Wissen había empujado al pueblo hacia el Caos con un guantelete en la mano derecha, y luego cambiaba de identidad y los atraía hacia él con una amable mano izquierda que les daba la bienvenida.
Había una sola cosa que Félix aún no podía explicarse. Después de que hubiese estallado el cañón, el mago Lichtmann había dicho que no percibía ninguna energía mágica en el campo de pruebas. ¿Por qué no había percibido la presencia de la piedra de disformidad? ¿Acaso otro hechicero había enmascarado su presencia? ¿El anciano de la cesta, quizá? ¿O se debía a que Lichtmann no era un hechicero muy bueno? A Félix le había parecido más un ingeniero que un hechicero.
—¿Cuándo les daremos alcance? —le gritó a Gotrek.
El Matador se encogió de hombros.
—Aún tardaremos. Pasarán horas antes de que lleguemos hasta ellos, incluso cuando ya los hayamos avistado.
Félix asintió, sombrío. ¿Y si no llegaban a verlos? Resultaba difícil creer que viajaran a la suficiente velocidad. ¿Y si el viento los desviaba del rumbo? ¿Y si había desviado del rumbo la Espíritu de Grungni?. Ya había sucedido antes. ¡Dos veces! No le comentó nada de eso a Gotrek. Sólo hubiera recibido una respuesta sarcástica. Suspiró. Horas. Ya le dolían abominablemente el trasero y las piernas, por no hablar del resto de su vapuleado y contuso cuerpo bañado en agua de cloacas. Miró con envidia el cómodo asiento acolchado que ocupaba Gotrek. Iba a ser un vuelo largo.
* * *
—Humano, despierta.
Félix gimió, abrió los ojos… y chilló. ¡Estaba cayendo! ¡El suelo se encontraba a más de un kilómetro y medio de distancia! Iba a… No, no. Entonces, lo recordó. Se encontraba sobre el girocóptero de los enanos. Él y Gotrek estaban volando, no cayendo. Colgaba de costado, apoyado en las cuerdas que lo sujetaban a la columna del eje. Se sentó y gimió. Le dolían todos los huesos y los músculos como si le hubieran dado una paliza hasta casi matarlo. Se detuvo a pensar. Probablemente, se debía a que le habían dado una paliza hasta casi matarlo. ¿Cuándo había dormido por última vez? ¿En una cama? ¿Con una almohada? ¡Ah, las almohadas! Las almohadas eran agradables. Esas nubes parecían almohadas.
* * *
—¡Humano!
Félix dio un respingo. Había vuelto a dormirse.
—¿Sí?
Miró a su alrededor, parpadeando. Aún sobrevolaban el Reikwald…, ¿o ahora era el Drakwald? Por la posición del sol, parecía que faltaban una o dos horas para el mediodía. Le ardían las mejillas debido al viento y el sol. Delante de él, Gotrek estaba extrayendo la lata de agua negra que llevaba empotrada entre las piernas. La alzó por encima de la cabeza con una sola mano y la tendió hacia atrás para que Félix la cogiera.
—Coge esto y llena la reserva —dijo—. Necesitarás el embudo.
Félix cogió la lata, y estuvo a punto de dejarla caer. Era ridículamente pesada.
—¡Cuidado! —gritó Gotrek—. Sin eso, estamos perdidos.
Félix la estrechó contra el pecho como a una amante, y cogió el embudo que Gotrek le tendió a continuación. Lo sujetó con una mano, luego se inclinó hacia adelante contra las cuerdas, y extendió la otra mano. La tapa de la reserva de combustible le quedaba casi fuera del alcance. La desenroscó con las puntas de los dedos, y después intentó cogerla. Cayó, luego se detuvo bruscamente y quedó colgando del extremo de una cadena. Félix suspiró de alivio. Los enanos pensaban en todo.
Metió el embudo en la boca del tanque, se inclinó al máximo que le permitían las cuerdas, y adelantó con cuidado la lata, apoyada en el fuselaje. Si se producía cualquier movimiento brusco, se le escaparía de las manos. La inclinó, y por el pico salió un líquido negro que bajó por el embudo, gorgoteando.
—¡Ja! —dijo Gotrek.
Félix dio un respingo y estuvo a punto de dejar caer la lata. Un chorro de agua negra lo salpicó todo.
—¡¿Qué?! —preguntó al mismo tiempo que se volvía—. ¿Qué pasa?
—La Espíritu de Grungni —dijo Gotrek.
Félix hizo visera con una mano y miró hacia adelante. A lo lejos, ante ellos y un poco al norte, vio que flotaba una larga forma oblonga de color negro, justo por debajo de las nubes.
—Al fin —dijo Félix.
Dejó escapar la respiración que no se había dado cuenta de que estaba conteniendo. La habían encontrado, después de todo. Volvió a la tarea de llenar la reserva.
* * *
Tardaron un tiempo agónicamente largo en acercarse a la Espíritu de Grungni, y la frustración empeoraba porque estaba justo allí, delante de ellos, y sin embargo, no parecía acercarse nunca. El sol llegó a su punto culminante al mediodía y comenzó a descender una hora después, y ellos aún se encontraban a kilómetros de distancia de la nave aérea. Félix no abandonaba la esperanza de verla dar media vuelta, o de que se produjera alguna otra señal que indicara que la tripulación los había detectado; pero no sucedió.
Comprendió que había estado pensando en la Espíritu de Grungni como el final del viaje, pero no lo era, ¿verdad? ¿Qué harían, entonces? ¿Devolverían los cañones a Nuln? ¿Volarían hacia el oeste y los arrojarían al mar? En cualquier caso, ¿cómo se deshacía uno de unos cañones contaminados con piedra de disformidad, sin que entrañaran peligro para nadie? ¿Seguirían hasta Middenheim e intentarían descubrir quién era ese maestro que Wissen había mencionado?
Félix se preguntó quién podía ser. Tendría que tratarse de un hechicero bastante poderoso, para despertar a los cañones a la vida del modo que Wissen había descrito. ¿Alguien que ya se encontraba en Middenheim? Un pensamiento súbito hizo que el corazón le diera un vuelco. ¡Max Schreiber! Malakai había dicho que su antiguo compañero estaba allí, ayudando en las defensas. ¿Podría tratarse de él? Félix siempre había desconfiado un poco de Max. Ciertamente, siempre había parecido luchar del lado del Imperio y la humanidad, pero tampoco podía negarse que disfrutaba con su poder, y que a veces parecía tentado de usarlo para lograr sus metas personales más que para el bien de todos. ¿Acaso los años y su constante contacto con los vientos de la magia lo habían contaminado de algún modo? ¿Habría sucumbido, al fin, a la tentación del Caos? Félix se estremeció. Max tenía que ser un señor hechicero a esas alturas. No ansiaba enfrentarse con él en una lucha, pero si se había convertido en un traidor, Félix no tenía la menor duda de que, en efecto, lucharía contra él, porque Gotrek no toleraría que viviera.
Al fin, cuando el sol había recorrido la mitad de su descenso y le daba de lleno en los ojos a Félix, la Espíritu de Grungni ya era una masa que aparecía delante y por encima de ellos como una gran nube negra.
Félix alzó los ojos hacia ella, maravillado, mientras Gotrek tiraba hacia atrás de la palanca del timón y el girocóptero ascendía con lentitud. Nunca antes la había visto desde esa perspectiva. Había estado dentro y había mirado hacia fuera, y la había visto volar desde el suelo, pero había algo hermoso y maravilloso en verla desde la perspectiva de un pájaro, pasar bajo la barquilla de latón remachado, ascender junto a ella como un salmón que sigue a una ballena, oyendo el zumbido de los cables que unían la barquilla al rígido globo de arriba. ¿Quién podría haber imaginado que en el mundo existía una cosa tan increíble?
Gotrek hizo girar la máquina para pasar por delante de la barquilla, y luego la mantuvo a la misma velocidad, dentro de lo posible. Félix saludó con una mano hacia las grandes ventanas de observación de la cubierta de mando. Vio hombres jóvenes que gritaban y los señalaban, y después la ancha figura achaparrada de Malakai que avanzaba hasta la ventana y se quedaba mirando con fijeza al exterior con expresión confusa y preocupada en su cara habitualmente alegre. El mago Lichtmann se reunió con él, y se quedó boquiabierto, con los ojos desorbitados tras los cristales de las gafas.
Malakai se volvió para gritarle órdenes a la tripulación humana, luego, saludó a Gotrek y Félix, y les indicó por gestos que dieran la vuelta hasta la parte posterior de la nave. Gotrek saludó, hizo dar media vuelta al girocóptero y retrocedió a lo largo de la Espíritu de Grungni.
En la popa había bajado una compuerta de latón que se accionaba mediante cadenas, y había dejado a la vista un estrecho hangar construido de mamparos metálicos desnudos. En el fondo de la cubierta de metal había aparcado otro girocóptero. Félix no podía entender cómo se había metido allí, porque la puerta apenas si parecía lo bastante ancha como para dejar pasar a dos hombres a la vez, y mucho menos a un artefacto casi tan alto como dos hombres, con una envergadura considerablemente más ancha que eso. A pesar de todo, Petr, el joven estudiante de ingeniería de pelo alborotado, les hacía gestos para que continuaran, como si tuviera toda la confianza del mundo en que pasarían sin problemas por la abertura.
Gotrek empujó la palanca del timón hacia adelante y se aproximaron con rapidez, ¡demasiado rápidamente!
—¡Despacio! ¡Ralentiza! —gritó Félix—. ¡Harás que nos estrellemos!
—Sé lo que estoy haciendo —murmuró Gotrek, pero, de todos modos, echó la palanca atrás un poquitín.
La puerta pareció hacerse ligeramente más grande al aproximarse, aunque no mucho. Félix contuvo el aliento mientras Gotrek dirigía el girocóptero, que avanzaba a pequeñas sacudidas; hacía que se elevara y que luego descendiera, y después que volviera a elevarse, mientras calculaba la altura de la puerta y Petr agitaba las manos hacia uno u otro lado. Finalmente, el Matador entró con decisión y casi total precisión.
Se produjo un tremendo estruendo metálico y el girocóptero se posó bruscamente sobre la cubierta, con tanta fuerza que le hizo entrechocar los dientes a Félix. Se cubrió la cabeza y alzó la mirada. Una de las palas estaba doblada, y la totalidad del conjunto del rotor daba vueltas en un lento círculo descentrado. Bajó los ojos hacia la puerta. En el borde metálico del lado derecho había una brillante estría.
—¡Bienvenidos, señores! —gritó Petr, que corrió hacia ellos con una escalerilla de madera.
El muchacho tropezó con un reborde remachado de la cubierta, la escalerilla salió volando de sus manos cuando intentaba recuperar el equilibrio, y él se estrelló de cara contra un lado del girocóptero.
—Lo siento. Lo siento. No ha pasado nada.
Se metió a gatas debajo del fuselaje, encontró la escalerilla y la colocó contra la cabina.
—Bienvenidos a la Espíritu de Grungni, señores. —Le sangraba la frente.
—¡Ah!, gracias, Petr —dijo Félix.
Era un milagro que la nave no hubiera caído con toda su tripulación, con aquel desastre ambulante a bordo.
Malakai bajó al hangar por una escalerilla, se volvió a mirarlos y frunció el entrecejo mientras avanzaba hacia Gotrek.
—¡En el nombre de Grimnir, ¿qué es esto?! ¿Habéis recorrido toda esta distancia sólo para estrellaros en mi hang…? —Se atragantó al mirar de cerca la cara del Matador—. ¡Por los ancestros de mis ancestros, ¿qué te ha sucedido, Gurnisson?! No tienes buen aspecto.
—Mutantes —replicó Gotrek, mientras bajaba de la cabina con rapidez—. Ahora, dad media vuelta —dijo—. Han saboteado los cañones.
—¿Qué? —preguntó Malakai, y alzó una peluda ceja—. ¿Saboteados? ¿Qué quieres decir? Los probaron. Pasaron la prueba de la escuela.
El mago Lichtmann descendió cuidadosamente por la escalerilla, detrás de él; su mano única soltaba un peldaño para cogerse rápidamente al siguiente antes de caer.
—Están contaminados —explicó Félix, mientras se desataba de la columna del rotor y se deslizaba por el fuselaje hasta la cubierta.
Al apoyar los pies, un dolor lacerante le atravesó los rígidos músculos y casi lo hizo caer de rodillas. Se apoyó en el costado del girocóptero.
»Piedra de disformidad, mezclada con el hierro fundido. Vimos cómo sucedía, pero no lo supimos. —Se irguió, haciendo muecas de dolor—. El iniciado que vertió las cenizas del capitán de artillería en el crisol era un adorador del Caos, miembro de la Hermandad de la Llama Purificadora. Había polvo de piedra de disformidad mezclado con las cenizas.
Petr y los otros tripulantes que estaban atando el girocóptero de Félix y Gotrek a la cubierta se horrorizaron.
Malakai parecía espantado.
—¿Es posible? Pero ¿por qué iban a hacer algo así? ¿Con qué propósito?
Félix negó cansadamente con la cabeza.
—No conozco muchos detalles. Wissen murió demasiado pronto como para contárnoslos, pero…
—¿El capitán Wissen ha muerto? —preguntó el mago Lichtmann, que avanzó, alarmado.
Félix asintió con la cabeza.
—Sí. Otro adorador del Caos. Uno de los jefes del culto. Impedimos que él y sus secuaces volaran la Escuela Imperial de Artillería.
—¿De verdad? —dijo Lichtmann con los ojos desorbitados—. ¡Por los dioses!
—¿Wissen era un adorador del Caos? —preguntó Malakai, e hizo una mueca—. Bueno, de todos modos nunca me gustó ese envanecido presuntuoso.
—Dijo que un maestro iba a despertar los cañones una vez que los colocaran sobre las murallas de Middenheim —continuó Félix—, y que los cañones volverían locos a sus artilleros y los obligarían a volverlos contra los defensores.
—¿Despertar los cañones? —Malakai quedó boquiabierto una vez más y se volvió a mirar a Gotrek, como si buscara confirmación.
El Matador asintió con la cabeza.
El ingeniero abrió y cerró la boca unas cuantas veces, momentáneamente incapaz de expresar en palabras el horror y la indignación que sentía.
—¡Eso no está bien! —dijo, al fin—. ¡Contaminar cañones con magia negra! ¡Convertir a las pobres cosillas en instrumentos del Caos! ¡Qué villanos! ¡No lo toleraré! ¡Esto es tan malo como el Dawi Zharr y vuestro cañón demonio! —Dio media vuelta y se encaminó hacia la escalerilla, con la mandíbula adelantada—. De acuerdo. Damos media vuelta. A toda máquina.
—Profesor Makaisson —lo llamó el mago Lichtmann.
Malakai se detuvo y se volvió para mirarlo.
—¿Sí, de qué se trata, mago? Que sea rápido.
El mago Lichtmann se quitó los alfileres que sujetaban la vacía manga derecha, y se la subió hasta el hombro para dejar a la vista un muñón envuelto en apretadas vendas de lino.
—No vamos a dar media vuelta —dijo con calma—. Continuaremos hacia Middenheim y entregaremos los cañones como nos comprometimos a hacer por contrato.
—¿Qué? —preguntó Malakai—. ¿Estás mal de la cabeza, muchacho? ¿Es que no has oído lo que acaban de decirnos? ¿Por qué quieres hacer eso?