Matahombres (22 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

—Fantástico —dijo Félix—. ¿Y confías en que no nos atacarán cuando esto haya terminado?

—No lo sé. —Ulrika suspiró y miró por la ventanilla hacia la noche iluminada por antorchas—. Por mucho que me entristecerá verte partir, pienso que lo mejor es que os marchéis pronto.

—Sí —asintió Félix. Correr hacia los demonios para huir de los vampiros. ¡Qué vida!

* * *

Ulrika dejó a Félix en Las Chabolas, donde lo había recogido. Cuando iba hacia los restos de El Cerdo Ciego, vio una gran actividad bajo el resplandor amarillo de brillantes faroles. Junto a la taberna en ruinas se había detenido una carreta, y Heinz y sus guardias echaban dentro de ella maderos ennegrecidos.

—¡Cuidado abajo! —gritó una voz que le era familiar a Félix, y una sección del tejado de la taberna se desplomó y cayó al suelo.

Gotrek quedó a la vista en los restos del piso superior. Estaba negro de hollín de pies a cabeza, y llevaba un pañuelo atado sobre la boca y la nariz.

—Por esto los enanos odiamos los árboles —le gritó a Heinz, mientras cortaba unas vigas quemadas—. Los árboles arden. La piedra, no.

—Sí, bueno, no todos podemos permitirnos construir con piedra —dijo Heinz.

—Ahora sí que puedes —replicó Gotrek.

—¡No aceptaré tu oro, maldito seas! —dijo Heinz, que se irguió en toda su estatura y posó una mirada de indignación en el Matador—. Ya te lo he dicho una vez.

«
Oro
—pensó Félix—.
¿Gotrek aún tiene oro?
»

—¿Piensas que voy a regalártelo? —preguntó Gotrek—. Te pago el próximo millar de copas por adelantado.

—Ese brazalete vale un millar de millares de copas —dijo Heinz, malhumorado.

—Traeré a algunos amigos.

Heinz bufó y le volvió la espalda para levantar otro tablón quemado.

—¿Y qué amigos tienes tú, miserable refunfuñón? —murmuró para sí mismo, pero sonreía a pesar de todo.

Gotrek vio llegar a Félix y bajó por una escalera de mano para reunirse con él junto a la carreta. Al lado del vehículo había medio barril de cerveza abierto. Gotrek hundió en él una jarra y bebió en abundancia, tras lo cual se enjugó la boca y dejó una enorme mancha de hollín.

—¿Qué dijo el parásito? —preguntó.

Félix vaciló, mientras consideraba cuánto debía contarle acerca de la visita al burdel de la condesa. ¿Debía mencionar el intento de la condesa de arrancarle una promesa de buen comportamiento por parte de Gotrek? ¿Debía hablarle de la dama Hermione y la señora Wither, y de su intención de asesinarlos si le revelaban a alguien su existencia? Tal vez sería mejor no levantar la liebre. Por otro lado, debía conocer a los otros jugadores de la partida.

—La condesa desconfía de ti tanto como tú de ella.

—Tiene motivos —gruñó Gotrek.

—Y tiene aliadas, rivales, en realidad, que no quieren que tengamos nada que ver con el asunto.

—¿Aliadas?

—Otras dos mujeres vampiras —dijo Félix— una hermosa seductora y una…, una cosa embozada, quemada por el sol, al parecer, que se oculta bajo ropones. Al final, la condesa las convenció de que nos necesitaban para derrotar a los adoradores del Caos, pero yo pienso que preferirían matarnos.

—Que lo intenten —dijo Gotrek—. Yo no les hice ninguna promesa.

Félix tosió.

—De todos modos, puede que la condesa nos haya proporcionado la pista de la Llama Purificadora que hemos estado buscando. Podría ser políticamente conveniente que contuvieras tu mano, al menos hasta que encontremos a esos hombres y la pólvora.

—Políticamente conveniente. —Gotrek escupió las palabras como si fueran la más vil herejía—. ¿Qué pista es ésa?

Félix sacó del bolsillo el colgante en forma de cabeza de lobo.

—Ulrika le quitó esto a uno de los adoradores anoche. Es la insignia que llevan los miembros del Wulf's, un club para burgueses ricos. Ella y la condesa piensan que algunos otros de los líderes del culto podrían también ser miembros de ese club. Quieren que vaya allí y escuche, con la esperanza de que oiga una voz que pueda reconocer por haberla oído durante la lucha.

—Esa es una pobre esperanza, humano. No vale una alianza.

—Estoy de acuerdo —asintió Félix—, pero es la única esperanza que tenemos, de momento.

Gotrek gruñó, insatisfecho. Su mirada volvió a ascender hasta el esquelético piso superior de la taberna.

—Iré a ver a mi hermano para pedirle que vayamos a cenar al Wulf's mañana por la noche —dijo Félix—. Es miembro del club.

Gotrek asintió con la cabeza, distraído. Acabó de un solo trago la cerveza que le quedaba en la jarra y echó a andar hacia la escalera de mano.

—No parece el tipo de trabajo para mí. Regresa cuando me hayas encontrado algo para matar.

—¡Ah, Gotrek! —gritó Félix tras él.

Gotrek se detuvo y giró sobre sí mismo.

—¿Eh?

—¿Le…, le vas a dar oro a Heinz para que repare El Cerdo Ciego?

—Sí.

Félix frunció el entrecejo.

—Dijiste que estábamos arruinados. No comimos nada durante los últimos dos días antes de llegar a Nuln.

—Estamos arruinados —gruñó Gotrek. Alzó la gruesa muñeca derecha, cargada de brazaletes de oro que dejó brillar a la luz de los faroles—. Hay oro que no es para gastarlo.

—A menos que se queme la taberna de un amigo —dijo Félix.

—Sí —replicó Gotrek, y echó a andar otra vez hacia la escalera de mano.

Félix observó al Matador mientras subía y avanzaba cuidadosamente por el ruinoso piso superior para escoger, con ojo experto, las secciones que demolería a continuación. En su feo rostro había una expresión satisfecha que lindaba con la felicidad. De repente, Félix recordó que Gotrek había sido ingeniero antes de afeitarse la cabeza y hacer el Juramento del Matador. Sintió una extraña melancolía al pensar que, si no hubiese tenido lugar la tragedia que, cualquiera que fuese, había impelido a Gotrek a convertirse en Matador, eso era lo que habría sido, constructor de casas y salones. ¿Habría sido feliz sólo con eso? ¿Realmente había habido una época en que el simple trabajo había colmado el corazón de Gotrek?

* * *

A la mañana siguiente, justo antes de mediodía, Félix visitó la oficina de Jaeger e Hijos. La larga habitación de iluminación mortecina estaba ocupada por hileras de tenedores de libros sentados en altos taburetes e inclinados sobre sus libros mayores, como un ejército de cigüeñas jorobadas cuyas plumas volaban del tintero al pergamino y de vuelta. Había niños que correteaban entre ellos para transportar libros de contabilidad casi tan pesados como ellos. El aire olía a pabilo de vela y polvo.

—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó un hombre pálido, con gafas y grandes mandíbulas, que se encontraba sentado ante un alto escritorio, cerca de la puerta de entrada. Tenía los dedos y los labios manchados de tinta.

—Estoy buscando a Otto Jaeger. Es mi hermano.

—¿Tenéis una cita?

—No. Soy su hermano.

El tenedor de libros sorbió por la nariz como si eso no cambiara para nada las cosas.

—Veré si está recibiendo. ¡Rodik! —gritó por encima de un hombro—, pregúntale a herr Jaeger si quiere ver a su hermano.

Un niño delgado saludó y luego se alejó corriendo entre las hileras de altos escritorios, para desaparecer por un recodo, mientras el tenedor de libros volvía a sus cuentas sin hacer caso de Félix. El raspar de la punta de las plumas sobre el pergamino inundó la estancia mientras esperaba. A Félix le parecía el sonido de un centenar de ratas que arañaran las paredes de un centenar de jaulas. Lo recorrió un escalofrío. Pensó en si hubiera continuado por el camino que le había marcado su padre. Habría pasado la vida en una habitación como ésa, sumando cuentas, inquieto por la entrega de mercancías, preocupado por el precio de la avena y por cuánto debía darles como soborno a las autoridades locales.

El pensamiento le hizo sonreír. ¿Por qué le sucedía que, cuando se encaraba con una horda de bramantes orcos anhelaba tanto esa vida, y cuando se encaraba con esa vida deseaba tanto una horda de bramantes orcos? En alguna parte de la adivinanza podría haber encontrado una perogrullada, si a él le quedaran aún energías para ese tipo de cosas.

El niño asomó la cabeza por la esquina.

—¡Dice que lo recibirá, señor! —gritó.

El tenedor de libros dio una palmada sobre el escritorio y se puso de pie.

—¡No grites, pequeño goblin! —rugió—. ¡Molestas a los demás! Acércate y dímelo con cortesía, como un caballero. —Una vena le latía en la pálida frente.

—Lo siento, herr Bartlemaas —dijo el niño con los ojos fijos en el suelo—. Herr Jaeger recibirá a…, eh…, herr Jaeger.

—Mejor —dijo el jefe de administración—. Ahora, acompaña a nuestro huésped hasta la oficina de herr Jaeger. Y ni un solo grito más, u hoy no habrá moneda para ti.

Félix siguió al cabizbajo niño a través de la oficina, mientras luchaba contra el impulso de desenvainar la espada y hacer astillas aquel lugar.

—Tendrás que ser breve, hermano —dijo Otto sin levantar los ojos de los documentos que tenía esparcidos sobre el enorme escritorio—. Estoy esperando a unos representantes del Gremio de Gabarreros que llegarán en cualquier momento. No puedo hacerlos esperar.

En comparación con la opulencia de su casa, la oficina de Otto era tan sobria como la celda de un monje: una habitación pequeña con una estufa de hierro en un rincón, un par de sillas ante el gran escritorio, y librerías del suelo al techo en todas las paredes, ocupadas por enormes libros mayores, cada uno con un mes y un año impresos pulcramente en el lomo. Las plumas, secantes y frascos de tinta de Otto eran todos de fabricación económica, y el farol que usaba para alumbrar su trabajo no se diferenciaba del que tendría cualquier granjero. Félix se preguntó si el aspecto de pobreza de la oficina sería algo premeditado por parte de su hermano, con el fin de poder alegar un mes de pocas ganancias ante los asociados. Ciertamente, no le creía incapaz de hacerlo.

—Bueno, yo… —Félix calló por un momento; luego, reunió valor y continuó—. He estado pensando en tu oferta.

Otto alzó los ojos con burlona sorpresa.

—¿Qué es esto? ¿Deseáis ensuciaros las manos, mi señor? ¿Deseáis descender de vuestra alta torre y reuniros con nosotros, los meros mortales, en el mundo real? —Rió entre dientes y, con tono normal, continuó—: ¿Qué ha sucedido? ¿El pequeño maníaco del hacha te ha despedido al fin?

Félix se mordió la lengua. Una respuesta inteligente lograría su propósito.

—¿Despedirme? No, pero ha estado a punto de convertirme en ceniza. Me estoy hartando de coleccionar cicatrices.

—No me digas que estabais detrás de esos incendios que hubo anoche en Las Chabolas —dijo Otto, cuyos ojos se abrieron más.

—No exactamente detrás —replicó Félix—, pero sí en medio de ellos.

Otto se encogió de hombros.

—Bueno, al fin lo has dejado. Y, además, me has hecho un buen favor. Sacaré buenos beneficios de la venta de ladrillos y madera para la reconstrucción.

—A precios de guerra —dijo Félix con tono seco.

—Naturalmente —asintió Otto—. Bien, ¿qué te gustaría hacer?

«
El vil aprovechadillo
», pensó Félix. ¿Era de extrañar que los cultos como el de la Llama Purificadora florecieran cuando los hombres como Otto hacían presa en los pobres y desafortunados? Inspiró profundamente y relajó los puños apretados.

—De eso me gustaría hablar contigo —dijo al fin—, pero no quiero ocuparte el tiempo de trabajo. Tal vez…

Se oyó un golpe en la puerta, y se asomó el niño.

—Han llegado los gabarreros, señor —dijo.

—Gracias, Rodik —respondió Otto—. Diles que les veré dentro de un momento. —Cuando el niño volvió a desaparecer, se puso de pie y salió de detrás del escritorio—. Ven a cenar conmigo esta noche, en El Martillo Dorado —le dijo a Félix, y luego lo miró de arriba abajo—. ¿Tienes una muda de ropa en buen estado?

—¿Eh?, no. Mi ropa se chamuscó un poco, y ésta es prestada —explicó Félix—. Y supongo que no podríamos cenar en el Wulf's, en lugar de en El Martillo Dorado, ¿verdad?

Otto hizo una mueca.

—¿El Wulf's? ¿Por qué ibas a querer ir allí? Es un lugar horrible.

—He oído decir que es más, eh…, informal que El Martillo Dorado —dijo Félix.

Otto sonrió desdeñosamente.

—Un puñado de grajos acicalados que no han trabajado un solo día en toda su vida. Van muchos de los compañeros de estudios de Gustav.

—¿Y Gustav también va? —preguntó Félix, repentinamente esperanzado. Eso facilitaría las cosas. Podría preguntarle al muchacho por los otros miembros. Tal vez habría notado algo.

Otto negó con la cabeza.

—Al Wulf's, no. Piensa que representa la antítesis del verdadero discurso, o comoquiera que lo llame. Además, en el Wulf s tratan mal a los que son como él.

—Sigo queriendo verlo —dijo Félix—. Si voy a vivir aquí, quiero saber qué clase de diversiones hay.

Otto sonrió afectadamente, con aire sabio.

—Ya veo cómo son las cosas. Te has cansado de las privaciones del camino, y quieres vivir un poco. Bueno, no te lo reprocho. El Wulf's es ciertamente informal. La noche no se considera acabada hasta que a algún joven idiota se lo llevan sus amigos a los cirujanos. Pero si quieres ir…

—Parece divertido —dijo Félix, con lo que esperaba que fuera un tono adecuadamente esnob.

—Muy bien. —Otto rebuscó en el bolsillo—. Ve a ver a mi sastre. ¿Recuerdas dónde está? Bien. Dile que lo cargue en mi cuenta. Ya lo deduciré de los beneficios de tus libros. Y coge esto para hacerte afeitar y recortar el pelo. Pareces un kurgan. —Puso un puñado de monedas de oro, plata y cobre en la mano de Félix—. ¡Rodik! —gritó.

Un momento más tarde, el niño se asomó por la puerta.

—¿Sí, señor?

—Acompaña a mi hermano hasta la salida y haz pasar a los gabarreros.

—Sí, señor.

—Pasa por casa a las siete, Félix —dijo Otto—. Iremos desde allí.

—De acuerdo —replicó Félix—. Hasta la noche.

Siguió a Rodik afuera de la oficina.

Antes de que llegaran a la puerta de salida, Félix se detuvo.

—Rodik —dijo.

—Sí, señor —respondió el niño, y se paró.

—¿Quieres ser empleado de oficina?

A la cara del niño afloró una expresión aterrorizada, y lanzó veloces miradas hacia herr Bartlemass y la oficina de Otto.

—¡Ay, sí, señor! Más que nada en el mundo, señor.

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