Matazombies (48 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

—Ni ninguna creación nigromántica —dijo el padre Marwalt.

—Ni hechizo de muerte alguno —añadió el magíster Marhalt.

—En ese caso, adelante —dijo Dominic.

Entraron en el claro, y de inmediato vieron que había sido visitado recientemente. La maleza estaba aplastada y había huellas sobre las hojas medio descompuestas del suelo, unas dejadas por pies descalzos, algunas por pesadas botas y otras por pies formados sólo por huesos.

—La entrada se encuentra en la choza —dijo Dominic—. Estaba oculta, pero…

El capitán de la Reiksguard encabezó la marcha y asomó la cabeza al interior, con cautela. Tras una breve ojeada, les hizo un gesto a los otros para que continuaran.

Félix siguió a Gotrek al interior, y miró a su alrededor. Estaba tan desvencijado como el exterior, sin techo y lleno de malas hierbas, pero en un rincón habían levantado las tablas ennegrecidas para dejar a la vista un agujero cuadrado de piedra tallada que había debajo, con escalones que descendían hacia la oscuridad. A un lado había una puerta de piedra partida en dos. Dominic gruñó al verla.

—No hagáis ruido, amigos —dijo Max—. Podría haber guardias dentro del túnel.

—Yo entraré primero —dijo Gotrek.

Nadie se lo discutió, y el Matador avanzó hacia los escalones, seguido por Félix. Dominic Reiklander se situó a su lado y volvió a abrir la cortinilla de la lámpara, pero el capitán de la Reiksguard tosió.

—Mi señor —dijo—, tal vez deberíamos ir nosotros delante.

Dominic negó con la cabeza, aunque estaba pálido. —No, capitán Hoetker —dijo—. No aceptaré que me entreguen mi castillo. Lo tomaré yo.

El capitán pareció descontento, pero sólo pudo inclinar la cabeza con respeto, y formar detrás de él. Max y los gemelos cerraron la retaguardia, y la procesión siguió a Gotrek hacia la oscuridad.

El túnel era lo bastante ancho como para que avanzaran dos hombres, lado a lado, y continuaba hacia el sur en línea recta hasta donde llegaba la vista de Félix, cosa que, había que admitirlo, no era mucho. Más allá de la luz de la lámpara estaba todo negro como la brea, pero resultaba evidente que Gotrek podía ver lo bastante como para continuar caminando con despreocupación, mientras el hacha se mecía a su lado.

Escasos momentos más tarde, algo centelleó en la oscuridad, ante ellos, y Félix distinguió un bulto grande que les cerraba el paso. Gotrek no ralentizó la marcha, aunque lo hicieron todos los demás, poniéndose en guardia y susurrando entre sí mientras continuaban andando. Al cabo de pocos pasos, el centelleo se convirtió en monedas de oro desparramadas, y el bulto se reveló como un cuerpo desplomado contra la pared, con los ojos desorbitados y las manos sobre el pecho.

—¡Von Geldrecht! —exclamó Dominic con voz ahogada.

Era, en efecto, el comisario, con todos los bolsillos llenos de oro, y con mochilas, zurrones y sacos, muy llenos del mismo metal, atados y colgados por toda su persona.

—Y el tesoro de vuestro padre —dijo Félix—. Engañó a vuestra madre para que abriera el escondrijo.

—¡Ladrón! —gruñó el joven señor—. Siempre fue demasiado aficionado al oro.

—Bueno —dijo Max, mientras se acuclillaba junto al cuerpo y lo miraba a los ojos—, entonces, os complacerá saber que murió por eso. El esfuerzo de transportarlo fue excesivo para él.

Gotrek soltó un bufido.

—Patético.

Dominic miró con incertidumbre el tesoro derramado, y luego hizo un gesto para que continuaran.

—Tendremos que dejarlo, por el momento. Ninguno de vosotros hablará de esto hasta que haya sido recuperado, ¿entendido?

Se oyó un murmullo general de asentimiento, aunque algunos de los caballeros miraron por encima del hombro al continuar, y Félix lo miró con el ceño fruncido, intrigado.

—¿Por qué Draeger y sus hombres no lo desplumaron? —preguntó este último—. Esta fue su ruta de huida.

—Entonces es que no llegaron hasta tan lejos —dijo Gotrek.

Y a unos cien pasos más adelante, la predicción del Matador quedó demostrada. El pasadizo estaba atestado de cuerpos descuartizados y armas rotas, y las paredes aparecían festoneadas con sangre.

—¿Quiénes eran éstos? —preguntó Dominic, mientras pasaba remilgadamente por en medio de la carnicería.

—Un capitán de la milicia y sus hombres —informó Félix—. Intentaron escapar después de que Kemmler y sus esqueletos entraran. —Hizo una mueca de dolor al encontrar a Draeger entre los cuerpos. Estaba en tres partes, y parcialmente devorado—. Parece que se encontraron con algunos rezagados.

Dominic se estremeció, y luego continuó avanzando.

El pasadizo acabó por fin contra una pared de enormes piedras macizas, talladas por enanos, que Félix comprendió que tenían que pertenecer a los cimientos de las murallas exteriores del castillo Reikguard. Había una gruesa puerta de piedra reforzada con bandas de hierro que conformaba la entrada, y estaba abierta de par en par.

—Alto —dijeron el padre Marwalt y el magíster Marhalt cuando Gotrek se acercó a ella—. Aquí hay protecciones.

El Matador se detuvo y aguardó con impaciencia mientras Max y los gemelos murmuraban y sondeaban el aire ante sí con manos cautelosas, conversando durante todo el tiempo. Por último, el padre Marwalt se volvió y desplegó sus manos de largos dedos. Todos los colores parecieron ser drenados del aire que mediaba entre las palmas, y de ellas manó una nube de niebla gris que avanzó, ondulando, hacia el enano y los hombres. Era fría como una sepultura.

Gotrek gruñó y alzó el hacha.

—Maldigo vuestra brujería, sacerdote de muerte —gruñó Gotrek—. ¿Qué es esto?

—¡Qué estáis haciendo! —exclamó Dominic—. ¡Desistid! El magíster Marhalt alzó una mano, y su hermano continuó con el hechizo.

—No temáis —dijo—. Se trata de una invocación llamada Máscara de Morr. Es inofensiva, aunque desagradable. Ocultará nuestro calor y el latido de nuestros corazones, y hará que a los no muertos les parezcamos muertos. A menudo es usada por los paladines de Morr para acercarse a sus presas.

Un frío húmedo impregnó la ropa de Félix y le dejó en la piel una pegajosa película mojada. Su respiración se condensó en el aire, y luego el frío aumentó demasiado como para que se formara vapor. Se le pusieron azules las puntas de los dedos.

—Estáis convirtiéndonos en cadáveres —dijo Dominic con repugnancia.

—Mi señor, os lo prometo —dijo el magíster Marhalt—. Sólo se trata de una máscara. Con ella deberíamos poder pasar junto a cualquier no muerto, porque nos tomarán por otros iguales a ellos.

Dominic y los caballeros susurraron plegarias e hicieron las señales de diferentes dioses, mientras la nube se posaba en torno a ellos. Gotrek maldijo en khazalid y les lanzó una mirada feroz al sacerdote y al magíster con su único ojo frío, pero no utilizó el hacha.

Un momento más tarde, el padre Marwalt bajó los brazos, y luego inclinó la cabeza con gesto de disculpa.

—Lo siento —dijo—. Debería haberlo explicado primero. No estoy habituado a luchar junto a aquellos que no pertenecen al templo de Morr. —Hizo un gesto hacia la puerta—. Podéis entrar. Las protecciones ya no nos detectarán.

Gotrek avanzó hasta la puerta y la atravesó sin detenerse. El resto lo siguió con mayor vacilación. Cuando atravesaron la puerta, Félix no pudo sentir nada, salvo la fría niebla del hechizo del sacerdote que se movía con ellos. Al otro lado, el pasadizo giraba a la derecha, para seguir la muralla del castillo hasta acabar en una estrecha escalera de caracol. La escalera era casi demasiado estrecha para que Gotrek entrara en ella, y tuvo que situarse de lado y sujetar el hacha detrás de sí con el fin de poder subir por ella. Félix no lograba imaginar cómo los enormes esqueletos habían logrado pasar por ahí, a menos que se hubieran deformado de algún modo.

La escalera continuó subiendo y subiendo, girando y girando, hasta que Félix pensó que era una horrible pesadilla repetitiva en la que estaba obligado a subir por toda la eternidad sin llegar a ninguna parte. Al fin, sin embargo, mucho rato después de que sus rodillas estuvieran a punto de ceder y su mente a punto de gritar, los escalones acabaron en un corto corredor que tenía una pared de piedra y la otra de madera. O más bien debería decirse que el corredor había tenido en el pasado una pared de madera, pero que había sido destrozada como por una explosión, y los paneles de madera y las riostras, junto con los restos de la puerta secreta que había habido en ellos, se encontraban desparramados por el alfombrado suelo de las ruinas de un majestuoso dormitorio.

Una cama con dosel, que era más grande que la choza del carbonero por la que habían entrado, se alzaba contra una de las paredes, con las iniciales KF resaltadas con oro en la cabecera, y hermosos muebles y gigantescos cuadros de los augustos ancestros del Emperador cubrían las paredes forradas de madera, ahora todos lamentablemente destrozados y llenos de tajos.

Gotrek se puso en guardia con su hacha y atravesó la pared destrozada para entrar en el dormitorio, mirando a su alrededor, y luego les hizo un gesto a los demás para que avanzaran. Se inclinaron para pasar por el agujero y seguirlo, con espadas y hechizos a punto.

—Venid —dijo Dominic, que sacudía la cabeza ante los destrozos, camino de la puerta—. La escalera está por aquí.

Pasaron a través de un pasillo de acceso flanqueado por armaduras, y luego cruzaron una puerta destrozada hasta un rellano que Félix reconoció. Era allí donde se les había aparecido Kemmler, antes de llevarse al graf y la grafina en una nube de sombras. Félix avanzó con cautela hasta la barandilla, y miró hacia abajo. Allí estaba la puerta de los aposentos del graf Reiklander, y la pila de cuerpos de los hombres que habían muerto en ese lugar: el joven lancero, el arcabucero, el artillero, Classen y Bosendorfer. Al menos, pensó mientras le lanzaba una mirada a Dominic, los cadáveres del graf y la grafina no estaban entre ellos.

Más abajo un movimiento atrajo sus ojos, y miró por el pozo de la escalera. Por la planta baja pululaban los zombies arrastrando los pies, deambulando sin rumbo de un lado a otro, tropezando entre sí, además de unos cuantos necrófagos cuyas cabezas se movían nerviosamente a un lado y otro, mientras, encorvados sobre cuerpos muertos, sorbían el tuétano de sus huesos. Félix intentó no preguntarse si alguno de esos cuerpos, o alguno de esos zombies, era Kat. Debía concentrarse en la tarea que tenía entre manos.

Apartó la mirada y se dispuso a seguir a Gotrek junto con los demás, pero el Matador se detuvo y alzó el hacha. La runa de la hoja ardía con la máxima brillantez que Félix le había visto jamás, e iluminaba con luz encarnada el único ojo de Gotrek.

—El nigromante está aquí —gruñó.

—Sí —confirmó el magíster Marhalt, con los ojos medio cerrados—. Debajo de nosotros; en la planta baja. Debemos tener cuidado.

El padre Marwalt posó un dedo sobre sus labios. —Callaos a partir de aquí, y moveos con lentitud —dijo—. Los no muertos no nos detectarán.

—Y recordad —añadió Max, al mismo tiempo que les lanzaba una mirada dura a Gotrek y Félix— que nuestro objetivo es abrirle las puertas a Von Uhland, no meternos en luchas innecesarias. Podréis luchar tanto como queráis después de que hayamos dejado entrar al ejército.

Gotrek gruñó, pero no planteó ninguna queja, y todos se volvieron y comenzaron a bajar la escalera con gran lentitud.

«Es como algo de pesadilla», pensó Félix; atravesar una casa llena de muertos vivientes como si fueran invisibles, con el temor constante de encontrarse con un ser querido. Con el corazón acelerado, observaba cada pila de cuerpos ante la que pasaban, buscando, a la vez que rezando para no encontrar, los andrajos de un grueso abrigo de lana, o un arco o un destral rotos, entre los huesos. No vio nada, pero eso no era ninguna garantía de que Kat continuara con vida. Podrían habérsela comido. Podría ser un zombie. Podría haber sido hecha pedazos por Krell y abandonada en lo alto de la muralla.

Cuando llegaron a la planta baja la encontraron atestada de zombies y necrófagos, y a Félix le resultó difícil no ponerse en guardia cuando se les acercaban. Algunos de los caballeros no pudieron evitarlo, y Max y los gemelos tuvieron que detenerles el brazo subrepticiamente para recordarles que bajaran la espada.

Félix apretó los dientes con tanta fuerza que llegaron a dolerle, esperando a cada instante que uno de aquellos horrores alzaría la mirada y los vería como intrusos, y entonces gemiría una advertencia para los demás; pero eso no sucedió. Ni siquiera los necrófagos, que eran seres vivos con una inteligencia casi humana, les dedicaron más que una mirada al pasar. A pesar de eso, no podía evitar contener la respiración, o apretar con fuerza la empuñadura de la espada.

El magnífico vestíbulo de la torre del homenaje estaba a diez pasos de distancia por un amplio corredor; se trataba de un espacio de alto techo y suelo de mármol, con la puerta del patio de armas a la derecha, y la doble puerta abierta del gran salón a la izquierda, y mientras iban arrastrando los pies hacia él a través de la masa de no muertos, Félix comenzó a oír murmullos graves y susurros que procedían de dentro del comedor.

—Ojos al frente —susurró Max—. El está allí dentro.

Pero cuando entraron en el vestíbulo y giraron hacia la puerta delantera, Félix no pudo evitar volverse a mirar, como no pudo evitarlo ninguno de los otros, ni Gotrek, ni Dominic, ni siquiera Max, el padre Marwalt y el magíster Marhalt, todos los cuales desviaron los ojos por encima del hombro, mientras caminaban.

Félix había visto brevemente el comedor en una ocasión anterior, cuando había entrado en la torre del homenaje con Von Volgen, Classen y los otros, para encontrar a la grafina Avelein, y lo recordaba como una estancia regia con escudos heráldicos y tapices en las paredes, arañas de luces colgando del techo, largas mesas ricamente adornadas, presididas por una plataforma elevada y altas ventanas que daban a un jardín formal.

Ya no era regio.

Los escudos y los tapices habían sido arrancados de las paredes, y en su lugar habían pintado extraños símbolos con sangre sobre los muros de piedra desnuda. Las arañas de luces habían sido reemplazadas por cadáveres colgados boca abajo, sin cabeza, y de cuyo cuello goteaban fluidos negros. Las mesas habían sido hechas pedazos y arrojadas a los rincones para dejar sitio a un círculo mágico que habían trazado quemando y tallando el suelo de madera pulimentada. En torno al círculo, en nueve puntos, había braseros de bronce en los que ardían montones de cabezas, manos y brazos cortados, cuya grasa y carne estallaba y siseaba en las llamas.

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