Matazombies (50 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

—Por aquí, mi señor —dijo Félix—. Quedaos atrás.

Pero cuando se llevaba a Dominic, chocó contra algo que tenía a la espalda, y al volverse se encontró con el sargento Leffler, que lo acometía con su espadón.

Félix lanzó un grito ahogado y se agachó, y la hoja pasó zumbando a menos de tres centímetros por encima de su cabeza…, y le abrió un tajo a Dominic en un hombro. Por la izquierda se lanzó hacia ellos el cadáver del cirujano Tauber, con las manos extendidas, y por la derecha les dirigió una estocada el señor Von Volgen, con su larga espada.

Dominic la esquivó y le hizo un tajo a Von Volgen con la espada rota, pero la herida no restó rapidez en lo más mínimo al cadáver, que lo atacó otra vez.

Félix paró el tajo e hizo retroceder a Von Volgen de una patada, y luego embistió a Dominic para apartarlo del camino del espadón de Leffler.

—Quedaos detrás de mí —gritó.

Félix le cortó la cabeza a Tauber, mientras los zombies los acometían, y con un golpe le arrancó de las manos el espadón al sargento, para luego atravesarle el cuello. Eso dejó sólo a Von Volgen. El cadáver del señor lo acometió, pero cuando Félix levantaba a
Karaghul
para descargar un tajo sobre él, el brazo con que el zombie sujetaba la espada cayó, y en su rostro apareció una expresión triste.

Félix vaciló, pero el instinto impulsó el golpe y le cortó la cabeza a Von Volgen. Su corazón latía con fuerza cuando cayó el cadáver. La impresión era que el zombie había permitido que lo matara, casi como si se lo hubiera estado implorando. Pero eso no era posible, ¿verdad? ¿Acaso una parte del alma de Von Volgen había permanecido atrapada en el cuerpo no muerto?

Un movimiento le hizo volver la cabeza y desterró ese pensamiento. Dominic avanzaba otra vez con paso tambaleante hacia la batalla entre Gotrek y Krell, e intentaba alzar la espada rota con el brazo herido. Félix fue tras él.

—Mi señor —le dijo—, dejádselo al Matador.

El joven señor lo rechazó agitando un brazo.

—¡Tengo que hacer algo! ¡Debo participar de alguna manera en…!

Se detuvo al encontrarse cara a cara con su madre y su padre. Los cadáveres se retorcían en los tronos, y Félix vio que los habían atado a ellos. Luchaban contra las cuerdas, lanzándoles dentelladas a Félix y su hijo, con hambre mecánica.

Dominic se quedó mirándolos, y luego reprimió un sollozo.

—Esto es lo que tengo que hacer. Debo hacer como hizo el Matador, y liberarlos como él liberó a su amigo.

El muchacho arrojó a un lado la espada rota y sacó de la vaina la espada que su padre tenía sujeta al costado. El cadáver intentó arañarlo, pero la cuerda que lo retenía le impidió llegar hasta él.

Envejecida por la magia de muerte de Kemmler, la hoja estaba manchada de herrumbre, pero aún lo bastante entera como para hacer su trabajo. Dominic la levantó por encima de la cabeza y miró a la grafina, con los ojos llenos de lágrimas.

—Ve a reunirte con Sigmar, madre —dijo, y a continuación separó la cabeza marchita del cuello.

Ella no hizo el más mínimo ruido al morir, pero detrás de su muralla de esqueletos, Kemmler chilló como si la espada lo hubiera herido a él.

—¡Muchacho estúpido! ¡Lo estás estropeando!

El grito de furia se convirtió en alarido de dolor cuando los hechizos de Max y el magíster Marhalt pasaron a través de su perdida concentración, pero casi al instante, sus sombras volvieron a adelantarse, ondulantes, haciéndose más fuertes que nunca.

—¡Aguafiestas! —chilló—. ¡Vándalo!

—¡Acabadlo, mi señor! —gritó Félix, al mismo tiempo que se interponía entre el muchacho y la oscuridad que se extendía—. ¡Golpead mientras podéis!

Dominic alzó la espada por encima de su padre. —Ve con Sigmar, padre.

También ese tajo fue certero, y la cabeza del graf cayó de encima de los hombros.

Kemmler aulló, y con una detonación silenciosa, la hirviente bola de oscuridad que lo rodeaba estalló hacia fuera en todas direcciones, y el enervante poder hizo caer de rodillas a Félix, Dominic y el resto de los hombres vivos.

Toda la debilidad que la esfera de protección de Max había mitigado momentáneamente, volvió multiplicada por diez. Las piernas de Félix se negaban a soportar su peso. El corazón le latía con tal rapidez que tuvo la sensación de que podría explotarle, pero parecía estar bombeando bilis, no sangre. Tenía la visión distorsionada y ennegrecida en la periferia. Dominic dejó caer la espada de su padre. Max, el padre Marwalt y el magíster Marhalt estaban igual, con los brazos temblorosos y batallando para levantarse. Los caballeros que habían estado luchando contra los esqueletos también se habían desplomado, y los guerreros antiguos estaban haciéndolos pedazos. Y en la puerta, la negra línea de carbón estaba tomándose gris, y los zombis empezaban a atravesarla.

Incluso Gotrek parecía haber sido golpeado por el hechizo. Retrocedió ante Krell con paso tambaleante, como si estuviera en las últimas, con el torso convertido en una masa de contusiones y el hacha rúnica colgando pesadamente de las manos. El paladín no muerto lanzó un aullido de triunfo y fue tras él, al mismo tiempo que levantaba el hacha negra para asestarle un tajo salvaje. Pero cuando descendía, dejando su estela de polvo sofocante, Gotrek saltó hacia delante y dirigió un tajo potente al mango del arma de obsidiana, para luego retorcer con fuerza salvaje y levantar.

Krell bramó de sorpresa cuando la negra hacha voló de sus manos enfundadas en guanteletes, y ascendió por el aire girando sobre los extremos para clavarse en una de las doradas vigas del techo del regio salón. Se quedó allí atascada, vibrando, a seis metros por encima de su cabeza.

Gotrek rió y saltó al mismo tiempo que dirigía un tajo a las piernas del enorme esqueleto acorazado, que retrocedió con paso tambaleante.

—¡Dos mil años de agravios —gruñó el Matador— tachados con un solo golpe!

Gotrek asestó un tajo al hueso de la pierna desprotegida del paladín y la atravesó como si fuera leña seca. Krell cayó al suelo con estruendo ensordecedor, y el Matador se situó sobre él con las piernas separadas, para descargar un golpe con el hacha rúnica que ardía con luz roja.

—¡No! —gritó Kemmler, desde la plataforma, y comenzó a salmodiar un nuevo hechizo.

Pero no había manera de detener la mortífera trayectoria del hacha. Hendió el peto del paladín y se clavó en el costillar. Krell luchó para levantarse, pero Gotrek le dio una patada en los dientes y le arrancó el hacha, mientras sonreía con expresión salvaje.

—¡Un sólo golpe, carnicero!

Alzó el hacha por encima de la cabeza para asestar el tajo definitivo dirigido al cuello, pero detrás de él, sobre la plataforma, Kemmler adelantó con brusquedad el báculo, y el cráneo que lo remataba abrió la boca para vomitar un torrente de hirviente energía negra.

Gotrek gruñó y se puso rígido al golpearlo la negrura en la espalda; su sonrisa se transformó en un rictus de dolor cuando se tensaron todos los músculos de su cuerpo. Félix se quedó mirándolo. Era algo raro ver al Matador afectado lo más mínimo por la magia, mucho más paralizado por ella, pero, por asombroso que resultara, eso no era lo único que estaba haciéndole. Mientras Félix observaba, las arrugas de la cara del Matador se ahondaron, y las mejillas se le hundieron. También su cuerpo estaba haciéndose más delgado, y cada detalle de sus músculos y venas resaltaba a través de la piel como si lo hubieran desollado.

Tampoco era el único afectado por el hechizo. La carne de los dedos de Félix estaba encogiéndose, y los huesos de los nudillos se destacaban a través de la piel cada vez más tensa, como los puntales de una tienda. Max y los gemelos estaban igual. El pelo plateado de Max se blanqueaba en las raíces, y el magíster y el padre envejecían ante los ojos de Félix, mientras sus hechizos y encantamientos se debilitaban y extinguían. El ataque fulminante de Kemmler estaba empujándolos a todos hacia la sepultura —como si fuera la mano del tiempo mismo que los aplastara con el peso de los años—, y cada vez más zombies atravesaban la protección de Marwalt y entraban en el salón arrastrando los pies.

El Matador se volvió penosamente, centímetro a centímetro, como si estuviera atrapado en el hielo, y levantó el hacha rúnica con una mano temblorosa, pero no pudo girar con la rapidez suficiente. Se debilitaba con cada medio paso. Jamás podría llegar hasta el nigromante antes de que el hechizo lo convirtiera a él en un esqueleto ambulante.

Félix se puso trabajosamente de pie, tan débil como una caña rota, y sacó la daga, pero cuando la alzaba para lanzársela a Kemmler, algo descendió destellando desde lo alto y golpeó al nigromante en un hombro.

Kemmler lanzó un grito de sorpresa y cayó hacia atrás, y el torrente de negra energía hirvió hasta desaparecer, mientras él giraba en busca del origen del ataque. Tenía una flecha clavada en un hombro, y mientras Félix lo miraba con ojos fijos, una segunda descendió para clavarse en una pierna del nigromante, que volvió a gritar y cayó.

¿Una flecha?

El corazón de Félix dio un salto como si intentara escapársele del pecho. ¡Una flecha!

Al otro lado de la estancia, Gotrek se libró de la parálisis y corrió hacia el nigromante con un aullido de furia que helaba la sangre. Kemmler lo vio venir y alzó el báculo con mano temblorosa, mientras escupía el principio de otro encantamiento; pero antes de que pudiera pronunciar más de unas pocas sílabas, el Matador saltó sobre la plataforma, se abrió paso a hachazos a través de los restantes esqueletos del nigromante y descargó un tajo sobre él con todas sus fuerzas.

Kemmler bloqueó con el báculo, y el hacha rúnica de Gotrek lo cortó en dos, haciendo que el sonriente cráneo saliera volando hacia un lado, girando sobre sí mismo, mientras un coro de alaridos, como de un millón de almas que murieran, hacía temblar la estancia, y extrañas entidades visibles sólo a medias salían disparadas y desaparecían en las sombras. Luego, el hacha encontró carne, y Kemmler también gritó, mientras una gran mancha de sangre se extendía por su abdomen y le oscurecía el ropón gris.

—Y ahora, nigromante —rugió el Matador, en tanto volvía a levantar el hacha—, ¡mueres por la profanación!

Pero cuando Gotrek descargaba el golpe, una niebla de sombras ascendió de la capa de Kemmler y los envolvió a ambos en una arremolinada oscuridad, que, cuando se disipó, dejó a la vista a Gotrek solo, con el hacha clavada en las partidas tablas de la plataforma, y su único ojo ardiendo de frustrada furia.

—¡Cobarde! —le gritó al aire—. ¡Profanador! Giró con un gruñido hacia el lugar en que había derribado a Krell, y volvió a cruzar la estancia a la carga hacia el esqueleto que aún yacía postrado; pero cuando ya atravesaba la basura putrefacta que rodeaba los tronos de Reikland, en torno al paladín caído se formaron sombras, y cuando el Matador llegó al sitio, también Krell había desaparecido —incluso su hacha de obsidiana se había desvanecido del techo—, y la voz de Kemmler resonó en el comedor, procedente de todas partes y de ninguna al mismo tiempo.

—No me habéis derrotado, estúpidos —siseó—; sólo me habéis retrasado. Dispongo de todo el tiempo del mundo.

Gotrek maldijo mientras la demente risa del nigromante se desvanecía, y él hendió el aire a su alrededor sin dar en nada.

—¡Maldito! —rugió—. ¡Maldito!

Félix le volvió la espalda cuando oyó gemidos y arrastrar de pies detrás de sí, y se encontró con que tenía casi pegada a la espalda la horda de zombies que estaba entrando por la puerta. Asió al señor Dominic por un brazo para levantarlo, y ambos recularon con paso tambaleante ante los muertos, a la vez que alzaban la espada. Gotrek se situó junto a ellos, aún gruñendo de cólera, y Max, el padre Marwalt y el magíster Marhalt se levantaron detrás, delgados como cadáveres y temblando a causa del encantamiento de Kemmler, pero preparando hechizos a pesar de todo.

No obstante, mientras los zombies avanzaban hacia ellos arrastrando los pies, con armas oxidadas en alto y garras extendidas, sus pasos comenzaron a vacilar y sus brazos a caer. Uno grande que llevaba un mandil de carnicero tropezó y cayó de bruces. Una mujer ataviada con los restos de un rico vestido perdió un brazo, luego la mandíbula inferior, y por último, se deshizo del todo al pudrirse su piel ante los ojos del grupo. El cadáver de un hombre bestia se desplomó y se llevó consigo a varios zombies más pequeños. Algunos de los otros continuaron adelante con resolución, pero no duraron mucho. Estaban cayendo como moscas, y también los que estaban fuera de la entrada del salón. Al fin, el último de ellos se desplomó de rodillas ante Félix, y sus dedos de largas garras arañaron débilmente la punta de una bota de Jaeger, antes de quedar inmóviles para siempre.

—Kemmler se ha marchado —susurró el padre Marwalt, dejándose caer en una silla rota.

—Y su influencia se aleja con él —añadió el magíster Marhalt mientras descendía hasta el suelo—. Se ha acabado.

—Por ahora —matizó Max, que dejó caer las manos a los lados—. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que vuelva?

Nadie tenía una respuesta para esa pregunta. Los gemelos no hacían más que temblar en el sitio en que se habían dejado caer, mientras Dominic Reiklander avanzaba con paso tambaleante para arrodillarse ante los cadáveres decapitados de su madre y su padre, y Gotrek limpiaba el hacha.

Félix no podía descansar aún. La esperanza no se lo permitía. Miró hacia la plataforma sobre la que Kemmler había sido herido por las flechas, y luego giró sobre sí mismo para intentar determinar de dónde habían partido. Las saetas habían descendido hacia Kemmler. Desde algún sitio elevado. La galería para músicos de encima de la plataforma. Se encaminó hacia ella con paso tambaleante, mientras el corazón comenzaba a acelerársele.

—¡Kat! —llamó—. Kat, ¿has sido tú?

No hubo respuesta.

—¡Kat!

Todavía nada.

Había una puerta en la pared de debajo de la galería. La abrió. Era un retrete. Maldijo y se encaminó hacia la puerta que salía al corredor, tropezando con los montones de cuerpos putrefactos que la bloqueaban. La puerta de la galería tenía que estar en el piso de arriba. Fue cojeando por el pasillo hacia la escalera, sintiéndose frágil y ligero como un esqueleto de pájaro a causa del hechizo de Kemmler.

La escalera fue casi demasiado para él, pero acabó de subir a gatas los últimos escalones, y luego bajó por el corredor. Había una puerta pequeña en la pared de la izquierda. Fue hasta ella dando traspiés y tiró del picaporte. Estaba cerrada con llave. Se puso a aporrearla, ahora desesperado.

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