Ulrika estaba a pocos centímetros de él. Sus afilados dientes destellaron a la luz del fuego.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Se lo pregunté! —Félix tragó. ¡Ella iba a matarlo!—. ¡A mí…, a mí también me preocupaba! Gotrek no hace ese tipo de cosas, pero sabiendo lo que piensa de ti y de tu señora, pensé que tal vez…
—¿Pensaste?
—¡Me equivoqué! —gritó Félix—. Dijo que podría matarte, pero que nunca te traicionaría.
Ulrika lo miró con ferocidad, y sus ojos azul hielo lo taladraron como si con ellos pudiera disecarle el alma. Luego, pasado un largo momento, suspiró y retrocedió, mientras sacudía la cabeza y reía para sí.
—¿Podría matarme, pero no me traicionaría? ¡Ja! Eso parece muy propio del Matador.
—Entonces, ¿me crees? —preguntó Félix, que apenas se atrevía a respirar.
—Sí —respondió Ulrika—. Te creo. —Luego, frunció el entrecejo—. Pero esto es una desgracia.
—¿Por qué?
Ulrika lo miró con expresión de disculpa.
—La condesa creyó la historia de la señora Wither, al igual que yo. Así pues, cree que tú y Gotrek me habéis traicionado. No está contenta. De hecho, nos dio permiso a la señora Wither, a la dama Hermione y a mí misma para mataros si os encontrábamos.
—¡Por Sigmar! —El corazón de Félix latía aceleradamente. ¡Tres mujeres vampiras muy viejas, poderosas y dementes, todas tras su sangre! ¿Podían empeorar más las cosas?—. ¡Tienes que contarles la verdad! ¡Diles que abandonen!
—No temas nada, Félix —dijo Ulrika—. Yo repararé el daño. Le contaré a la condesa lo que me has dicho. Todo se arreglará.
Félix tragó e intentó controlar la acelerada respiración.
—Eso espero.
—No te preocupes —dijo ella con una sonrisa tranquilizadora—. Yo soy su favorita, y la señora Wither es su rival. Me creerá a mí. —Posó los ojos sobre la ropa de Félix—. ¡Pero mírate! Estás chorreando sobre la alfombra. ¿Qué clase de anfitriona soy? —Fue hasta el armario—. Veamos qué podemos encontrar para ti.
Félix parpadeó ante el repentino cambio de humor y tema. Ulrika parecía haber desdeñado la sentencia de muerte de la condesa sin pensárselo dos veces, pero a él le resultaba difícil imaginar que las cosas pudieran ir tan bien como ella parecía pensar.
Recorrió con la mirada la lujosa habitación mientras ella rebuscaba en el armario. La casa del padre de Gephardt era visible a través de la ventana delantera.
—¿Cómo encontraste este sitio desde el que vigilar? —preguntó—. No me digas que da la casualidad de que la condesa es propietaria de una casa que está directamente enfrente de la de Gephardt.
Ulrika sacó del armario un batín de seda azul de Catai y se lo tendió.
—Toma. Esto te quedará bien. Póntelo.
Félix lo cogió y lo dejó sobre la cama, en espera de que ella se retirara.
Ella se sentó en un sillón.
—Como ya he mencionado en una ocasión anterior, la condesa tiene muchos clientes entre la nobleza, y es muy buena en… —Le frunció el ceño a Félix—. ¿Qué sucede? Vístete. Te morirás de enfriamiento.
—Eh… —comenzó Félix, ruborizándose.
—¡Oh!, no seas idiota —dijo Ulrika, y puso los ojos en blanco—. Como si no lo hubiera visto todo antes, cuando éramos… —Calló al ver la expresión de Félix, y soltó un bufido—. De acuerdo, de acuerdo. —Se levantó, cogió el asiento, un sillón de roble y cuero, como si no pesara nada y lo volvió para que quedara de cara al fuego—. Ya está. No miraré, lo prometo. —Se sentó y se puso a contemplar las llamas.
Félix clavó una mirada feroz en la espalda de ella; luego se encogió de hombros y comenzó a quitarse la ropa empapada.
—¿Dónde estaba? —le dijo Ulrika a la chimenea—. ¡Ah, sí! La condesa tiene muchos clientes ricos, y es muy buena en lograr que hagan lo que ella desea. Su voz puede ser muy hipnótica cuando quiere.
—Como la tuya —dijo Félix al recordar a los aturdidos guardias.
—Yo estoy aprendiendo —replicó Ulrika, y luego continuó—. Ésta es la casa del señor Jorgen Kirstfauver. Cuando el capitán Reingelt informó a la condesa, es decir, a madame Du Vilmorin, de que habías descubierto que el hijo de Linus Gephardt era uno de los miembros de la Llama Purificadora, supo de inmediato dónde vivía, ya que Gephardt padre es, por supuesto, otro cliente de nuestra casa. Así que fue la simplicidad misma para ella visitar al señor Kirstfauver e invitarlo a catar a las muchachas más jóvenes y nuevas de la casa durante todo el tiempo que quisiera, a cambio de usar su casa y sus sirvientes durante un día; con la más grande de las discreciones, claro está. El señor Kirstfauver está embelesado con madame Du Vilmorin, como todos los hombres, así que consintió de inmediato.
—¿Y si tenemos que esperar más de un día? —preguntó Félix mientras se despojaba de la camisa de lino mojada y cogía el batín.
Ulrika rió entre dientes.
—El tiempo tiene tendencia a pasar casi inadvertido en la casa de madame Du Vilmorin. El señor Kirstfauver se encontrará con que estaba tan embrujado por la belleza de sus compañeras de lecho que los días simplemente pasaron volando. —Hizo una pausa, con el ceño fruncido—. ¿Dónde está Gotrek, por cierto?
Félix se puso rojo de vergüenza. Había estado allí, hablando durante todo ese tiempo, mientras Gotrek continuaba bajo la lluvia, vigilando la parte posterior de la casa.
—¡Por Sigmar! Está vigilando el patio de carruajes de Gephardt, como debería estar haciendo yo con la parte delantera. —Se encaminó con enojo hacia la puerta—. Me has apartado de mi puesto. Gephardt podría haberse escapado.
—No temas, Félix —dijo Ulrika—. Tengo siete espías vigilando la casa. Si se marcha, nos enteraremos.
—¡Siete! —Félix la miró fijamente. ¿Siete espías? ¿Y él no había visto ni a uno solo?
Ella desplegó las manos ante sí.
—¿Lo ves? Si nos lo hubieras contado, como deberías haber hecho, esta noche podrías haber dormido en una cama caliente. Por tu testaruda insistencia en hacer las cosas por tu cuenta te has empapado hasta los huesos, y el zorro podría haberse escapado mientras dormías. —Le dedicó una sonrisa presumida—. ¿Quieres aliviar ahora a Gotrek de su miseria?
Félix volvió a sonrojarse. Quería que Gotrek entrara a guarecerse de la lluvia, pero la idea de que el Matador lo encontrara vestido con un batín de seda y en compañía de Ulrika lo acobardaba.
—Sí, lo… Dentro de un momento.
Fue hasta la espada y la desenvainó. Ulrika pareció alarmada hasta que él se acercó a la ventana lateral, que daba al callejón donde había pasado la noche. La abrió y golpeó el plano de la hoja contra el alféizar de piedra. Ulrika lo miró con curiosidad.
—Es nuestra señal —explicó Félix.
Se asomó a la ventana hasta que vio aparecer la forma achaparrada de Gotrek al final de la manzana, y mirar calle abajo, hacia la casa de Gephardt. Entonces, le chistó.
El Matador alzó la mirada y Félix agitó un brazo, para luego señalar la puerta delantera. Vio que una expresión de iracunda confusión pasaba por la cara de Gotrek antes de que cruzara la calle.
Félix y Ulrika llegaron a la entrada justo cuando el mayordomo abría la puerta.
—¿Qué es esta estupidez? —dijo Gotrek al entrar con la barba chorreando agua—. Sólo debías hacer la señal si… —Calló al ver el batín de seda de Félix; luego miró detrás de él, vio a Ulrika, y sonrió despectivamente—. ¡Ah! No interrumpo nada, ¿verdad?
—Deja que te lo explique —pidió Félix.
—¿Eres tú el que da las explicaciones? —preguntó Gotrek, que cerró la puerta tras de sí—, ¿O es ella quien maneja los hilos?
—Yo… —dijo Félix.
—Félix no está fascinado, Matador —dijo Ulrika—. Yo simplemente lo invité a guarecerse de la lluvia, como ahora te invito a ti. Si hubierais acudido de inmediato a la condesa cuando os enterasteis de quién era Gephardt, podríais haber esperado a cobijo de la noche, y cómodos, aquí dentro, en lugar de empaparos ahí fuera.
Gotrek gruñó.
—¿Y quién vigila la casa mientras nosotros esperamos cómodamente?
—Tengo a siete espías vigilando la casa —dijo Ulrika—. Confiad en mí, vuestra presa no se escabullirá en tanto vosotros disfrutáis de la hospitalidad de la condesa.
El Matador volvió a gruñir, al parecer descontento porque todas sus preguntas habían sido respondidas de modo razonable. Por un momento, pareció a punto de dar media vuelta y salir otra vez a la lluvia, pero luego se pasó los gruesos dedos por dentro de la cresta y sacudió al suelo el agua resultante.
—En ese caso, consígueme un paño, algo de comida y una cerveza.
Ulrika hizo una cortesía, con una sonrisa socarrona en los labios.
—Al momento, señor enano. Sólo vivimos para servir. Hallaréis un fuego en el saloncito que hay a vuestra izquierda.
Dio media vuelta y desapareció a través de una puerta de servicio.
Gotrek avanzó hacia la entrada del saloncito, y luego se volvió para mirar a Félix.
—Vete a dormir, humano. Solo.
Félix sorbió por la nariz.
—¿Después de todos estos años, no te fías de que no haga el idiota?
Pareció que Gotrek iba a espetarle una grosería, pero se contuvo y se encogió de hombros, con aspecto casi contrito.
—No me fío de ningún humano cuando hay cerca una de esas cosas. Ahora, vete a dormir un poco.
Giró y entró en el saloncito. Félix lo miró con ferocidad durante un momento, y después comenzó a subir la escalera para encaminarse al dormitorio donde había dejado la ropa.
* * *
Félix despertó lentamente. La habitación estaba a oscuras salvo por el lento oscilar de la luz del fuego. La gran cama de cuatro columnas era blanda, cálida y envolvente. El tamborileo de la lluvia contra las ventanas le resultaba relajante. El olor a lino y lana limpios era reconfortante. Bostezó y se desperezó, y entonces gimoteó como un perro al que le han pisado una pata cuando los puntos del costado le causaron nuevo dolor.
Se enroscó como una bola, sorbiendo entre los dientes y parpadeando para librarse de las lágrimas. En la borrosa penumbra vio una cara. ¡Había alguien junto a su cama! Se echó bruscamente atrás y volvió a chillar a causa de la herida.
—Buenas noches, Félix —dijo Ulrika, riendo.
Él la miró con ferocidad, jadeando y sudoroso. Estaba sentada en el sillón, en una postura desgarbada, otra vez vestida con atuendos de hombre, y daba la impresión de que llevaba mucho rato allí.
—¿Qué…, qué…, qué quieres? —logró decir al fin—. ¿Ya es la hora?
—No, no. Nuestro zorro no ha salido aún de la madriguera —replicó ella—. Pero ha llegado la noche. Podría salir dentro de poco. Pensé que tal vez querrías alimentarte…, perdón, comer, antes de que se ponga en movimiento.
—Sí. —Félix se sentó con mucho cuidado—. Sí, es un buen plan.
Ella se levantó y volvió el sillón de espaldas a él con la misma facilidad de antes, y luego se sentó otra vez y señaló el arcón que había a los pies de la cama.
—Han secado y cosido tu ropa, y hay una jofaina junto al fuego, y un jarro de agua tibia delante.
Félix se frotó los ojos soñolientos, luego gruñó y salió de la cama sorbiendo entre los dientes apretados de dolor. Se puso las medias y los calzones, y se encaminó hacia el fuego.
—Te sentirás aliviado al saber —dijo Ulrika detrás de él— que mientras dormías le envié mensaje a la condesa para decirle que tú y el Matador no le habíais revelado mi existencia a Makaisson, después de todo, y pedirle que les diera la contraorden a la dama Hermione y la señora Wither.
—Gracias —dijo Félix—. ¿Y ha respondido? —Vertió agua en la jofaina. Estaba a la temperatura perfecta.
—Aún no —replicó Ulrika—. Es improbable que lo haga esta noche. La mayoría de sus sirvientes están ocupados, ya sea en el burdel o vigilando a la Llama Purificadora.
Félix se estremeció mientras se enjabonaba las manos y la cara. Se alegraba de saber que Ulrika había enviado el mensaje, pero sería incapaz de relajarse del todo mientras no supiera que la condesa había anulado la orden de ejecución.
—Pareces muy joven cuando duermes, Félix —dijo Ulrika—. Igual que cuando nos conocimos.
Félix se atragantó. Alzó la cabeza, cubierto de jabonaduras.
—Tú… ¿Durante cuánto tiempo has estado observándome? —El pensamiento lo inquietaba.
—Nuestra raza no duerme —dijo Ulrika.
Félix frunció el entrecejo y se echó agua en la cara. Esa no era realmente una respuesta.
—Lo cual es lamentable —continuó ella— porque lleva a la contemplación, y tal vez a la locura. —Félix la oyó suspirar—. Estaba recordando cómo era nuestra relación cuando nos conocimos, y preguntándome si las cosas habrían sido diferentes, si esto podría no haber sucedido, en caso de que tú no hubieras perdido el interés en mí.
Félix soltó un bufido, y el agua que le entró con fuerza por la nariz le causó dolor. Tosió y carraspeó, convulso, con los ojos chorreando lágrimas y un dolor tremendo en la herida del costado.
—¡¿Yo…?! —Sufrió una arcada y volvió a intentarlo—. ¡¿Yo perdí el interés en ti?! ¡Tú me dejaste por Max!
Ella se volvió en el sillón y lo miró, con una ceja alzada.
—Vamos, Félix. Eso fue mucho después de que todo hubiera acabado entre nosotros.
Félix la miró con ferocidad. Le sorprendía lo mucho que escocían aún las viejas heridas.
—¿Fue así? Me habría gustado que se te hubiera ocurrido contármelo.
—Tal vez no hablamos de ello —dijo Ulrika, y luego rió entre dientes—. Por entonces, éramos muy buenos en no hablar de las cosas, ¿no es cierto? Pero ambos lo sabíamos.
—No estoy seguro de que yo lo supiera —replicó Félix con rigidez—. Creo recordar que tú perdiste el interés en mí antes de que yo lo perdiera en ti. ¿Por qué, si no, provocabas todas aquellas discusiones sin sentido? ¿Por qué, si no, tu malhumor? ¿Los enojos repentinos?
Ulrika soltó una carcajada.
—¡Te estás describiendo a ti mismo!
—¡Yo sólo reaccionaba ante lo que hacías tú!
Los ojos de Ulrika destellaron, y se levantó de un salto para encararlo. Félix retrocedió, acobardado, repentinamente consciente de que estaba medio desnudo y enfrentado a un monstruo bien armado e inhumanamente fuerte.
Ulrika pareció darse cuenta de lo mismo, porque se tranquilizó de repente y se sentó sobre un brazo del sillón, con la cabeza baja.
—Te pido disculpas, Félix. Tienes toda la razón. Yo provoqué muchas de aquellas peleas, y es verdad que tenía repentinos ataques de malhumor y enfado. Pero tú también.