Matahombres (21 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

—¿Otto viene aquí…?

Félix estaba pasmado, aunque no sabía por qué. ¿Por qué su hermano iba a ser diferente de cualquier otro rico al que hubiera conocido?

—Le pediréis que os lleve a cenar allí —dijo la condesa, plácidamente—. Una vez dentro, con un poco de suerte oiréis una voz que oísteis en la bodega incendiada, o reconoceréis a alguien por el modo de caminar. Y entonces… —le dedicó una bonita sonrisa—. Bueno, sois un héroe. Espero que sabréis qué hacer.

Félix gimió al recordar cómo habían quedado las cosas entre él y su hermano al final de la última conversación. ¿Cómo diantre iba a conseguir que Otto lo llevara a ninguna parte, y mucho menos a un club que ya no frecuentaba?

—Informaréis a Ulrika de todo lo que descubráis, ¿queda claro? —preguntó la condesa—. Quiero saberlo todo antes de que actuéis.

—Sí, condesa; desde luego —replicó Félix, distraído.

Se levantó para marcharse mientras imaginaba las diferentes maneras en que podía abordar a su hermano, sin que le gustara el resultado de ninguna de ellas.

La condesa cogió una diminuta campanilla de oro, pero Ulrika se levantó y alzó una mano.

—No es necesario, madame. Yo lo acompañaré hasta la salida.

La puerta de la antesala se abrió de golpe. La rubia menuda entró a trompicones y se estrelló contra el suelo, con el mentón por delante, mientras dos siluetas ocupaban la salida. Otras figuras se apiñaron en la antesala, detrás de las primeras. La mano de Félix bajó hasta la empuñadura de la espada.

—¡¿Qué es esto?! —La condesa Gabriella se puso de pie al instante, con una daga en una mano—. ¿Quién osa entrar en mis aposentos sin ser invitado?

También Ulrika tenía una daga y parecía arrepentirse de haberse cambiado la ropa de hombre por un atuendo femenino. Se situó, protectora, ante Félix. La rubia menuda gateaba hacia atrás para alejarse de la puerta, con los ojos muy abiertos y los labios manchados de sangre.

En la habitación entraron dos mujeres… Bueno, una era una mujer. Félix no tenía claro que lo otro fuese siquiera humano…, o lo hubiera sido alguna vez.

—Buenas tardes, madame Du Vilmorin —dijo la más humana de las dos, que se echó hacia atrás una costosa capa de terciopelo.

Era hermosa —tanto como cualquiera de las estudiantes de la condesa—, de complexión olivácea como una estaliana, con labios que parecían fruncidos en un puchero constante, y ojos de párpados pesados, tan negros y fríos como un mar invernal. Espesas ondas de lustroso cabello negro caían más allá de los hombros desnudos hasta la ancha falda de un vestido de satén rojo oscuro con bordados negros, tan exquisitamente confeccionado que una reina se lo habría envidiado.

—¿Qué significa esta intromisión, dama Hermione? —le espetó la condesa—. ¿Y vos, señora Wither? —El ropón de la condesa se había abierto del todo, y sus blancas curvas desnudas brillaban en la habitación oscura como alabastro iluminado desde dentro—. Dadme una razón por la que no deba lanzar a Ulrika contra vosotras —dijo, mientras la menuda rubia se le aferraba a la pierna derecha.

—Hemos oído el rumor —dijo la dama Hermione con tono frío, mientras se quitaba los guantes de encaje, un dedo por vez, y los metía en un bolso con cierre de cordel que hacía juego con los colores del vestido— de que pensabas hacer partícipe de nuestros asuntos a un profano. —Repasó a Félix de arriba abajo con una sonrisa despectiva—. Parece que hemos oído bien.

La otra mujer, la señora Wither, carraspeó sin decir nada, con una voz que sonó como agua que salpicara una estufa caliente. Era alta —media cabeza más alta que Félix—, y parecía esqueléticamente flaca bajo el manto con capucha que la ocultaba por completo, y siseaba sobre la alfombra al deslizarse de un lado a otro. Unas largas mangas colgaban hasta más abajo de sus manos. Llevaba el rostro cubierto por un grueso velo negro que causaba la impresión de que dentro de la capucha no había nada más que sombras.

—¿Qué os importa a vos —preguntó la condesa— qué herramientas empleo para lograr mis fines?

«Herramientas», pensó Félix. En fin, era buena cosa saber cuál era la verdadera opinión que tenía de él, supuso.

La dama Hermione volvió a repasar a Félix con la mirada.

—Nunca ha sido catado. No tienes ningún poder sobre él. Tratas con él como si fuera un igual. Te hemos oído. —Le dedicó a la condesa una mirada triste—. Eres más inteligente que eso, hermana. No utilizamos a hombres que no estén completamente sometidos a nuestra voluntad. No puedes permitir que se marche así. Nos traicionará. Nos denunciará ante toda Nuln. Nuestro trabajo quedará destruido.

Félix abrió la boca, pero Ulrika le posó una mano sobre un brazo para advertirle que no hablara.

—Nuestro trabajo quedará destruido si Nuln cae en manos de los bárbaros —dijo la condesa—. Nuestras vidas quedarán arruinadas. Este hombre puede hacer lo que no podemos hacer nosotras. Entrar donde nosotras no podemos.

—¿Dónde? —Hermione sorbió por la nariz—. ¿En el Wulf's? Sí, eso también lo oímos. No seas ridícula. —Hizo un gesto hacia la puerta situada detrás—. Muchos de mis caballeros son miembros de Wulf's. Sólo tenías que habérmelo pedido.

Félix miró a través de la puerta. Arrellanados lánguidamente en las frágiles sillas de la antesala había varios briosos héroes de bigote, cada uno tan apuesto como una estatua de Sigmar, y casi tan artísticamente elaborados. En efecto, tenían aspecto de ser del tipo de los que pertenecían al club Wulf's.

Ahora le tocó a la condesa Gabriella el turno de sonreír burlonamente.

—¿Crees que confiaría en alguna de tus criaturas? Me pregunto a qué intereses servirían.

—Estoy segura de que todos nuestros intereses son uno solo en esta calamidad —dijo Hermione—. No pueden existir rivalidades cuando las vidas de todas están en juego.

—¿De verdad que no? —preguntó la condesa—. Si esta victoria fuera tuya, en lugar de nuestra o mía, ¿no aumentaría la estima de nuestra señora por ti, mientras que la mía disminuiría? ¿No estarías un paso más cerca de ganar mi posición, como has estado intentando hacer durante todas estas décadas? —La condesa agitó una mano con impaciencia—. ¡Ah, basta ya! Carece de importancia, porque tus caballeros no pueden conseguir la información que sí puede obtener herr Jaeger. Sólo él puede hacerlo.

—¿Es un héroe tan grandioso como todo eso? —preguntó la dama Hermione, al mismo tiempo que alzaba una ceja con escepticismo—. Mis caballeros son algunos de los mejores duelistas del Imperio.

—Sin duda —dijo la condesa como si no creyera una sola palabra—, pero no estuvieron en la bodega incendiada del Laberinto. No oyeron cómo el líder de la Llama Purificadora les ordenaba a sus seguidores que atacaran. Así pues, ¿cómo pueden oír la voz de un miembro del club y saber que en otra parte de la ciudad lleva máscara amarilla y confraterniza con mutantes?

La dama Hermione sorbió por la nariz, frustrada.

—¡Estoy segura de que tiene que existir otra manera de enterarse de quiénes son esos hombres!

—Puede que la haya, pero no tenemos tiempo para buscarla —dijo la condesa—. Esos locos podrían quemar Nuln en cualquier momento… ¡Tal vez esta misma noche!

La dama Hermione intercambió una mirada con la señora Wither, y luego se volvió hacia la condesa. Tenía el semblante serio y endurecido.

—Comoquiera que sea, tendrás que encontrar otra manera, de todos modos —dijo, al fin—, porque este hombre no saldrá vivo de aquí, después de habernos visto y haber oído nuestros nombres.

Capítulo 10

—¡Te atreves a plantear exigencias en mi casa! —gritó la condesa Gabriella—. Aún soy quien gobierna en Nuln, por mucho que eso te duela.

—Ya no lo harás cuando ella reciba noticia de esta estupidez —dijo la dama Hermione—. ¡Confiar en el ganado! ¡Nada bueno ha salido jamás de eso!

Detrás de ella, sus exquisitos acompañantes se ponían de pie y posaban una mano sobre la empuñadura del estoque.

—Señoras —imploró Félix—, no hay necesidad de esto. Yo y mi compañero nos marcharemos a Middenheim dentro de pocos días, donde es muy probable que muramos en la lucha. Vuestro secreto morirá con nosotros.

Las mujeres vampiras no le hicieron el menor caso.

—La estupidez —dijo la condesa— es permitir que Nuln muera para conservar tu posición dentro de ella. ¿Serás reina de las cenizas?

—No habrá cenizas. Hallaremos otro modo. Ahora, apartaos. La señora Wither tiene sed.

La alta sombra se deslizó hacia Félix, con los brazos en alto.

Ulrika gruñó y avanzó, mientras sacaba una segunda arma de una manga: un estilete con empuñadura de hueso que destelló como luz lunar cautiva en la oscura habitación.

—Venid a acabar con vuestras miserias, señora —dijo.

La señora Wither retrocedió ante el arma, siseando.

—¡Plata! —jadeó la dama Hermione—. ¿Usarías veneno contra tu propia raza?

Los caballeros de Hermione desenvainaron los estoques y atravesaron la puerta para situarse detrás de ella. Al mismo tiempo, las cortinas de la cama se apartaron con brusquedad y un hombre de aspecto muy fuerte bajó de ella dando traspiés, completamente desnudo, apartándose el pelo de los ojos y manoteando para coger una espada que estaba apoyada contra una consola.

—¿Amenaza alguien a mi señora? —preguntó con voz pastosa.

—Paz, capitán —dijo la condesa, que alzó una mano cuando él desenvainaba.

El hombre se quedó donde estaba, pero permaneció en guardia.

El cuadro vivo se mantuvo durante un largo momento, mientras los dos bandos se medían el uno al otro.

Al fin, la condesa rió.

—Hermanas, me hacéis gracia. Para mantener vuestro secreto, provocaréis una pelea que oirán todos los caballeros del Altestadt que se están divirtiendo un piso más abajo. ¿Los mataréis luego a todos cuando vengan a ver qué sucede? Vuestro secreto corre más peligro si atacáis que si os retiráis. Vamos, bajad las armas.

Las mujeres se quedaron donde estaban.

—La pelea podría acabar con mayor rapidez de la que tú piensas —dijo la dama Hermione.

—Sí —asintió la condesa—, y con al menos una de nosotras muerta de verdad. ¿Qué piensas tú que diría ella de eso? ¿Acaso no ha dicho que el asesinato entre nosotras es el más grande de los pecados?

—¡Sois vosotras quienes habéis sacado plata!

—Y vosotras las que nos habéis obligado a sacarla —replicó la condesa, y bajó la daga—. Vamos, atended a razones. El hombre irá a averiguar quiénes son esos adoradores y qué planes tienen, y será vigilado. En realidad, podéis vigilarlo vosotras, si es lo que deseáis. Si habla de nuestra existencia antes de marcharse de Nuln, haced lo que queráis.

—¿Y después de marcharse de Nuln? ¿Cómo puedes garantizar su silencio a partir de entonces? —preguntó la dama Hermione.

La condesa Gabriella miró a Félix, luego a Ulrika, y sonrió.

—Aunque no está sometido a nosotras por el beso de sangre, existen otros lazos que detendrán su mano.

La dama Hermione frunció los labios.

—Y todas sabemos lo grandiosa que es la constancia de los hombres.

—Más que la de una hermana, al parecer —replicó Ulrika con desdén.

La dama Hermione permaneció en guardia, mirando con ferocidad a Félix, que aunque no podía verle los ojos a la señora Wither, estaba seguro de que también los tenía fijos en él.

—Hermanas —dijo la condesa en voz baja—, estamos peleándonos mientras nuestros enemigos encienden la mecha. Debemos actuar. Ahora. Reanudemos esta discusión cuando sepamos que Nuln está a salvo.

La dama Hermione y la señora Wither intercambiaron una mirada, y luego, al fin, retrocedieron. Los hombres de la dama Hermione bajaron los estoques. Ulrika vaciló, y después envainó el estilete de plata.

—Parece que debe hacerse lo que tú dices —dijo Hermione, cuyas palabras destilaban amargura—. Pero, más tarde, ya veremos. Después, lo expondremos todo ante la señora, y ya veremos.

La condesa Gabriella inclinó la cabeza.

—Siempre y cuando el Imperio resista, estaré satisfecha con su veredicto.

La dama Hermione soltó un bufido.

—¡Ah!, la nobleza. Le arranca lágrimas a una.

La señora Wither rió como un pistón de vapor.

Las dos mujeres vampiras se apartaron a derecha e izquierda de la entrada. Hermione le hizo una cortesía a Félix y barrió el aire con una mano, en dirección a la puerta.

—Id, pues, ¡oh, bello y amable caballero! Salvadnos de las maquinaciones de nuestros enemigos. Pero sabed, paladín, que nuestros ojos estarán siempre puestos en vos.

A Félix se le puso la carne de gallina cuando Ulrika lo hizo pasar entre ambas y salir a la antecámara, bajo el ceñudo escrutinio de los caballeros de la dama Hermione. Aquello no le gustaba ni pizca. ¿Qué garantía tenía de que las mujeres no lo atacarían por despecho cuando hubiera dejado de serles de utilidad? ¿Y lo vigilarían en todas partes? ¿Cuando durmiera? ¿Cuando fuera al retrete? Gimió en silencio. Quizá hubiera sido mejor que la pelea estallara allí y en ese preciso momento, y acabar con el asunto.

* * *

—Te pido disculpas —dijo Ulrika mientras el carruaje se mecía suavemente por las calles, camino de Las Chabolas—. La familia puede resultar embarazosa.

—¿Quiénes son? —preguntó Félix.

Ulrika frunció los labios.

—La dama Hermione es la principal rival de la condesa en Nuln. Hace más tiempo que está en la ciudad, casi cincuenta años, así que se sintió comprensiblemente molesta cuando a la condesa, que aunque no lo parezca es varios siglos más joven, le entregaron el gobierno de Nuln en lugar de dárselo a ella. Pero es por su propia culpa. Aunque no tiene igual cuando se trata de la seducción, se encoleriza con rapidez y se muestra reacia al compromiso. No tiene el temperamento adecuado para gobernar.

—Sí, eso ya lo vi.

—La señora Wither… —Ulrika sacudió la cabeza—. La señora Wither es un aviso para todas nosotras. Fue demasiado flagrante durante su juventud, demasiado violenta. La atraparon unos cazadores y la dejaron desnuda y engrilletada a una roca para que aguardara la salida del sol. La rescataron sus esclavos, pero no antes del amanecer. —Ulrika se estremeció—. Tal vez habría sido mejor que hubiese muerto entonces. Tiene la piel como papel quemado. Sufre una agonía de dolor durante cada instante de su vida eterna. Sólo cuando se alimenta logra un cierto alivio, pero no mucho, ni durante mucho tiempo. Odia a los hombres más allá de todo lo razonable.

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