—Vamos, humano. Tenemos una larga caminata por delante, hasta Middenheim.
Félix apoyó un pie sobre la barandilla, y vaciló. Una explosión sorda sacudió la barquilla y lo lanzó hacia un lado. Otra siguió de inmediato a la primera.
Gotrek saltó al aire, bramando un grito de guerra en khazalid. Félix saltó tras él, con una plegaria dirigida a Sigmar en los labios, para pedirle que, con independencia de lo que se suponía que tenía que hacer el fiable que llevaba sujeto a la espalda, fuera un éxito mayor que los
Inhundible
o
Imparable
de Makaisson.
Caía hacia el suelo a una velocidad alarmante. El paisaje ascendía vertiginosamente hacia él como algo salido de un sueño: ríos, campos y árboles se hacían más grandes y nítidos con cada segundo que pasaba. Era hipnótico. ¡Por Sigmar! ¡Había olvidado contar! ¿Ya habían pasado cinco segundos? ¿Había esperado demasiado?
Con un fuerte restallar, una enorme esfera blanca floreció a su lado, y luego desapareció velozmente de la vista cuando él pasó de largo. ¡Ése era Gotrek! Seguro que el Matador no se había olvidado de contar. Con dedos temblorosos a causa del pánico, Félix palpó la anilla y tiró de ella.
Otro restallar, y algo lo cogió bruscamente por debajo de los brazos y lo detuvo de un tirón, en medio del aire. Fue una agonía para sus heridas, y estuvo a punto de desmayarse. La presión disminuyó con rapidez y alzó la mirada. Un gigantesco casquete de champiñón, tan grande como una tienda, flotaba por encima de su cabeza. Félix parpadeó. Colgaba de él mediante una veintena de finos cordones de seda. Un atrapador de aire. Pasmoso. Miró hacia abajo. Había más casquetes de champiñón que descendían flotando perezosamente hacia los árboles de allá abajo, en la dorada luz de finales de la tarde. No se oía sonido alguno. La belleza de todo aquello lo dejó sin respiración. ¡Qué extraño era sentirse tan tranquilo estando tan alto, sin nada más que aire bajo los pies!
Una explosión como la suma de un centenar de rayos le golpeó los tímpanos y lo empujó hacia abajo y a un lado, en el aire. Un calor como un martillo le golpeó el costado izquierdo del cuerpo. Alzó la mirada. Más allá del círculo blanco del atrapador de aire, una nube de humo negro estaba ocultando el sol. Oyó un crepitar continuo, como ruedas de carruaje que corrieran por encima de hojas secas.
Cuando el viento caliente abofeteó su atrapador de aire y lo desplazó hacia un lado, pudo ver una parte mayor del cielo. La barquilla de la Espíritu de Grungni colgaba, con el morro hacia debajo, de unos pocos cables, con un agujero enorme abierto en el vientre. El globo apuntaba hacia lo alto, hacia el sol, con la parte inferior en llamas.
«¿Por qué no explota?», pensó Félix.
Y explotó.
Por encima de Félix surgió a la existencia un continente de fuego que llenó el cielo, y una onda expansiva de ruido y calor chocó contra él y lo lanzó arriba, abajo y hacia los lados como si fuera un barco atrapado en una tormenta. Sobre la tela del atrapador de aire rebotaron trozos de la nave, y luego algo lo golpeó violentamente por encima de una sien, y se le nubló la vista. Lo último que vio fue la barquilla de la Espíritu de Grungni que se precipitaba de morro hacia el suelo, y el fiable de Gotrek que pasaba de largo, cubierto de humeantes desperdicios negros.
Luego, se desmayó.
* * *
En sus aposentos privados situados en las profundidades del subsuelo de la ciudad que los moradores de la superficie llamaban Bilbali, un anciano vidente gris estaba absorto en la correspondencia que acababa de recibir, procedente de Skavenblight, con palabras escritas por una elegante pata sobre la mejor vitela de piel humana, sellada con la insignia del Consejo de los Trece. Gruñó para sí y arrugó la hoja entre las garras, para luego arrojarla al fuego.
No importaba lo hermoso que fuera el recipiente, si lo que contenía era veneno. ¿Cómo podían rechazarlo otra vez? ¿Cómo podían negarle su legítima posición en la aristocracia de la más grandiosa de todas las ciudades skavens? ¿Cómo podían pedirle que continuara con ese exilio, ese destierro, ese insulto de proconsulado en esa olvidada ciudad dejada de la mano de los dioses, tan lejos de la actividad de la sociedad skaven? ¿Acaso todos sus fracasos —o más bien, los fracasos que viles traidores habían llamado falsamente suyos— no habían tenido lugar años atrás? ¿No podía el Consejo perdonar y olvidar? Veinte años eran más de los que llegaban a vivir la mayoría de los skavens. ¿No había vivido él casi tres veces ese número? ¿No era, por tanto, tres veces —no, trescientas veces— más sabio? ¿No era la mente más aguda de tres generaciones?
¡Ay!, sabía que tenía poco que poder mostrar para probarlo. Todos sus grandes planes habían sido frustrados, todos sus triunfos seguros llevados a una demoledora ruina calamitosa. Pero ¿cómo podían culparlo a él? ¿Acaso era culpa suya haberse visto siempre maldecido con subalternos incompetentes? ¿Era culpa suya que sus colegas hubieran sido celosos traidores que habían afirmado que sus mejores ideas les pertenecían, y saboteado aquellas de las que no podían aprovecharse? ¿Era culpa suya haber sido acechado por dos de los más despiadados, implacables y crueles enemigos que se habían cruzado jamás en el camino de la raza skaven?
El solo hecho de pensar en esos endiablados seres lo hizo rebuscar entre los documentos hasta encontrar el frasco de polvo de piedra de disformidad. Lo destapó con patas temblorosas, esnifó generosamente por ambas fosas nasales, y luego se recostó con un suspiro al sentir el suave calor de la sustancia que le corría, sedante, por las venas. No había nada mejor para calmarle los nervios. Los últimos años habrían constituido una tortura insoportable sin ella.
Al menos, los dos monstruos habían desaparecido, pensó, contento. No había oído ni siquiera un rumor sobre ellos desde hacía años. Que dejaran de acosarlo había sido el único consuelo de su largo exilio. Por supuesto, habría sido mucho más placentero haberlos tenido bajo su poder, hacerlos correr por su laberinto, probar en ellos venenos experimentales, hacer que cada instante de vigilia fuera para ambos un infierno en vida de…
Se oyó una rascada en la puerta.
—¿Quién es? —preguntó con brusquedad, enfadado porque lo hubieran sacado de una ensoñación tan deliciosa.
—Sólo yo, ¡oh, el más anciano de los videntes grises! —respondió una voz obsequiosa—. Vuestro humilde sirviente, Issfet Colamocha.
—Ven, ven —dijo el vidente gris—. Rápido, rápido.
La puerta se abrió y entró un skaven flaco con sonriente expresión estúpida, que inclinaba humildemente la cabeza. Se detuvo a respetuosa distancia del escritorio del vidente gris, y quedó oscilando. Era un ser lastimoso. Había perdido la cola durante una incursión a una granja humana —y a manos de una hembra, nada menos—, y con ella había perdido el equilibrio para siempre. Pero era listo, sabía escuchar y —lo más importante—, obedecía las órdenes de su señor sin cuestionarlas.
—Habla, habla, bobalicón —le chilló el vidente gris con tono imperioso—. Tu señor está ocupado. Muy ocupado.
—Sí, ¡oh, pernicioso! —dijo Issfet, que se inclinó y estuvo a punto de caer—. Tengo noticias de Nuln.
—¿Nuln? —preguntó el vidente con tono seco—. No quiero oír ninguna noticia de ese sitio malhadado. ¿Es que no te he dicho que yo…?
—Siempre me habéis dicho que escuche ciertos rumores, señor, sin importar de dónde surjan.
—¿Rumores? ¿Qué rumores? —preguntó el vidente—. ¡Habla! ¡Rápido, rápido!
—Sí, vuestra superfluidad —dijo Issfet—. Descubrí un informe del puesto avanzado que tenemos allí. Dentro de nuestros túneles fueron vistos dos guerreros que viajaban con un grupo de bebedores de sangre. Uno de los guerreros era un enano, con un solo ojo y de pelaje del color de la llama. El otro…
El vidente gris, mareado, se echó atrás en el asiento y estuvo a punto de caerse. Volvió a coger el frasco y se lo volcó sobre la lengua.
—¡Mis Némesis! —gimió mientras tragaba el polvo de piedra de disformidad—. ¡Mis Némesis han vuelto! ¡Que la Rata Cornuda me ampare!
—¡Señor! —dijo Issfet, con una expresión preocupada en su cara de dientes partidos—. Señor, esperad. Continuad escuchando. Tal vez la noticia no sea tan mala como parece. Hay otro rumor que dice que esos mismos guerreros resultaron muertos en una explosión que hubo en una nave aérea de enanos.
—¿Muertos? —dijo el vidente, que se levantó del asiento con los ojos encendidos por una rara luz verde—. ¿Muertos? ¿Esos dos? ¡Nunca! Yo no soy tan afortunado. —Sus zarpas se abrían y cerraban convulsivamente—. No. No están muertos. Pero pronto lo estarán. Esta vez me aseguraré de acabar con ellos.
—Sí, oh, ¡el más impotente de los skavens! —dijo Issfet—. ¿Cómo podría un vidente gris tan arrugado y despojado fracasar en la destrucción de tan bajas criaturas?
—Cómo, en efecto —dijo el vidente, que rememoró, con un estremecimiento, los anteriores encuentros con aquel par de peligros—. Cómo, en efecto. —Se volvió hacia el fuego, y contempló las llamas—. Ve, ve —dijo, sin volverse—. No me molestes. Tengo que pensar.
—Sí, señor.
—¡Ah, Issfet! —dijo el vidente, volviéndose mientras el skaven tullido reculaba hacia la puerta.
—¿Sí, señor?
—No hables de esto con nadie. En el pasado ha habido ocasiones en las que mis rivales han usado a esos dos contra mí. Eso no volverá a suceder.
—Por supuesto que no, ¡oh, el más parsimonioso de los señores! —dijo Issfet, y le hizo una profunda reverencia—. Nadie sabrá nada. Mi hocico está sellado.
—Bien, bien —dijo el vidente gris, y se volvió otra vez hacia el fuego, mientras el sirviente reculaba a través de la puerta y la cerraba.
Acercó las frías patas a las llamas para calentárselas, y después se detuvo y miró en dirección a la puerta, entrecerrando los ojos con suspicacia. ¿Había habido el más leve asomo de socarronería en la cara de Issfet cuando le había hecho la reverencia? ¿Había habido la sombra de una sonrisa astuta?
Tal vez el pequeño espía sin cola era demasiado listo. Thanquol tendría que mantenerlo vigilado.