El señor Pfaltz-Kappel, con expresión amarga, se paseaba por detrás del señor Groot.
—Supongo que también tendré que pagar por esto —gimoteaba.
—Desde luego que no —contestó Groot con tono cortante—. La escuela garantiza todos sus productos. Vos pagasteis por el mejor cañón que puede fabricar el Imperio, y lo tendréis, por muchas veces que tengamos que colarlo.
—¿Cuánto tiempo tardaréis en hacer otro? —preguntó Malakai.
—Desde el principio al final, se tardan catorce días en dar forma a los moldes de un cañón y colar las piezas. Doce si nos damos prisa.
—Doce días —gruñó Gotrek en un susurro, y el hacha pareció sufrir contracciones nerviosas en sus manos.
—Por suerte —continuó Groot—, tenemos uno a punto de colar. Estaba destinado a la guarnición de Carroburgo, pero ellos pueden esperar. Middenheim lo necesita más. Si colamos las piezas esta mañana, puede estar listo dentro de cuatro días, al amanecer.
Gotrek gruñó con enojo, pero no dijo nada.
—Nunca antes había visto que un cañón explotara con tanta fuerza —dijo Malakai, sacudiendo la cabeza—. Es casi como si le hubieran obturado la boca. ¿Estamos usando alguna munición experimental, Groot?
Groot negó con la cabeza.
—Nunca haríamos eso en el caso de un disparo de prueba. Estaba cargado con balas normales.
—Tal vez lo cargaron mal —sugirió Pfaltz-Kappel.
Groot se volvió velozmente hacia él, con los ojos encendidos.
—Los artilleros de la Escuela Imperial de Artillería son los mejores del mundo. Los hombres que murieron hoy aquí eran veteranos con quince años de experiencia. Grandes soldados y amigos personales míos. No «lo cargaron mal».
El mago Lichtmann se reunió con ellos; tenía el ceño fruncido.
—No detecto ningún residuo de magia —dijo—. No fue un hechizo lo que provocó esto. Parece que podría tratarse de un accidente, después de todo. Algún defecto oculto del hierro.
El señor Groot hizo una mueca.
Lichtmann se encogió de hombros.
—Estas cosas pasan, Julianus.
—No a mis cañones —replicó Groot—. Cuando lo llevemos a la escuela, quiero mirarlo con más detalle.
—Fue provocado por saboteadores —declaró el capitán Wissen, que avanzó hacia ellos—. Me juego la reputación. Los mismos villanos que robaron la pólvora. Alguien que tienen dentro de la escuela, muy probablemente. Adoradores secretos entre los herreros. Quieren retrasar el envío para ayudar a sus señores del norte.
—¡No hay adoradores en la Escuela Imperial de Artillería! —bramó Groot.
Wissen frunció los labios.
—Hay adoradores por todas partes.
* * *
Los hombres se desplazaron hacia los lados cuando los trabajadores de la escuela bajaron planchas de la parte posterior del carro y sujetaron el cañón averiado con cadenas. Cuatro hombres hicieron girar tornos y, con un estruendo metálico, comenzaron a arrastrar el enorme cañón por las planchas inclinadas hacia lo alto del carro. Groot lo miraba en triste silencio, como si se encontrara en un funeral.
Un palanquín gris y dorado que llevaban cuatro hombres ataviados con la librea de la condesa Emmanuelle, condesa electora de Wissenland y gobernante de Nuln, atravesó las altas puertas de reja del campo de tiro y avanzó por el césped. Se alzaron murmullos entre los nobles, que se volvieron a mirarlo, expectantes, y aguardaron para ver a quién transportaba. ¿Podía tratarse de la condesa en persona?, se preguntó Félix. No había vuelto a verla desde que les había dado las gracias a él y a Gotrek por la ayuda prestada para derrotar a los hombres rata y salvar su ciudad, veinte años antes. Por entonces, era una mujer hermosa. ¿Habría conservado la belleza?
No era la condesa.
Los portadores depositaron el palanquín en el suelo, y uno de ellos abrió la portezuela. De él salió un anciano alto, encorvado, de aspecto delicado, ataviado con severas ropas negras, aunque de exquisita factura. Tenía una equina cara alargada y un espeso cabello blanco. Los murmullos de los nobles se hicieron más sonoros. Al verlo, Félix frunció el entrecejo. Su aspecto le era familiar y sabía que lo conocía, pero no podía recordar dónde lo había visto.
—Os saludo, caballeros —dijo con voz suave—. He venido por solicitud de la condesa. Ha tenido noticia de los problemas de la escuela, y desea saber qué se está haciendo al respecto.
Félix lo reconoció en cuanto habló. Era Hieronymous Ostwald, el secretario personal de la condesa, aunque había cambiado mucho desde que lo había visto por última vez. Veinte años antes, cuando el cortesano había citado a Félix en sus oficinas de palacio durante la crisis skaven, era un hombre moreno y ligeramente entrado en carnes, de unos cincuenta y tantos años. Ahora tenía el aspecto de un abuelo frágil y bondadoso.
Pero a juzgar por las miradas precavidas que le dirigían el señor Pfaltz-Kappel, el señor Groot y los demás, era más peligroso de lo que parecía.
—Tengo entendido que se han producido un robo y un sabotaje —continuó Ostwald—. Me gustaría conocer los detalles, así como saber quiénes podrían ser los sospechosos. ¿Se han investigado los cultos? ¿Habéis considerado la posibilidad de que podría tratarse de los…? —Se detuvo y miró furtivamente a su alrededor, para luego bajar la voz—. ¿Que podría tratarse de nuestros enemigos de abajo? Yo… —Sus ojos se posaron sobre Félix, y entonces hizo otra pausa, con el ceño fruncido—. ¡Por Sigmar! Pero si es… ¿Estáis emparentado con Félix Jaeger? ¿El portador de la espada del templario? ¿Sois su hijo, tal vez?
Félix hizo una reverencia.
—Soy Félix Jaeger en persona, señor —dijo—. Es un placer volver a veros. —Reprimió una sonrisa. Era extraño con qué facilidad ejecutaba las antiguas reverencias corteses.
—Imposible —dijo Ostwald, que lo miraba con ojos desorbitados—. No habéis envejecido ni un día. ¡Tenéis que haber bebido del cáliz de la eterna juventud!
Félix se sonrojó y no supo qué decir.
—No, señor. Me…, me temo que yo siento cada uno de los años que tengo.
—¡Amigos míos —dijo Ostwald, que se volvió hacia los demás—, no sabéis a quién tenéis entre vosotros! Este es Félix Jaeger, que con la ayuda de su sólido…, eh, de su compañero de sólido corazón, ayudó a derrotar a los ska…, a los hombres bestia que invadieron nuestra bella ciudad hace tantos años. —Miró a Wissen—. Capitán, os solicito que le pidáis al condestable mayor que les permita a herr Jaeger y a herr Gurnisson colaborar en las investigaciones, y que compartáis con ellos toda la información que tengáis sobre estos delitos.
Los otros miraron a Félix y a Gotrek con las cejas alzadas. El poeta no sabía si se sentían impresionados o divertidos.
Gotrek rió entre dientes, de modo casi inaudible.
Groot avanzó un paso.
—Mi señor, si tenéis la amabilidad de regresar a la escuela conmigo, os contaré lo que sabemos.
—Por supuesto, por supuesto —dijo Ostwald. Cuando regresaba al palanquín, le hizo un gesto a Félix—. Venid, herr Jaeger. Iréis junto a mi silla para que podamos hablar. Ya no puedo caminar largas distancias.
Groot y los demás formaron detrás del carro que llevaba el cañón, y lo siguieron fuera del campo de pruebas y por el puente de piedra que conectaba el islote del Aver con la margen norte del Reik. Félix iba junto al palanquín del señor Ostwald, con Gotrek a su lado. El anciano se sentó cerca de la ventanilla y se cubrió las piernas con una piel de cebellina, como si la temperatura de finales de verano fuera demasiado fría para él.
Una oleada de recuerdos inundó la mente de Félix mientras caminaban, evocados por la repentina aparición de Ostwald en su vida, y las escenas y emociones acudieron a él como si hubieran sucedido el día anterior: cuando había matado a Von Halstadt, el incendio de El Cerdo Ciego, lo oscuros rizos de Elissa y su traición, monstruosas caras de rata que surgían de la oscuridad, el terror del gas venenoso, el horror de los skavens pestilentes del cementerio, el médico que le había dado la poma que lo había protegido del caldero pestilente. Félix se detuvo. Ese médico era el mismo hombre que le había presentado al señor Ostwald. Ambos pertenecían a una especie de orden secreta. ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí!
Se volvió a mirar a Ostwald.
—¿Aún os veis con el doctor Drexler, mi señor? —preguntó.
—¿El doctor Drexler? —dijo Ostwald—. ¡Oh!, lo siento infinitamente, mi querido muchacho. El doctor Drexler falleció hace muchos, muchos años.
—¡Ah! Lamento oír eso —dijo Félix.
Y era verdad. El anciano médico había sido uno de los hombres más sabios y eruditos que había conocido jamás; un gran sanador, con una profunda comprensión de la naturaleza humana.
—Sí —asintió Ostwald—. Nunca se recuperó realmente de la lucha con el vil brujo skaven. Su salud continuó siendo débil durante unos años más, y luego sucumbió a causa de un tumor.
—Es una noticia realmente triste —dijo Félix, pero la mención de los skavens por parte de Ostwald provocó otra pregunta—. Decidme, mi señor, ¿por qué nadie cree que fueran los hombres rata los que atacaran la ciudad? Todo el mundo parece recordarlos como hombre bestia, incluso quienes estuvieron allí y lucharon contra las alimañas.
Ostwald se inclinó más hacia la ventanilla y se llevó un dedo a los labios.
—Bajad la voz, herr Jaeger. Bajad la voz. —Miró a su alrededor antes de continuar—. Es extraño, lo sé, pero es por el bien del Imperio.
—¿Por el bien del Imperio?
También Félix miró en derredor, aunque no lograba imaginar quién podría estar escuchando la conversación a hurtadillas. En ese momento se encontraban en medio del puente, y avanzaban muy lentamente detrás del carro que llevaba el cañón. El único que estaba cerca de ellos era Gotrek, que escupía al agua por encima de la balaustrada.
—Sí. ¿No os dais cuenta? —continuó Ostwald—. La moral del pueblo ya está bastante baja, y el conocimiento de que todo el territorio, desde las salvajes tierras de Kislev, al norte, hasta los Reinos Fronterizos, al sur, está acribillado y minado por las madrigueras de innumerables e implacables enemigos decididos a destruirnos por completo provocaría una desesperación generalizada. Así pues, aunque conocemos su existencia, los de entre nosotros que estamos en posesión de ese peligroso conocimiento debemos guardar silencio y luchar contra ellos en secreto, por el bien del pueblo. Por lo tanto, la condesa y sus consejeros le dicen al pueblo que no eran skavens los seres contra los que lucharon, sino hombres bestia, y se arresta a quienes digan lo contrario, por el bien de la comunidad, por supuesto.
—¿Y funciona? —preguntó Félix, confuso.
—Hemos descubierto —respondió Ostwald, con una sonrisa de tristeza— que si se repite una mentira durante el tiempo suficiente, con voz lo bastante potente y desde una posición de autoridad elevada, la mayoría de la gente acaba por creerla, aunque la verdad los mire fijamente a la cara. Y se puede retirar de la circulación a quienes no la creen, acusándolos de traición o de locura.
—Ya…, ya veo.
Félix tenía ganas de decir que pensaba que era una práctica despreciable, que sólo haría que la gente acabara por desconfiar del Emperador y sus servidores, pero dado que el señor Ostwald era uno de esos servidores, decidió que probablemente le interesaba más contener la lengua.
—Yo no apruebo esa práctica —dijo Ostwald con los labios fruncidos—, porque creo que los skavens medran con el secretismo. Opino que sería mejor hablar abiertamente…
Lo interrumpió lo que parecían los graznidos de un millar de gansos. El ruido procedía de un punto del puente situado por delante de ellos. Félix alzó la mirada y no vio nada en torno al gran bulto del cañón. El capitán Wissen y sus guardias estaban pasando por los lados del carro, mientras Groot y el señor Pfaltz-Kappel estiraban el cuello y preguntaban qué sucedía.
Gotrek echó a andar y cogió el hacha que llevaba a la espalda.
—Problemas —dijo.
—Excusadme, mi señor —se disculpó Félix, al mismo tiempo que inclinaba la cabeza ante Ostwald. Desenvainó la espada y siguió al Matador.
* * *
El carro del cañón era tan ancho que quedaba poco espacio entre él y los balaustres de ambos lados del puente. Lo rodearon y se detuvieron detrás de los hombres de Wissen, que habían formado en línea ante el vehículo.
Más allá de ellos afluía al puente una colérica turba de trabajadores de Las Chabolas y jóvenes ataviados con ropón de estudiante que gritaban consignas y agitaban porras, bastones y antorchas encendidas. Muchos llevaban tiras de tela amarilla rodeándoles la frente o los brazos. Eran centenares, y ocupaban toda la calle del otro lado del puente.
—¡Grano para el pueblo, no para el ejército! —bramaban unos.
—¡Los herreros nos morimos de hambre mientras los fabricantes de cañones engordan y se asocian con hechiceros! —gritaban otros.
—¡Destruid los cañones! ¡Destruid los cañones! —rugían algunos.
Félix se puso de puntillas y vio que entre la turba había hombres con máscara amarilla que repetían las consignas y agitaban los puños con el resto.
Cuando la multitud se aproximó más, los hombres que iban al frente comenzaron a lanzarles ladrillos, antorchas y adoquines a los guardias de Wissen, que hurtaban el cuerpo y se agachaban, ya que no llevaban escudo. Tampoco tenían arcos ni pistolas, así que no podían defenderse.
—¿Lo veis? —dijo Wissen—. Agitadores. ¿No os lo dije? Mantened la formación, hombres. —Se volvió a mirar a Groot, al mago Lichtmann y al señor Pfaltz-Kappel, que se asomaban en torno al carro del cañón—. Regresad al islote, mis señores, y pedidle al señor Ostwald que haga lo mismo. Las cosas se pondrán violentas. —Miró a Gotrek y a Félix, mientras los guardias preparaban las lanzas—. Vosotros también. Detestaría ser responsable de las muertes de los héroes de Nuln —dijo, con una sonrisa despectiva.
—Preocupaos por vuestro propio pellejo, guardia —replicó Gotrek, que enfundó el hacha y golpeó los puños entre sí al aproximarse la turba. Reparó en la expresión de Félix y soltó un bufido—. No hay honor ninguno en asesinar a necios carentes de entrenamiento.
Pero Félix no estaba pensando en eso. Se preguntaba si había algún honor en luchar contra una turba, por el medio que fuera. Su mente se inundó de recuerdos desafortunados. ¿Acaso él no había liderado a la turba durante los tumultos del impuesto sobre las ventanas? ¿No había arrojado ladrillos a las ventanas de los ricos? ¿No había instado a los pobres a tomar por asalto la oficina del alcalde? ¿No había luchado contra la guardia en las calles? Le resultaba muy extraño hallarse al otro lado de las lanzas. Sentía más simpatía por la turba que por los hombres que lo rodeaban. Estaba de acuerdo con los agitadores, al menos en principio. Debía darse de comer a los pobres. Debía pagarse un sueldo justo a los trabajadores.