Matahombres (41 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

—Porque —dijo Lichtmann, tironeando de las vendas—. .., yo soy el maestro.

Se oyó un sonido de tela desgarrada, y las vendas se aflojaron, se desenrollaron y cayeron a la cubierta. Debajo no había un muñón, sino algo negro, seco y encostrado. Se desenroscó con vigorosa gracilidad para revelarse como un flaco brazo negro plagado de líneas de rojo relumbrante, como un tronco convertido en brasa. Garras de amarillo llama remataban cada uno de los largos dedos esqueléticos.

Félix se quedó mirando fijamente el apéndice antinatural, al igual que Malakai y su tripulación.

Gotrek maldijo y comenzó a avanzar con la cabeza baja, mientras sacaba el hacha que llevaba a la espalda.

—Brujo —escupió—. Morirás aquí mismo.

Con la cara llena de ampollas y el cuerpo recubierto de quemaduras, heridas encostradas e inmundicia, el Matador parecía un ser escapado del infierno.

—Me parece que no.

El mago Lichtmann retrocedió a través de la puerta que llevaba a la bodega de carga, y adelantó la garra negra. Ante él, el aire rieló como las olas de calor que se levantan de un tejado recubierto de alquitrán. Las reservas de combustible de los dos girocópteros estallaron en ondulantes bolas de llamas.

Capítulo 19

Félix voló dando volteretas y se estrelló contra el mamparo cuando el fuego surgió por encima de él. La cabeza le resonó como un gong. Metralla ardiente repiqueteó contra las paredes metálicas y, al caerle encima, le prendió fuego a su ropa. Estaba demasiado aturdido como para apagar las llamas a manotadas, demasiado aturdido como para moverse. Se sentía como si lo hubiera abofeteado un gigante. Le palpitaba todo el cuerpo. Junto a él, Gotrek yacía de espaldas, con su único ojo parpadeando, fijo en el techo, con la barba y la cresta humeando.

El hirviente fuego se disipó con la misma rapidez que había surgido, pero los destrozos que había causado permanecieron. Tres de los tripulantes de Malakai, que habían estado cerca del girocóptero de la Espíritu de Grungni, estaban muertos, lanzados contra grandes trozos de metal, que sembraban media cubierta del hangar. Si Félix y Gotrek no hubieran consumido casi todo el combustible en la persecución de la nave, también habrían estado muertos en ese momento. Según las cosas, la explosión del girocóptero de ellos había sido minúscula en comparación con la del aparato que tenía el tanque lleno.

Félix alzó la cabeza y miró a su alrededor. Petr había caído desmañadamente junto a él, y ahora se esforzaba por levantarse; en el antebrazo izquierdo tenía una profunda laceración que le llegaba hasta el hueso. En lo alto, los tripulantes de la cubierta superior contemplaban la carnicería, boquiabiertos, a través de la escotilla de la escalera, y llamaban a Malakai. El aturdido ingeniero Matador estaba en poder de Lichtmann, que se encontraba en la puerta en la bodega de carga, y lo levantaba para ponerlo de pie, con una fuerza sorprendente. Apoyó una larga daga en forma de llama contra el cuello de Makaisson. Los filos rielaban como ondas de calor.

—Lamento la destrucción de unas máquinas tan excelente como ésas —dijo el mago—, pero no debe permitirse que nadie dé la voz de alarma antes de que lleguemos a nuestra meta. Ahora, Makaisson, haced que arrojen a estos dos héroes por la puerta y mantened el curso hacia Middenheim, o me veré obligado a mataros.

Malakai se rió de él, con ojos de mirada salvaje.

—¡Pedazo de idiota! ¡Soy un Matador! ¿Crees que me importa morir?

Bruscamente, pateó con un pie calzado con bota y lo estrelló contra la entrepierna de Lichtmann. El mago chilló y retrocedió con paso tambaleante hasta la barandilla del rellano que miraba hacia la bodega de carga, jadeando y con las manos entre las piernas, mientras otros tripulantes de Malakai descendían por la escalerilla desde lo alto, armados con espadas, martillos y enormes llaves para tuercas.

Félix vio que Malakai atravesaba a grandes zancadas la puerta de la bodega de carga, y le daba a Lichtmann un golpe en la mandíbula con uno de sus enormes puños. Lichtmann se fue hacia atrás por encima de la barandilla y cayó fuera de la vista de Félix, para impactar contra la cubierta de la bodega de carga con un resonante y satisfactorio golpe. Los tripulantes de Malakai entraron en la bodega para situarse junto a su capitán. Gotrek se puso en pie con paso tambaleante y los siguió. Las runas de la hoja del hacha brillaban de color rojo cereza.

Félix gimió y se puso trabajosamente de pie para seguirlo. Lichtmann. ¿Por qué no había pensado en Lichtmann? Tal vez porque el hombre apenas si parecía un hechicero; más bien un ingeniero teórico. El hangar le daba vueltas a causa del mareo, y tuvo que apoyar una mano contra el mamparo para estabilizarse al cojear hacia la puerta de la bodega.

A su lado, Petr se levantó con grandes dificultades, gimiendo, y echó a andar tras él, cogiéndose el brazo herido.

La bodega de carga era tan ancha como la nave aérea, casi igual de larga, y contaba con dos pisos de altura. La puerta que daba al hangar se abría sobre un rellano de metal que a la derecha tenía una escalerilla para descender hasta la cubierta inferior. Justo debajo del rellano estaban encadenados a la cubierta los cañones y morteros, en filas perfectas, y con las ruedas bien bloqueadas. Más allá había cajones de balas de cañón, metralla y otras municiones, y aún más lejos, apilados contra la pared opuesta y sujetos con cuerdas, estaban los barriles de pólvora. Un par de tripulantes se encontraban entre la carga, y miraban con ojos muy abiertos la acción que se desarrollaba en la puerta.

El mago Lichtmann estaba levantándose trabajosamente de detrás de una hilera de cañones encadenados cuando Félix entró cojeando en la bodega, detrás de Gotrek. El brujo tenía los cristales de las gafas hechos trizas, y los ojos verdes jaspeados de dorado que había detrás destellaban de furia.

—Llegarás a lamentar eso, ingeniero —dijo.

Gotrek se disponía a lanzarse desde la barandilla, pero Malakai extendió un brazo para detenerlo.

—¡No! Este es mío —dijo mientras le quitaba el martillo a uno de los tripulantes—. Quiero la cabeza de este monstruo de dos caras sobre una bandeja. —Chasqueó la lengua, colérico, y comenzó a bajar por la escalera—. Me llamaba amigo. Se interesaba por mis diseños…

Lichtmann abrió la boca y escupió una sarta de ásperas sílabas en un idioma desconocido, mientras la mano negra se retorcía y se lanzaba hacia Malakai y Gotrek. Félix y los estudiantes retrocedieron cuando un estallido de llamas rosadas salió disparado hacia los Matadores. Félix sintió los residuos de la periferia del hechizo, llamas de furia y locura que se encendieron dentro de su cabeza e hicieron que tuviera ganas de matar a cuantos lo rodeaban, pero Gotrek y Malakai no se inmutaron. El Matador rió.

—Pedazo de estúpido —se burló Malakai—. ¿Va a sucumbir un enano a la magia? ¡Bah!

Lichtmann retrocedió y se metió a través de la siguiente fila de cañones.

—En ese caso, tengo que probar con métodos más pedestres. ¡Grieg!

Malakai frunció el ceño y se volvió a mirar detrás de sí. Uno de los estudiantes de ingeniería le dio un golpe entre los ojos con una llave larga como una espada. El ingeniero dio un traspié, y el estudiante le asestó otro fuerte golpe encima de una oreja. Malakai cayó al suelo como un bulto flojo.

—¡No! —gritó Petr, y saltó hacia Grieg. Los otros estudiantes lo imitaron.

Gotrek rugió y se lanzó por encima de la barandilla hacia Lichtmann, con el hacha en alto. El mago retrocedió al mismo tiempo que gritaba una palabra inmunda, y entre él y el Matador apareció un resplandor de color púrpura. Gotrek avanzó hacia él.

En el rellano, Petr tropezó, se estrelló contra el estudiante traidor, al que lanzó contra la barandilla, y la llave asesina zumbó por encima de su cabeza. Los otros tripulantes dominaron a Grieg, y pareció que los efectos del hechizo de Lichtmann aún perduraban, porque lo golpearon despiadadamente con destrales y herramientas.

El hacha de Gotrek impactó contra la barrera mágica, que estalló en chispas rosadas. Lichtmann salió volando a una docena de pasos, como golpeado por una onda expansiva, y se estrelló contra la cubierta detrás de otra fila de cañones. Gotrek fue tras él. Los tripulantes que habían estado agachados entre los cajones también avanzaron hacia el hechicero, a la vez que sacaban hachas de mano. Félix bajó lentamente por la escalerilla y comenzó a avanzar con sigilo a lo largo del mamparo de la derecha.

Lichtmann, cuyas gafas habían desaparecido, se puso repentinamente de pie detrás de la segunda línea de cañones, y miró con ferocidad a Gotrek, con los ojos relumbrantes de infernal luz interior.

—Esa es, en efecto, una hacha poderosa —dijo—. Merece un poderoso oponente.

Abrió los brazos y alzó la voz en un alarido de versos arcanos que perforaba los tímpanos. La daga en forma de llama destelló y onduló en su mano izquierda. La mano derecha ennegrecida relumbró en rojo desde el interior. En el aire que lo rodeaba se vieron destellos púrpuras y dorados.

Gotrek trepó por encima de la línea de cañones, mientras los dos valientes tripulantes saltaban sobre la espalda de Lichtmann, con los destrales en alto.

Lichtmann rotó como un danzarín para esquivar el ataque, y luego dirigió dos tajos hacia sus gargantas con dos gráciles destellos de la dorada daga, sin dejar de chillar el vil encantamiento. Los hombres pasaron junto a él con paso vacilante y, para horror de Félix, que se quedó mirándolos fijamente, las cabezas cayeron y de los cuellos manaron grandes chorros de sangre que regaron los cañones y morteros cercanos con una lluvia roja, antes de que los cuerpos se desplomaran sobre la cubierta. ¿Cómo una arma tan ligera y un hombre tan delgado habían hecho algo tan terrible? Parecía imposible.

Gotrek cargó, rugiendo y blandiendo el hacha. Lichtmann retrocedió ágilmente en torno a un mortero, y el golpe del Matador rebotó sobre el hierro. El enano continuó tras el brujo, lento pero implacable.

Félix también avanzó, pero al aproximarse más oyó siseos y borboteos extraños. Sus ojos siguieron el sonido hasta los cañones, y se quedó mirando fijamente lo que tenía ante sí, con los pelos de la nuca erizados. La sangre de las víctimas de Lichtmann estaba penetrando en el hierro. Los cañones y morteros la absorbían como esponjas, y comenzaban a brillar con un resplandor verde. Las cadenas que los retenían entrechocaban y se sacudían.

—¿Gotrek? —llamó Félix, inquieto.

Gotrek no le hizo el menor caso. Estaba demasiado ocupado en perseguir a Lichtmann por el laberinto de cañones.

El encantamiento del brujo estaba alcanzando un crescendo. Se abrió un tajo en el brazo normal con la daga dorada, y luego alzó ambos brazos por encima de la cabeza cuando la sangre comenzó a manar de la herida. Con una última sílaba cataclísmica, unió los brazos entre sí. La carne ennegrecida entró en contacto con la herida sangrante. Se produjo un siseo como de agua sobre una superficie caliente, acompañado de olor a carne quemada, y Lichtmann gritó y se dobló de dolor.

Gotrek lo acometió, pero el hechicero se lanzó hacia atrás por encima de un cañón y cayó por el otro lado. Félix corrió hacia él. Lichtmann yacía en el suelo. Esa podía ser su oportunidad.

Pero antes de llegar hasta él, sufrió una arcada y dio un traspié, con los ojos llorosos. El aire estaba repentinamente cargado de olor a azufre y carne podrida, y en el centro de la bodega se oía un ruido como de guiso hirviendo.

Félix alzó la cabeza para mirar a través de las lágrimas. Gotrek se volvió.

Los cañones y los morteros ensangrentados relumbraban ahora con luz más brillante, una palpitante corona verde que hacía daño en los ojos. Entre ellos saltaban arcos de energía arcana que zumbaba, crepitaba y se fortalecía a cada segundo. A Félix se le puso la carne de gallina al invadirlo la sensación de que los cañones estaban mirándolo. Su malevolencia resultaba tangible.

Gotrek escupió.

—Brujería.

Se produjo movimiento entre los cañones. Los cuerpos de los hombres que Lichtmann había sacrificado se agitaban como peces agonizantes al manar sangre de sus cuellos cortados en arqueados chorros. Había demasiada sangre. Litros y más litros de ella. Los cuerpos humanos no contenían tanta. Formaba un charco cada vez más grande sobre la cubierta, en el centro de los grandes cañones.

Félix retrocedió involuntariamente cuando el charco comenzó a burbujear y salpicar. El olor a azufre y muerte se hizo más fuerte, y la sensación de mal presagio de Félix se transformó en una nube de aprensión que amenazaba con aplastarle el alma. Susurros inmundos le rozaban el cerebro. El charco de sangre comenzó a ascender cada vez más y más, como una macabra fuente ornamental, hasta llegar a la altura de un hombre, y continuó ascendiendo. Al mismo tiempo, la sangre se hizo más viscosa, como miel, y los chorros se volvieron espesos. Los estudiantes del rellano gritaron de terror y corrieron hacia la puerta.

—¡Que Sigmar nos salve! —jadeó Félix—. ¿Qué es esto?

—Comida para mi hacha —dijo Gotrek, que echó a andar hacia aquella cosa, mientras gruñía desde lo más hondo de la garganta.

Félix tenía ganas de gritar y huir como los estudiantes, pero sabía que no podía. El juramento hecho a Gotrek no se lo permitiría. Se aferró a la cordura y obligó a los dementes susurros a callar. Miró hacia el lugar en que había caído Lichtmann. El brujo había desaparecido.

Félix giró, en guardia, buscándolo, y lo descubrió dando un rodeo hasta el otro lado de aquel fenómeno del Caos, riendo como un maníaco. El informe horror recogió a los tripulantes muertos con dos goteantes seudópodos, y los atrajo al interior de la espumosa columna de sangre corriente que era su cuerpo. La sangre fluyó en torno a los cadáveres, rodeó sus estructuras —brazos, piernas, torso— y las engrosó con capas de rojo putrescente, hasta que aquella cosa pareció un par de descomunales siameses sin cabeza, unidos por la columna vertebral y compuestos en su totalidad por chorreante cera de vela roja. En todas las partes del horror de cuatro brazos y cuatro piernas se formaban caras y bocas, que luego se fundían para reaparecer en otro sitio, y Félix oyó alaridos de angustia inimaginable que se unían a los viles susurros de su cerebro. Aquella cosa no sólo había consumido los cadáveres de los tripulantes, sino también sus almas. Se estremeció.

—Malakai me dijo que hace muchos años que buscas tu muerte, Matador —gritó Lichtmann—. Bueno, ya la has encontrado.

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