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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (6 page)

»Y así, ha caído sobre mí y es mi gran privilegio, si bien infinitamente inesperado, gobernar durante el corto intervalo entre este, el más odioso de los días, y el glorioso advenimiento de vuestra ascensión al trono. Os lo suplico, señor, creedme que todo lo que haga en vuestro nombre, mi señor, será por vos y el pueblo de Sarl y siempre en nombre del Dios del Mundo. Vuestro padre no esperaría menos, y en esta causa, tan grande para nosotros, quizá podría empezar a agradecer en alguna medida el honor que me hizo. Os respeto a vos como lo respeté a él, señor, de forma absoluta, con todo mi ser, con todos mis pensamientos y acciones, ahora y durante el tiempo que sea mi obligación hacerlo.

»He perdido hoy al mejor amigo que un hombre ha tenido jamás, señor, una luz auténtica, una estrella constante cuya fijeza eclipsaba, superaba a cualquier simple lámpara celestial. El pueblo de Sarl ha perdido al mejor comandante que ha conocido jamás, un nombre digno de aclamarse a lo largo de las eras hasta el fin de los tiempos y cuyo eco resonaría con tanta fuerza como el de cualquier héroe de la más remota antigüedad entre las estrellas invisibles. Jamás podremos esperar alcanzar una décima parte de la grandeza que tenía él, pero yo me consuelo solo con esto: los verdaderamente grandes son fuertes más allá de la propia muerte, mi señor, y, al igual que el rayo de luz y calor que antes de apagarse deja a su paso una gran estrella una vez que se ha oscurecido su auténtico brillo, queda ahora un legado de poder y sabiduría en el que podremos hallar nuevas fuerzas y con cuyo albor magnificará nuestra propia y escasa asignación de fortaleza y fuerza de voluntad.

»Señor, si parece que me expreso con poca elegancia o sin el debido respeto que debería mostrarle a vuestro rango y persona, perdonadme. Mis ojos están cegados, mis oídos impedidos y mi boca entumecida por todo lo que ha tenido lugar hoy. Ganar más de lo que creíamos posible y perder luego una infinidad más que eso habría destrozado a cualquier hombre, salvo a esta alma sin igual que es nuestra triste y aborrecible obligación traer ante vos.

Tyl Loesp se quedó callado. Oramen sabía que se esperaba de él que dijera algo. Durante la última media hora había estado haciendo todo lo posible por hacer caso omiso del cotorreo de los duques, después de que Fanthile se hubiera abierto camino por un instante entre la masa de cuerpos, tanto humanos como animales, que lo rodeaban para advertirle que quizá tuviera que dar un discurso. El secretario de palacio apenas había tenido tiempo para transmitirle aquel pequeño consejo antes de que lo apartaran a él y a su montura y lo sacaran de en medio con un par de empellones, de regreso al lugar que era obvio que los más espléndidos de los nobles pensaban que le correspondía, entre la nobleza menor, los parlamentarios de rostro adusto y los sacerdotes que gimoteaban como se esperaba de ellos. Desde entonces, Oramen había estado intentando pensar en algo adecuado. ¿Pero qué se suponía que tenía que decir, o hacer?

El príncipe miró a los varios y resplandecientes nobles que lo rodeaban, todos los cuales, a juzgar por sus graves asentimientos y murmullos casi exagerados, parecían aprobar con todas sus fuerzas el discurso de Mertis tyl Loesp. Oramen se giró un momento en la silla para mirar a Fanthile (que se había quedado más retrasado todavía entre la masa de nobles menores, sacerdotes y representantes) que le hacía señas, con sacudidas de la cabeza y gestos frenéticos de la mano, para que desmontara.

Y eso hizo el príncipe. A su alrededor ya se había reunido una pequeña multitud de hombres a pie y ciudadanos, era de suponer que procedentes del campo y el pueblo cercano, que llenaban la amplia vía y se empujaban para situarse en las orillas de la carretera. El creciente primeralba que anunciaba el amanecer bajo un cielo de nubes dispersas dibujaba la silueta de varios aldeanos que se habían subido a los árboles cercanos para ver mejor. Oramen seguía sin tener idea de lo que debía decir, aunque de repente pensó el magnífico tema para un cuadro que sería aquella escena. Oramen cogió a Tyl Loesp de la mano y le indicó que se levantara.

–Gracias por todo lo que habéis dicho y hecho, mi querido Tyl Loesp –le dijo al caballero. El príncipe era muy consciente del contraste que había entre los dos: él, el delgado príncipe que apenas había dejado atrás las ropas de la infancia y vestido bajo la capa apartada como si estuviera a punto de irse a la cama, y el otro, el poderoso guerrero conquistador, todavía con su armadura de batalla (salpicada aquí y allá por las señales de la guerra), un hombre que le triplicaba la edad y apenas más joven o menos impresionante que el recién fallecido rey.

Jadeante, con la mirada severa y todavía con el olor a sangre y humo pegado al cuerpo, luciendo todas las señales del combate mortal y un dolor insoportable, Tyl Loesp destacaba sobre el joven príncipe como una torre. El drama de la escena no le pasaba desapercibido a Oramen. Ese sí que sería un gran cuadro, pensó, sobre todo pintado por uno de los viejos maestros, digamos Dilucherre o Sordic. Quizá incluso Omoulldeo. Y casi en ese mismo instante Oramen supo lo que iba a hacer: iba a robar.

No de un cuadro, por supuesto, sino de una obra de teatro. Había suficientes tragedias antiguas con escenas parecidas y discursos adecuados para recibir a una docena de padres muertos y unos cuantos más esforzados combatientes. El surtido era más abrumador que el momento que debía aliviar. Oramen recordaría, elegiría, editaría, uniría e improvisaría lo que hiciera falta para salvar la situación.

–Este es en verdad nuestro día más triste –dijo Oramen levantando primero la voz y después la cabeza–. Si alguna de vuestras energías pudiera devolvernos a nuestro padre, sé que las dedicaríais a esa causa sin escatimar ninguna. Ese vigor se consagrará en su lugar a defender los intereses de todo nuestro pueblo. Nos traéis dolor y alegría al mismo tiempo, mi buen Tyl Loesp, pero a pesar de toda la aflicción que sentimos ahora y a pesar de todo el tiempo que desde ahora debemos dedicar, como es de justicia, a llorar a nuestro incomparable caído, la satisfacción de esta gran victoria seguirá brillando en todo su esplendor cuando se hayan observado los ritos debidos; no me cabe duda de que mi padre así lo habría querido.

»La suma de su más que gloriosa vida ya era causa de una celebración ferviente mucho antes del gran triunfo de este día y el peso del resultado se ha hecho incluso más majestuoso gracias a las hazañas de todos los que lucharon por él ante la torre Xiliskine. –En ese momento Oramen miró por un momento a su alrededor, a las personas allí reunidas, e intentó alzar todavía un poco más la voz–. Mi padre se llevó a un hijo a la guerra en este día y dejó otro, yo, en casa. He perdido a ambos, padre y hermano, así como a mi rey y su querido y legítimo heredero. Me eclipsan en la muerte como hicieron en vida y Mertis tyl Loesp, aunque no carece de responsabilidades añadidas, debe ocupar su lugar en mi nombre. Y debo deciros que no se me ocurre nadie más adecuado para cumplir tamaña tarea. –Oramen señaló con un gesto al guerrero de rostro lúgubre que tenía delante, después respiró hondo y siguió dirigiéndose a la multitud reunida:– Sé que no soy quién para compartir la gloria de este día (creo que mis hombros juveniles se quebrarían bajo solo una pequeña parte de tal carga) pero me siento orgulloso de unirme a todo el pueblo de Sarl para celebrar y honrar las grandes hazañas realizadas y presentar todos mis respetos al que nos enseñó a celebrar, nos alentó a honrar y ejemplificó el respeto para todos.

Eso provocó vítores que se alzaron sin orden ni concierto y después con fuerza creciente en las gargantas de la congregación de súbditos reunidos a su alrededor. Oramen oyó escudos sacudidos por espadas, puños embutidos en cotas de malla que golpeaban petos de armaduras y, como un comentario moderno sobre semejante florida antigüedad, el crujido seco de varias armas de fuego ligeras, salvas disparadas al aire como una lluvia de granizo al revés.

Mertis tyl Loesp, que había mantenido una expresión pétrea durante toda la respuesta de Oramen, pareció sorprendido (incluso alarmado) por un breve instante al final de la elocución, pero tan fugaz impresión (que podría con toda facilidad haber sido provocada por la luz incierta que arrojaban los faroles de viaje y el fulgor débil de una estrella menor cuya alba todavía no había llegado) fue casi tan efímera que apenas si se pudo captar y por tanto era fácilmente desechable.

–¿Me permitís ver a mi padre, señor? –preguntó Oramen. Notó que el corazón le latía con fuerza y le faltaba el aliento; con todo, hizo lo que pudo por mantener un porte sereno y digno, como supuso que se esperaba de él. No obstante, si alguien esperaba que gimiera, chillara y se tirara de los pelos cuando viera el cuerpo, su improvisado público iba a quedar decepcionado.

–Está aquí, señor –dijo Tyl Loesp indicando el largo carruaje que tenía a su espalda y del que tiraban unos hefter.

Se acercaron al carruaje, y la multitud de hombres, la mayor parte armados y muchos de ellos con expresiones de gran aflicción, se apartaron para dejarles paso. Oramen vio la forma alta y enjuta del general Werreber, el que solo la noche anterior les había informado en el palacio sobre la batalla, y al eminente Chasque, el sumo sacerdote. Ambos lo saludaron con un gesto de la cabeza. Werreber parecía viejo, cansado y de algún modo (a pesar de su altura) encogido dentro del arrugado uniforme. El general asintió y después bajó la mirada. Chasque, resplandeciente con unas suntuosas vestiduras encima de una reluciente armadura, esbozaba esa especie de semisonrisa alentadora y tensa que esboza a veces la gente cuando quiere decirte que seas valiente o fuerte.

Treparon a la tarima donde yacía el padre de Oramen. Acompañaban el cuerpo un par de sacerdotes con las vestiduras rasgadas como requería la ocasión, e iluminaba la escena desde arriba una única lámpara de viaje que siseaba y chisporroteaba y arrojaba una luz blanca y cáustica sobre las andas. El rostro de su padre tenía un aspecto ceniciento, inmóvil y un tanto demacrado, como si estuviera reflexionando (los ojos cerrados, la mandíbula rígida) sobre algún problema abrumador. Una sábana plateada y bordada con hilo de oro cubría el cuerpo del cuello para abajo.

Oramen se quedó mirándolo un rato.

–En vida –dijo al fin– fue su elección que los hechos hablaran por él. En la muerte, debo permanecer tan mudo como todas las empresas que no llegó a realizar. –Después le dio unas palmadas a Tyl Loesp en el brazo–. Me sentaré aquí, con él, mientras regresamos a la ciudad. –El príncipe miró tras el armón. En la parte posterior habían atado un mersicor, un gran caballo de guerra, sin armadura aunque con todas las galas del soberano y con la silla vacía–. ¿Es ese...? –empezó a decir, después carraspeó con un alarde–. Esa es la montura de mi padre –dijo al fin.

–Así es –le confirmó Tyl Loesp.

–¿Y el de mi hermano?

–No se ha hallado, señor.

–Que aten mi montura también a la parte trasera del carruaje, tras la de mi padre.

Fue a sentarse a la cabecera de su padre y después, al imaginarse la cara de Fanthile, pensó que quizá eso no se considerara muy apropiado y se colocó a los pies de las andas.

Se quedó allí sentado, en el borde posterior del carruaje, con las piernas cruzadas y la mirada baja mientras los dos mersicor trotaban justo detrás con el aliento humeando entre las brumas crecientes del aire. Toda aquella columna conjunta de hombres, animales y carretas hizo el resto del viaje hasta la ciudad en un silencio roto solo por el crujido de ruedas y ejes, el chasquido de un látigo y el bufido y el ruido de los cascos de los animales. Las brumas matinales ocultaron la estrella naciente del nuevo día casi hasta que llegaron a las murallas de la propia Pourl y después se fueron abriendo poco a poco para convertirse en un cielo encapotado que ocultaba la parte alta de la ciudad y el palacio.

En los accesos a la Puerta de Polo Cercano, donde había surgido desde el nacimiento de Oramen un conglomerado de pequeñas fábricas y lo que a todos los efectos era un pueblo nuevo, el sol temporal brilló solo durante un breve espacio de tiempo y después desapareció de nuevo tras las nubes.

3. El templete

C
houbris encontró a su amo en el octavo de los distintos sitios donde pensó que podría estar, lugar que era, por supuesto, una ubicación de lo más significativa y propicia en la que descubrir a alguien o algo que una persona estuviera buscando. También era el último lugar que conocía y en el que podía mirar con algún propósito más allá de un simple vagabundeo sin rumbo; de hecho, con eso en mente, lo había dejado para la tarde del segundo día, que dedicaba a buscar en lugares concretos con la esperanza de que aquel fuera al fin el lugar donde había ido a parar Ferbin.

El templete parecía un pequeño castillo encaramado a un acantilado bajo que se asomaba a una curva del río Feyrla. En realidad no era más que un círculo de muros hueco por dentro y con unas almenas. Se había construido ya en ruinas, por así decirlo, para mejorar la vista que se tenía desde un pabellón de caza situado valle abajo. Choubris Holse sabía que allí habían jugado los hijos del rey mientras su padre (en uno de los infrecuentes períodos que había pasado en casa durante las varias guerras de unidad) iba de caza.

Choubris ató su rowel junto a la única puerta baja de la ruina y lo dejó paciendo ruidosamente el musgo de los muros. El mersicor que seguía la estela del rowel, y al que había traído por si encontraba a su amo sin montura, mordisqueaba con delicadeza unas flores. Holse prefería los rowel a los mersicor, eran menos asustadizos y más trabajadores. Supuso que podría haber cogido una bestia voladora, pero en esas confiaba todavía menos. Se esperaba de los sirvientes reales de cierto rango que supieran volar y Holse había sufrido el periodo de instrucción (y a los instructores, que no le habían ocultado que, en su opinión, semejante honor se desperdiciaba en alguien tan basto como él) pero no había disfrutado de las lecciones.

Una búsqueda como es debido, como tantas otras cosas, se realizaba mejor a pie, en tierra firme. Precipitarse por los cielos con todo su boato estaba muy bien y desde luego daba la impresión de superioridad e inspección señorial que se pretendía crear, pero lo que hacía en realidad era darte la oportunidad de perderte todos los detalles de una vez, en lugar de uno por uno, que era lo que le correspondía a la gente decente.

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