Matahombres (30 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

—¿Disfraces?

Ella sonrió.

—Sí.

A Félix se le puso la carne de gallina. No le gustaban los disfraces. Demasiadas cosas podían salir mal.

—¿Y cómo disfrazaremos a Gotrek? Una máscara y una capa no bastarán.

—Yo no necesito disfraz —intervino el Matador—. Entraré cuando empiece la pelea.

«¿Y qué pasará si entras demasiado tarde?», pensó Félix. Él y Ulrika podrían haber sido derrotados antes de que él llegara. Pero se lo guardó para sí, porque habría parecido un quejicoso si lo hubiera dicho.

—En el tejado hay claraboyas —dijo Ulrika, y miró a Gotrek de arriba abajo—, si puedes subirte al tejado.

Gotrek gruñó.

—Soy un enano. No existen mejores escaladores que nosotros.

Félix les chistó.

—Ya llegan.

Gotrek, Félix y Ulrika retrocedieron aún más hacia el interior de la arcada de la puerta del astillero. Los dos hombres pasaron de largo, mirando nerviosamente por encima del hombro, pero no hacia las sombras que tenían a los lados.

Gotrek extendió un brazo y cogió a uno por el cinturón. Ulrika pilló al otro por el cuello de la ropa. De un tirón, metieron a los hombres dentro de la arcada y les partieron el cuello con brutal eficiencia. Félix hizo una mueca de compasión, y luego les quitó las máscaras y las capas. No reconoció a ninguno de ellos. Parecían tenderos.

Mientras Gotrek tiraba los cuerpos por encima de la puerta del astillero, Félix le tendió a Ulrika una máscara y una capa, y se puso las otras. Su máscara olía a salchichas y sudor rancio. Reprimió las náuseas y miró a Ulrika y a Gotrek a través de los agujeros para los ojos.

—¿Preparados?

—Preparada —dijo Ulrika.

—Sí —respondió Gotrek.

Salieron de la arcada y echaron a andar hacia el almacén, Félix y Ulrika en dirección a la entrada principal, mientras Gotrek se desviaba hacia el callejón que corría entre ese edificio y el siguiente.

Al llegar a la puerta, Félix extendió la mano para llamar, y se detuvo. ¿Cómo era? ¡Ah, sí! Dio dos golpes breves, luego tres, y después otros dos.

La puerta se abrió, y un hombre bajo, enmascarado y vestido con ropas de obrero alzó los ojos hacia ellos.

—Bienvenidos, hermanos. ¿La contraseña?

Félix se quedó inmóvil, con el corazón acelerado. ¿Había una contraseña? ¡Por Sigmar, estaban hundidos antes de comenzar!

—Eh… —comenzó, a falta de nada mejor que decir.

—Ya te hemos dado la contraseña —dijo Ulrika, hablando con voz enronquecida al mismo tiempo que avanzaba.

—¿De verdad? —dijo el enmascarado, cuya frente se frunció—. No, no lo habéis hecho. Os habría oído.

Ulrika se presionó la máscara contra la cara para que pudiera verle los penetrantes ojos azules.

—Ya te hemos dado la contraseña.

Dio otro paso. Félix siguió su ejemplo y también avanzó. Ahora estaban dentro de la puerta.

—Pero… —dijo el hombre, que retrocedió, a desgana. Daba la impresión de que iba a gritar—. Pero…

—¿No lo ves? Tenemos que haberte dado la contraseña —insistió Ulrika, con voz hipnótica, mientras pasaba ante él—, o no nos habrías dejado entrar. No debes dejar entrar a nadie que no conozca la contraseña, ¿correcto?

—Eso es —dijo el hombre—. Y…

—Y tú eres un hombre leal que no faltaría a su deber, ¿no es cierto?

—¡Por supuesto que lo soy! No hay nadie más leal a la hermandad que yo.

—Sí. Eres obediente y leal, y no habrías dejado pasar a nadie que no te hubiera dado la contraseña.

—Nunca —confirmó el hombre.

—Así pues, dado que nosotros estamos dentro… —ella dejó la frase en el aire.

—Supongo…, supongo que tenéis que haberme dado la contraseña —dijo el enmascarado—. Sí, por supuesto que lo habéis hecho. ¿Por qué otro motivo os habría dejado entrar?

—Sí —dijo Ulrika con voz suave—. Es lo único que tiene sentido.

—Sí. —El hombre suspiró, contento de que todo se hubiera resuelto—. Es lo único que tiene sentido. —Señaló la puerta del fondo de la pequeña oficina en que se encontraban—. Los otros están al fondo.

—Gracias, hermano —murmuró Ulrika.

Félix le lanzó una mirada mientras caminaban hacia la segunda puerta. Los ojos de ella, detrás de la máscara, chispeaban, alegres. Félix tragó. No había visto nada divertido en la conversación. Se sentía como si acabara de ver a un gato jugando con un ratón al que luego le había devorado la cabeza.

Al otro lado de la oficina, el almacén estaba a oscuras salvo por la oscilante luz de un farol que brillaba en alguna parte, detrás de una gran cadena montañosa de barriles y cajones. Murmullos bajos rompían el polvoriento silencio. Félix y Ulrika siguieron las voces rodeando enormes pilas de mercaderías, y encontraron a un grupo de hombres sentados encima y en torno a un círculo de alfombras enrolladas, en el centro del cual se hallaba, de pie, alguien que Félix estaba casi seguro de que era Gephardt. Había un farol junto a él, en el suelo.

—Hermanos, bienvenidos —dijo el del centro. Era, en efecto, Gephardt—. Comenzaremos dentro de poco. Sólo esperamos a dos más.

Félix y Ulrika asintieron con la cabeza, pero no dijeron nada. Se reunieron con los hombres que había contra un muro de cajones, al borde del círculo, y se mantuvieron tan lejos de la luz del farol como se atrevían. Félix alzó la mirada hacia el techo. A través de las vigas que le daban soporte, reparó en una hilera de claraboyas cuadradas. No vio a Gotrek.

Pasados unos minutos entró otro hombre y, justo detrás de él, el guardia que había estado vigilando la puerta. Félix contó diecinueve en total, veintiuno incluyéndolos a él y Ulrika.

—Bien —dijo Gephardt cuando el guardia se sentó sobre una alfombra enrollada—. Ya estamos todos. Y dentro de poco se cumplirán nuestros planes. —Se irguió y abrió los brazos—. Hermanos —dijo—, al fin ha llegado el momento del ascenso de la Hermandad de la Llama Purificadora. Nuestros compañeros se reúnen por toda la ciudad. Esta noche es la última noche de Nuln. ¡Mañana llegará la transformación!

Los hombres murmuraron suaves aclamaciones. Félix y Ulrika los imitaron.

—Ahora os indicaré a cada uno vuestro objetivo. Cuando acabemos aquí, id al sitio indicado y aguardad, ocultos, hasta que se dé la señal. Llegará dentro de pocas horas, cuando los hombres de la escuela prueben el último cañón que fabricarán jamás. Cuando dispare el cañón, nuestro valiente jefe encenderá la pólvora que hará volar la Escuela Imperial de Artillería hacia los cielos. Esa explosión será vuestra señal. Cuando la oigáis, y no temáis, porque la oiréis bien, le prenderéis fuero a vuestro objetivo primario y luego, cuando esté ardiendo bien, incendiaréis tantos de los edificios circundantes como podáis. ¡Las casas arderán! ¡Las fundiciones se derrumbarán! ¡Las fábricas se desplomarán! —Alzó los puños—. Crearemos una nube de humo tan grande que hoy Nuln no verá amanecer, ni conocerá mañana alguno a partir de entonces.

Los hombres aclamaron.

Gephardt alzó la voz para hacerse oír por encima de los demás.

—¡Las llamas de la ciudad les alumbrarán el camino a los gloriosos ejércitos de Tzeentch cuando marchen a través del quebrantado Imperio, que será suyo y nuestro!

Los hombres aclamaron con más fuerza. A Félix casi se le detuvo el corazón en el pecho. ¡Por todos los dioses, su objetivo no era nada menos que la destrucción del Imperio! Porque, aunque tenían intención de quemar sólo Nuln —¡sólo!—, Nuln era más que una ciudad. ¡Era la armería del Imperio! De ella salían los cañones, la pólvora y las armas de mano que mantenían la fortaleza y la seguridad del Imperio. Si las forjas de Nuln eran destruidas y sus fundiciones se detenían, no habría cantidad de hombres suficiente para defender las fronteras, porque no habría armas con las que hacerlo. Las hordas del Caos que en esos precisos momentos atacaban las fronteras septentrionales avanzarían hacia el sur sin impedimentos, y todo lo que Félix llamaba patria sería reducido a pulpa bajo las herraduras de sus cascos. El enemigo atacaba desde dentro, lejos de Middenheim y el frente, y a menos que él, Gotrek y Ulrika pudieran sobrevivir, nadie que ejerciera poder sabría nada hasta que ya fuera demasiado tarde.

Gephardt bajó los brazos y pidió silencio con un gesto.

—¡Hermano Mecha! —llamó.

—¿Sí? —preguntó un robusto tipo situado al frente.

—Tu turno en los graneros empieza dentro de una hora, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Ve a trabajar como de costumbre, pero cuando llegue la señal, préndeles fuego a los silos.

—¡Sí, señor! ¡Toda la gloria para Tzeentch!

—¡Hermano Pabilo!

—Sí —dijo un encorvado anciano.

—Los establos de ganado de Handelhoff. Provoca el incendio en el henil.

—Sí, señor.

—¡Hermano Hollín!

—¡Aquí, señor!

Y así continuó la asamblea: hermano Pedernal, hermano Yesca, hermano Llama, hermano Tea, y a cada uno se le señalaba un objetivo en los alrededores de Las Chabolas. El corazón de Félix dio un salto al percatarse de que dentro de poco dirían su nombre, ¡y él no sabía cuál era! Miró a Ulrika, que asintió con la cabeza y se encogió de hombros. Ambos alzaron los ojos hacia el techo. Aún no se veía ni rastro de Gotrek. ¿Qué lo retrasaba? ¿Habría tenido un accidente? ¿Ya estaba allí?

—¡Hermano Antorcha!

No hubo respuesta. Los hombres se volvieron.

Capítulo 14

—¡Hermano Antorcha! —repitió Gephardt mientras lo buscaba con la mirada.

—¡A…, aquí! —dijo Félix, al fin.

Gephardt lo miró, y sus ojos parecieron atravesar la máscara de Félix.

—Tú no eres el hermano Antorcha.

—Quién dice que no —dijo Félix que, en el último momento, se acordó de fingir el acento de Las Chabolas.

—Esperad un momento —dijo el guardia de la puerta, y sacudió la cabeza como si despertara de un sueño—. Esperad un momento. Esos son los que me dijeron que me habían dado la contraseña cuando no me la habían dado. ¡Ya sabía yo que tenían algo raro!

Todos los enmascarados se levantaron y sacaron dagas, chafarotes y garrotes de debajo de la capa.

—Amigos —dijo Gephardt—, habéis cometido vuestro último error. ¡Atrapadlos!

Los seguidores del noble se lanzaron en masa hacia Félix y Ulrika. Él se echó atrás la capa y desenvainó la espada. A su lado, Ulrika hizo lo mismo. «Dos contra diecinueve», pensó Félix, ceñudo. Quizá Ulrika sobreviviera a aquello, pero él no lo lograría. Eran demasiados. Si al menos Gotrek estuviera allí…

—¡Cuidado abajo! —gritó una voz ronca y familiar desde lo alto, en el momento en que los adoradores del Caos chocaban con ellos.

Félix no se atrevió a mirar hacia arriba. Estaba demasiado ocupado en bloquear y parar los golpes de una docena de atacantes. Pero luego un chirrido de madera torturada siguió a las palabras, y entonces se arriesgó a echar una rápida mirada por encima del hombro. El muro vertical de cajones se inclinaba precariamente sobre sus cabezas. Félix gritó y se lanzó hacia la izquierda, y se le saltaron los puntos al desviar con el cuerpo las armas de los oponentes y estrellarse contra el suelo, sorbiendo entre los dientes apretados de dolor.

En el preciso momento en que los enmascarados se daban cuenta de lo que sucedía y gritaban, cuatro grandes cajones cayeron sobre media docena de ellos y se hicieron pedazos contra el suelo en una erupción de tablas, astillas y orinales, uno de los cuales rebotó y golpeó a Félix en la cabeza.

Gotrek bajó de un salto desde la brecha que había abierto, bramando gritos de guerra en khazalid, y mató a tres oponentes con dos barridos de hacha. Félix se puso de pie, vacilante, ya que el dolor de la herida que se le había abierto le provocaba mareos. Asestó tajos a su alrededor, medio cegado por la máscara que se le había ladeado. Se la arrancó y le asestó un tajo a un oponente que se enfrentaba con el Matador. El hombre gritó de dolor y giró sobre sí mismo para acometer a Félix con una hacha de mano. Gotrek lo decapitó sin volver la cabeza. Al otro lado del Matador, Ulrika le atravesó el estómago al guardia de la puerta. El hombre lanzó un alarido y murió.

—¡Matadlos! —gritó Gephardt por detrás de sus seguidores—. ¡Lo saben todo! ¡No se puede permitir que escapen!

Los adoradores del Caos avanzaron al mismo tiempo que invocaban a su dios bárbaro. Gotrek rugió al verlos venir, partió a uno de un tajo hasta las entrañas, y luego giró para enfrentarse con otros tres. Félix lanzó tajos a diestra y siniestra para mantener a distancia a los que fueron hacia él, y luego se agachó instintivamente cuando algo brillante destelló en lo alto. Era el farol de Gephardt, que volaba por encima de las cabezas de los atacantes para estrellarse detrás de Ulrika, a quien le salpicó la espalda de aceite encendido. Ella gritó y se dejó caer, para luego rodar por el suelo con el fin de apagar las llamas. Un oponente le atravesó una pierna. Otro le golpeó el pecho con un mazo.

—¡Ulrika! —gritó Félix, e intentó abrirse paso entre el desorden de cajones para llegar hasta ella.

Pisó en falso y se le atascó un pie dentro de un orinal. Resbaló cuando el recipiente patinó sobre el suelo de madera, por el que se propagaba el fuego. Se estaba prendiendo el muro de cajones, y también los que se habían partido.

Gotrek gruñó, fastidiado, pero avanzó hacia Ulrika, cuyos atacantes rechazó con el hacha. Félix intentó sacar el pie del orinal, pero volvió a resbalar. Lo acometió un adorador del Caos armado con un chafarote, que intentó aprovechar la situación. Félix paró los golpes con desesperación y estuvo a punto de caer. Al otro lado de la refriega, vio que Gephardt y otro hombre desaparecían detrás de un montículo de cajones.

—¡Gephardt se escapa! —dijo.

—¡Bueno, atrápalo! —replicó Gotrek, que mantenía a raya a cuatro adoradores del Caos mientras Ulrika rodaba detrás de él, aún humeando.

Félix gruñó. Apenas podía mantenerse de pie con aquel estúpido cubo para meados en el pie, y mucho menos correr. Bloqueó el golpe de un garrote tachonado de hierro, y le pateó la cara con el orinal al enmascarado que lo empuñaba. El latón se rajó a causa del impacto y el hombre se desplomó como un saco vacío. Félix sacudió el pie mientras bloqueaba otro golpe de garrote, pero no logró librarse del orinal. ¡Maldición! No tendría más remedio que correr con él. Atropello a los tres atacantes que tenía delante, dos de los cuales derribó al suelo, y corrió en la dirección por la que se había marchado Gephardt, golpeteando ridículamente con el orinal a cada paso, y con los oponentes persiguiéndolo de cerca.

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