Las extremidades de Wissen se mecían, flojas, en la corriente. Sus ojos estaban fijos en la nada.
Gotrek maldijo, furioso, y dejó que el cuerpo de Wissen se sumergiera. Comenzó a subir por la cuesta del túnel, en dirección al pasadizo lateral por el que habían entrado Wissen y sus hombres.
—Tenemos que detener a Makaisson antes de que parta.
Félix asintió con la cabeza y lo siguió, aunque temía que ya fuese demasiado tarde. Seguramente, la Espíritu de Grungni había partido ya. A pesar de todo, tenían que intentarlo.
Ulrika se unió a ellos. Los tres continuaron adelante, ascendiendo lentamente por la pendiente que los llevó afuera del agua, con la ropa chorreando y sucia de porquería. En lo alto de la cuesta, entre ellos y el túnel lateral, se encontraban la dama Hermione, madame Mathilda y la señora Wither, que los miraban. Mathilda estaba desnuda, chorreando agua y cubierta de ampollas, con las manos en las caderas. La señora Wither era una alta sombra situada detrás de ellas.
—Apartaos del camino —dijo Gotrek.
Las mujeres vampiras no se movieron.
—Os pedimos disculpas, Matador, herr Jaeger —dijo la dama Hermione—. Habéis salvado Nuln, y os estamos agradecidas. Pero también habéis traicionado a la condesa al darle a conocer su existencia a Makaisson, al ingeniero y tal vez a otros.
—¿Qué yo hice qué? —gruñó Gotrek.
—Por ese perjurio —continuó la dama Hermione, como si él no hubiera hablado—, ella ha ordenado vuestra muerte.
—¿Qué? —gritó Ulrika.
Detrás de las tres mujeres vampiras, el túnel comenzó a llenarse de un incontable número de esqueletos de skavens.
—¡Venid y morid, entonces! —les espetó Gotrek, que sacó el hacha del agua y la alzó en alto.
—¡Espera, Matador, por favor! —pidió Ulrika, que avanzó por el agua para adelantarlo.
—No hay tiempo —replicó Gotrek con voz tronante, y continuó—: Dirígete al túnel lateral, humano.
Félix se unió a él. El caballero de la dama Hermione la levantó en brazos y retrocedió con ella. Madame Mathilda y sus ladrones también recularon poco a poco. La señora Wither se deslizó hacia atrás como un fantasma, y los señaló con una mano vendada. Su ejército de skavens muertos avanzó con el ruido de un millar de marionetas que entrechocaran entre sí, todas al mismo tiempo. Comenzaron a bajar en masa por la cuesta, hacia Gotrek y Félix, y se metieron en el agua para atacarlos con las garras.
Por encima de la horda que avanzaba, Ulrika miró con ferocidad a Hermione, mientras Gotrek y Félix acometían a la primera oleada.
—¡No lo entiendo, hermana! ¡Dijiste que la condesa os había enviado para ayudarnos! ¡Dijiste que la condesa comprendía que yo me había equivocado…, que el Matador no nos había mencionado ni a ella ni a mí, después de todo!
—Te dije que había recibido el mensaje —replicó Hermione—, no que te había creído.
—¿Qué? ¿Por qué? —gritó Ulrika, que retrocedió hacia el agua al avanzar los esqueletos.
—Piensa que tienes un conflicto de lealtades. —Una sonrisa despectiva apareció en los labios de Hermione—. Que estás enamorada de una res.
Ulrika sorbió por la nariz, indignada.
—Soy una mujer de honor, la hija de un boyardo, emparentada con la realeza. No miento. No rompo los juramentos.
Gotrek y Félix avanzaron otro paso, y detrás de sí dejaron huesos rotos y herrumbrosas armas que sobresalían del agua. Los esqueletos eran unos oponentes lastimosos, pero eran muchísimos. La situación resultaba enloquecedora. El pasadizo lateral estaba a apenas cinco zancadas más arriba, pero daba la impresión de que nunca llegarían hasta él.
—Tal vez no —continuó Hermione—. Tal vez sólo creíste lo que deseabas creer. Es un defecto humano corriente. Pero… —dijo alzando la voz por encima de las protestas de Ulrika y del ruido de la batalla— tanto si mentiste tú como si te mintieron, el Matador y el poeta deben morir.
Félix frunció el entrecejo. ¿Decía la verdad la condesa?
—¡Ulrika! —llamó mientras destrozaba con un tajo salvaje el costillar incrustado de porquería de un skaven—. ¿Y si es Hermione quien miente? ¿Y si la condesa te creyó?
Ulrika lo miró con los ojos iluminados por la luz de la esperanza, pero entonces, con la misma rapidez, esa luz se apagó.
—Pero si no me creyó, sería como si yo fuera en contra de ella. —Sus ojos se entrecerraron, y volvió a mirar a la dama Hermione—. ¿Y yo? ¿También yo debo morir?
Hermione negó con la cabeza.
—Una madre no se deshace tan fácilmente de una hija, ni siquiera de una adoptada. —Sonrió—. Con que no hagas nada para interferir, serás perdonada, y si los mataras tú misma, ¡vaya!, creo que la condesa no podría volver a tener motivo para desconfiar de ti otra vez.
La mirad de Ulrika fue hasta Félix y volvió.
—Yo… ¡No! No puedo traicionar a mis amigos.
—Pero ¿puedes traicionar a tu madre?
—Yo no la traicioné —contestó Ulrika con voz plañidera—. ¡Ni Félix ni el Matador la han denunciado! ¡No merecen su cólera!
—Con independencia de lo que merezcan —replicó Hermione con tranquilidad—, lo que la condesa desea es su muerte. ¿No juraste servirla cuando te salvó de Krieger? ¿Tú, que afirmas que no rompes nunca un juramento? ¿Es que el juramento que prestaste se hará trizas a la primera prueba con que se enfrente?
Si los vampiros hubiesen sido capaces de llorar, Ulrika habría estado llorando. Estaba paralizada, sumergida en el agua hasta las rodillas, con la cara contorsionada de angustia. Félix maldijo a Hermione por lo bajo. Allí se estaban librando dos batallas, y no sabía bien cuál era más salvaje.
—Ulrika… —dijo.
—No te molestes, humano —lo interrumpió Gotrek—. Ya ha tomado la decisión. De lo contrario, habría matado a esa perra. —Retrocedió ante la avalancha de skavens y dirigió un tajo de revés hacia Ulrika—. Defiéndete, chupasangre.
—¡No! —gritó ella, que chapoteó cuesta arriba entre los esqueletos—. ¡No! —Una vez en lo alto, se volvió y miró a Félix a los ojos, con el bello rostro contorsionado por la desdicha—. Lo lamento, Félix —dijo—. No lucharé contra vosotros, pero no puedo ir en contra de mi señora.
—¡Pero es que quizá no lo haces! —gritó Félix, frustrado—. ¡Tal vez es todo mentira!
—No…, no puedo correr el riesgo —dijo Ulrika con tristeza—. Sin la condesa, estoy sola en este mundo. Ella me salvó. Es mi madre.
Y dicho eso, dio media vuelta y se alejó corriendo por el túnel, se abrió paso a empujones entre el ejército de hombres rata muertos, y desapareció oscuridad adentro. A Félix le escocían los ojos, y le costaba tragar porque se le había hecho un nudo en la garganta. No tenía importancia. La lucha lo arreglaría.
Se lanzó cuesta arriba, con Gotrek, y acometió a los skavens con furia febril. De repente, lo que más deseó en el mundo fue ver muerta a la dama Hermione. Aquella perra confabuladora había quebrantado el espíritu de Ulrika, y la había separado de Félix y Gotrek de un modo tan absoluto como el verdugo separa del cuerpo la cabeza de un traidor. Era necesario que muriera por su espada. Si al menos esos malditos esqueletos se apartaran del camino…
—Esas marionetas no los detendrán —gruñó madame Mathilda—. Adelante, mis valientes.
Se acuclilló para saltar hacia Gotrek, y se transformó en medio del aire: su cuerpo cambió y le creció pelo negro, la mandíbula se le alargó, los dedos se le unieron en patas de garras amarillentas. Los pocos ladrones y prostitutas que quedaban cargaron ladera abajo tras ella, bramando.
Gotrek le cercenó a Mathilda la pata anterior izquierda cuando ella chocó contra su pecho. Se precipitaron al agua, juntos.
La extremidad a medio transformar de Mathilda cayó junto a Félix, y luego, las prostitutas y los ladrones se le echaron encima, tras abrirse paso entre los esqueletos, para pincharlo con cuchillos, chafarotes y ganchos. Bloqueaba y paraba lo mejor que podía, pero no tardó en perder todo el terreno que él y Gotrek habían ganado.
Junto a él, Gotrek y Mathilda luchaban bajo el agua y la espuma que creaban sus agitadas extremidades. Vislumbró dientes de lobo, luego el hacha de Gotrek, después una cola, a continuación un pie.
Y ya no pudo continuar mirando. Estaba rodeado. Los ladrones, prostitutas y hombres rata muertos lo atacaban por todas partes con tajos y puñaladas. Él no podía hacer otra cosa que girar en círculos interminables, trazando un ocho en el aire con su espada Karaghul. Eso los mantenía a distancia por el momento, pero ¿durante cuánto tiempo podría continuar? Se sentía como si hubiera estado luchando durante horas. El agua le pesaba en las piernas y hacía que el suelo fuese resbaladizo. Las extremidades de los esqueletos se partían y salían volando al avanzar hacia él y encontrarse con su espada. Una ramera de dientes torcidos le hizo un corte en un brazo con un pico para hielo.
—¿Gotrek? —llamó Félix.
Detrás de él no se oyó más que el ruido de la lucha cuerpo a cuerpo.
Un ladrón saltó hacia el poeta con la intención de derribarlo como su señora había hecho con Gotrek. Félix se apartó a un lado y el hombre cayó al agua, detrás de él, que hendió la superficie con la espada y encontró carne. Los esqueletos y ladrones se acercaron más y lo rodearon por todos lados. Unas zarpas le aferraron piernas y brazos.
—¡Gotrek!
Se oyó un grito de perro y un tremendo chapoteo, y la loba negra subió por la ladera, con tres patas, empujando a los esqueletos para apartarlos de su camino.
—¡Maldita perra! —rugió Gotrek.
El Matador salió del agua y pasó a la carga junto a Félix, con los brazos y los hombros sangrando a causa de una docena de mordiscos de lobo. Los esqueletos y los ladrones se apartaron de Félix para ir a detenerlo. El enano les lanzaba tajos a todos. Los hombres rata muertos estallaban en lluvias de hueso. Los ladrones simplemente morían.
Félix suspiró de alivio y ocupó su posición habitual, detrás y ligeramente a la izquierda de Gotrek, para acabar con cualquier esqueleto o ladrón que lograra pasar. Así era como funcionaban mejor las cosas: Gotrek ocupándose del grueso de los enemigos, y Félix limpiando tras él. Ahora, tal vez lograrían llegar a alguna parte.
Gotrek avanzaba implacablemente contra la marea. Cayó el último de los ladrones, y las cosas se aceleraron. El Matador acababa con media docena de skavens de hueso con cada barrido. Ya casi habían salido del agua. Félix estiró el cuello para intentar encontrar a la dama Hermione detrás de los esqueletos.
Justo entonces, la poca luz que había en el túnel se apagó de repente. Habían estado viendo gracias a la luz reflejada de las lámparas de la sala de la pólvora. Ahora reinaba una oscuridad absoluta.
—¿Qué ha sucedido? —gritó.
¿Acaso el agua había subido tanto que había apagado las lámparas colgadas en lo alto de los muros? No. Eso era imposible. A él aún no le llegaba más arriba de las costillas.
Un esqueleto le arañó el pecho en la oscuridad. Él blandió la espada a ciegas y oyó un ruido de hueso partido. Lo arañaron otros. Se le erizaba la piel al sentir aquel contacto, y acometía con la espada. Los oía partirse y romperse a su alrededor, pero siempre había más. El hacha de Gotrek silbaba y zumbaba muy cerca de él, y destrozaba más esqueletos.
—Brujería —gruñó Gotrek—. No veo nada.
Félix tragó. Si Gotrek estaba ciego, era brujería, sin duda.
Había sido testigo de que el Matador podía ver en el interior de minas a oscuras.
—¿Qué hacemos? —preguntó Félix, mientras reprimía el pánico. Asestaba tajos en derredor, pero no iba más allá, temeroso de herir a Gotrek.
—Continuar adelante, humano —replicó el Matador—. El pasadizo no se ha movido.
Félix asintió con la cabeza; luego, se dio cuenta de que era una estupidez hacer eso en la oscuridad, y abrió la boca para hablar. Pero, al hacerlo, algo se enroscó en torno a su cuello y comenzó a estrangularlo; le constreñía la tráquea y le cortaba la respiración. Gritó y se manoteó el cuello, esperando encontrar un viscoso tentáculo enroscado en él. ¡No había nada!
En la oscuridad continuaban atacándolo dientes y garras. Agitaba desesperadamente a su alrededor la espada con una mano, y se cogía la garganta con la izquierda mientras el pánico lo consumía. Intentó llamar a Gotrek, pero sólo fue capaz de sisear.
—¿Qué sucede, humano?
—Chhhhhikik —fue la respuesta que salió por la boca de Félix, y volvió a intentarlo—. Chhhhht btttthhh. —Ante sus ojos se encendieron estrellas mortecinas. Sus tajos de espada eran cada vez más débiles. Se esforzaba por inspirar.
Una mano áspera lo aferró por un brazo y él estuvo a punto de lanzar una estocada en esa dirección, antes de darse cuenta de que era Gotrek. Una cosa pesada silbó al pasar junto a uno de sus oídos, y luego junto al otro. Una brisa le agitó el pelo. ¡El hacha de Gotrek! ¿Estaba atacándolo? ¿Lo confundía con un enemigo?
Dientes y garras se le clavaban en los brazos y las piernas. Intentó gritar de dolor, pero por su boca sólo salió un ronco estertor.
Gotrek maldijo y, con un silbido y un estrépito de huesos que cayeron al suelo, los dientes y las garras lo soltaron.
La enorme mano del Matador ascendió hasta su cuello y palpó. Luego, gruñó.
—Más brujería. Lucha contra ella, humano. Y no dejes de avanzar.
La callosa mano volvió a cogerlo por el brazo y tiró de él.
Félix lo siguió a trompicones, blandiendo la espada en débiles arcos e intentando reprimir el pánico que lo consumía, mientras oía por todas partes el ruido del entrechocar de huesos y el zumbido y estruendo del pesado acero que destrozaba esqueletos.
«Lucha contra ella», había dicho Gotrek. ¿Contra quién? A su mente afloró la imagen de las serpientes de sombra que se derramaban de las manos de la dama Hermione, se extendían, buscaban, estrangulaban. Bruja malévola. Había acabado con la voluntad de Ulrika con una sola palabra, y ahora intentaba acabar con la vida de él valiéndose de magia negra. Blandió la espada ante la garganta, como si pudiera cercenar los lazos. Nada.
Continuó dando traspiés detrás de Gotrek, con las rodillas flojas, mientras las estrellas que veía se transformaban en fuegos de artificio que estallaban, uno tras otro, en colores púrpura, rosado y amarillo. Intentó visualizar los negros lazos disipándose como humo de vela y sentir que aflojaban la presión sobre su cuello. Continuaron tan apretados como antes. El suelo dejó de ascender y adoptó la línea horizontal. Habían llegado a lo alto de la pendiente. Gotrek tiró de él hacia la izquierda. Chocó con un hombro contra la pared. En la mejilla sintió una brisa cruzada. El estruendo de los esqueletos que se partían le inundaba los oídos.