Matahombres (39 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Se oyó un golpe metálico debajo del girocóptero, seguido de una maldición.

—Dame una llave para tuercas más grande que ésta, humano. Y un martillo.

Félix buscó entre las herramientas y puso una llave enorme y un martillo de cabeza redonda en la mano que Gotrek le tendía. Desaparecieron bajo el girocóptero, que comenzó a sacudirse mientras un martilleo ensordecedor recorría el tejado.

Félix miró otra vez el indicador cuando volvió a la tarea de descargar las granadas. Gimió. La aguja no había subido más que el grosor de un cabello, y los guardias atravesarían la puerta en cualquier momento. Se encontrarían con algunas dificultades después de eso, claro estaba, dado que tendrían que trepar por encima del carro o pasarlo por debajo, pero un solo hombre con una pistola sería suficiente para acabar con el vuelo de Gotrek y Félix antes de que comenzara.

Miró la granada que tenía en la mano. Sería una manera de resolver el problema. Una granada debajo de esos tanques de gas elevador, y todo lo que estuviera en ese lado del tejado volaría a los cuatro vientos. ¡Si al menos hubiera orcos, mutantes u hombres rata al otro lado de la puerta, en lugar de ciudadanos del Imperio! Si él fuera el villano de corazón negro que Ostwald, Groot y todos los demás de Nuln pensaban que era, aparentemente, no habría tenido reparos en matarlos a todos. ¡Ay!, por tentador que resultara, no era un asesino, al menos no de hombres inocentes…, al menos, pensó con un estremecimiento de culpabilidad al recordar las columnas de humo que se elevaban de Las Chabolas, no a propósito. Y no iba a cambiar eso ahora.

Suspiró y dejó la granada junto a las otras; luego se detuvo y volvió a mirar hacia la puerta. Así que los hombres que estaban detrás de ella pensaban que era un asesino sediento de sangre, capaz de cualquier cosa, ¿verdad? ¿Por qué no usar eso para su propio beneficio? Con una ancha sonrisa en los labios, volvió a recoger la granada.

—Ahora vuelvo —dijo, y se encaminó hacia la puerta.

Gotrek se limitó a gruñir. Continuaban los golpes debajo del girocóptero.

Félix se detuvo a unos diez pasos del carro de gas elevador. El agujero de la puerta era ya más ancho que un tomo de leyes de Verena.

—¡Groot! —llamó—. ¡Señor Groot! ¡Mostraos! ¡Quiero hablar!

Detrás de la puerta se produjo un murmullo de voces, y los tajos y los golpes disminuyeron hasta cesar. Pasado un segundo, la cara de Groot apareció al otro lado del agujero, con los ojos muy abiertos, y nervioso.

—¿Herr Jaeger? —dijo Groot—. ¿Deseáis hablar conmigo? ¿Deseáis entregaros?

—No —replicó Félix—. Sólo quiero despedirme.

Alzó la granada para que Groot pudiera verla, simuló quitarle el seguro y la hizo rodar debajo del carro.

Groot chilló y desapareció del agujero.

—¡Una bomba! ¡Una bomba! —gritó luego—. ¡Bajad! ¡Bajad! ¡De prisa!

Del otro lado de la puerta le llegaron a Félix sonidos más propios de un manicomio: bramidos y gritos, choques y rebotes de armas que dejaban caer, pesados pasos de botas y cuerpos que se iban al suelo.

Félix se echó a reír, y luego se sintió avergonzado. Era un truco cruel, pero cuando la alternativa era el asesinato… Se encogió de hombros y regresó cojeando, rápidamente, al girocóptero.

La aguja ascendía de modo constante. Estaba a menos del ancho de uno de sus dedos de la posición vertical. Félix se apresuró a retirar las granadas restantes, y luego volvió a estudiar la máquina. Estaba muy bien eso de aligerar la carga, pero continuaba habiendo un solo asiento.

—¿Dónde voy a sentarme yo?

—Sobre el culo —gruñó Gotrek.

De debajo del girocóptero le llegó un golpe sordo. Félix miró hacia abajo y vio que Gotrek salía rodando. El cañón se encontraba sobre el tejado, rodeado de orejetas de latón.

El Matador se levantó y miró ceñudamente al girocóptero, mientras se rascaba el cuero cabelludo a través de la cresta apelmazada.

—¡Hummm! Tendrás que sentarte detrás de mí, o nos desequilibraremos.

Félix miró al interior de la cabina, con el entrecejo fruncido.

—Pero si no hay espacio detrás de tu asiento.

—Es verdad —asintió Gotrek—. Tendrás que sentarte sobre el fuselaje.

—¿El fuselaje? —preguntó Félix, que no conocía la palabra—. ¿Quieres decir encima? ¿En el exterior?

—Sí —confirmó Gotrek—. Es la única manera. —Miró el indicador—. Está listo. Sube.

—¡No, no! —dijo Félix—. ¡Ni hablar! ¡La nave aérea ya era bastante mala! ¡No voy a volar por el cielo cogido a la parte trasera de una libélula mecánica! ¡Es imposible!

—Entonces, átate con una cuerda.

—¡Una cuerda! ¡Y si nos estrellamos! ¡¿O si estallamos?! ¿Cómo voy a poder soltarme?

—Quédate aquí, entonces —dijo Gotrek, que comenzó a subir por los escalones de madera para entrar en la cabina—. Haz lo que quieras. Yo me largo.

Se oyó una sonora detonación, y algo silbó al pasar cerca de un oído de Félix. Se agachó detrás del girocóptero y miró hacia la puerta de la escalera. El cañón de un fusil se retiraba a través del agujero.

—Intentabais volarnos en pedazos, ¿eh? —dijo una voz colérica—. ¡Demonios del Caos!

Félix gimió. Su artimaña no les había dado tanto tiempo como él esperaba. Otro cañón de fusil asomó a través del agujero, y otra bala pasó silbando.

Félix tragó convulsivamente.

—Iré…, iré a buscar una cuerda.

Salió corriendo de detrás del girocóptero, recogió una de las cuerdas que lo habían retenido, y luego trepó sobre la máquina, donde se sintió terriblemente vulnerable. Se sentó sobre el fuselaje, con la espalda contra la columna de la que se alzaba el eje al que estaban fijas las tres palas de aspecto muy frágil. Comenzó a atarse a ella, mientras Gotrek metía la segunda lata de agua negra dentro de la cabina y entraba.

Se oyó un estruendo de madera partida al otro lado del tejado, y Félix alzó la mirada. La puerta había caído por fin.

Hombres armados con espadas y armas de fuego pasaban por encima y por debajo del carro de gas elevador.

—¡De prisa! —dijo.

—Tranquilo, humano —replicó Gotrek, mientras se situaba y pasaba las manos por los controles—. Hace más de un siglo que no piloto uno de éstos. —Se puso a murmurar para sí:— Motor embragado. Timón. Adelante, abajo. Atrás, arriba. ¡Ah, sí!, así va la cosa. Bien. —Extendió una mano, soltó una abrazadera de retención, y tiró lentamente de una palanca hacia atrás—. Sujétate.

Con un siseo de vapor y un estruendo de pistones, las aspas que Félix tenía por encima de la cabeza comenzaron a girar muy lentamente. Demasiado lentamente.

De debajo del carro salieron más guardias que se detuvieron para dispararles. Las balas silbaron al pasar junto a Félix por todas partes. Una rebotó en el tanque de combustible.

Las aspas giraban cada vez más rápido, y hacían que la máquina se meciera y vibrara como un ser vivo. Los primeros guardias echaron una rodilla en tierra y volvieron a cargar, mientras otros salían al tejado arrastrándose por debajo del carro y corrían hacia ellos.

«Arriba, arriba, arriba —pensó Félix, intentando obligar al girocóptero a alzar el vuelo sólo con su fuerza de voluntad—. ¡Arriba, arriba, arriba, maldito!»

Cuando Gotrek tiró de la palanca hacia atrás, el rítmico golpeteo sordo de las aspas se transformó en un rugido constante. El girocóptero vibraba y danzaba como una cometa que tirara de los hilos en un fuerte viento.

Los fusileros se estaban poniendo de pie y los apuntaban otra vez, hombro con hombro. Un guardia corría directamente hacia Félix, con la espada en alto.

—¡Arriba! —gritó Félix, aterrorizado.

Los rifles detonaron. Gotrek echó hacia atrás la palanca de dirección. El girocóptero saltó lateralmente y hacia arriba, y ascendió hacia el cielo por encima de las balas. Los patines derribaron sobre el tejado a los guardias que corrían hacia ellos.

Félix fue lanzado hacia un lado e intentó fútilmente hallar un asidero en la lisa superficie exterior. Las cuerdas se le clavaban dolorosamente en el costado herido, pero al menos resistían. Al corregir Gotrek la inclinación, la cola del girocóptero zigzagueó violentamente y lanzó a Félix hacia el otro lado.

—Los controles son un poco más sensibles de lo normal —comentó Gotrek por encima del ruido del rotor.

—¿De verdad? —gimió Félix.

El vértigo le revolvió el estómago cuando la máquina giró y pasó por encima del borde del tejado, y su mirada bajó por el lateral del edificio hasta el patio inferior. Con una sacudida terrible, el girocóptero descendió bruscamente, y el suelo ascendió a gran velocidad hacia él, que se puso a gritar. Él y Gotrek eran demasiado peso. Habían sobrecargado la máquina. Las aspas no podían mantenerlos en el aire. ¡Iban a estrellarse contra las losas de piedra y morir!

Gotrek tiró de la palanca del timón y los hizo ascender justo a tiempo, cuando estaban a unos seis metros del suelo. Félix se dio un doloroso golpe en la entrepierna contra el fuselaje. El mundo se volvió borroso mientras él se enroscaba de dolor.

—Creo que ya lo tengo —gritó Gotrek por encima del hombro.

—Qué… bien —dijo Félix con las manos colocadas entre las piernas.

Se dejó caer, cansado, contra las cuerdas, mientras Gotrek manipulaba los controles —esa vez con mayor suavidad—, y el girocóptero avanzaba con un suave bamboleo y pasaba casi rozando una chimenea al ascender por encima de los edificios de viviendas de enfrente del colegio, para comenzar a atravesar la ciudad, vacilante.

* * *

Pasado un tiempo, incluso el terror cede terreno al aburrimiento.

Al principio, Félix daba un respingo cada vez que la diminuta nave aérea descendía bruscamente, y el estómago y los intestinos amenazaban con vaciársele a cada vibración. Podía ser que Gotrek fuera el más grandioso guerrero de su época, pero era un piloto mediocre en el mejor de los casos. Volaba peligrosamente cerca de agujas y torres, y parecía tener problemas para permanecer lo bastante alto como para evitar los tejados.

Las cosas mejoraron una vez que dejaron atrás las murallas de Nuln y comenzaron a sobrevolar la campiña —donde había menos cosas contra las que estrellarse—, pero la máquina parecía tener que esforzarse para llevarlos, y Gotrek se veía obligado a corregir constantemente la altitud para que no acabaran contra la copa de un árbol.

Volar así era infinitamente peor que hacerlo en la Espíritu de Grungni, decidió Félix. Al principio, también había detestado volar en ella, aterrorizado por la sensación antinatural de flotar por encima del suelo, pero una vez que había comprendido cómo funcionaban las celdas de gas elevador, y lo resistente que era la barquilla, había aceptado el hecho de que, probablemente, no se caería del aire sin previo aviso, y había llegado a disfrutarlo. Ese horrendo ingenio era algo completamente distinto. Allí estaba expuesto al viento, al frío y a las inclemencias del tiempo, y lo único que lo sustentaban eran tres delicadas aspas movidas por un motor de vapor que podría apagarse en cualquier momento. Era eso lo que le había resultado tan tranquilizador de la Espíritu de Grungni. Aunque los motores se pararan, continuaría flotando en el aire. Si se paraba el motor del girocóptero, se precipitaría hacia el suelo como una vaca arrojada desde las almenas de una muralla.

Pero, pasada la primera hora, el terror disminuyó hasta una aburrida tensión que se le concentró en los hombros y le causó dolor. Miraba desganadamente cómo el interminable verde del Reikwald pasaba por debajo de ellos, y el sol ascendía cada vez más a sus espaldas. Su mente, que hasta el momento en que despegaron del tejado y escaparon de la presa de sus perseguidores había estado totalmente ocupada en pensar si se iban a estrellar o si escaparían de sus varios enemigos, comenzó a rememorar los recientes acontecimientos y relacionar cosas que, en su momento, parecían no tener ninguna conexión entre sí.

La contaminación de los cañones con polvo de piedra de disformidad explicaba muchas cosas. El guardia de la Escuela Imperial de Artillería al que habían quemado por mutante, y el otro que se había vuelto loco y dicho que los cañones lo miraban; los pobres tipos debían de haberse visto afectados por los cañones contaminados que vigilaban. El cañón que había estallado en el campo de pruebas: el añadido de polvo de piedra de disformidad tenía que haber provocado un defecto fatal de colada. El tumulto del puente que había acabado con el cañón arrojado al río: tenía que haberlo orquestado la Llama Purificadora para que los herreros de la Escuela Imperial de Artillería no pudieran examinar el cañón en detalle y descubrir la contaminación. La insistencia de Wissen en que los adoradores del Caos esperaran hasta que hubiesen probado el nuevo cañón, antes de hacer volar la Escuela Imperial de Artillería: quería asegurarse de que el último cañón contaminado no estallaría como lo había hecho el anterior, con el fin de que pudiera hacer su maligna obra en Middenheim.

A Félix se le ocurrió que la explosión del cañón en el campo de tiro tenía que haber sido tan frustrante para Wissen y la Llama Purificadora como para Gotrek, Malakai y los otros. Si el cañón hubiera disparado sin problemas, la Espíritu de Grungni habría partido aquella misma tarde, y haría ya varios días que el envío de cañones contaminados habría llegado a Middenheim. ¡Si eso hubiera sucedido, la ciudad de la cumbre de la montaña podría haber caído ya ante las hordas de Archaon!

Por un momento, los otros actos de Wissen desconcertaron a Félix. ¿Por qué el máximo dirigente de la Hermandad de la Llama Purificadora, camuflado como capitán de distrito de la guardia de Nuln, había perseguido a la Llama Purificadora con tanto ahínco? ¿Por qué había entrado en Las Chabolas para golpear y arrestar a tanta gente? ¿Fue sólo para alejar las sospechas de que él mismo pudiera ser un adorador del Caos? Félix pensaba que no. En cualquier caso, nadie tenía razones para sospechar de Wissen. Por otro lado, ¿qué mejor forma de hacer que el pueblo se alzara contra la brutalidad de la guardia que ordenándole a ésta que cometiera brutalidades cada vez peores? Los plebeyos a los que Wissen, cuando llevaba la máscara amarilla de la Hermandad de la Llama Purificadora, agitaba en contra de «los malvados matones de la guardia de la ciudad», no tenían ni idea de que, sin la máscara, él era el mismísimo capitán de distrito Wissen que los sacaba de la cama y apaleaba y arrestaba a sus hijos por delitos que no habían cometido. Era un plan brillante.

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