sonrojó—. ¡Ah!, ya veo.

Ulrika sonrió.

—No existe mejor ladrón de secretos que una ramera.

Continuaron subiendo, y en cada uno de los tres pisos siguientes Félix oyó risas, canciones y sonidos más íntimos.

El cuarto piso estaba mucho más tranquilo. Una gruesa alfombra roja de Arabia recorría el centro de un ancho corredor que tenía las paredes revestidas de paneles de madera, y de las que colgaban lámparas adornadas con cuentas color rojo, a intervalos regulares, que bañaban todas las superficies con un resplandor rubí. Ulrika fue hasta una puerta que estaba situada en mitad del corredor, y le dio unos suaves golpecitos. Tras una corta espera, la puerta se abrió y una muchacha ataviada con un vestido de seda azul se asomó a ver quién era. Era la joven más hermosa que Félix hubiera visto jamás, una pequeña muñeca de porcelana con rizos rubios, sonrisa sabia y enormes ojos azules. No podía tener más de quince años.

—Herr Jaeger —murmuró Ulrika, e inclinó la cabeza.

La jovencita rubia le hizo una cortesía a Félix.

—Bienvenido, señor. Os esperan. Por favor, entrad.

Félix miró a Ulrika con incertidumbre.

Ella le dedicó una sonrisa afectada.

—Perfectamente inofensiva, Félix. Te lo aseguro. —Se alejó por el corredor—. Voy a quitarme la ropa de caza. En seguida me reúno con vosotros.

Félix, vacilante, siguió a la belleza en miniatura hasta una antecámara lujosamente decorada. Había pequeñas sillas femeninas reunidas en torno a mesas bajas lacadas, todas abarrotadas de jarrones de lozanas flores y estatuillas exquisitas. Las arañas de cristal proyectaban destellos de luz sobre el mobiliario de una mujer ociosa: un clavicordio, un bastidor de bordado, un libro abierto en la ilustración de una flor; todo parecía demasiado delicado como para tocarlo.

—Por favor, sentaos, herr Jaeger —dijo la jovencita rubia—. Informaré a madame de vuestra llegada.

Desapareció en otra habitación, y Félix se sentó con cautela en una de las sillas de filigrana, mientras intentaba evitar que la vaina de la espada chocara con algo. La silla resistió. Dejó escapar el aliento y miró a su alrededor. Había algo raro en la habitación. Aunque daba la impresión de que la habían calculado para que pareciese un sitio donde reinaba la paz, exquisito y femenino, de algún modo lo enervaba, y no sabía por qué. ¿Cuál era el elemento discordante? Sus ojos fueron de un sitio a otro. Un reloj esmaltado dejaba oír su suave tictac desde la repisa de la chimenea. De las paredes de brocado rojo colgaban cuadros de jóvenes amantes que paseaban por senderos bañados de sol, y de muchachas en columpios de guirnaldas de flores. Sobre un aparador descansaban una jarra y vasos dorados.

Entonces, lo entendió. No había ventanas. No era sólo que las ventanas hubieran sido tapiadas o cubiertas con cortinas. Era que las habían eliminado completamente.

Se abrió la puerta interior. Félix se volvió y se dispuso a levantarse, y entonces se detuvo en medio del movimiento, paralizado por la imagen que apareció ante sus ojos. De la habitación interior salía una fila de mujeres jóvenes, todas con elegantes vestidos blancos sencillos, como novicias de un convento de Shallya, salvo por el hecho de que llevaban la cabeza descubierta y porque eran todas asombrosa, dolorosamente hermosas.

El corazón de Félix se detuvo cuando la primera lo miró a los ojos. Era la muchacha más bella que había visto en toda su vida, una morena de ojos oscuros con carnosos labios rojos, todo acorde con su figura. Luego, su mirada fue atrapada por los ojos de la muchacha que seguía a la primera. Se le detuvo el corazón. Era la muchacha más hermosa que había visto en toda su vida, una etérea rubia con la nariz regia y la actitud escultural de una princesa de cuento de hadas. La que iba detrás de ésta…

Apartó los ojos y cerró la boca. Estaba comportándose como un estúpido. Pero ¿qué hombre no lo haría? Cada una era más embrujadora que todas las demás, y cada una de un modo completamente distinto. ¿De dónde habían salido? ¿Y por qué estaban allí? No pudo evitar mirarlas cuando se deslizaban por su lado y salían con paso digno al corredor.

—Madame os verá ahora, herr Jaeger —dijo una voz detrás de él.

Félix se sobresaltó y se volvió con aire de culpabilidad, y casi derribó una mesita de delicadas patas sobre la que había un jarrón de Catai. Intentó atrapar el jarrón, que se tambaleaba, y casi logró derribarlo antes de conseguir estabilizarlo, al fin.

La pequeña rubia mantuvo abierta la puerta interior, y se cubrió la boca con una mano para ocultar la sonrisa divertida.

—Por aquí, herr Jaeger —dijo.

Félix la siguió a través de la puerta y al interior de un cálido gabinete iluminado con velas. Era una habitación mucho más oscura y sombría, aunque no menos femenina. Libros y cuadros de hermosas mujeres con vestidos antiguos adornaban todas las paredes. Ricos terciopelos y brocados en colores borgoña y cobalto tapizaban gráciles divanes y sillones. Una enorme cama con baldaquín se alzaba como un altar sobre una plataforma situada al otro lado de la estancia. Las cortinas estaban echadas.

A un lado, ante una magnificente chimenea rodeada por una repisa de talla barroca que la enmarcaba completamente y ascendía, urna sobre ménsula sobre columna hasta el techo mismo, había un diván lujosamente adornado con borlas y ribetes, sobre el que estaba reclinada la mujer a quien Félix conocía como condesa Gabriella de Nachthafen, vestida con un ropón de seda roja que caía hasta el suelo como una corriente de sangre. Físicamente no había cambiado en lo más mínimo desde que la había visto por última vez. Aún parecía la belleza de piel de alabastro de unos treinta años, con espeso pelo negro y chispeantes ojos azules. Su figura era menuda pero exquisita, y hasta el más pequeño de sus movimientos estaba cargado de elegante gracilidad felina.

—Bienvenido, herr Jaeger —dijo la condesa con voz sedosa debido a las suaves consonantes bretonianas—. No habéis envejecido ni un día. —Alzó una mano y se la tendió.

—Tampoco vos, madame.

Félix sonrió al tomarle la mano e inclinarse para besarla. La última vez que la había visto tenía acento de Altdorf. Al parecer, se tomaba con seriedad la impostura bretoniana.

La condesa señaló detrás de él con un gesto.

—Por favor, sentaos.

—Gracias, madame.

Félix se sentó en un sillón tapizado de terciopelo.

—Astrid —dijo la condesa cuando la jovencita rubia apareció junto a Félix y dejó junto a él una copa de vino y una bandeja de dulces—. Por favor, asegúrate de que el capitán Reingelt continúa dormido, y luego puedes retirarte.

—Sí, mi señora. —La muchacha hizo una cortesía, y se encaminó hacia la cama con baldaquín. Apartó una de las cortinas para mirar al interior, y luego miró a la condesa—. Duerme, mi señora.

—Muy bien —dijo la condesa.

La muchacha hizo otra cortesía, y luego se marchó silenciosamente hacia la antecámara. Félix miró con intranquilidad la cama invisible, alarmado. ¿Qué le había sucedido al pobre capitán Reingelt, quienquiera que fuese?

Se volvió a mirar a la condesa Gabriella, y se encontró con que ella lo observaba. Dio un respingo, y ella sonrió.

—¿Estáis cómodo, herr Jaeger?

Félix rió entre dientes.

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