—Supongo…, supongo que sí.
—Los dos éramos muy jóvenes, entonces —dijo ella—. Tal vez aún lo somos. —Rió con amargura—. Yo, desde luego, no he envejecido lo más mínimo.
Félix fue a recoger la camisa y se la puso mientras un torrente de recuerdos fluía hacia él a través de los años.
—Eras muy difícil de entender —dijo—. A veces, me daba la impresión de que me considerabas un plebeyo divertido que no valía más que un revolcón de verano. En otras ocasiones parecías actuar como si yo fuera tu salvador, alguien que te conduciría afuera del oblast y te mostraría el mundo. No sabía qué querías.
—Eso era porque yo tampoco sabía lo que quería —dijo Ulrika—. Quería…, quería… —Hizo una pausa, con los ojos perdidos a lo lejos, y luego rió súbitamente; fue una enorme carcajada de sorpresa, y se puso de pie mientras se pasaba con brusquedad una mano por el corto pelo blanco—. ¿Quieres que te diga cuándo acabó los nuestro? —Alzó un dedo—. Y eso demostrará que tú estabas en lo cierto y que fui yo quien decidió acabar con la relación, aunque hasta este preciso momento no me había dado cuenta de que era así.
—De acuerdo —dijo Félix mientras se ponía las botas, aunque ahora que ella lo había dicho, no estaba muy seguro de que quisiera saberlo. ¿Habría dicho algo ridículo? ¿Había demostrado ser un palurdo, de algún modo que desconocía?
—Te sometí a una prueba —dijo ella, que se reclinó contra la repisa de la chimenea y cruzó los brazos—, aunque por entonces no sabía que era eso. Y se trataba de una prueba que no podías superar, cualquiera que fuese la respuesta que dieras.
—No te entiendo —dijo Félix—. ¿Qué prueba?
Ulrika sonrió.
—¿Recuerdas cuando, en Karak-Kadrin, te pregunté si dejarías al Matador y te marcharías conmigo a Kislev?
El rostro de Félix se endureció.
—Sí que lo recuerdo. Dije que sí, que lo haría. Es la única vez que he faltado al juramento que le hice a Gotrek.
—Exacto —dijo Ulrika, asintiendo con la cabeza—. Y debido a eso, fallaste la prueba. A partir de entonces, comencé a pensar en ti como un hombre capaz de volverse atrás de un juramento, y ya no sentí por ti el respeto que antes te tenía.
—Así pues —dijo Félix, cuyo enojo iba en aumento—, ¿habría pasado la prueba si hubiera dicho que no me marcharía contigo?
—¡No! Por supuesto que no —replicó Ulrika—. Si hubieras dicho que no, eso habría demostrado que no me amabas lo suficiente como para volverte atrás de un juramento.
Félix parpadeó.
—Pero entonces era…
—Imposible. ¡Completamente! —Ulrika rió—. ¿Lo ves? ¡Joven y estúpida! Me consideraba una noble, y una noble debe tener un amante de honor intachable, un hombre que moriría antes de romper un juramento. Y sin embargo, al mismo tiempo, quería de mi amante una pasión y una devoción tales que estuviera dispuesto a pisotear su honor en el fango y renegar de sus amigos y su familia a la más mínima palabra mía.
Félix sacudió la cabeza con asombro.
—¡Por la misericordia de Shallya! No fue Krieger quien te convirtió en un monstruo. ¡Qué locura!
Ulrika le dedicó una sonrisa de dientes afilados.
—No existe monstruo más peligroso que una muchacha de diecinueve años con ideales.
Félix se echó a reír, y entonces hizo una mueca y se puso el jubón con delicadeza.
—Yo… debo confesar una lucha similar.
—¿Ah, sí?
Félix la miró, avergonzado.
—Tú eras lo que yo siempre había deseado; una muchacha hermosa, con valor e inteligencia, que amaba la vida y la aventura, y… —Hizo una pausa— Y el amor. Y aun así, también eras todo lo que yo siempre había odiado: una noble que no había trabajado ni un solo día en toda su vida. Una deportista que prefería cazar a leer, y cuya idea de la poesía era una canción de taberna kossar.
—¡Mentiras! —gritó Ulrika, que lo interrumpió—. Yo he trabajado más duramente de lo que tú jamás…
Félix alzó las manos.
—Lo sé, lo sé. En realidad no eras ninguna de esas cosas, sino sólo un símbolo de ellas. Y entonces también lo sabía, pero no podía evitarlo. Fui desairado por los hijos e hijas de los nobles durante todos mis años de estudiante, y te lo hice pagar a ti. Al amarte, estaba traicionando todos los ideales que había tenido sobre derrocar a los privilegiados y acabar con la tiranía de clases, y por tanto me sentía culpable. Pero cuando te miraba y te escuchaba, te veía según quién eras en lugar de verte según lo que representabas, y entonces me sentía mal por haberte metido dentro de un esquema.
—Y por eso yo me ponía de malhumor —dijo Ulrika.
Félix asintió con la cabeza.
—Y te enfadabas.
—Y provocaba…
—… discusiones sin sentido —dijeron los dos al mismo tiempo; luego rieron y se miraron a los ojos.
Toda una conversación pasó como un veloz destello entre ambos con esa mirada. Un reconocimiento de arrepentimiento, añoranza, culpabilidad, comprensión que llegaban demasiado tarde…, y a Félix le recorrió el pecho un dolor que nada tenía que ver con los puntos de la herida. Le volvió la espalda a ella, repentinamente enfadado, aunque no sabía si con Ulrika, consigo mismo o con el cruel destino. ¡Por los dioses, qué estúpidas naderías separaban a la gente! ¡Era todo tan injusto!
—¿Por qué no pudimos tener esta conversación hace años? —preguntó.
—Porque a falta de esos años… —dijo Ulrika con un suspiro— éramos más necios. Y no podíamos reconocer nuestro problema ni siquiera ante nosotros mismos, y mucho menos ante el otro.
Félix se volvió hacia ella.
—¡Pero piensa en lo que esos años podrían habernos reservado! Piensa en lo diferentes que podrían haber sido nuestras vidas si…
—Sí —asintió Ulrika, y el dolor que vio en sus ojos fue como una herida abierta—, ya pienso en ello. A menudo.
Félix se sonrojó.
—Ulrika. —Avanzó hacia ella—. Perdóname. Jamás se me pasó por la cabeza.
Alzó una mano para posarla sobre uno de los hombros de ella, pero Ulrika retrocedió, extendió una mano a modo de defensa y le enseñó los colmillos.
—¡No! ¡No puedes tocarme!
Félix se detuvo, confuso.
Ulrika le volvió la espalda, se rodeó el torso con los brazos y se quedó mirando el fuego.
—No podría soportarlo.
La mano de Félix cayó; tenía el corazón roto. Quería consolarla, pero ¿cómo? Se quedó mirándola, sin que se le ocurriera nada que decir.
Se abrió la puerta, y Gotrek apareció en la entrada.
—Está saliendo.
Ulrika suspiró. A Félix le pareció que era un suspiro de alivio.
* * *
Pero lo que hizo Gephardt fue cenar, a solas, en un restaurante cercano y, después, regresar a su casa, también solo. Era algo enloquecedor. Félix estaba seguro de que, en alguna parte de Nuln, la Hermandad de la Llama Purificadora estaba preparándose para usar la pólvora con algún propósito abominable, y que en cualquier momento podía suceder algo terrible. Pero ¿dónde? ¿Cuándo? ¿Y qué sería? Había pensado que Gephardt participaría en ello y los conduciría hasta el lugar, pero parecía que pasaría la noche en casa.
—Tal vez cometí un error —dijo—. Tal vez escogí al hombre equivocado.
Tras regresar de haber espiado la cena de Gephardt, él, Gotrek y Ulrika observaban la casa desde la ventana del salón delantero del señor Kirstfauver, a oscuras. Las lámparas de la mansión estaban encendidas, y la figura del joven se movía de un lado a otro por las habitaciones.
—Tal vez la expresión que vi en los ojos de Gephardt no era nada más que indignación —dijo Félix con un tono de desdicha.
—Te atacaron —le recordó Ulrika.
—Quizá fue otro miembro del Wulf's el que me reconoció y envió a aquellos hombres.
—Es él —afirmó Gotrek—. Está nervioso. Se pasea de un lado a otro. Bebe. Está esperando algo, algo que sucederá esta noche.
—Será mejor que así sea —dijo Félix—. La Espíritu de Grungni parte al amanecer.
—Y yo dejaré que se vaya, en caso necesario —replicó Gotrek.
Félix lo miró, sorprendido.
—No me marcharé hasta que Heinz haya sido vengado —declaró Gotrek con voz tronante—. No importa cuánto tarde.
Pasó otra hora.
—¿Y si Gephardt no participa en lo que va a suceder? —preguntó Félix desde la silla en la que estaba encorvado—. ¿Y si sólo está esperando noticias del éxito del plan? ¿Y si ya ha sucedido?
Gotrek soltó un bufido.
—Si alguien hubiera hecho estallar tanta pólvora en algún sitio de Nuln, lo habríamos oído.
* * *
La medianoche llegó y pasó. Gotrek permanecía en la ventana, observando atentamente, al parecer sin cansarse. Ulrika iba de una habitación a otra, intranquila.
Félix se quedó dormido, aunque con inquietud, y tuvo incómodos sueños sobre los momentos pasados con ella. Desde la conversación que habían mantenido, le resultaba difícil pensar en otra cosa. Cuando volvía la cabeza y la veía mirando por la ventana, se le clavaban en el corazón dagas de arrepentimiento. Esquirlas de recuerdos pasaban girando por su mente y cortaban con su filo todo lo que encontraban en su camino. Se sorprendía pensando que tenía que haber alguna manera de arreglarlo. Debía existir un modo de que, ahora que se conocían el uno al otro y a sí mismos, pudieran volver a lo que habían tenido, mayores, más sabios, y para siempre. Pero no lo había. Ulrika había muerto diecisiete años antes, en los brazos de Adolphus Krieger, y sólo la más oscura brujería de los albores de los tiempos le confería un remedo de vida. El estado en que ahora se encontraba no tenía vuelta atrás. No había ninguna manera de curarla, como no fueran la estaca, el fuego o el sol.
Félix se encolerizaba en silencio ante la injusticia de todo aquello. ¿Cuál no era la crueldad del destino al concederles una comprensión semejante de la realidad con décadas de retraso? Si hubieran hablado entonces como habían hablado ahora, podrían haber compartido la vida, haber viajado por el mundo el uno junto al otro, haber participado juntos de las maravillas, horrores y alegrías de la vida. En cambio, ambos habían vagabundeado solos entre sus compañeros, separados por inquebrantables murallas de muerte, distancia y malentendidos. Bastaba para que Félix tuviera ganas de echarse a llorar, o luchar contra algo que pudiera matarlo.
Se le ocurrió que si Ulrika no hubiera sido convertida en una vampira por Krieger, tal vez Félix habría intentado antes, y con más ahínco, lograr que Gotrek regresara a las costas del Viejo Mundo.
* * *
Al fin, casi tres horas después de la medianoche, Gotrek gruñó y sacó a Félix de su inquieto sueño.
—Tiene visita —dijo el Matador.
Félix y Ulrika se acercaron a la ventana. Ante la casa de Gephardt se detenía un carruaje. Bajó de él un hombre cubierto con una pesada capa. La puerta de la mansión se abrió para dejarlo entrar, y el coche se alejó cuando entró en ella. Era el propio Gephardt quien lo había recibido.
—¿Está dando una fiesta? —preguntó Félix—. ¿A esta hora de la noche?
—Una fiesta de caza, tal vez —dijo Ulrika.
Durante otra media hora, Gephardt y su huésped se movieron por detrás de las ventanas, charlando y bebiendo, y luego llegó a la casa otro hombre, a pie. Una vez más, la puerta se abrió antes de que el hombre llamara, y Gephardt lo hizo pasar.
En ese caso, sin embargo, Gephardt no lo agasajó. Se apagaron los faroles con rapidez y la casa quedó a oscuras. La mirada de Félix iba constantemente desde la puerta delantera a los pisos superiores, esperando que salieran o se retiraran escaleras arriba.
No hicieron ninguna de las dos cosas.
—Van a salir por el patio de carruajes —dijo Ulrika—. Estoy segura. Mis espías vendrán a informarme dentro de un momento.
Miró los tejados de las casas situadas a ambos lados de la mansión de Gephardt. Pasado un segundo, apareció una figura oscura que agitó una mano y señaló hacia la izquierda.
—¡Ah! Estaba en lo cierto. —Ulrika se volvió hacia la puerta—. Vamos. Se dirigen al sur.
Ir tras ellos en el carruaje de Ulrika los habría puesto en evidencia, así que Gotrek, Félix y ella siguieron a pie el carruaje de Gephardt a través del distrito Kaufman. Con sus cortas piernas, Gotrek estaba en desventaja en ese tipo de persecuciones, pero avanzaba, laboriosa e incansablemente, detrás de Félix, mientras Ulrika se adelantaba a toda velocidad y desaparecía entre las sombras para no perder de vista el carruaje. Félix no corría mucho más rápidamente que Gotrek. El día de descanso lo había revivido, pero también le había dejado más rígidos la herida y los torturados músculos. Cojeaba y apretaba los dientes a cada paso que daba.
La noche era fría y borrascosa. Los postigos golpeteaban contra las paredes y los árboles susurraban. Las lluvias de la noche anterior se habían reducido a lloviznas esporádicas, y las lunas aparecían y desaparecían tras una manada de nubes rápidas que cubrían el cielo como una estampida de toros grises.
Ulrika no tardó en desaparecer completamente de la vista. Félix continuó en la dirección que esperaba que hubiese seguido, sin dejar de preguntarse si los había dejado atrás intencionadamente, tal vez como venganza por no haberlas informado, a ella y a la condesa, con respecto a Gephardt. Pero luego, pasados unos minutos, ella reapareció a lo lejos y lo llamó con un gesto.
—Van hacia el Neuestadt —dijo cuando él llegó a paso ligero—. Hay que atravesar la puerta, y no creo que la guardia os deje pasar.
—Pero ¿a ti sí? —preguntó Félix, escéptico.
—Yo no necesito la puerta.
—¿Tienes alas?
—Algo parecido.
Félix miró hacia el fondo del Camino Comercial. El carruaje de Gephardt se había detenido ante la puerta del Altestadt, mientras el cochero hablaba con los guardias. ¿Cómo iban a pasar él y Gotrek, y hacerlo con la rapidez suficiente como para no perder de vista el carruaje?
Gephardt era hijo de un hombre rico, y tenía todos los pertrechos de un rico: el carruaje y el cochero, ropas impecables, amigos de alta cuna. Si decía que iba a algún burdel o salón de juego del Neuestadt, los guardias se llevarían la mano a la gorra y le harían una reverencia para que pasara. ¿Harían lo mismo en el caso del poeta y el Matador?
Félix se miró la ropa para hacer una evaluación. En ese momento iba bastante bien vestido, y eso contaba para algo; los guardias lo habían despertado cortésmente cuando, esa mañana, lo habían encontrado en el callejón, en lugar de expulsarlo del distrito a patadas y coscorrones, y aunque él y Gotrek estaban buscados por la guardia, su cara era lo bastante corriente como para poder pasar sin que le dedicaran una segunda mirada. Pero Gotrek…