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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (5 page)

Oramen luchó contra aquella sensación durante varios minutos, le parecía que era mejor decir algo en lugar de parecer que la insultaba con su silencio pero terminó rindiéndose. Había un dicho: «La sabiduría es silencio». Al final se limitó a saludar a la dama con una inclinación de la cabeza sin decir nada. Presintió casi más que vio que la mujer de su padre se daba la vuelta y se iba.

Oramen volvió a levantar la cabeza. Bueno, al menos con eso ya había terminado.

–Venid, señor –dijo Fanthile tendiéndole el brazo–. Yo os acompañaré.

–¿Os parece que voy bien así? –preguntó Oramen. Iba vestido de modo más que informal, con unos pantalones y una simple camisa.

–Poneos una de vuestras mejores capas, señor –le sugirió Fanthile. El anciano miró sin pestañear al joven príncipe, que dudaba y palmeaba los papeles en los que había estado trabajando como si no estuviera muy seguro si debía llevárselos con él o no–. Debéis de estar consternado, señor –dijo con naturalidad el secretario de palacio.

Oramen asintió.

–Así es –dijo dando unos golpecitos en los papeles. La hoja de arriba no tenía nada que ver con la notación musical. Como príncipe que era, a Oramen le habían enseñado, por supuesto, las costumbres de los alienígenas que existían fuera de su nivel natal y más allá del propio Sursamen y, en un momento dado de ocio, había estado garabateando su nombre y luego había intentado expresarlo como lo harían esos alienígenas:

Oramen lin Blisk-Hausk'r yun Pourl, yun Dich.

Oramen-hombre, príncipe (3/2), Pourlinebrac, 8/Su.

Humano Oramen, príncipe de Pourl, casa de Hausk, dominio de Sarl, del Octavo, Sursamen.

Meseriphine-Sursamen/8sa Oramen lin Blisk-Hausk'r dam Pourl.

Volvió a ordenar las páginas, cogió un pisapapeles y lo colocó encima.

–Sí, eso es, debo de estarlo, ¿verdad?

Parecía que solo el hecho de subirse a lomos de un mersicor se había convertido en una tarea mucho más complicada de lo que nunca había sido. Oramen apenas se había entretenido tras oír la noticia, pero incluso así, para cuando llegó al patio de caballos iluminado por los faroles ya se había organizado un alboroto considerable.

Acompañado, («azuzado» habría sido quizá un término más apropiado) por Fanthile, Oramen se había detenido en sus apartamentos para recoger una voluminosa capa de montar, había soportado que Fanthile le pasara un peine por el cabello castaño rojizo y después lo habían precipitado por las escaleras rumbo al patio, cuidándose mucho de saludar con la cabeza a los varios rostros serios y manos que se retorcían con los que se encontró de camino. Solo lo habían detenido una vez, el embajador oct.

El embajador parecía una especie de cangrejo gigante. Su cuerpo erecto y ovoide (más o menos del tamaño de un torso infantil) era de un color azul profundo y estaba cubierto de diminutas excrecencias de color verde brillante que o bien eran pinchos muy finos o pelos muy gruesos. Sus miembros, compuestos por tres segmentos (cuatro que colgaban como piernas y cuatro que parecían hacer la función de brazos), eran de un color rojo casi incandescente y cada uno terminaba en unas pequeñas pinzas dobles que eran del mismo color azul que el cuerpo. Los miembros sobresalían, no de modo totalmente simétrico, en forma de «z» quebrada con cuatro tocones negros que por alguna razón a Oramen siempre le recordaban a las bocas de unos cañones carnosos.

Por la parte posterior y por los lados sostenía a la criatura un armazón de metal espejado con unas adiciones más voluminosas por detrás que parecían albergar el medio que utilizaba para flotar en el aire sin ruido y que de vez en cuando dejaba escapar pequeñas cantidades de un líquido de aroma extraño. Una serie de tubos conectaban otro cilindro con lo que se suponía que era la cara, que se encontraba en medio del cuerpo e iba cubierta con una especie de máscara a través de la que en ocasiones se podían ver unas burbujitas diminutas. El cuerpo entero del embajador relucía, y cuando se miraba con mucha atención (y Oramen lo había hecho), te dabas cuenta que había una membrana muy fina de líquido que parecía envolver cada parte, con la posible excepción de los pelitos verdes y las pinzas azules. La misión diplomática oct tenía su hogar en un antiguo salón de baile del ala soleada del palacio y estaba, al parecer, completamente llena de agua.

El embajador y los dos oct que lo acompañaban, uno un poco más pequeño y el otro un poco más grande que el embajador, se acercaron flotando por las baldosas del pasillo cuando Oramen y Fanthile llegaron al último giro de las escaleras. Fanthile se detuvo cuando vio a las criaturas y Oramen decidió no llevarle la contraria. Entonces oyó suspirar al secretario de palacio.

–Oramen-hombre, príncipe –dijo el embajador Kiu-en-Pourl. Su voz era como el crujido de las hojas secas, o como una pequeña hoguera que comienza a prenderse–. Aquel que dio lo que a vos ha de darse de la vida ha dejado ya de ser, como nuestros ancestros, los benditos involucra, que han dejado ya de ser, son para nosotros. El dolor ha de experimentarse, y con él las emociones afines, y muchas. Yo bien soy incapaz de compartir, ser. No obstante. Y paciencia os recomiendo. Uno ha de suponer. Es probable, también, que la asunción tenga lugar. Cumplirse debe. La energía se transfiere, como herencia, y eso compartimos. Vos, nosotros. Como si a modo de presión, en los conductos sutiles nosotros no nos defendemos bien.

Oramen se quedó mirando a la criatura y se preguntó qué se suponía que tenía que parecerle aquel montón de aparentes tonterías. En su experiencia, los pronunciamientos tangenciales del embajador podían llegar a alcanzar una especie de sentido retorcido si se reflexionaba sobre ellos el tiempo suficiente (preferiblemente después de escribirlos), pero lo cierto era que en ese momento él no tenía tiempo para todo aquello.

–Gracias por vuestras amables palabras –le soltó de buenas a primeras, después asintió y se retiró hacia las escaleras.

El embajador se apartó unos milímetros y dejó un charco diminuto de humedad brillando en los azulejos.

–Que se os guarde. Id a aquello a lo que vais. Llevad aquello que yo os daría. Conocimiento de la afinidad. Oct, los herederos, descienden de los velo, heredan. Vos, heredáis. También, es pena.

–Con vuestro permiso, señor –le dijo Fanthile al embajador y después tanto él como Oramen se inclinaron, se volvieron y bajaron con estrépito el último tramo de escaleras, rumbo a la planta baja.

El alboroto en el patio de caballos procedía sobre todo de todo un vociferante aquelarre de duques, condes y caballeros que se disputaban a gritos quién debía acompañar al príncipe regente en el corto viaje que estaba a punto de emprender para ir a recibir el cuerpo del rey que regresaba.

Oramen se quedó atrás, entre las sombras, con los brazos cruzados, esperando a que le llevaran su montura. Dio un paso atrás y metió el pie en un montón de estiércol cerca del alto muro posterior del patio, chasqueó los labios y se sacudió parte de la mierda de la bota al tiempo que intentaba quitarse el resto raspándoselo en el muro. El montón de estiércol todavía humeaba. Se preguntó si se podría saber qué tipo de animal había dejado el zurullo por su apariencia y consistencia. Lo más probable, se imaginó.

Miró directamente al cielo. Allí, todavía visible sobre los faroles que iluminaban el patio de caballos desde los muros que lo cerraban, una línea roja sin brillo marcaba el curso de enfriamiento grabado por la estrella rodante Pentrl, oculta muchas horas atrás y a muchos días de regresar. Miró después hacia el polo cercano, por donde saldría a continuación Domity, pero aquella era una noche relativamente larga y todavía faltaban horas para el primeralba de la estrella rodante. Creyó ver por un instante una insinuación de la torre Keande-yiine, que se perdía en la oscuridad que envolvía el cielo (el límite inferior de la Xiliskine, aunque se encontraba más cerca, estaba oculto por una de las altas torres del palacio) pero no estaba seguro. Xiliskine. O 213torre52. Ese era el nombre que sus mentores, los oct, le daban. Suponía que él debería preferir el término Xiliskine.

Volvió a mirar al patio. Cuántos nobles. Había creído que estarían todos luchando contra los deldeynos. Claro que ya hacía mucho tiempo que su padre había distinguido con toda claridad entre aquellos nobles que aportaban elegancia y una cualidad emoliente a la corte y aquellos que eran capaces de librar con éxito una guerra moderna. Las tropas reclutadas, magníficas y variopintas, encabezadas por sus señores, todavía tenían su lugar, pero el nuevo ejército estaba formado por militares profesionales y también por milicias bien entrenadas, todas ellas bajo el mando de capitanes, mayores, coroneles y generales, no caballeros, señores, condes y duques. Oramen distinguió también entre la mezcla a unos cuantos sacerdotes de alto rango y varios parlamentarios que insistían en que los incluyeran. El príncipe se había imaginado, ingenuo de él, cabalgando solo o con uno o dos escoltas. Pero al parecer iba a tener que ponerse a la cabeza de un pequeño ejército.

A Oramen le habían aconsejado que no tuviera nada que ver con la batalla que estaba teniendo lugar en las llanuras ese día y, de todos modos, a él tampoco le interesaba demasiado, dado que Werreber, uno de los generales más imponentes de su padre, les había asegurado a todos con toda certeza apenas la noche anterior que la lucha se decantaría a su favor. En cierto sentido era una pena. Apenas un par de años antes, a Oramen le había fascinado la maquinaria de la guerra y todo el cuidadoso despliegue de fuerzas que implicaba. El intenso orden numérico de su planificación y la funcionalidad extrema de su cruel funcionamiento lo habrían consumido.

Pero por alguna razón, desde aquellos tiempos había perdido interés por todo lo marcial. Le parecía que el ejército, incluso mientras se afanaba para garantizarla, era profundamente adverso a la era moderna que estaba contribuyendo a crear. La guerra en sí se estaba convirtiendo en un proceso pasado de moda y anticuado. Poco eficiente, antieconómica, destructiva de una forma intrínseca, la guerra no desempeñaría ningún papel en aquel futuro pragmático y resplandeciente que preveían las mentes más brillantes del reino.

Solo personas como su pudre lamentarían la desaparición de la guerra. Él la celebraría.

–Mi príncipe –murmuró una voz a su lado.

Oramen se dio la vuelta.

–¡Tove! –dijo mientras le daba al otro joven una palmada en la espalda. Tove Lomma había sido su mejor amigo casi desde la más tierna infancia. Se había convertido en oficial del ejército y lucía el uniforme de los cuerpos de aviación–. ¡Estás aquí! ¡Pensé que estarías luchando! ¡Cuánto me alegro de verte!

–En los últimos días me han destinado a una de las torres de lyges, con un escuadrón de esas bestias. Armamento ligero. Por si se producía un ataque aéreo. Escuchad. –Posó una mano en el brazo de Oramen–. Es terrible lo de vuestro padre y Ferbin. Las estrellas llorarían, Oramen. No sé qué decir. Todos los hombres del cuerpo de aviación... Bueno, queremos que sepáis que estamos a vuestras órdenes.

–Más bien a las de Loesp.

–Es vuestro paladín en esto, Oramen. Os servirá bien, estoy seguro.

–Yo también.

–Pero vuestro padre; nuestro querido rey, todo nuestro... –A Tove se le quebró la voz. El joven sacudió la cabeza y apartó la mirada mientras se mordía el labio y sorbía por la nariz.

Oramen tuvo la sensación de que tenía que consolar a su viejo amigo.

–Bueno, murió feliz, me imagino –dijo–. En plena batalla, y victorioso, como hubiera deseado. Como habríamos deseado todos. En fin. –El príncipe le echó un vistazo rápido al tumulto del patio. Los nobles contendientes parecían estar reuniéndose en una especie de orden pero seguía sin haber señal alguna del caballo de guerra que había solicitado. Al final habría sido más rápido si hubiera pedido el coche de vapor–. Es un golpe muy duro –continuó. Tove seguía sin mirarlo–. Lo echaré de menos. Lo extrañaré... bueno, muchísimo. Como es obvio. –Tove volvió a mirarlo. Oramen esbozó una amplia sonrisa y parpadeó varias veces–. Si te digo la verdad, creo que soy como una bestia medio atontada, sigo en pie y caminando pero bizco y sin saber qué hacer. Todavía espero despertarme en cualquier momento. Lo haría ahora mismo si estuviera en mi mano.

Cuando Tove lo volvió a mirar le brillaban los ojos.

–He oído que cuando las tropas se enteraron de que su amado rey había muerto, cayeron sobre los prisioneros y los mataron a todos.

–Espero que no –dijo Oramen–. Esa no era la política de mi padre.

–¡Lo mataron, Oramen! ¡Bestias inmundas! Ojalá hubiera estado allí yo también para vengarme como los demás.

–Bueno, no estábamos ninguno de los dos. Esperemos que lo que se haya hecho en nuestro nombre solo pueda honrarnos.

Tove asintió poco a poco y apretó el brazo de Oramen una vez más.

–Debéis ser fuerte, Oramen –dijo.

Oramen miró a su viejo amigo. Así que fuerte. Aquello era lo más soso que le había dicho Tove jamás. Era obvio que la muerte tenía un efecto extraño sobre la gente.

»Bueno –dijo Tove con una sonrisa pícara y vacilante–, ¿hemos de llamaros ya "mi señor", "majestad" o algo así?

–Todavía no... –empezó a decir Oramen antes de que un conde se lo llevara y unos duques lo ayudaran a montar.

En la carretera de Xilisk, cerca del pequeño pueblo de Evingreath, el cortejo que trasladaba el cuerpo del rey Nerieth Hausk de regreso a su capital se encontró con la procesión no mucho menor que encabezaba el príncipe Oramen. En cuanto vio al príncipe regente, iluminado por faroles de viaje que siseaban en la noche y las primeras y lentas luces de la estrella rodante Domity, a la que todavía le quedaban unas horas para salir, Mertis tyl Loesp, que todo el mundo sabía que había sido como una tercera mano para el rey durante casi toda su vida, desmontó y tras acercarse con pasos pesados al corcel del príncipe, hincó una rodilla en la carretera embarrada e inclinó la cabeza, de modo que su cabello plateado (encrespado y de punta tras los tirones provocados por el dolor) y su rostro apesadumbrado (todavía oscurecido por el humo de la pólvora y manchado de lágrimas calientes e incesantes) quedaron al mismo nivel que el pie del príncipe, metido todavía en el estribo. Después alzó la cabeza y dijo las siguientes palabras.

–Señor, nuestro amado dueño y señor, el rey, que era vuestro padre y mi amigo, y era amigo y padre de todo su pueblo, regresa triunfante a su trono, pero también muerto. Nuestra victoria ha sido grande y absoluta, y los beneficios y nuevas ventajas inconmensurables. Solo nuestra pérdida excede tal vasto logro pero lo hace en una proporción que está más allá de cualquier cálculo. Junto a tan odioso precio, a pesar de toda su furiosa gloria, nuestro triunfo de las últimas horas ahora nos parece insignificante. Vuestro padre ha sido razón suficiente para ambas, gloria y aflicción: una no se habría alcanzado sin su liderato sin igual y su firme determinación, la otra la invocó su muerte, prematura, inoportuna e inmerecida.

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